Sara

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Segunda parte » La santa sierva

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mar.Tu. Eso fue lo que llamó la atención de Sarai. El de más edad tenía un rostro cruzado por las arrugas. La piel de sus manos había blanqueado de tanto amasar la tierra. Sus posturas eran reverentes, algo inquietas, incluso. Con el busto rígido, frunciendo el ceño, el más joven lanzaba a su alrededor miradas más sorprendidas que admiradas. Sus ojos se posaron en los bajorrelieves chorreantes de sol. Luego se volvieron hacia el estrado: unos ojos pardos, transparentes. Se detuvieron en Kiddin, en Ichbi Sum-Usur. Era él.

Parecía no atreverse a encontrar su mirada, admirando sólo su túnica, su silueta. Ella no advirtió que avanzaba suavemente por el estrado. Y una voz, en su interior, repitió: «Es él, lo reconozco».

Era más alto, los hombros eran más anchos, el cuello más grueso. La barba, de finos bucles, algo brillante bajo el sol, descubría su boca. La voz dijo: «Reconozco sus labios, sí, es él».

Levantó los ojos hasta los suyos, intrigado, sin reconocerla, incapaz sin embargo de apartar la mirada.

La voz interior repitió: «Son sus labios. No han cambiado y yo nunca los olvidaré. ¿Pero cómo podría reconocerme él?».

Los cánticos y la música se convirtieron en un doloroso estruendo. Pensó que lo llamaba a través de todo aquel ruido: «¡Abram! ¡Abram! Abram, soy Sarai…».

Él dio un respingo, y el anciano lo observó con temor.

Entonces, una mano se cerró sobre el brazo de Sarai.

—¿Qué estás haciendo?

Kiddin tiró de ella hacia atrás, sin miramientos, y Sarai advirtió que estaba al borde del estrado. Sus pies casi tocaban una de las estatuas. En el patio, los rostros se volvían hacia ella, alarmados.

Seguía mirando a Abram. Adivinó una sonrisa en sus labios: la reconocía, estaba segura de ello.

—¿Pero qué te ocurre? —gruñía Kiddin.

—¿Cómo te atreves a poner la mano sobre la Santa Sierva, hijo mío? —se preocupó Ichbi Sum-Usur.

¿Quiénes son esos dos

mar.Tu, allí, en el patio? ¿Qué están haciendo aquí? preguntó Kiddin sin responder.

Son el alfarero y su hijo. Ellos moldearon las estatuas, han hecho un trabajo tan bueno que los he autorizado a acompañar a nuestros ancestros hasta el templo.

Sarai apenas escuchaba. Tal vez no hubiera pronunciado en voz alta el nombre de Abram, pero, sin embargo, él la había oído.

—¡Que salgan del patio! —ordenó Kiddin señalando a los extranjeros.

—¡Hijo mío!

—Haz lo que te pido, padre. ¡Que esos

mar.Tu salgan inmediatamente de nuestra casa!

Abram comprendió el gesto de Kiddin, y tomó el brazo de su padre para arrastrarlo hacia la puerta. Pero cuando iban a desaparecer, en voz alta e inteligible, Sarai pronunció su nombre: «Abram».

Esta vez, Kiddin e Ichbi Sum-Usur la oyeron. Pero su padre, arrastrado por el poder de la ceremonia, los cantos y la música, ya tendía a su hija las primeras escudillas de las ofrendas.

Antes de tomarlas, Sarai miró a Kiddin, vibrante aún de furor, y con voz tranquila, le advirtió:

—No se te ocurra volver a ponerme la mano encima, hijo de Ichbi Sum-Usur, o la sangre del toro muy bien podría convertirse en la tuya.

Sililli, tan lloriqueante como si el techo del templo hubiera caído sobre sus hombros, soltaba su cantinela: «Estás loca, Kiddin nunca te perdonará esta afrenta… El

mar.Tu ha regresado y ya llegan las desgracias… ¡Creí que habías cambiado, que habías olvidado! ¿Por qué los dioses no te arrebataron los recuerdos?».

Nada de lo que había ocurrido en el patio de Ichbi Sum-Usur se le había escapado. Sin embargo, hasta su regreso al templo, había sabido mantener la boca cerrada. Sólo cuando Sarai le había pedido ayuda, el torrente de lamentos y terrores había comenzado a derramarse.

Pacientemente, Sarai la tomó de las manos y, sin levantar la voz, repitió su petición: que Sililli encontrara las tiendas de los

mar.Tu y le diera las gracias al alfarero Téraj por la belleza de las estatuas.

—Dile que lamento la brutalidad de Kiddin y la afrenta que les hizo. Dile que yo, la Santa Sierva de la Sangre, como compensación, invito a su hijo Abram a compartir conmigo mi comida del alba, pasado mañana.

Sililli puso los ojos en blanco.

—¡No puedes hacerlo venir! ¡Es una blasfemia hacer que un

mar.Tu entre aquí! ¡Mancillarás el templo! ¿Qué ocurrirá si los demás se enteran? Yo lo sé: la Suma Sacerdotisa se lo dirá al rey. Y todo habrá terminado. Ya no te querrá en la Cámara Sublime.

—Déjate de tonterías y utiliza la cabeza —se exasperó Sarai—. Es muy normal que un alfarero venga al templo. Todos los días hay alguno que trae sus obras.

—Pero no aquí, no en el

giparu. No para compartir la comida de una sacerdotisa. Kiddin tiene razón, vas a llevarnos directamente a la desgracia.

Sarai se apartó, gélida, con el rostro duro y altivo como lo tenía, a veces, ante el toro.

—Muy bien. Me las arreglaré sin ti.

Con un gesto, ordenó a Sililli que la dejase sola. Pero Sililli no se movió. Sus rechonchos dedos secaron las lágrimas que aparecían en sus párpados. Y con voz apenas audible, temblorosa y fatigada, preguntó:

—¿Qué vas a decirle a tu

mar.Tu? ¿Que la sangre ya no corre entre tus muslos desde hace siete años? Incluso los

mar.Tu quieren mujeres de vientre lleno.

Sarai se ruborizó como si la sierva la hubiese golpeado, pero Sililli no tenía la intención de callarse.

¿No lo has comprendido aún? Santa Sierva de la Sangre, eso es lo que eres. Y seguirás siéndolo para siempre. Aquí te desean tal como eres. Aquí te respetan y te envidian. Los guerreros te aman, pues esperan que, gracias a ti, no sangrarán en el combate. Pero fuera de este templo, Sarai, sólo eres una mujer de vientre yermo.

—No tienes derecho a hablarme así.

—Pues me lo tomo, porque puedo hacerlo. Soy la que se ha matado por ti durante todos estos años. Soy la que quemó las hierbas de la bruja. Los dioses te perdonaron una vez ya; no exijas demasiado de ellos.

El dolor deformaba los rasgos de la doncella. La cólera de Sarai se esfumó tan bruscamente como había llegado. En un impulso, olvidado desde hacía mucho tiempo, se agachó junto a Sililli, la abrazó y puso la mejilla en su hombro.

—Sólo pido verlo y oírlo una vez —susurró—. Una sola vez. Para saber si también él ha pensado en mí durante todos estos años.

—¿Y luego?

—Luego, todo volverá a ser como antes.

Sarai creyó que no acudiría. Sililli no había traído respuesta alguna para su mensaje.

—Me ha mirado como si fuera una vieja loca. Lo que significa que él, al menos, es sensato. Sencillamente ha esperado a que me fuera. Su padre me ha dado las gracias, y eso es todo.

Se había convenido que Sililli lo aguardaría, al caer la noche, en la puerta abierta en la muralla, tras el

giparu.

Era un paso estrecho y sin fastos que tomaban, por lo general, quienes conducían el ganado, los carros de grano y todas las vituallas necesarias para las ofrendas. Con las primeras luces del día, nadie se fijaría en un

mar.Tu entre la atareada multitud de servidores y esclavos.

Discretamente, por la noche y con la reticente ayuda de Sililli, Sarai había dispuesto lámparas, almohadones y fuentes de comida en una de las estancias ciegas donde se almacenaban las túnicas y los adornos de recambio, al aproximarse la gran ceremonia de la siembra. Se accedía a ella por un estrecho corredor abierto en el enorme muro que rodeaba el

giparu y que sólo las siervas utilizaban. Una vez Abram estuviera allí, bastaría con que Sililli se apostara en el corredor, así nadie podría sorprenderlos.

Pero ahora, mientras esperaba entre aquellos muros ciegos, Sarai dudaba. En el largo silencio de su espera, debía reconocer que Sililli tenía razón en muchas cosas; crueles verdades que ella intentaba ignorar como se quiere ignorar un dolor lacerante y sin remedio.

Sin embargo, hoy como antaño, cuando era sólo una muchacha convencida de que un beso de Abram la purificaría por el resto de su vida de esposa, esperaba de su encuentro una especie de milagro.

No, no le había mentido a Sililli. Tal vez le bastaría saber que, durante todos aquellos años, tampoco él la había olvidado.

Pero ¿y si no iba?

Rechazó la pregunta. Debía ser paciente. Tal vez el tiempo pasaba más lentamente de lo que parecía y, fuera, el sol apenas se había levantado.

El roce de las sandalias la sobresaltó. Allí estaba, de pie en la tintineante luz de las lámparas de aceite.

Hubo un breve momento de turbación. Luego, él se inclinó, ceremonioso. Sus primeras palabras fueron para excusarse por no saber cómo debía saludar a una Santa Sierva de la Sangre consagrada a las ofrendas de Ishtar. Su voz no había cambiado; seguía teniendo su acento de

mar.Tu.

—Con mucho respeto y más temor todavía —respondió Sarai.

Los dos rieron, una carcajada como Sarai no había soltado desde hacía mucho tiempo, semejante al agua fresca y que disipó ligeramente su turbación.

Se acomodaron en los almohadones, con una mesa baja entre ambos. A excepción de los cabellos y de la barba, que tenía más tupidos, Abram no había cambiado demasiado. Su boca seguía siendo tan hermosa, tan perfecta, sus pómulos más salientes, tal vez. Un rostro de hombre decidido y que ha vivido ya algunas pruebas.

Sarai sirvió la infusión de tomillo y romero en unas copas de cobre y dijo:

—Temí que no te atrevieras a venir.

—Mi padre y mis hermanos no querían. Les asusta la idea de que mi presencia aquí sea una blasfemia; tienen miedo de tu padre y de tu hermano. Así sucede entre nosotros, los

mar.Tu: tememos muchas cosas.

Ella recordaba su tono lleno de seguridad. Ahora, se añadía a ello una apacible burla, la distancia de un hombre que sopesaba la fuerza de los pensamientos antes de expresarlos en voz alta. Bebió un trago y añadió:

—He abandonado nuestras tiendas en plena noche, sin que me vieran. He cogido unas jarras de arcilla del horno de mi padre, para que creyeran que las traía al templo. Las he dado a tu doncella. ¡Mi ofrenda a tu diosa!

Sarai sintió que su corazón latía más de prisa. Aquellas palabras eran como el primer brillo de una promesa: también él hacía trampas y mentía por ella.

—La última vez, a orillas del río, también tuviste que ocultarte para traerme comida y pieles.

Abram inclinó la cabeza con una sonrisa.

—Sí… Hace tanto tiempo…

—Pero no lo has olvidado.

—No.

La turbación regresó de pronto. Ambos comieron dátiles y pasteles de miel. Abram demostraba un apetito del todo sincero. Sarai sintió un extraño placer, nuevo y turbador, viéndolo realizar aquellos sencillos gestos. Sobre el cuello de la túnica, en el nacimiento de la garganta, la piel de Abram le pareció de extremada finura, y sintió deseos de posar allí sus dedos.

—Aquella mañana, los soldados me encontraron y me acompañaron hasta la casa de mi padre —explicó Sarai. Soltó una risita—. Estaba muy enfadado. Sin embargo, unas lunas más tarde, pude escaparme de nuevo. Fui hasta vuestras tiendas. Quería… darte las gracias por tu ayuda, pero me dijeron que tu familia ya no estaba allí.

—Habíamos ido hacia el norte, y nos quedamos allí.

Abram contó cómo, tras haber llevado los rebaños al inmenso centro del impuesto real, en Puzrish-Dagan, Téraj había decidido instalarse en Nippur para vender su cerámica.

—Allí hay templos por todas partes. Los prohombres quieren nuevas estatuas de sus ancestros todos los años —se divirtió Abram.

Mientras el taller de su padre prosperaba, él y sus hermanos, Aram y Najor, habían criado rebaños de pequeño ganado por cuenta de las grandes familias de Nippur. En tres o cuatro años, su prosperidad, debida tanto a la ganadería como a la cerámica de su padre, había crecido lo bastante como para que pudieran aspirar a tener sus propios rebaños. El número de animales aumentó tanto que, tras cada plazo del impuesto, en Puzrish-Dagan, movían los rebaños de una ciudad a otra, de Urum a Adab, flanqueando las laderas de las montañas donde la hierba era carnosa y abundante.

—Mi padre, Téraj, se convirtió en el jefe de nuestra tribu. Una gran tribu: más de quinientas tiendas… pero el invierno pasado se reanudó la guerra con la gente de la montaña. Los

guti se acercaron a Adab. Asaltaron las casas y los almacenes, robaron los rebaños. Siempre es así: estalla una guerra entre ciudades y empiezan por robar nuestro ganado y violar a nuestras mujeres. Nadie acude en nuestra ayuda. No estamos hechos para la guerra, por lo que mi padre decidió regresar a Ur.

De nuevo esbozó aquella sonrisa divertida que le entornaba los ojos.

—Los prohombres de Ur están muy contentos con nuestro regreso. Les gusta mucho la cerámica del

mar.Tu Téraj, ¡como a tu padre!

—Es hermosa, a mí también me gusta.

Abram tragó un dátil riéndose y agitó las manos como si sus palabras fueran sólo humo. Mientras la sonrisa danzaba aún en sus ojos, preguntó:

—¿Y tú? Durante todo este tiempo te has convertido en la más hermosa de las mujeres y, sin embargo, ¿ningún prohombre de Ur te ha tomado por esposa?

Sarai sintió que su garganta se secaba y la sangre ardía en sus mejillas. Así era Abram. La cogía desprevenida, respondía a las preguntas antes de que se las hicieran e iba directamente al grano. Ella había pensado en las frases que le diría. Ahora, todas parecían apestar a mentira.

Las palabras de Sililli resonaron en su cabeza: «Incluso los

mar.Tu quieren mujeres de vientre lleno». El suyo estaba vacío, y lo estaba desde hacía tanto tiempo que dudaba ver correr de nuevo la sangre entre sus piernas. ¿Pero acaso podía explicarle a Abram que había bebido la droga de una

kassaptu porque estaba desesperada al no haber recibido un beso suyo? ¿Que era sólo una niña furiosa e incapaz de medir el alcance de su gesto?

Finalmente acabó farfullando:

—No, nadie puede desposarse con una sierva de Ishtar.

El rostro de Abram se heló. Evitando su mirada, en pocas palabras, Sarai le contó su «enfermedad» poco después de su encuentro, cómo el adivino había comprendido el significado de su estancia en los infiernos y la había llevado así a convertirse en una muchacha del templo.

Él la escuchó sin parpadear mientras explicaba, con cierto orgullo, cómo había aprendido, durante cinco largos años, el saber de las sacerdotisas, la escritura en las tablillas, los poemas y los cantos, la danza, la preparación de las ofrendas y, finalmente, la sumisión del toro.

—¿El toro? —se extrañó él.

Fue su única interrupción.

—Sí, eso es ser Santa Sierva de la Sangre: saludar al toro antes de que ofrezcan su sangre a la Diosa de la Guerra.

Explicó cómo la sangre del toro que corría ante los guerreros que iban al combate los protegía de una herida y de la muerte. Los dioses, saciada su sed, insuflaban algo de su omnipotencia en los brazos de los humanos que les habían destinado esa ofrenda. Omitió decir que la sacerdotisa era virgen de todos sus menstruos, seca como el polvo bajo los pies de un vencedor.

Cuando calló, Abram permaneció pensativo unos instantes. Luego inclinó la cabeza y preguntó:

—¿Derramáis la sangre del toro para complacer a vuestros dioses con el fin de que os apoyen? ¿Y si los guerreros con quienes os enfrentáis hacen lo mismo? ¿Cómo pueden elegir vuestros dioses si apoyan a un bando u otro? ¿Tal vez apoyan a ambos enemigos y no hay vencedor ni vencido? ¿O acaso no apoyan a nadie? Entonces, sólo el más fuerte o el más astuto gana. Mientras los dioses digieren vuestras ofrendas…

La ironía había regresado a su voz, más fría y más dura. Sarai lo interrumpió con ternura:

—¡No! ¡No lo comprendes! ¡Los dioses de los prohombres de Ur no son dioses de nadie más! ¡Nadie, salvo nosotros, puede invocarlos!

—¿Y crees que tus dioses te llevaron a los infiernos? ¿Que te designaron así para que bailes ante los guerreros hasta la muerte de un toro que mis hermanos y yo habremos criado pacientemente?

Sarai vaciló. La sagacidad de Abram la impresionaba. De hecho, ¿cómo podía creer ella misma la afirmación del adivino y de los sacerdotes, cuando conocía la verdadera causa de su enfermedad? Sililli, siempre dispuesta a ver en todo la presencia de los dioses, se mostraba también más circunspecta a este respecto.

—No lo sé —dijo—. A veces pienso que sólo estuve enferma, pero los sacerdotes afirman que son los dioses quienes deciden nuestras enfermedades y nuestra curación. Y era… era una enfermedad poco común. ¿Quién puede saber lo que desean los dioses?

—Sí. ¿Quién puede saberlo?

Abram hizo una mueca escéptica. Comió y bebió de nuevo, pensativo y silencioso. Viéndolo hacer, Sarai pensó que le gustaban todos sus gestos. Le gustaban sus dedos cuando envolvían la copa de cobre, su pecho cuando respiraba, el juego de los músculos de sus hombros bajo la túnica. El deseo de que la tocase, la acariciase y la rozase como hacía con los objetos y la comida, el deseo del beso que había permanecido enterrado durante años y años, en su sueño, regresó con brutalidad.

De pronto, Abram dijo:

—¿Quién puede saber si existen esos dioses? Tanto los de los prohombres de Ur como los de todas las ciudades que he visitado. ¡Eso supone tantos dioses! Casi tantos como hombres hay en la tierra. ¿Dónde están? ¿Qué prueba tenemos de su presencia? ¿Cómo saber si ayudan a los humanos o los amenazan? Se atribuye una razón tanto a cada uno de sus actos como a su silencio. Que una piedra cae sobre un asno y lo mata: los dioses lo han querido. ¿Por qué? Aunque nadie lo sepa, ellos lo saben, o sus sacerdotes. ¿Que una mujer muere de parto, que su hijo muere al nacer? Los dioses lo han querido. Y, sin embargo, la mujer era pura como el agua de la fuente y su hijo apenas había nacido. ¿Dónde está la justicia? ¿Y la bondad de los dioses? ¿Por qué ese sufrimiento? Los sacerdotes afirmarán que el esposo o el padre del esposo, el hombre o quién sé yo, algún día, dejó de saludar a un prohombre. O tuvo un mal pensamiento. O comió cordero cuando la luna estaba oculta. ¡Y ya está, se ha establecido la razón de la cólera del dios!

Su voz había crecido y resonaba en la pequeña estancia, y siendo de pronto consciente de su brutalidad, se interrumpió con una carcajada:

—Perdona estas palabras en este lugar, Santa Sierva. Tal vez el rayo de Ishtar me fulmine cuando salga de aquí…

Dejó fluir el silencio, como si quisiera que la propia Ishtar oyese su risa y respondiera. Tal vez, también, deseaba dar a Sarai tiempo para ofenderse, para protestar, quién sabe si para expulsarlo. Ella permaneció impasible, y Abram, entonces, se inclinó hacia adelante, serio de nuevo.

—La ciudad de Urum se levanta a orillas de un río tan ancho como el Éufrates que lleva por nombre Tigris, tan violento sabe ser. Allí conocí a un anciano que había subido por su ribera hasta sus fuentes, muy lejos, en las montañas del norte. Buscaba piedras preciosas. Sólo trajo cobre y dioritas, pero encontró, al otro lado de las montañas, pueblos que no eran bárbaros y que creían en un solo dios, un dios que sólo había tenido una tarea y una voluntad: dar a luz el mundo para ofrecérselo a los hombres.

Sarai clavó su mirada en la suya, dudando de que comprendiera lo que quería decirle con aquella historia. Una suave sonrisa suavizó los labios de Abram.

—Un dios que ama a los humanos bastante como para no obligar a sus sacerdotisas a bailar ante los cuernos de los toros, y que les permite tomar esposo.

Una oleada de fuego atravesó el vientre de Sarai. Se inclinó, con la nuca y los hombros rígidos.

—Nunca he podido olvidar tu rostro ni la noche que pasamos a orillas del río, Abram. Has estado en mis pensamientos y en mis sueños pero, sin embargo, creía que no volvería a verte nunca más. Sólo sabía de ti tu nombre, Abram. Pero desde nuestra noche a orillas del río he querido que tus labios se posaran en los míos y me protegieran para el resto de mi vida. Nada de eso ha cambiado. Ignoro la voluntad de los dioses; no he pensado como tú en sus injusticias ni en sus poderes. A veces, me parece sentir su presencia, otras no. Pero sé que estuve a punto de morir porque nunca recibí tu beso.

Abram, con una voz cambiada, dolorida, respondió:

—Un

mar.Tu no besa a la hija de un prohombre de Ur… Aram, mi hermano menor, encontró esposa en Adab. Ha tenido un hijo. Es raro, entre nosotros, que un hermano menor sea esposo y padre antes que el primogénito. No pasa día sin que mi padre se preocupe por mi soledad.

Sarai consiguió sonreír.

—Ya no soy la hija de Ichbi Sum-Usur. Él me lo confirmó. Ya no soy la hermana de mi hermano. Sólo soy una sierva de Ishtar.

—Un

mar.Tu no besa a una sierva de Ishtar con la que nadie tiene derecho a casarse.

La boca y la voz de Sarai temblaron:

—Dentro de tres lunas, en la gran fiesta de la siembra, nuestro rey Shu-Sin I abrirá mis muslos, arriba, en la Cámara Sublime. Se acostará conmigo como un esposo, como la Dama de la Luna se unió a Dumuzi el Poderoso. Y yo sigo necesitando tu beso para protegerme.

El estupor petrificó a Abram antes de que la cólera lo levantara, temblando.

—¡Estáis locos! —exclamó—. Vosotros, los prohombres de las ciudades, estáis todos locos.

Tomó los hombros de Sarai, petrificada.

—¿Cómo te atreves a hacer una cosa semejante?

Ella no tuvo tiempo de responder. Sililli la llamaba:

—¡Sarai, Sarai!

Apareció en el umbral de la estancia y los miró con aire atónito. Abram soltó a Sarai y dio un paso atrás. Sililli lo agarró por la manga de la túnica:

—De prisa, de prisa. Kiddin está en el gran patio de recepción. Solicita ser recibido por la Santa Sierva de la Sangre, habla con los sacerdotes.

Abram se soltó secamente de Sililli.

—De todos modos, ya era hora de que me fuese.

—¡No, aguarda! —protestó Sarai—. No voy a recibir a mi hermano. No tiene nada que hacer aquí.

—Las jóvenes siervas te buscan por todas partes —exclamó Sililli—. Si no te encuentran, sospecharán. Debes mostrarte.

—Yo tampoco tengo nada que hacer aquí —repuso Abram.

—Abram…

—Doy las gracias a la Santa Sierva por su hospitalidad y le deseo que sea poderosa en este templo.

Su saludo fue tan seco, cruel y amargo como su tono. Le volvió la espalda y salió al corredor antes de que Sarai pudiera reaccionar. Sililli, con el rostro doliente, murmuró:

—Te lo dije, no debías hacerlo. Los dioses no lo quieren.

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