Scarlet

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Capítulo 26

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Capítulo 26

Cabalgamos veloces hacia Glascwm, y en el momento en que cruzamos las puertas de San Dyfrig una tormenta de invierno descargó sobre los valles. La lluvia caía, helada, salpicando sobre el patio de tierra prensada mientras los monjes se apresuraban a entrar los caballos en los establos y meter a los empapados viajeros en el refectorio, donde nos sirvieron una sopa caliente. Aún no sabían a quién estaban atendiendo. Tampoco hubiera habido diferencia, imagino, pues el patio de la abadía estaba lleno de gentes de los alrededores que, tras huir de los francos, habían buscado refugio entre sus muros.

Mojados y en malas condiciones, maltrechos y abatidos, estaban plantados bajo la lluvia, con los hombros caídos, ante las pequeñas cabañas que habían construido en el patio, observándonos con la muda y pasiva curiosidad del ganado mientras cruzábamos la puerta. Desamparados y abandonados a sí mismos, se apiñaban ante sus chamizos, tiritando mientras la lluvia se encharcaba en el barro, bajo sus pies descalzos. Los monjes habían hecho un fuego en medio del patio para que se calentaran, pero aquella húmeda hoguera producía más humo que calor. La mayoría estaban delgados, granjeros medio muertos de hambre, por el aspecto que tenían, y bastantes de ellos mostraban las señales de la justicia normanda: aquí faltaba una mano, allá un pie amputado, acullá un ojo quemado por un hierro al rojo.

Oh, los francos adoran cortar trozos a la pobre gente. Son incansables en eso. Y cuando algún noble normando no puede encontrar una buena excusa para mutilar al desgraciado que se cruza en su camino…, pues bueno, se inventa una razón y se la saca de la manga.

Tan pronto como desmontamos llevaron a las damas a sus aposentos para que pudieran ponerse ropas secas, pero el resto de nosotros rechazamos aquella comodidad y preferimos una comida caliente en su lugar. El abad, un viejo tieso y envarado, con una cara como el trasero de un jabalí, resopló y se enfurruñó al ver a nuestro señor y sus toscos compañeros ensuciando su comedor.

—¡Bran ap Brychan! —gritó, irrumpiendo en la larga y poco iluminada sala—. Me dijeron que os habían matado hace un año o más.

—Pues aquí me veis, padre —respondió Bran, aguardando la bendición del abad Daffyd—. Espero que estéis bien.

—Bastante bien. Si los francos dejaran de devastar los valles y expulsar a la gente honrada de sus casas, nos iría mucho mejor. Espero que no tengáis pensado quedaros. Estamos tan apretados atendiendo a todos los que ya están con nosotros que no cabe ni una aguja.

—No os molestaremos más de lo necesario —le aseguró Bran.

—Bien. —El anciano no despilfarraba las palabras. Su modo de comportarse, sincero y franco, me hizo sonreír. He aquí a un tipo que atendería a razones y que también las daría—. Me alegra que no hayáis muerto. ¿Qué estáis haciendo aquí?

—Y yo aquí pensando que nunca lo preguntaríais… —respondió Bran. Iwan y Siarles rieron entre dientes, pero Bran los hizo callar con una severa mirada—. Hace unos días os llegó una carta de parte del prior Asaph.

—Así es —respondió el abad, cruzándose de brazos. Su ceño fruncido sugería que presagiaba una gran contrariedad, y no se equivocaba—. ¿Qué es lo que queréis, hijo mío, si me permitís el atrevimiento?

—Atreveos tanto como queráis —respondió Bran—. Solo decidme que tenéis la carta.

—La tengo.

—¿Y la habéis leído, padre?

—No —dijo Daffyd—. Otro lo ha hecho.

—Espero que sea un hombre de confianza.

—Si no lo fuera, no le habría encomendado esa tarea.

—Vamos pues. —Puso una mano en el hombro del abad y le hizo dar la vuelta—. La escucharemos juntos.

—¡Estáis chorreando! —señaló el clérigo, zafándose de la mano de Bran—. No permitiré que vayáis remojando toda mi abadía. No os mováis y acabaos la sopa. Traeré la carta aquí.

Empecé a calar al abad bastante bien. Era un perro viejo, cuyo ladrido advertía del hecho de que nunca mordía. Bran volvió a ocupar su lugar en el banco con una sonrisa melancólica.

—Me conoce desde que era un niño —explicó—, cuando estaba bajo las órdenes de Asaph, en Llanelli.

El abad volvió cuando estábamos acabando nuestra sopa y nuestro pan. Traía el pergamino doblado bien agarrado con las dos manos, como si pensara que intentaría echar a volar de un momento a otro; con él venía un monje de cabello oscuro, delgado, de mediana edad, de nariz larga y prominente y de la piel del color de la cerveza negra.

—Este es el hermano Jago —anunció el abad—. Nació en Génova y se educó en Marsella. Habla francés bastante mejor que cualquier otro que haya en esta abadía. Él ha leído la carta.

El esbelto monje inclinó la cabeza en reconocimiento de los deseos de su superior.

—Me alegra poder serviros —dijo, y percibí en esta respuesta un ligero ceceo que nunca antes había oído. Se volvió hacia el abad, quien todavía estaba allí, sosteniendo el pergamino—. ¿Padre? —dijo, tendiéndole la mano.

El abad Daffyd miró la carta y luego a Bran.

—¿Estáis seguro de que queréis seguir con esto?

Bran asintió.

El abad frunció el ceño.

—No tomaré parte en esto. Os ruego que me excuséis.

—Lo entiendo, abad —respondió Bran—. No dudéis de que es para bien.

Entregando el pliego al hermano Jago, el abad dio media vuelta y abandonó la sala. Cuando la puerta se cerró, Bran hizo una señal al monje.

—Empezad —le ordenó.

Jago desató la cinta y desplegó cuidadosamente la piel curtida. Permaneció contemplándola unos momentos, luego la colocó en la mesa, frente a él, y apoyándose en sus tensos brazos empezó a leer con voz baja pero segura.

—«Yo, William, barón de Bramber y señor de Brienze por la gracia de Dios, al muy estimado y reverenciado Guibert de Ravenna. Saludos en Dios, que la paz de Cristo, nuestro eterno Salvador esté siempre con vos. Presionados… —Jago dudó—… apremiados

por la fe, nos vemos obligados a creer y mantener que la Iglesia es una, santa, católica y apostólica. Creemos en ella firmemente y confesamos con simplicidad que fuera de ella no existe la salvación ni la remisión de los pecados, y que representa el único Cuerpo místico, cuya Cabeza es Cristo, y la Cabeza de Cristo es Dios». Aunque no entendimos mucho de lo que decía, la musicalidad de su voz nos mantuvo atentos; al continuar leyendo, nos acercamos para escucharlo mejor.

—«En todos nuestros reinos, que Dios nos ha concedido, y en cualquier tierra que esté bajo nuestra ley, veneramos a esta Iglesia como una. Por tanto, de una única Iglesia hay un único Cuerpo y una única Cabeza, no dos cabezas, como un monstruo; esto es Cristo y el Vicario de Cristo, Pedro y el sucesor de Pedro, pues el Señor, hablando a Pedro le dijo: «Alimenta a mis ovejas», refiriéndose a todas las ovejas, no a estas o aquellas en particular, de lo que entendemos que las confió todas a Pedro, que confió a él y solo a él las Llaves del Reino…». Bueno, nunca lo hubiera creído: que el sanguinario barón De Braose sermoneara sobre la naturaleza de la Iglesia y qué sé yo que más, bueno, eso estaba más allá de toda comprensión.

—«… Así pues, quienes dijeran que no pertenecen…». —Jago paró, leyó para sí mismo unos momentos, levantó la cabeza y dijo—. Lo siento. Hacía bastante tiempo que no leía un francés de este tipo.

—Lo estáis haciendo bien —afirmó Bran—. Os ruego que continuéis.

—Ah… «que no están bajo la autoridad de Pedro y sus sucesores, deben confesar que no son la grey de Cristo, pues Nuestro Señor dice en el Evangelio de Juan "hay una sola grey y un solo pastor". Por tanto, quienquiera que se resista a ese poder ordenado por Dios, se resiste a las órdenes de Dios, a menos que invente, como Maniqueo, dos principios, lo cual es falso y juzgamos como herético, pues según el testimonio de Moisés, no fue "en los principios" sino "en el principio" cuando Dios creó el Cielo y la Tierra. Más aún, declaramos, proclamamos, establecemos que es absolutamente necesario para la salvación de toda criatura humana que esté sujeta al Romano Pontífice…». Cuando Jago interrumpió de nuevo la lectura para pensar, Iwan dijo:

—¿De qué está hablando este viejo bribón?

Jago prosiguió su lectura.

—«… que sea sabido por todos los hijos de Nuestra Santa Iglesia presente y futura, que hemos oído la admonición del espíritu y alcanzado el día de paz, y hemos ordenado este acuerdo entre William y Guibert, antiguo arzobispo de Ravenna…».

Mérian y Cinnia, a las que los monjes ya habían entregado ropas secas, entraron justo entonces.

—¡Habéis empezado sin nosotras! —protestó Mérian; su voz era estridente a causa de su disgusto.

—¡Shh! —la hizo callar Bran—. Os habéis perdido muy poco. —Hizo una señal a Jago—. Continuad.

—«… juramos con los más sagrados votos defender a su santidad, el papa, y unir nuestros poderes al Trono de San Pedro y a la Única Iglesia Universal, reconociéndolo como Pontífice y Santo Padre, renunciando a todos los demás poderes y, por tanto, ateniéndonos solo a la autoridad investida en su santidad, el Patriarca de Roma. Que la Divinidad os conserve por muchos años, Santo y Bendito Padre.

»Entregada en Rouen, el tercer día de septiembre ante estos testigos: Roger, obispo de Reims; Reginald des Roches, obispo de Cotillon; Robert, duque de Normandía; Henry Beauclerc; Joscelin, obispo de Véxin; Hubert de Burgh, justicia del rey Philip; Gilbert de Clare, conde de Borgoña y Argenton; Ralph fitzNicholas, nuestro senescal; Henry de Capella, barón de Aquitania y otros, en esta Solemnísima y Augustísima Asamblea».

Jago alzó la mirada y al ver todos los ojos posados en él, concluyó:

—«Escrito por la mano de su sirviente Girandeau, escriba de Teobaldo, obispo de Milán». Bueno, no diré que en aquel momento vislumbré el significado completo de aquella carta. La verdad es que nadie lo hizo. De hecho, todos nos quedamos sentados, un poco perplejos por lo que habíamos oído. Iwan habló por todos nosotros.

—¿Y esto valía quitarle la vida a un hombre en el día de Navidad? —dijo.

—Hay algo en esto que aún no vemos —respondió Bran.

—Si solo supiéramos dónde mirar —suspiró Tuck—. Porque si todo este jaleo es solo por una sencilla oferta de ayuda al papa…, confieso que no me dice nada.

Jago se enderezó y lanzó una mirada pensativa a Bran.

—Perdonad, pero ¿cómo llegó esto a vuestras manos, mi señor? —preguntó con voz queda.

—Estaba con otros objetos que tomamos en un asalto —dijo Bran simplemente.

Jago asintió, aceptando esto sin hacer ningún comentario.

—Los otros objetos… ¿puedo verlos?

Bran lo consideró unos momentos, luego se dirigió a Tuck.

—Enséñaselos.

Tuck se levantó y, dándonos la espalda, sacó de un bolsillo oculto en su hábito un rollo de tela atado con una cuerda de crin de caballo. Deshizo la cuerda y desplegó la tela sobre la mesa para revelar el anillo de rubíes y los guantes finamente bordados.

Jago echó un vistazo al anillo y lo cogió; lo sostuvo entre el pulgar y el índice, ladeándolo de aquí para allá, de suerte que la luz arrancaba brillantes destellos del oro y los pequeños rubíes.

—¿Sabéis de quién es este emblema?

—De un noble franco —respondió Iwan.

—Salvo eso —dijo Bran—, no sabemos nada.

Jago asintió de nuevo. Devolviendo el anillo, tomó los guantes, acercándoselos a la nariz para captar el aroma del suave cuero. Casi reverentemente, resiguió con la yema del dedo la cruz bordada con hilo de oro y el bucle de la Chi Rho con un gesto respetuoso.

—Solo he visto guantes como estos una vez en mi vida, pero cuando los has visto no los olvidas nunca. —Sonrió, como si estuviera reviviendo el recuerdo—. Estaban en las manos del papa Gregorio. Lo vi cuando era un muchacho, cuando pasó por el pueblo donde nací.

»Pero —continuó, devolviendo los guantes— me temo que esto no ayuda mucho. Siento no poder ser de más utilidad. —Posó la palma de su mano sobre el pergamino—. Estoy de acuerdo con el fraile. Hay algo en esta carta que el barón no desea que nadie, en el mundo entero, sepa.

Bueno, podían habernos tirado al suelo empujándonos con una pluma de un gorrión. Nos miramos unos a otros, sintiendo que el misterio era ahora aún mayor que cuando habíamos empezado.

Lady Mérian fue la primera que consiguió hablar.

—Sea lo que sea, se devuelve. Tanto si descubrimos lo que significa como si no, debemos devolverlo todo —declaró— tal y como acordamos.

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