Scarlet

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Capítulo 15

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Capítulo 15

La nieve continuó cayendo toda aquella noche y los días siguientes, cubriendo con un denso manto el campo y el bosque, los montes y las lomas de todo Elfael. Tan buen punto como el mal tiempo nos dio un respiro, fuimos a buscar el resto del botín para traerlo a Cél Craidd junto con los cuatro bueyes, que estaban en un redil no muy lejos del camino, confiando en que la ventisca borraría cualquier huella que dejáramos al pasar. Mantuvimos una atenta vigilancia por si veíamos alguna traza del sheriff y sus miserables hombres, pero no había ni rastro de ellos, así que nos apresuramos a cumplir con nuestras tareas. Desmantelamos las carretas allí mismo, y solo conservamos las ruedas y los aperos de hierro; los animales serían más útiles, seguro. Nos quedamos con uno para que tirara del arado en primavera; los otros se entregaron a los granjeros de la zona para que reemplazaran a los que habían perdido, de un modo u otro, a manos de los francos.

Lo mismo ocurrió con el dinero. Bran no se quedó lo que consiguió en el asalto, sino que lo compartió con las gentes de su reino, ayudando a aquellos que más lo necesitaban. Y había muchos, te lo aseguro. Hacía dos años que los normandos habían llegado a Elfael, y por malo que hubiera sido al principio, ahora era mucho peor. Siempre era peor con aquellos diablos, nunca mejor. Así pues, se repartió el dinero y quienes lo recibieron bendijeron al Rey Cuervo y a sus hombres.

Oh, pero aquel enorme anillo de oro empezó a pesar demasiado en la fina tira que Bran llevaba colgada a su cuello de príncipe. El rescate de un rey, valía, y todos abrigamos un secreto temor a que, un día, el mismísimo rey rojo viniera en su búsqueda con todo un ejército. Todos estábamos preocupados por esto cuando fray Tuck hizo su aparición.

Por aquel entonces había oído su nombre y algunas cosas sobre él; cómo había ayudado a Bran en sus tratos con el rey y el cardenal. Pero todo lo que había oído no me preparó para encontrarme con el hombre en sí. En parte diablillo, en parte palurdo y en parte ángel: ese es fray Tuck.

Su llegada se anunció del modo habitual; uno de los centinelas lanzó el estridente silbido de una avutarda. Esto advirtió a la grellon de que alguien llegaba, y que ese visitante era bienvenido. Para un intruso se hubiera usado un sonido bien distinto. Para todos aquellos a los que se les permitía ir y venir, no obstante, había un simple silbido creciente. Bueno, oímos la señal y la gente dejó lo que estaba haciendo y fijó sus ojos en el roble partido para ver quién aparecía a través del seto. Poco después, un hombre pequeño y orondo cayó rodando como una bola por el talud, con el rostro colorado brillando por el sudor que le caía de la frente a pesar del aire frío que soplaba; los bajos de su hábito estaban recogidos y enganchados al cinto para evitar arrastrarlo por la nieve.

—¡Felices Navidades! —gritó, cuando vio a la gente corriendo para saludarlo—.

¡Me alegro de veros, Iwan, Siarles! ¡Gaenor, Teleri, Henwydd! —A todos los que conocía los iba llamando por su nombre—. ¡Me alegro de veros! ¡Paz para todos vosotros!

—¡Tuck! —gritó Siarles, apresurándose a abrazarlo—. ¡Saludos y bienvenido! Con toda esta nieve no pensábamos volver a verte hasta la primavera.

—¿Y dónde iba a estar en Navidades si no con mis queridos amigos?

—¿No hay bolsa esta vez?

—¿Bolsa? ¡He traído medio Hereford conmigo! —Hizo un ademán vago en dirección al camino—. Una mula de carga viene hacia aquí. Rhoddi me encontró en el sendero y me hizo seguir adelante.

Bran y Mérian aparecieron entonces, y Angharad no estaba muy lejos. El pequeño fraile fue recibido con risas y verdadero afecto; entreví en ello el respeto y la gran consideración de la que este sencillo monje disfrutaba entre la grellon. El rey de Inglaterra debía de recibir adulaciones similares en sus viajes, pero le aseguro que no debía de recibir tanto cariño.

—Que el señor esté contigo, fraile —dijo Mérian, avanzando para saludar a nuestro visitante—. Que tu estancia aquí te sea propicia. —Sonrió y dobló la cintura para depositar un beso en su mejilla. Luego, cogiendo esa misma mejilla entre el índice y el pulgar, le dio un pellizco—. ¡Esto es por irte sin despedirte de mí la última vez!

—Un error que no cometeré dos veces —respondió Tuck, frotándose la mejilla. Cuando Angharad se abrió paso para saludarlo, se volvió—. Bendita sea mi alma, Angharad, pareces aún más joven que la última vez que te vi.

Por sabia y poderosa que fuera, Angharad era todavía lo bastante señora como para sonreír ante ese descarado cumplido.

—Que la paz te acompañe, amigo fraile —dijo ella, con el arrugado rostro iluminado.

—¡Hermano Tuck! —gritó Iwan, e instantáneamente se fundió con el robusto fraile en un fuerte abrazo—. Me alegro de verte.

—Y yo a ti, Little John —replicó el clérigo, dándole una palmada—. Te he echado de menos, a ti y a todos —Iwan se retiró y el sacerdote contempló el círculo de rostros felices que lo rodeaba—. Bueno, Bran, veo que tú y tu grey os las habéis apañado bastante bien sin mí. —Componiéndose la túnica para que cubriera nuevamente sus piernas desnudas, alzó después las manos para darnos la bendición sacerdotal—. Que la paz y la misericordia de Dios esté con todos nosotros y que Nuestro Redentor nos envíe consuelo en estas benditas fechas para alegrar nuestros corazones y sanar nuestras atribuladas almas.

Todos respondimos «Amén», y cuando Tuck volvió a dirigir la mirada a Bran, añadió:

—Algunas caras nuevas, por lo que veo.

—Una o dos —confirmó Bran. Cogió al clérigo de las manos y entonces le presentó a los recién llegados; me encontré con que era el último entre ellos—. Y este de aquí — dijo, tirando de mí— es el miembro más nuevo de nuestra creciente grey, y es tan diestro con el arco como el mismísimo Rey Cuervo.

—Pues eso es ya decir mucho, sí que lo es —señaló Tuck.

—Will Scatlocke, a vuestro servicio —dije, tendiéndole la mano. La tomó entre las suyas y la apretó efusivamente.

Que la paz de Nuestro Señor esté contigo, William Scatlocke.

—Y con vos, fraile. Ya veis, dos sajones entre los galeses —dije en inglés.

Me contempló con sus sagaces ojos.

—¿Es el acento del norte el que oigo en tu voz?

—Oh, sí —confesé—. Negarlo no puedo. Vuestro oído es tan agudo como la aguja de la reina Meg, hermano.

—Nacido a la vista de la catedral de York, ¿verdad? Pero dime, ¿cómo has acabado anidando entre estos extraños pájaros?

—Me quedé sin oficio ni beneficio por culpa de William Rufus ¡que Dios cubra su culo de forúnculos!, así que partí hacia el oeste —le dije. Y le expliqué rápidamente cómo, después de muchos meses de vivir pobremente y vagabundeando, Bran me había acogido.

—¡Ya basta! —gritó este—. Habrá tiempo para todo esto después ¡Mañana es Navidad y hay una celebración que preparar!

Ah, Navidad… ¿Cuánto tiempo había pasado desde la última vez que había celebrado la festividad de Nuestro Dulce Salvador adecuadamente? Años, al menos; desde los tiempos en que me sentaba a la mesa en la casa de Thane Aelred, con un tazón de ponche caliente entre mis manos y un gran cerdo dorándose en el asador sobre las ardientes ascuas de la chimenea. Tiempos felices. Siempre he disfrutado de la fiesta de Cristo: la comida, las canciones y juegos… Todo ello es lo mejor de esos días sagrados, y así es como debe ser.

No sabía cómo se celebraban las Navidades en Cymru, y albergaba la fuerte sospecha que si fray Tuck no hubiera llegado en el momento en que lo hizo, el mísero rebaño del rey Bran habría tenido muy poco con lo que celebrarlas. Pero cuando su mula de carga llegó poco después, quedó claro que el fraile había traído la Navidad con él.

En un periquete, parecía que estaba en todas partes a la vez, encendiendo las brasas casi apagadas de los corazones de los habitantes del bosque: un saludo aquí, una canción allá, una risa o una historia para levantar los ánimos de nuestro alicaído clan. Que Dios lo bendiga, avivó las frías ascuas de la alegría convirtiéndolas en un crepitante y hermoso fuego.

Aunque habían adoptado algunas de las costumbres sajonas más comunes, los britanos no parecían observar la práctica de adornar con ramas de pino, así que recayó sobre Tuck y sobre mí ocuparnos de esa parte de las festividades. De alguna manera, el día se había aclarado y un brillante azul asomaba entre las nubes, y ambos nos dirigimos al bosque cercano para cortar algunas ramas y llevarlas al poblado. Eso hicimos, conversando mientras trabajábamos y conociéndonos mejor.

—Lo que necesitamos ahora —declaró Tuck cuando cortamos las ramas necesarias para cumplir con la tradición— es un poco de acebo.

—Eso está hecho —le dije, y le pregunté por qué le parecía necesario.

—¿Por qué? Es un símbolo muy poderoso, y eso es razón suficiente —respondió el clérigo—. Verás, las hojas puntiagudas nos recuerdan a las espinas que nuestro amado Cordero de Dios sufrió con silenciosa fortaleza, y las bayas rojas nos recuerdan la sangre de sus heridas, que vertió por nosotros. El árbol está verde todo el año, y las hojas nunca mueren, lo que nos muestra el camino de la vida eterna para aquellos que amamos al Salvador.

—Entonces, sea como sea —declaré—, vamos a llevar también un poco de acebo.

Con las ramas de abeto y pino que habíamos cortado cargadas al hombro, emprendimos el camino de vuelta a la villa, parándonos a coger algunas de esas ramas espinosas por el sendero.

—¿Y tendremos un tronco de Yule? —pregunté mientras reanudábamos la marcha.

—No tengo ninguna objeción —accedió el fraile—. Es una práctica bastante inofensiva, y muy agradable, a su manera. Sí, ¿por qué no?

¡Claro, por qué no! De todas las extrañas piezas que componen esta antigua fiesta, encuentro el tronco de Yule la mejor de todas ellas y me alegré de que nuestro fraile no pusiera ninguna pega. Por la manera en que lo consideran algunos sacerdotes, uno pensaría que es el mismo Lucifer arrastrado al comedor en el día de Navidad. Pero solo es un tronco: un gran tronco, sí, pero tronco al fin y al cabo.

Como era el guardabosques de Thane Aelred, siempre me tocaba a mí ir a buscar el tronco. Caminábamos juntos, señor y vasallo, la mañana de Navidad —con los hijos y las hijas del hidalgo montados en un enorme buey—, y llevábamos el leño hasta la sala, donde lo empujábamos por la puerta y colocábamos la punta adornada en la chimenea ya encendida. Luego, conforme la punta iba consumiéndose, empujábamos aquella gran masa de madera, pulgada a pulgada, hacia las llamas. Verde como las manzanas, aquel tronco crepitaba y crujía y chisporroteaba cuando la savia tocaba las llamas, llenando todo el salón de un intenso aroma. Siempre escogíamos un tronco que fuera demasiado verde como para quemarlo en cualquier otra ocasión, por la simple razón de que, cuanto más tiempo estuviera ardiendo el tronco, más tardarían los sirvientes en tener que mover un dedo, salvo para atender las simples necesidades que se requerían para mantener la buena marcha de la celebración.

Un buen tronco de Yule podía durar una quincena. Sospecho que era la inactividad de los vasallos lo que hacía arrugar la nariz a los clérigos. Odian ver a alguien tomándose un descanso. Y luego estaban las cenizas. Verás, cuando la fiesta acababa y el leño quedaba reducido a cenizas, estas se recogían y se usaban de muy diversas maneras: esparcíamos algunas sobre el ganado para asegurar su salud y una progenie sana; otras las repartíamos por los campos para conseguir cosechas abundantes; y, por supuesto, espolvoreábamos los vellones de las ovejas para mejorar la calidad de su lana. También mezclábamos un poquito con la primera cerveza del año, para protegernos de la enfermedad y los malos ánimos y demás. En todo, las cenizas del tronco de Yule eran una cosa útil y necesaria.

Con el tiempo, algunos britanos adoptaron la tradición del tronco de Yule, igual que muchos de los sajones sucumbieron al antiguo y honorable rito celta de comer jamón en Navidad. La verdad, un sajón no necesita que lo animen cuando se trata de comer cerdo, y menos aún si también se bebe cerveza. Así que, naturalmente, una buena cantidad de clérigos intentan erradicar la práctica de hacer arder árboles de Yule.

—Bueno —dijo Tuck cuando señalé su evidente caridad hacia una costumbre que la mayoría de los de su clase consideraban ofensiva—, tienen sus razones, ¿verdad? Pero le digo a la gente que me lo pide que lo que el fuego proporciona es la llama de la te, que es brillante en las noches más oscuras del año, alimentándose del tronco, que es la palabra santa y perdurable de Dios, siempre nueva y renovada, día a día, año a año. Las cenizas, pues, son el polvo de la muerte, los restos de nuestros pecados cuando todo ha sido acrisolado por el fuego del Purificador.

—Bien dicho, hermano.

—Pareces un tipo sensato, Will —apuntó el alegre clérigo.

—Eso espero —respondí.

—¿Y eres un hombre digno de confianza?

—Me complacería que la gente me considerara como tal.

—¿Y eres un hombre leal, Will?

Dejé de andar y lo miré.

—Por mi vida, lo soy.

—Bien. Bran necesita hombres en los que pueda confiar.

—Todos los somos, fraile. Todos lo somos.

Asintió en silencio y continuamos nuestro paseo. La luz ya escaseaba, pues el corto día de invierno ya llegaba a su fin.

—Dijiste que te quedaste sin oficio —dijo al cabo de un rato—. Me gustaría oír esa historia, si no te importa.

—No te diré nada que no hayas oído antes, te lo aseguro —respondí, y le expliqué cómo había estado al servicio de Thane Aelred, quien luchó contra el rey William el Rojo durante la batalla por la sucesión—. Como castigo, el rey incendió la villa y reclamó las tierras amparándose en la Ley del Bosque. —Continué describiéndole cómo había viajado de aquí para allá, trabajando para ganarme el pan y un techo bajo el que dormir y cómo, al oír hablar del Rey Cuervo, decidí encontrarlo, si podía—. Primero encontré a Iwan y a Siarles, y ellos me llevaron a Cél Craidd, donde Bran se apiadó de mí. ¿Y qué hay de ti, Tuck? ¿Cómo un clérigo honrado como tú ha llegado a ocupar un lugar en este extraño grupo?

—Vinieron a mí —respondió—. Cuando iban camino a Lundein, se cobijaron una noche bajo el techo de mi oratorio. —Alzó sus palmas al cielo—. Dios hizo el resto.

Para cuando regresamos al asentamiento, las primeras estrellas ya asomaban entre las nubes, en el este. Un gran fuego ardía en una hoguera, en el exterior de la cabaña de Bran, y había un hermoso y opulento cerdo ensartado en un espetón. Un gran perol de cerveza especiada estaba calentándose sobre las brasas; el caldero estaba rodeado de pollos dispuestos sobre estacas de sauce, y aquel sabroso aroma me hizo la boca agua.

Con la ayuda de algunos niños, Tuck y yo colocamos las ramas de pino sobre las puertas de las cabañas y alrededor de la hoguera. En la cabaña de Bran y en las de Angharad y Mérian, y en la de Iwan y Siarles, también colgamos uno o dos tallos del acebo que habíamos cortado. Algunas de las niñas más pequeñas nos pidieron unas pocas ramitas y se las trenzaron en el pelo.

Tan pronto como la cerveza estuvo lista, todos nos precipitamos hacia la hoguera con nuestras copas y tazones para alzarlas en el primero de los muchos brindis a la salud de todos y en honor a aquel día. Mientras las esposas y esposos entrelazaban sus copas mutuamente, alcé la mía hacia el hermano Tuck.

Was hale! —gritó. Con su rubicundo rostro radiante, soltó un efusivo—: ¡A beber cerveza! —Y bebimos a nuestra mutua salud.

Me di cuenta de que Bran y Mérian compartían un trago de lo más cordial, y el modo en que se miraron el uno al otro por encima de sus copas me provocó una punzada de melancolía que me atravesó, tan aguda y certera como si viniera directamente del arco. Creo que no fui el único que lo sintió, pues al volverme vislumbré a Nóin, un poco apartada, observando a la pareja con una expresión nostálgica en el rostro.

—A tu salud, hermosa dama —dije, alzando mi copa hacia ella por encima del fuego.

Sonriendo alegremente, rodeó la hoguera hasta llegar a entrechocar el borde de su copa con la mía.

—Salud y fuerza para ti, Will Scarlet —respondió con voz queda, susurrante.

Bebimos juntos, y ella se acercó, rodeó mi cintura con su brazo y se agarró del cinto con un dedo.

—Que Dios te bendiga, en este día y en el año que está por venir.

—Y a ti y a los tuyos —respondí. Mirando a mi alrededor, le pregunté—: ¿Dónde está la pequeñina?

—Jugando con otros rapaces, ¿por qué?

—No habrá quien los meta en la cama esta noche —sugerí, viendo a los excitados muchachos removiendo la nieve con sus juegos.

—No, pero quizá sí a sus mayores —replicó Nóin, ofreciéndome una sonrisa que era a la vez tímida y picante. Oh, conocía el camino y adónde conducía; lo había recorrido ya, pero entonces sus pasos aún eran inseguros. Eso le abrió un lugar en mi corazón.

Bueno, hablamos un poco y recordé de nuevo qué agradable era tenerla cerca, y cómo la luz de la hoguera salpicaba su larga y oscura cabellera con pequeñas chispas rojas. Era el tipo de mujer con la que un hombre se sentiría bien teniéndola junto a él, día sí, día no, si fuera tan afortunado.

Estaba a punto de pedirle que viniera conmigo a la mesa para el banquete cuando fray Tuck tomó la palabra:

—¡Amigos! ¡Venid aquí todos! ¡Venid, grandes y pequeños! Llenad vuestras copas. Es hora de que brindemos por el fundador de esta fiesta, nuestro Bendito Salvador, que en esta noche nació entre nosotros como un niño indefenso para vencer, en este mundo y el siguiente, y con su sacrificio abrió las puertas del cielo para que todos aquellos que lo amamos podamos ir a él. —Alzando la copa, Tuck gritó—: ¡Por Nuestro Señor y Eterno Rey de esta fiesta, Jesús!

—¡Por Jesús! —fue la atronadora respuesta.

Y entonces empezó la fiesta de Cristo.

Sin embargo, el diablo siempre está ocupado. Sin observar banquetes ni festejos, nuestro infernal torturador es un amo que no deja de dar órdenes a sus dispuestos servidores. En el momento en que osamos alzar las copas y nuestros corazones para disfrutar de un poco de alegría, en aquel momento, los discípulos del diablo golpearon.

Y golpearon fuerte.

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