Scarlet

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Capítulo 29

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Capítulo 29

—Verás, Odo —le digo a mi soso pero obediente escriba—. No planeamos atacar al sheriff y a sus hombres; lamentablemente, éramos muy inferiores en número, como bien sabes, pero estuvimos dispuestos a aportar algo de fuerza a las demandas del abad Daffyd para que se detuvieran los ahorcamientos.

—Pero matasteis a cuatro hombres y heristeis a siete —señala Odo—. Deberíais de haber sabido que habría una lucha. —Bran sospechaba que el sheriff nocumpliría su palabra, y quería estar allí para evitar las ejecuciones si se daba el caso. Resulta que tenía razón. Así que si estás buscando a alguien a quien culpar de la matanza de la Noche de Reyes, debes mirar más allá de la puerta de Richard de Glanville.

Odo lo acepta sin hacer más preguntas y continuamos nuestra lenta danza hacia mi propia cita con el patíbulo.

Bran estaba enfadado. Furioso. Nunca lo había visto tan enfurecido, ni siquiera en el calor de la batalla. Cuando luchaba, una calma helada descendía sobre él. Con movimientos ágiles pero bien estudiados, doblaba con precisión el arco y lanzaba una flecha tras otra, portadoras de muerte, que se hundían profundamente en la carne del enemigo. No mostraba excitación; tampoco rabia. ¡Pero esto! Esto era algo distinto: una furia oscura, impenetrable, lo había poseído y lo agitaba mientras merodeaba alrededor del fuego de su cabaña, con el rostro contraído por un rictus de implacable ferocidad. Como una bestia terrible, monstruosa, la ira lo consumía por completo.

Viéndolo ahora, nadie podría reconocerlo como el mismo hombre de la noche anterior. Pues cuando estábamos en la plaza de la ciudad, aquella Noche de Reyes, y nos dimos cuenta de que el sangriento sheriff DeGlanville colgaría a aquellos hombres a pesar de haber recuperado el tesoro, Bran simplemente se volvió hacia nosotros, nos apiñamos a su alrededor y nos dijo en voz baja:

—Poned la cuerda en vuestros arcos.

Luego emprendió serenamente la destrucción de nuestros enemigos.

Como le dije a Odo, no fue una gran sorpresa que el vil sheriff traicionara su propia palabra. A decir verdad, casi lo esperábamos. Esa fue la razón por la que cabalgamos a toda prisa desde la abadía hasta la ciudad, por delante del abad Daffyd, para asegurarnos de que el sheriff liberaría a los cautivos una vez que se entregaran los bienes. Imagino que todos nosotros, en algún rincón de nuestros corazones, sabíamos que era más que probable que De Glanville mostrara su verdadera cara aquella noche aciaga.

Ahora que todo había acabado, no obstante, Bran se había entregado, y albergaba y alimentaba una creciente ira.

—¡Ese hombre es un carnicero cobarde! —bramó Bran, andando de aquí para allá alrededor de la hoguera. Tras huir de la ciudad, habíamos cabalgado toda la noche hasta alcanzar Cél Craidd; ninguno de nosotros había dormido; tampoco hubiéramos podido. Aunque el agotamiento pesaba sobre nosotros, nos sentamos alrededor del fuego, ya medio apagado, y escuchamos como nuestro señor daba rienda suelta a su ira.

Durante el tiempo que había estado entre la grellon había vislumbrado algunas pistas y signos de que nuestro lord Bran padecía, en ocasiones, ataques inexplicables de negra ira. Pero nunca lo había visto por mí mismo… hasta ahora.

—¡Hay que detenerlo! —rugía Bran, golpeándose el muslo a cada palabra que pronunciaba—. ¡Y a Dios pongo por testigo que lo detendré!

—Quería matar a tantos como fuera posible desde el principio —señaló Iwan—. Me gustaría verlo bailar en el extremo de aquella cuerda de cuero.

—Quizá sea demasiado tarde para eso —dijo Tuck tranquilamente. Cuando todos nos volvimos para mirarlo, bostezó profundamente y añadió—: Ya debe de estar muerto. Lo vi caer ¿verdad?

—Es cierto —afirmé—. Yo también lo vi.

—Que una flecha le diera, puede ser —admitió nuestro exaltado señor—. Pero no descansaré hasta que vea su cabeza en una pica.

—Pero yo lo vi caer —insistió Tuck—, estoy seguro.

—Quizá le dimos, pero ¿lo matamos? —Bran miró a su alrededor como si fuéramos una horda de soldados enemigos que le rodeaba—. ¿Lo matamos? —preguntó Bran con voz temblorosa y apasionada—. ¿Está muerto?

No habíamos tenido tiempo, ninguno de nosotros, de despejar la duda; cuando llegó la hora de huir, nos desvanecimos como el humo. Habíamos hecho cuanto habíamos podido, y corríamos el peligro de alargar demasiado nuestra visita. Así que en el punto máximo de la confusión aprovechamos el caos que había en la plaza del pueblo para asegurar nuestra retirada.

—No me paré a contar cadáveres —remarcó Iwan. Miró a su alrededor con una expresión en cierto modo desafiante—. Ni tampoco vi a nadie más llevando la cuenta.

—De Glanville ha debido morir —apuntó Mérian—. Si recibió una flecha, ahora debe de estar muerto. Bran, cálmate. Ya está hecho. Salvaste a los hombres y los francos han recibido un buen golpe. Deberías estar satisfecho con eso.

Bran la contempló con una mirada de cruel desdén, pero se contuvo. Cuando se aseguró de que podía volver a hablar, dijo:

—Vivo o muerto, debemos estar seguros. De un modo u otro debemos saberlo.

—Pronto lo sabremos —añadió Tuck—. El rumor se extenderá.

—Sí, pero tardará en llegar aquí —observó Siarles.

—A menos que alguien vaya a Llanelli a enterarse —puntualizó Bran, usando el nombre galés del lugar. Como todos los hijos verdaderos de Elfael, nuestro Bran se negaba a dignificar el nombre normando de Saint Martin pronunciándolo en alto.

—Ninguno de nosotros puede ir —dijo Iwan—. Ahora nos conocen. Nos capturarían y nos colgarían en un abrir y cerrar de ojos.

—Alguien que nunca haya estado allí, pues —opinó Tuck, pensando en voz alta.

—O —añadió Bran, mirándonos furtivamente— alguien que esté allí todo el tiempo… —Se volvió a Siarles y le dijo—: Ve a buscar a Gwion Bach. Tenemos una tarea para él.

Bueno, antes de que nadie pudiera poner objeciones al plan, el chico ya había sido localizado y lo habían traído al consejo. Es un chico vivaracho e inteligente, y como digo, el pequeño se mueve tan silenciosamente, con tanto sigilo, que puede revolotear de un lado a otro con tal maestría que la gente ni siquiera se da cuenta de que está allí. Hacía tiempo que la gente de la ciudad se había acostumbrado a verlo aquí y allá, y apuesto a que nadie se sorprendió cuando lo vieron aparecer la tarde siguiente a lo que ahora los alarmados ciudadanos de Saint Martin llamaban «la Masacre de la Noche de Reyes».

Iwan y yo lo acompañamos hasta el lindero del bosque y aún más allá, hasta donde nos atrevimos; luego, dejamos que correteara, solo, hacia la ciudad. Ya hacía rato que había oscurecido cuando volvimos. Gwion estuvo en la ciudad toda la noche, Dios sabe dónde, y volvió a Cél Craidd a última hora del día siguiente. El sol de invierno ya casi se había puesto cuando apareció, con las mejillas coloradas a causa de la carrera que había emprendido bajo aquel aire helado. Bran tenía comida y bebida preparada y estaba esperándolo, pero el chico no se sentó y mucho menos probó un bocado hasta que entregó las noticias. Se agitaba, excitado, por ser incluido en los planes de los mayores.

—Buen chico, buen chico —dijo Bran, arrodillándose frente a él—. ¿Te has enterado de lo que queríamos saber?

Gwion asintió con tanta convicción que creí que se le iba a caer la cabeza.

—¿Está vivo el sheriff? —preguntó Iwan, incapaz de contenerse.

Bran lanzó al hombretón una mirada enfebrecida y dijo:

—¿Está vivo, Gwion? ¿El sheriff aúnestá vivo?

El chico asintió de nuevo con idéntico entusiasmo.

—¿Y el conde? —inquirió Tuck—. ¿También fue abatido? ¿Sobrevivió el conde?

El chico fijó sus grandes ojos en el fraile y se encogió de hombros elegantemente.

—¿No lo sabes? —preguntó Mérian.

El chico asintió con la cabeza. No sabía cómo estaba el conde, pero parecía que el sheriff habíasobrevivido, en efecto.

Bran le dio las gracias con un abrazo y lo envió a cenar tras darle una palmadita cariñosa en la cabeza y pellizcarle la mejilla.

—¡Bien! —dijo, cuando Gwion Bach ya se había ido—. Parece que el sheriff vive. Creo que debemos invitarle a Cél Craidd y prepararle una bienvenida adecuada para cuando llegue.

La ira, que yo había creído apagada durante todo aquel tiempo, volvió a saltar — fresca, renovada y tan venenosa como antes— todo en aquel instante cegador. Vi que la oscuridad tendía un velo sobre sus ojos y su sonrisa se volvió maliciosa, amenazadora.

—Ahora, escuchadme —dijo; su voz era un susurro apagado— esto es lo que vamos a hacer…

Una vez que nos hubo comunicado sus órdenes permitió que nos fuéramos a dormir y comer y prepararnos para la lucha a la que nos íbamos a enfrentar. Me dirigí a la cabaña de Nóin, y aunque ya era bastante tarde, no vi el resplandor de un fuego de bienvenida en la chimenea. Imaginé que se había cansado de esperarme y que se había ido a dormir. Yo mismo estaba tan cansado que dejé que ella y la pequeña siguieran descansando y me tendí en mi fría cama.

Así pues, no vi a Nóin hasta el día siguiente. Se había enterado de todo lo que había

ocurrido en la Noche de Reyes, por supuesto, y estaba enormemente contenta de que hubiéramos liberado a los prisioneros y hubiésemos vivido para contarlo. No estuvo tan complacida, no obstante, al saber que no podíamos casarnos justo entonces a causa del plan de lord Bran de rendirle una visita al sheriff.

—¿Y cómo creéis que el sheriff accederá a venir? —preguntó inocentemente.

—No imagino ni por un momento que el viejo Richard Cara de Rata acceda a hacer lo que le digamos —respondí.

—Entonces cómo… —protestó ella.

—¡Shhhh! —puse mi dedo sobre sus labios, y luego los besé—. Ya has hecho bastantes preguntas. No puedo decirte nada más.

—Pero…

—Será un secreto hasta que todo esté en orden. Ya he dicho demasiado —susurré—. Vamos a hablar de otra cosa.

—Muy bien —aceptó de mala gana—. Vamos a hablar de nuestra boda. Tuck está aquí ahora, he pensado que…

Debió de ver la cara que puse justo en ese momento, porque dijo:

—¿Ahora cuál es el problema? ¿Qué he dicho?

—Nada —respondí—. Todo está bien, de verdad, amor mío. Es solo que aún no podemos casarnos.

—¿Y por qué no? —Nóin frunció el ceño peligrosamente, lo que me advirtió que mi explicación tendría que ser muy buena para evitar una reprimenda.

—Parece que debemos partir de nuevo —respondí sin más, puesto que no podía contarle lo que Bran había planeado.

—¿Partir? —preguntó— ¿Y esta vez adonde?

—No muy lejos —dije—. Y solo estaremos fuera un día o dos, pero vamos a partir enseguida.

Suspiró e intentó sonreír.

—Ah, bueno, supongo que debería estar agradecida porque, al menos, os habéis molestado en volver.

Antes de que pudiera pensar qué responder a eso, se levantó.

—Vuelve a mí cuando puedas quedarte, Will Scarlet —dijo. Cuando se volvió, vi el brillo de las lágrimas en sus ojos.

—Nóin, por favor, no…

Pero ya se había ido.

Iwan vino a buscarme poco después.

—¿Listo, Will?

—Eso no importa —rezongué.

—Entonces, vamos a por esa tarea Nuestro trabajo consistía en volver a montar las carretas que habíamos desballestado en el golpe de Navidad. El plan de Bran era simple, pero requería cierta preparación. Mientras Iwan, Tomas, Siarles y yo mismo íbamos al bosque, cargados con nuestras herramientas y aparejos, y nos disponíamos a reconstruir los carros, otros de la grellon se dedicaron a reunir el resto de objetos que necesitábamos para que el plan de Bran tuviera éxito.

Entre una cosa y otra nos llevó casi todo el día conseguir que los carros volvieran a ser útiles y reforzar la madera para que resistieran el trayecto. Cuando acabamos, Bran inspeccionó el trabajo y declaró que todo estaba conforme. A la mañana siguiente, muy pronto, mientras los demás, con los bueyes, iban a buscar los carros, disfruté de un baño caliente y me cambié de ropa —iba a hacerme pasar por el criado de un mercader sajón—. Y luego, armado solo con un cuchillo en el cinto, partí para Saint Martin.

Tras una cabalgada a paso ligero, me aproximé a la ciudad por el Camino del Rey y entré en la plaza en el mismo momento en que la campana de la iglesia empezaba a tañer. En el primer momento pensé que era una especie de alarma y me preparé para partir, al galope, en retirada. Pero solo era la llamada a los oficios del mediodía; unos pocos artesanos se congregaron y nadie más, ningún soldado. Armándome de valor, desmonté, me dirigí al cuartel y llamé a la puerta.

Tras unos instantes aguardando a la intemperie, la puerta se abrió y apareció un joven soldado.

Quel est? Que voulez—vous, mendiant? —dijo, al no ver más que un tosco sajón plantado ante él.

Lo dijo rudamente, como si estuviera hablándole a un perro. No creo que esperara siquiera una respuesta, pues antes de que pudiera contestarle empezó a cerrar la puerta.

Arréter, s’il vousplait! Un moment.

Al oír que le respondían en su misma lengua, se detuvo y volvió a abrir la puerta.

—Por favor, sir —dije, incómodo al hablar en franco, una lengua extraña para mí—. Me han dicho que encontraría al sheriff aquí.

—Te han informado mal —respondió, y acto seguido señaló una enorme casa al otro lado de la plaza—. Vive allí.

Di las gracias al soldado por sus indicaciones y crucé la plaza. Por ahora, el plan funcionaba. Ahora que sabía dónde podía encontrar al sheriff y que podía confiar en pasar desapercibido en aquel lugar lleno de francos, era el momento de ponerse a trabajar. Llamé a la puerta que se abría a la calle —Por favor —dije al hombre que respondió a la llamada. Parecía ser solo un sirviente. Quienquiera que fuese, sabía que no era el sheriff—. He venido a ver al sheriff porun asunto muy urgente.

—¿De qué se trata? —preguntó el tipo.

—Es un asunto que solo concierte a su señoría, el sheriff —respondí—. ¿Sois vos el sheriff DeGlanville?

—No, soy su bailiff. —Sin decir una palabra más, abrió la puerta del todo y me indicó que pasara al interior—. Por aquí —dijo. Cerró la puerta tras él y me condujo por unos escalones de piedra hasta la única y gran estancia que ocupaba el piso superior. Un fuego ardía en la chimenea, y cerca de él se había dispuesto una pesada mesa. Richard de Glanville estaba sentado en una silla enorme, como un trono, frente al fuego; tenía las piernas y los pies cubiertos por una piel de ciervo. Había un joven halcón posado en una percha de madera, junto a él.

—¿Qué? —preguntó sin apartar la mirada del fuego—. Advertí que no me molestaran, Antoin. —Noté que su voz era pastosa.

—Por favor, mi señor —dije—. He venido desde Hereford para entregaros un mensaje de mi amo.

—No me importa si has venido del infierno con un mensaje del demonio —bramó con una furia inesperada—. Vete. Déjame.

El bailiff Antoinme miró y se encogió de hombros.

—Como ves, no se encuentra muy bien. Vuelve en otro momento, quizá.

—¿Está enfermo? —pregunté, intentando determinar si había sido herido en la escaramuza, tal y como creía Tuck.

—No —respondió Antoin—. No exactamente.

¡Bailiff! —rugió el sheriff desdesu silla—. ¡He dicho que me dejéis solo! —No dejaba de mirar el fuego.

—Sería mejor que vinieras en otro momento —me recomendó Antoin, conduciéndome hasta la puerta.

—No es posible —dije—. Veréis, mi amo es un comerciante de oro. Él y otros mercaderes están hoy de camino a Saint Martin. Me ha enviado a pedir soldados para que nos escolten al cruzar el bosque. —Bajé la voz y añadí—: Hemos oído historias preocupantes sobre un, eeh, fantasma del bosque, ese Rey Cuervo, ¿no? Imploramos protección y podemos pagarla.

Antoin frunció el ceño. Pude ver que titubeaba.

—Mi amo ha dicho que pagará gustosamente lo que pidáis —le dije—. Siempre que sea razonable.

—¿Dónde está ahora tu amo?

—Ya estaban entrando en el bosque cuando los dejé en el camino.

—¿Cuántos?

—Solo cuatro —respondí—, y dos carretas.

Lo consideró unos momentos, tamborileando en su barbilla con el dedo.

—Un momento, por favor —dijo luego.

Dejándome junto a la puerta se dirigió adonde estaba sentado el sheriff y se inclinó junto a su silla. Intercambiaron algunas palabras y Antoin se levantó rápidamente y volvió junto a mí.

—Ha aceptado proporcionarte una escolta. Ve a por tu caballo y espérame fuera, en la plaza. Llamaré a los hombres y nos encontraremos allí.

—Muy bien, sir —dije, inclinando la cabeza como un vasallo obediente—. Gracias.

Volví a la plaza, di de beber a mi montura en un abrevadero de piedra que había junto al cuartel y luego esperé a que el sheriff y sus hombres aparecieran. Mientras aguardaba, observé la plaza, buscando signos de la batalla que había tenido lugar unas pocas noches antes.

No había ninguno.

Salvo unas pocas pisadas en el fango pisoteado y, aquí y allá, alguna mancha oscura que podía ser sangre, no se veía nada que sugiriera que había tenido lugar algo más que la celebración propia de la Noche de Reyes. Incluso lo que había quedado de las horcas había sido retirado.

Eso me hizo preguntarme ¿por qué retirar el patíbulo? ¿Era simplemente que no se necesitaba ahora que los prisioneros no serían ejecutados? ¿O había algo más en ello? ¿Era el fin de la inclinación del sheriff a ahorcar a la gente, quizá?

Decidí descubrirlo, si podía. Cuando el bailiff Antoin apareció poco después, pensé que era mi oportunidad. Ojeando rápidamente la doble hilera de caballeros, no vi al único hombre al que quería ver.

—¿Dónde está el sheriff DeGlanville? —pregunté.

—Me ha pedido que dirija la escolta —respondió Antoin.

Justo en aquel momento nuestro engaño se hacía añicos.

—¿Vendrá después? —pregunté, encaramándome a la silla. Con mi mente girando vertiginosamente hice todo lo que pude para pensar cómo redirigir nuestro destrozado plan.

—No —respondió el bailiff—. Se quedará aquí y esperará a que volvamos. Vamos, abre tú la marcha.

Y así es como llegué a guiar a una compañía de seis caballeros, un bailiff y tres hombres de armas hacia el bosque, y hacia mi perdición.

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