Scarlet

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Capítulo 35

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Capítulo 35

Odo vuelve, y tan rápido que me sorprende. Nunca antes se había mostrado tan claro y resuelto. Tiene algo en la cabeza —hasta un ciego podría verlo— y ha vuelto con todo el empuje de alguien que ha tomado la decisión de embarcarse en un viaje peligroso, o en una tarea que ha dejado a un lado durante mucho tiempo y que va a pringarlo de la cabeza a los pies. Así que aquí está Odo, de pie junto a la puerta de la celda, como un perro fiel que vuelve junto a su riguroso amo al que prefiere perdonar en lugar de abandonarlo. Veo que trae su pergamino y su pluma de ganso en una mano y el tintero en la otra, como siempre, pero la severidad de su aspecto me da a entender que no es como las otras veces.

—¿Vas a entrar, Odo? —digo. No ha hecho ademán de cruzar la puerta.

—Tengo que saber algo —responde, echando una ojeada al corredor, como si temiera que alguien pudiera oírlo. Si alguna vez Gulbert ha llegado a oír algo de lo que se dice en las celdas, hace mucho tiempo que dejó de importarle—. Tengo que saber, con toda seguridad, que no me traicionarás.

—Odo —replico—, nos conocemos desde hace tanto tiempo ¿y me preguntas eso?

—Júralo —insiste. Noto en su voz algo que no es habitual en él: un poco de sangre, de nervio, un poco de acero—. Jura por tu alma que no me traicionarás.

—Dios es testigo. Juro por mi alma inmortal que no te traicionaré.

Eso parece satisfacerlo; abre la puerta de mi celda y ocupa el lugar acostumbrado. Veo por el gesto firme de sus suaves labios que está masticando algo demasiado grande y difícil de tragar, así que dejo que se tome su tiempo.

—Es el abad —dice al fin.

—Casi siempre lo es —le respondo—. ¿Qué es lo que ha hecho ahora?

—Me ha estado mintiendo —remarca Odo—. Mintiéndome desde el principio. Lo he pillado una y otra vez, pero no he dicho nada.

—Entiendo.

—No, Will —responde mi escriba—, no lo entiendes. Yo también le he mentido a él.

Me quedo mirándolo.

—Odo, me dejas perplejo.

—Por eso salí corriendo. Si voy a hacer lo que me dices, tenía que confesarme. Si me matan, quiero presentarme ante Dios con el corazón y las manos limpias.

—Como todos, Odo. Pero cuéntame más cosas de ese engaño.

Asiente.

—Sabía que no ibas a delatar a Bran, ni si quiera para salvarte a ti mismo.

—Cierto, nunca lo haría.

—Cuando vi que eras un hombre de honor, decidí contarle al abad una historia que nos permitiera seguir hablando, pero que no le dijera mucho.

Asombrado por este giro, no sé qué decir. Parece que lo mejor es dejarlo hablar.

—Y eso es lo que hice.

»Acostumbraba a contarle algo de lo que decías, pero la mayor parte me la inventaba. —Se encoge de hombros—. Me resultó fácil. El abad no sabe nada de Mérian, o Iwan o Siarles o Tuck, y lo que sabe de Bran es, en su mayor parte, pura fantasía. —Se permite esbozar una tímida sonrisa—. Cuanto más me hablabas del Bran real, menos le contaba al abad.

—Bueno, me dejas pasmado, Odo. No sé qué decir.

Pero Odo no me escucha.

—El abad Hugo me ha estado mintiendo desde el principio. No se puede confiar en nada de lo que dice. Él cree que soy estúpido, que no puedo ver más allá de su velo de mentiras, pero sí he visto, desde el principio. —Se detiene para tomar aliento. Puedo ver que va entregándose a aquello que ha venido a hacer—. Como la carta que Bran robó; el abad dice que no es nada. Pero si eso es cierto, ¿por qué estaba tan desesperado por recuperarla?

—Y estaban muy desesperados, te lo aseguro —le digo, recordando el asalto de Navidad—. Buenos hombres murieron aquella noche para recuperarla. Creo que puedes estar más que seguro de que era algo más que una carta de presentación.

—Lo que me has dicho de traición a la Corona… —Su voz se convierte en un quebradizo susurro—. Conociendo al abad, no lo dudo. Aún así, no puedo adivinar qué puede ser.

—Yo tampoco podía, Odo, yo tampoco…, ni que lo hubiera estado pensando durante mil años —le digo—. Pero la respuesta ha estado ante mis narices todo este tiempo. Corto de vista como soy, no sabía dónde mirar hasta que tú me lo mostraste.

—¿Te lo mostré? —se sorprende, y sonríe.

—Oh, sí —afirmo, y le explico cómo finalmente llegué a descubrir lo que el sangriento barón y el maldito abad estaban tramando. Escuchando, asintiendo solemnemente, mostrando su acuerdo cuando concluyo—. Afortunadamente, no carecemos de nuestros propios recursos.

—¿Sí? —dice, y se lame los labios, ansioso por oír lo que quiero proponerle.

—Pero igual que me has hecho jurar por mi alma, debo oír tu juramento, amigo mío. Estamos juntos en esto, y no puedes contárselo a nadie, ni si quiera a tu confesor. — Le digo esto en un tono tan sombrío como un sepulcro, adonde ciertamente iríamos a parar ambos si rompiera su promesa.

—Dilo, Odo —insisto suavemente—. Debo oír las palabras.

—Por mi alma inmortal, haré exactamente lo que dices y no turé una sola palabra a nadie.

—Buen muchacho. Has hecho lo correcto —le digo—. No es fácil estar en contra de tu superior, pero es lo correcto.

—¿Qué quieres que haga? —pregunta, como si estuviera ansioso por llevar a cabo la decisión tomada.

—Debemos entregar un mensaje a Bran —declaro—. Debemos conseguir que sepa lo que va a ocurrir para que pueda reaccionar.

Odo está de acuerdo. Destapa el tintero y prepara su pluma. Lo miro mientras despliega el rollo de pergamino y lo alisa con sus manos regordetas. Le he visto hacer esto millones de veces, pero en esta ocasión le contemplo con el corazón desbocado. «No nos abandones, monje». Hunde la pluma en el tintero y la saca empapada, posándola sobre el pergamino.

—¿Qué debo escribir?

—No tan rápido —le digo—. No sirve de nada escribir en franco, pues nadie en Cél Craidd sabe leerlo. ¿Puedes escribir en sajón?

—Latín —responde—. Francés y latín. —Se encoge de hombros—. Eso es todo.

—Entonces tendrá que ser latín —le digo, y empiezo.

Al final, es un simple mensaje el que redactamos, y cuando acabamos hago que me lo vuelva a leer para ver si nos hemos dejado algo.

—A ver, hemos de pensar qué añadir para que Bran sepa que es de mi parte y de nadie más. Debe ser algo en lo que Bran confíe.

Me lleva cierto tiempo pensar una palabra o dos, algo que solo Bran y yo sepamos… ¿sobre Tuck, sobre los demás?… Entonces se me ocurre.

—Odo, mi querido escriba, al final del mensaje añade esto: «El espantapájaros fue rozado dos veces aquel día, una por error, y otra por maestría. El error fue de Will, la maestría de Bran. Pero Will se llevó el premio. Bran sabe que esto es verdad».

Odo me contempla, lleno de curiosidad.

—Escríbelo —le digo.

Moja la pluma y desliza lentamente su trazo sobre el pedazo de pergamino, ya cubierto con su tupida escritura.

—¿Qué significa?

—Es algo que solo sabemos Bran y yo, eso es todo.

—Muy bien —dice Odo. Se inclina para finalizar su tarea y al cabo alza la cabeza—. Está hecho.

—Bien. Ahora guárdalo bajo tus hábitos, clérigo, y mámenlo bien escondido.

—Es mi cabeza la que está en juego si fallamos —dice, y frunce el ceño—. Pero ¿cómo voy a encontrar a Rhi Bran?

Sonrío al oírle usar ese nombre.

—Es más probable que él te encuentre a ti, espero. Todo lo que tienes que hacer es ir al Camino del Rey, y si haces lo que te voy a decir, pronto dará contigo. —Empiezo a contarle cómo atraer la atención de la grellon, pero en su cara aparece un mohín y me detengo—. ¿Y ahora qué?

—Estoy vigilado día y noche —señala—. No puedo pasarme el tiempo vagando por el bosque. El abad se daría cuenta en cuanto me alejara de la ciudad.

Tiene razón.

—Bueno, pues… —lo miro y súbitamente se me ocurre—. Entonces buscaremos a alguien en la ciudad, un galés. A pesar de todo, aún tienen que seguir yendo al mercado.

—A veces —admite Odo—. ¿Confiarías en un galés? ¿Alguien de Elfael?

—Lo haría y lo hago —le respondo—. Y aún más si el tipo sabe que es para servir al Rey Cuervo.

—Mañana es día de mercado —anuncia Odo—, y ahora que ya no hay nieve, es más probable que vengan mercaderes de Hereford y más allá. Eso siempre parece atraer a más gente a la ciudad. No se quedan mucho, pero si soy capaz de estar atento, podría confiar el mensaje a alguien que pudiera llevarlo.

Virgen Santísima, ampáranos, pues hay más cosas malas que buenas en este plan. Pero finalmente nos enfrentamos cara a cara con el crudo hecho de que no lo podemos hacer mejor. Accedo con cierto recelo, y le digo a Odo que es un buen hombre por haber pensado en ello. Esta pequeña alabanza parece armarlo de valor, y esconde el pergamino bajo su hábito y se levanta para marcharse.

—Me gustaría rezar antes de irme, Will —dice.

—Otra buena idea —afirmo—. Recemos.

Odo inclina la cabeza y une sus manos, y de pie, en medio de la celda, empieza a orar. Reza en latín, como todos los clérigos, y yo solo puedo seguirlo en parte. Su suave voz llena toda la celda como si fuera una ligera lluvia, y aunque solo sea por un momento, siento una presencia cálida y una dulce paz desciende sobre mí. Por primera vez en mucho tiempo, estoy contento.

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