Scarlet

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Capítulo 21

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Capítulo 21

VALLE DE ELFAEL

El alguacil Guy de Gysburne se apoyó contra la pared recién recubierta de argamasa de la nueva casa del recaudador de impuestos y contempló por vez primera las últimas incorporaciones, que estaban practicando técnicas de lucha a un lado de la plaza. Siete soldados —tres caballeros y cuatro hombres de armas— que eran el primer núcleo del ejército personal del abad Hugo. Aduciendo que nadie que mereciera llamarse así podía pasar sin una escolta para protegerlo cuando desarrollaba su sagrado oficio en un entorno salvaje lleno de bárbaros hostiles y sangrientos, el abad Hugo había conseguido que el barón De Braose le enviara tropas para protegerle y, Gysburne no tenía la menor duda al respecto, para aumentar su prestigio. De hecho, el abad parecía decidido a crear su propio feudo dentro de Elfael, justo delante de la larga y aristocrática nariz de De Braose.

Habían llegado mientras Gysburne estaba visitando a su padre en las regiones del norte, así que los siete recién llegados habían pasado los últimos días practicando y holgazaneando en la plaza del mercado de la ciudad. Sir Guy los contempló y encontró poco que le desagradara. Aunque eran jóvenes, a juzgar por la habilidad con la que arremetían y esquivaban los golpes, tollos ellos estaban bien entrenados en el uso de las armas. Guy supuso que habían recibido su adiestramiento en Aquitania o Anjou antes de que los reclutaran para unirse a las fuerzas del barón. De hecho, le recordaban a sí mismo varios años atrás: entusiasmado, con la espada dispuesta, aguardando una oportunidad para probarse y ganarse el favor del barón, por no hablar de incrementar su fortuna.

De todos modos, a Gysburne no le habría sorprendido que alguno de los recién llegados no hubiera vertido jamás sangre humana con sus espadas meticulosamente engrasadas y afiladas; y menos aún luchado en una batalla.

Dios mediante, llegaría. En cualquier caso, ahora era el momento de presentarse a su nuevo ejército. Impulsivamente, decidió llevarlos de caza; pasar el día montados en la silla le daría la oportunidad de ver qué clase de hombres eran, y haría que los inexpertos soldados aprendieran algo del territorio que ahora era su hogar.

Echó a andar para ir al encuentro de los hombres que estaban en la plaza.

—¡A mí! —gritó, usando la llamada de reagrupamiento que los comandantes emplean en el campo de batalla. Los soldados dejaron de practicar y fijaron su atención en el rubio y desgarbado alguacil que avanzaba a grandes pasos desde el otro lado de la plaza.

—¡Lord Gysburne! —gritó uno de los caballeros a sus compañeros—. ¡Atención! ¡Lord Gysburne ha vuelto!

Los otros dejaron de jugar con las espadas y se agruparon, preparados para encontrarse con su comandante.

—A vuestro servicio, milord —dijo el caballero más destacado, un joven de anchas espaldas y cuello fornido quien, como los demás, exhibía las fuertes muñecas y las piernas ligeramente arqueadas propias de quien ha pasado la mayor parte de la vida a lomos de un caballo con la espada en la mano. Los otros, notó Guy, parecían tratarlo como líder y portavoz del grupo.

—El sargento dijo que no estabais —explicó el joven caballero—. Pensé que lo mejor sería mantener ocupadas nuestras espadas hasta que volvierais. —Sonrió y el sol iluminó sus ojos azules—. Jocelin de Turquétil a vuestro servicio.

—Saludos, Jocelin —replicó Guy—. Y a todos vosotros —dijo, dirigiéndose a los demás—. Bienvenidos a Elfael. Ahora, si es que tenéis nombres, vamos a oírlos.

Procedieron a presentarse: Alard, Osbert, Warin, Ernald, Baldwin y Hamo. Hablaban con la exuberante despreocupación de aquel a quien la vida solo le ofrece oportunidades y no decepciones. Como Guy había supuesto, dos procedían de Anjou y tres de las tierras del barón, en Aquitania; los otros habían nacido en Inglaterra, pero se habían educado en Normandía. Esta era su primera visita a Wallia, pero todo lo que habían oído sobre la ferocidad de los nativos britanos hacía que estuvieran ansiosos por probar la fuerza de sus armas contra ellos.

El sargento Jeremías apareció en el patio justo entonces, y al ver al alguacil, corrió a darle la bienvenida.

—Dios os bendiga, mi señor. Os hemos estado esperando todos estos días. Confío en que hayáis tenido un viaje tranquilo.

—Sin un solo incidente —respondió Guy.

—¿Y vuestro padre, está bien?

—Va prosperando. —Contemplando a los soldados que lo rodeaban, dijo—: Parece que nuestras filas han aumentado en mi ausencia.

—Así es, milord —admitió Jeremías—. Y si se me permite, no son inferiores en nada. El abad está muy complacido.

—Entonces, ¿quién soy yo para contradecir al abad? —señaló Guy, y ordenó a su nueva cohorte que ensillara los caballos y se preparara para la cacería. Los soldados se apresuraron a preparar sus monturas, dejando al alguacil y al sargento en el patio.

—Comprueba que todo esté dispuesto —ordenó Guy—. Debo informar al abad de que he vuelto.

—Ah —dijo el sargento—, no hace falta. Está fuera y no esperamos que vuelva antes del día de San Vicente.

—Bueno, en ese caso, tendremos que apañárnoslas lo mejor que podamos —declaró Guy, con el corazón saltándole de alegría al pensar que, por un tiempo, no tendría que rendirle pleitesía al abad. A decir verdad, no sentía mucha estima por él. Guy lo respetaba y le obedecía, y había jurado servirlo con sus mejores habilidades…, pero no le gustaba la arrogancia, la vanidad y sus demandas cada vez más insistentes, que se estaban convirtiendo en una auténtica carga.

Le debía mucho a Hugo por ponerse de su parte y salvarlo tras su primer y desastroso encuentro con el Rey Cuervo, tal y como el abad estaba dispuesto a recordarle siempre que podía. El barón podía haberlo hecho azotar y expulsado de sus filas de no haber sido por la intervención del abad. Guy sabía que no había sido por simpatía o compasión por él lo que había movido a aquel clérigo, ávido de poder, sino que, como ocurría con los soldados recién llegados, todo era parte de un plan cuidadosamente trazado para proveerse de una fuerza de hombres armados que solo respondiera ante él.

A Guy, el comandante del abad, cada vez le gustaban menos las condiciones de su servicio. De hecho, la razón para aventurarse en el frío viaje hacia North Riding no era otra que saber si había alguna plaza para él en el séquito de su padre. Tristemente, la situación que lo había llevado al sur, a unir su destino al del barón De Braose, seguía inalterada. No había modo de vivir en el norte y además, como había descubierto hacía tiempo, estaba demasiado lejos de la danza de poder e influencia que rodeaba al rey y su corte: lo cual constituía la única esperanza de medrar, o incluso vivir, para los señores sin tierra.

El alguacil Guy de Gysburne aún necesitaba al barón, y en última instancia al rey. Pero había decidido que cuando se le presentara una situación mejor, no dudaría en atraparla. Por ahora, no obstante, la perspectiva de comandar una nueva compañía de hombres era bastante agradable y había resuelto inclinar esa circunstancia a su favor.

Tras beber unos cuantos tragos de vino y comer algo de pan, los caballeros montaron sus corceles y cabalgaron, saliendo por el norte de la ciudad, en dirección a las enmarañadas colinas y los grandes brazos circundantes del bosque. El día era fresco y el cielo estaba moteado por nubarrones grises que pasaban ante ellos como sombras por encima de las suaves colinas verdes, aún con restos de nieve. Los soldados, contentos por tener una oportunidad de explorar el territorio desconocido que era su nuevo hogar, galoparon entre la alta hierba, regocijándose por la fortaleza de los caballos que montaban.

Alcanzaron el borde del bosque, encontraron la entrada en un pasadizo usado por los ciervos y se adentraron en aquel largo y oscuro túnel flanqueado de árboles. La senda era amplia y cabalgaron con facilidad, todos ellos con la lanza preparada por si veían el menor rastro de un gamo o un venado, o alguna otra criatura que pudieran cazar. Pero aunque siguieron el sendero hasta lo más profundo del corazón del bosque, los frustrados cazadores no encontraron nada que valiera la pena, y puesto que el día empezaba a declinar, Guy indicó a Jocelin, que cabalgaba delante, que era hora de volver a casa.

Poco dispuestos a volver a casa sin haber manchado con sangre su lanza, Jocelin sugirió:

—Milord, dejadnos cabalgar hasta la cresta de la colina que está ahí delante. Si no encontramos huellas recientes, volveremos.

—Hoy el camino está helado y me está entrando hambre —respondió Guy, dando media vuelta para iniciar el camino de retorno—. Dejemos uno o dos ciervos para otro día.

Los soldados lo siguieron con renuencia, y tan pronto como abandonaron el bosque el paseo se convirtió en una carrera. Dejando que los caballos cabalgaran libremente, volaron por encima de las colinas, hacia el sol poniente. Guy, que no deseaba reprimir su buen humor, los dejó ir.

—¿Queréis que vuelvan? —preguntó Jeremías, refrenando su caballo junto al alguacil en el mismo momento en que el último de los soldados desparecía tras la loma de la colina.

—No, sargento, no serviría de nada —respondió Guy—. Cabalgarán y se sentirán mejor por ello.

Los dos avanzaron con un trotecillo ligero, y al llegar al punto en que habían visto al último jinete, oyeron gritos y vocerío resonando desde el valle que tenían por debajo. Poco más que una grieta entre dos veredas, el valle giraba hacia el sur y hacia el este, abriéndose ligeramente, antes de acabar en un afloramiento rocoso. Allí, en el centro de ese estrecho desfiladero, había un pastor galés con su rebaño.

Los soldados habían rodeado al hombre y sus animales y estaban intentando separarlos. Corriendo de aquí para allá, haciendo cabriolas y azuzando a sus caballos, cargaban y cargaban, una y otra vez, mientras el frenético galés intentaba mantener agrupadas a sus asustadas reses.

Mientras el alguacil y su sargento miraban, uno de los aterrorizados animales se separó del hato y corrió, mugiendo, por el valle. Jocelin lanzó un salvaje alarido y partió tras la bestia. Rápidamente, cayó sobre su presa y, con una rápida estocada de su lanza, la clavó en el costado de la vaca. La pobre bestia mugió aún más Inerte mientras el soldado la lanceaba una y otra vez.

La vaca cayó de rodillas, y mugiendo aún, se desplomó a un lado mientras el soldado la sobrepasaba al galope. Dando la vuelta con su montura, el caballero volvió para asestar el golpe de gracia con una veloz estocada entre las costillas de la agonizante vaca, clavándole la lanza en el corazón.

Viendo que esta era toda la diversión que podrían conseguir, los otros caballeros siguieron el ejemplo de su camarada. Ignorando los gritos y alaridos del galés, los soldados francos desgajaron rápidamente a otra vaca del rebaño y la condujeron, gritando, valle abajo hacia su eventual matanza. El tercero, un joven novillo, se defendió, volviéndose hacia su atacante y embistiendo. Clavó los cuernos en los flancos del caballo de su perseguidor, lo que hizo que el soldado saltara de su silla antes de que el ileso pero iracundo caballero lo matara.

—Pararé todo esto, mi señor, antes de que llegue demasiado lejos —declaró Jeremías cuando una cuarta vaca fue atacada y descuartizada. Cogió las riendas de su caballo, dispuesto a ponerse en marcha.

—No —dijo Guy, extendiendo la mano para detenerlo—. No hay daño en ello y casi han acabado. Es la única diversión que han tenido desde que llegaron aquí.

El pastor, fuera de sí por lo que le estaban haciendo a su ganado, divisó al alguacil y al sargento, que estaban en lo alto de la colina, y decidió pedirles ayuda. Empezó a subir la vereda, gritando y agitando los brazos para que lo vieran. Uno de los caballeros francos vio huir al granjero y se dispuso a derribarlo. El galés intentó eludir a su perseguidor, pero el caballero fue más rápido. Empuñando la lanza del revés, golpeó con el astil al pastor, haciéndolo caer al suelo, donde se retorció de dolor hasta que el caballero le asestó un fuerte golpe en la cabeza y quedó inmóvil.

Cuando el último animal fue despedazado, lord Guy descendió la colina para unirse a sus tropas.

Bon chance —dijo al ver la carnicería. Siete cabezas de ganado yacían muertas en el valle junto con el aturdido pastor, que estaba levantando la cabeza y gimiendo débilmente—. Parece que nuestra cacería nos va a proporcionar un buen banquete, al fin y al cabo. Jeremías, tú y los hombres limpiad al novillo; nos lo llevaremos. —Señaló a otra joven res—. Y también a esa vaquilla. Me adelantaré y pediré al cocinero que prepare el espetón para asarlos. Comeremos buena ternera galesa esta noche.

Jeremías miró a su alrededor, al ganado muerto y su herido pastor.

—¿Y qué hay del galés, mi señor?

—¿Qué le pasa?

—Podría causarnos problemas.

—No está en condiciones de causarnos problemas.

—Eso nunca parece detenerlos, milord.

—Si insistes. Estoy seguro de que sabrás tratarlo del modo más adecuado.

—El alguacil se dio la vuelta y cabalgó, de regreso a casa, por la colina, dejando a su sargento ya sus hombres ocupados.

Más tarde, Guy se sentaba en un tocón, tras la cocina de la abadía, observando cómo el novillo giraba en el espetón mientras el cocinero y el mozo rociaban la carne con los jugos del perol alojado en las ardientes brasas, bajo el animal. El aroma a carne llenaba el aire y se le hizo la boca agua. Cogió la jarra y bebió un buen trago de la cerveza nueva. Sí, pensó, en momentos como este casi podía olvidar que estaba varado en una provincia atrasada e insignificante, dependiendo de la voluntad del abad que su fortuna prosperara o no.

Aunque quizá era la cerveza lo que le hacía sentirse benevolente y expansivo, Guy consideró que, a pesar de su frustración y decepción, quizá la vida en la Marca no era tan mala, después de todo.

En aquel momento, aunque solo fuera entonces —mientras el crepúsculo azul del invierno se cerraba sobre el valle de Elfael y las voces y risas de los caballeros resonaban bajo el resplandor de la luna creciente—, era cierto.

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