Sapiens

Sapiens


Parte IV. La revolución científica » 19. Y vivieron felices por siempre jamás

Página 33 de 40

19

Y vivieron felices por siempre jamás

Los últimos 500 años han sido testigos de una serie de revoluciones pasmosas. La Tierra se ha unido en una única esfera ecológica e histórica. La economía ha crecido de forma exponencial, y en la actualidad la humanidad goza del tipo de riqueza que solía ser propia de los cuentos de hadas. La ciencia y la revolución industrial han conferido a la humanidad poderes sobrehumanos y una energía prácticamente ilimitada. El orden social se ha transformado por completo, como lo han hecho la política, la vida cotidiana y la psicología humana.

Pero ¿somos más felices? Las riquezas que la humanidad ha acumulado a lo largo de los cinco últimos siglos, ¿se han traducido en nuevas satisfacciones? El descubrimiento de recursos energéticos inagotables, ¿ha abierto ante nosotros almacenes inagotables de dicha? Remontándonos más atrás en el tiempo, los aproximadamente 70 milenios transcurridos desde la revolución cognitiva, ¿han hecho que el mundo sea un lugar mejor para vivir? ¿Fue más feliz el recientemente fallecido Neil Armstrong, cuyas huellas permanecen intactas sobre la Luna carente de viento, que el cazador-recolector anónimo que hace 30.000 años dejó la huella de su mano en una pared de la cueva de Chauvet? Y, si no es así, ¿qué sentido ha tenido desarrollar la agricultura, las ciudades, la escritura, las monedas, los imperios, la ciencia y la industria?

Los historiadores rara vez se plantean estas preguntas. No se preguntan si los ciudadanos de Uruk y Babilonia eran más felices que sus antepasados cazadores-recolectores, si el auge del islam hizo que los egipcios estuvieran más contentos con su vida o cómo el desplome de los imperios europeos en África influyó sobre la felicidad de millones de personas. Pero estas son las preguntas más importantes que se pueden hacer a la historia. La mayoría de las ideologías y programas políticos actuales se basan en ideas bastante triviales acerca del origen real de la felicidad humana. Los nacionalistas creen que la autodeterminación política es esencial para nuestra felicidad. Los comunistas postulan que todos seremos dichosos bajo la dictadura del proletariado. Los capitalistas sostienen que solo el libre mercado puede asegurar la mayor felicidad para el mayor número al crear crecimiento económico y abundancia material y al enseñar a la gente a confiar en sí misma y ser emprendedora.

¿Qué ocurriría si investigaciones rigurosas refutaran estas hipótesis? Si el crecimiento económico y la confianza en uno mismo no hacen que la gente sea más feliz, ¿cuál es el beneficio del capitalismo? ¿Qué pasaría si resultara que los súbditos de grandes imperios son por lo general más felices que los ciudadanos de estados independientes y que, por ejemplo, los argelinos eran más felices bajo el mandato francés que bajo el suyo propio? ¿Qué diría esto acerca del proceso de descolonización y del valor de la autodeterminación nacional?

Todas estas posibilidades son hipotéticas, porque hasta ahora los historiadores han evitado plantear estas preguntas, por no decir intentar darles respuesta. Han investigado la historia de casi todo (política, sociedad, economía, género, enfermedades, sexualidad, alimentos, vestidos), pero raramente se han detenido en preguntar de qué manera estas cuestiones influyen sobre la felicidad humana.

Aunque son pocos los que han estudiado la historia de la felicidad a largo plazo, casi todos los estudiosos y profanos tienen alguna vaga preconcepción al respecto. Según una consideración común, las capacidades humanas han aumentado a lo largo de la historia. Puesto que los humanos suelen usar sus capacidades para aliviar los sufrimientos y realizar aspiraciones, de ahí se sigue que hemos de ser más felices que nuestros antepasados medievales, y ellos tuvieron que ser más felices que los cazadores-recolectores de la Edad de Piedra.

Pero este relato de progreso no es convincente. Tal como hemos visto, nuevas aptitudes, comportamientos y habilidades no sirven necesariamente para tener una vida mejor. Cuando los humanos aprendieron a cultivar la tierra en la revolución agrícola, su poder colectivo para modelar su ambiente aumentó, pero el sino de muchos humanos individuales se hizo más cruel. Los campesinos tenían que trabajar más duro que los cazadores-recolectores para conseguir un alimento menos variado y nutritivo, y se hallaban mucho más expuestos a las enfermedades y a la explotación. De manera parecida, la expansión de los imperios europeos aumentó muchísimo el poder colectivo de la humanidad al hacer circular ideas, tecnología y cultivos, y al abrir nuevas rutas comerciales. Pero esto no fueron precisamente buenas noticias para millones de africanos, americanos nativos y aborígenes australianos. Dada la demostrada propensión humana a utilizar mal el poder, parece ingenuo creer que cuanta más influencia tiene la gente, más feliz vive.

Algunos contrarios a esta interpretación adoptan una posición diametralmente opuesta. Argumentan que existe una correlación inversa entre capacidades humanas y felicidad. El poder corrompe, dicen, y a medida que la humanidad conseguía cada vez más poder, creó un mundo mecanicista y frío mal adaptado a nuestras necesidades reales. La evolución moldeó nuestra mente y nuestro cuerpo a la vida de los cazadores-recolectores. La transición primero a la agricultura y después a la industria nos ha condenado a vivir una vida antinatural que no puede dar expresión completa a nuestras inclinaciones e instintos innatos, y por lo tanto no puede dar satisfacción a nuestros anhelos más profundos. No hay nada en la vida confortable de la clase media urbana que se acerque a la excitación salvaje y al gozo absoluto que experimentaba una banda de cazadores-recolectores durante una caza exitosa de mamuts. Con cada nuevo invento ponemos otro kilómetro más de distancia entre nosotros y el jardín del Edén.

Pero esta insistencia romántica en ver una sombra negra detrás de cada invento es tan dogmática como la creencia en la inevitabilidad del progreso. Quizá no estemos en contacto con nuestro cazador-recolector interior, pero esto no es del todo malo. Por ejemplo, a lo largo de los dos últimos siglos la medicina moderna ha reducido la mortalidad infantil de un 33 por ciento a menos de un 5 por ciento. ¿Puede alguien dudar de que esto ha contribuido a la felicidad no solo de estos niños, que de otro modo habrían muerto, sino también de sus familias y amigos?

Una posición más matizada adopta el camino intermedio. Hasta la revolución científica, no había una correlación clara entre el poder y la felicidad. Los campesinos medievales podían haber sido, efectivamente, más desdichados que sus antepasados cazadores-recolectores, pero en los últimos siglos los humanos han aprendido a utilizar más sensatamente sus capacidades. Los triunfos de la medicina moderna no son más que un ejemplo. Otros logros sin precedentes incluyen la fuerte caída de la violencia, la práctica desaparición de guerras internacionales y la casi erradicación de hambrunas a gran escala.

Pero también esto es una simplificación excesiva. En primer lugar, basa su evaluación optimista en una muestra muy pequeña de años. La mayoría de los humanos empezaron a gozar de los frutos de la medicina moderna no antes de 1850, y la drástica caída de la mortalidad infantil es un fenómeno del siglo XX. Las hambrunas en masa continuaron azotando a gran parte de la humanidad hasta mediados del siglo XX. Durante el Gran Salto Hacia Delante de la China comunista de 1958-1961, entre 10 y 50 millones de seres humanos murieron de hambre. Las guerras internacionales cada vez se hicieron más raras a partir de 1945, en gran parte gracias a la nueva amenaza de aniquilación nuclear. De ahí que, aunque las últimas décadas han sido una edad dorada sin precedentes para la humanidad, es demasiado temprano para saber si esto representa un cambio fundamental en las corrientes de la historia o un remolino efímero de buena fortuna. Cuando se juzga la modernidad, es demasiado tentador adoptar el punto de vista de un ciudadano occidental de clase media del siglo XXI. No debemos olvidar los puntos de vista de un minero del carbón galés, de un adicto al opio chino o de un aborigen australiano, todos del siglo XIX. Truganini no es menos importante que Homer Simpson.

En segundo lugar, quizá resulte que incluso la breve edad dorada del último medio siglo pueda haber sembrado las semillas de la futura catástrofe. A lo largo de las últimas décadas hemos alterado el equilibrio ecológico de nuestro planeta de tantas formas nuevas que parece probable que tenga consecuencias nefastas. Hay muchas pruebas que indican que estamos destruyendo los cimientos de la prosperidad humana en una orgía de consumo temerario.

Finalmente, podemos felicitarnos por los logros sin precedentes de los sapiens modernos únicamente si ignoramos por completo la suerte de todos los demás animales. Gran parte de la riqueza material de la que nos jactamos que nos aísla de la enfermedad y de la hambruna se ha acumulado a expensas de monos de laboratorio, vacas lecheras y pollos en cintas transportadoras. Decenas de miles de millones de estos animales se han visto sometidos a lo largo de los dos últimos siglos a un régimen de explotación industrial cuya crueldad no tiene precedentes en los anales del planeta Tierra. Solo con que aceptemos la mera décima parte de lo que afirman los activistas por los derechos de los animales, entonces bien pudiera ser que la agricultura industrial moderna fuera el mayor crimen de la historia. Cuando se evalúa la felicidad global, es un error contar solo la felicidad de las clases altas, de los europeos o de los hombres, como quizá también lo sea considerar únicamente la felicidad de los humanos.

CONTAR LA FELICIDAD

Hasta aquí hemos comentado la felicidad como si fuera en gran parte un producto de factores materiales, como la salud, la dieta y la riqueza. Si la gente es más rica y está más sana, entonces también tiene que ser más feliz. Pero ¿es esto realmente tan obvio? Filósofos, sacerdotes y poetas han meditado durante milenios sobre la naturaleza de la felicidad, y muchos han llegado a la conclusión de que los factores sociales, éticos y espirituales tienen un impacto tan grande sobre nuestra felicidad como las condiciones materiales. ¿Acaso en las sociedades opulentas modernas la gente padece mucho debido a la alienación y a la vacuidad, a pesar de su prosperidad? ¿Y quizá nuestros antepasados menos prósperos encontraban gran satisfacción en la comunidad, la religión y los lazos con la naturaleza?

En décadas recientes, psicólogos y biólogos han aceptado el reto de estudiar científicamente aquello que hace realmente que la gente sea feliz. ¿Es el dinero, la familia, la genética, o quizá la virtud? El primer paso es definir qué es lo que se medirá. La definición generalmente aceptada de felicidad es «bienestar subjetivo». La felicidad, según esta concepción, es algo que siento en mi interior, una sensación o bien de placer inmediato, o bien de satisfacción a largo plazo con la manera como se desarrolla mi vida. Si es algo que se siente dentro, ¿cómo puede medirse desde fuera? Presumiblemente podemos hacerlo preguntando a la gente que nos diga cómo se siente. De modo que los psicólogos o biólogos que quieren evaluar lo feliz que se siente la gente proporcionan cuestionarios para que los contesten y luego puntúan los resultados.

Por lo general, un cuestionario subjetivo del bienestar pide a los entrevistados que indiquen, en una escala del 0 al 10, su conformidad con afirmaciones tales como: «Me gusta ser como soy», «Siento que la vida es muy gratificante», «Soy optimista con respecto al futuro» y «La vida es buena». A continuación, el investigador suma todas las respuestas y calcula el nivel general de bienestar subjetivo del entrevistado.

Dichos cuestionarios se emplean para correlacionar la felicidad con varios factores objetivos. Un estudio puede comparar 1.000 personas que ganan 100.000 euros anuales con 1.000 personas que ganan 50.000 euros. Si el estudio descubre que el primer grupo tiene un nivel de bienestar subjetivo de 8,7, mientras que el segundo tiene un promedio de solo 7,3, el investigador puede concluir razonablemente que existe una correlación positiva entre la riqueza y el bienestar subjetivo. Para llanamente: el dinero da la felicidad. Puede utilizarse el mismo método para investigar si la gente que vive en democracias es más feliz que la que vive en dictaduras, y si los casados son más felices que los solteros, los divorciados o los viudos.

Esto les proporciona un fundamento a los historiadores, que pueden estudiar la riqueza, la libertad política y las tasas de divorcio del pasado. Si la gente es más feliz en las democracias y los casados son más felices que los divorciados, un historiador tiene una base para argumentar que el proceso de democratización de las últimas décadas ha contribuido a la felicidad de la humanidad, mientras que las tasas crecientes de divorcio indican la tendencia contraria.

Esta manera de pensar no es perfecta, pero antes de indicar algunas lagunas vale la pena considerar los hallazgos.

Una conclusión interesante es que el dinero produce realmente la felicidad. Pero solo hasta cierto punto, y pasado dicho punto carece de importancia. Para la gente situada en la base de la escala económica, más dinero significa mayor felicidad. Imagine el lector que es una madre soltera española cuyos ingresos son 12.000 euros anuales limpiando casas y de golpe gana 500.000 euros en la lotería, probablemente experimentará un aumento importante y a largo plazo del bienestar subjetivo. Podrá dar de comer y vestir a sus hijos sin hundirse más en las deudas. Sin embargo, si el lector es un alto ejecutivo con ingresos del orden de los 250.000 euros anuales y gana 1 millón de euros en la lotería, o si el consejo de dirección de su empresa decide de repente doblarle el salario, es probable que su aumento de bienestar subjetivo dure solo unas pocas semanas. Según los resultados empíricos, es casi seguro que esto no suponga una gran diferencia en la manera cómo se sienta a la larga. Podrá comprar un automóvil más llamativo, mudarse a una casa suntuosa, habituarse a beber Vega Sicilia Único en lugar de un Rioja medio, pero pronto todo esto le parecerá rutinario y nada excepcional.

Otro resultado interesante es que la enfermedad reduce la felicidad a corto plazo, pero solo es causa de aflicción a largo plazo si la salud de una persona se deteriora constantemente o si la enfermedad implica dolor progresivo y debilitante. Las personas a las que se les diagnostican enfermedades crónicas como la diabetes, suelen deprimirse durante un tiempo, pero si la enfermedad no empeora se adaptan a la nueva situación y valoran su felicidad tan alta como la gente sana. Imagine el lector que Lucía y Lucas son unos mellizos de clase media que aceptan participar en un estudio de bienestar subjetivo. En el viaje de vuelta a casa desde el laboratorio de psicología, el automóvil de Lucía es embestido por un autobús, lo que le produce varias roturas de huesos y una pierna permanentemente lisiada. Mientras el equipo de rescate extrae a Lucía del interior del coche accidentado, su teléfono móvil suena y Lucas le dice gritando que él acaba de ganar un premio gordo de la lotería: ¡10 millones de euros! Dos años más tarde, ella andará cojeando y él será mucho más rico, pero cuando el psicólogo aparezca para realizar un estudio de seguimiento, es probable que ambos den las mismas respuestas que dieron la mañana de aquel día aciago.

La familia y la comunidad parecen tener más impacto en nuestra felicidad que el dinero y la salud. Las personas con familias fuertes que viven en comunidades bien trabadas y que apoyan a sus miembros son significativamente más felices que las personas cuyas familias son disfuncionales y que nunca han encontrado (o nunca han buscado) una comunidad de la que formar parte. El matrimonio es particularmente importante. Diversos estudios han demostrado que hay una correlación muy estrecha entre buenos matrimonios y un elevado bienestar subjetivo y entre malos matrimonios y desdicha. Esto se mantiene con independencia de las condiciones económicas e incluso de las físicas. Un inválido pobre rodeado de una amante esposa, una familia devota y una comunidad acogedora puede sentirse mejor que cualquier millonario alienado, mientras la pobreza del inválido no sea muy severa y su enfermedad no sea degenerativa o dolorosa.

Esto plantea la posibilidad de que la inmensa mejora en las condiciones materiales a lo largo de los dos últimos siglos se haya visto enmascarada por el desplome de la familia y la comunidad. Si así fuera, la persona promedio de hoy bien pudiera no ser más feliz que en 1800. Incluso la libertad que tanto valoramos bien pudiera ir en nuestra contra. Podemos elegir a nuestro cónyuge, a nuestros amigos y vecinos, pero ellos pueden elegir abandonarnos. Al ejercer el individuo un poder sin precedentes para decidir su propio camino en la vida, encontramos que cada vez es más difícil aceptar compromisos. Así, vivimos en un mundo cada vez más solitario de comunidades y familias que se deshacen.

Sin embargo, el hallazgo más importante de todos es que la felicidad no depende realmente de condiciones objetivas, ni de la riqueza, la salud o incluso la comunidad. Depende, más bien, de la correlación entre las condiciones objetivas y las expectativas subjetivas. Si uno quiere un carro de bueyes y obtiene un carro de bueyes, está contento. Si uno quiere un Ferrari último modelo y obtiene solo un Fiat de segunda mano, esto lo asimila como una pérdida. Esta es la razón por la que ganar la lotería tiene, con el tiempo, el mismo impacto sobre la felicidad de la gente que un accidente automovilístico incapacitante. Cuando las cosas mejoran, las expectativas aumentan, y en consecuencia mejoras incluso espectaculares en las condiciones objetivas nos pueden dejar insatisfechos. Cuando las cosas empeoran, las expectativas se reducen y en consecuencia una enfermedad grave nos puede dejar tan felices como lo éramos antes.

Podríamos decir que no necesitábamos un montón de psicólogos y sus cuestionarios para descubrir esto. Profetas, poetas y filósofos se dieron cuenta hace miles de años que estar satisfecho con lo que se tiene es mucho más importante que obtener más de lo que se desea. Aun así, es reconfortante cuando la investigación moderna (reforzada por gran cantidad de números y gráficos) llega a la misma conclusión a la que llegaron los antiguos.

La importancia crucial de las expectativas humanas tiene implicaciones de mucho alcance para comprender la historia de la felicidad. Si la felicidad dependiera solo de condiciones objetivas como la riqueza, la salud y las relaciones sociales, habría sido relativamente fácil investigar su historia. El descubrimiento de que depende de expectativas subjetivas hace mucho más difícil la tarea de los historiadores. Nosotros, los modernos, tenemos un arsenal de tranquilizantes y analgésicos a nuestro alcance, pero nuestras expectativas de comodidad y placer, y nuestra intolerancia a los inconvenientes y las incomodidades han aumentado hasta tal extremo que es probable que padezcamos más de dolor de lo que nuestros antepasados lo hicieron nunca.

Es difícil aceptar esta línea de razonamiento. El problema es una falacia del razonamiento profundamente incrustada en nuestra psique. Cuando intentamos adivinar o imaginar lo felices que son ahora otras personas, o lo felices que eran las gentes en el pasado, inevitablemente nos imaginamos a nosotros mismos en su lugar. Pero esto no funciona, porque adhiere nuestras expectativas a las condiciones materiales de otros. En las sociedades opulentas modernas es habitual ducharse y cambiarse la ropa cada día. Los campesinos medievales no se lavaban durante meses, y casi nunca se cambiaban de ropa. El solo hecho de pensar en vivir de esta manera, sucios y malolientes en extremo, es algo que detestamos. Pero parece que a los campesinos medievales no les importaba. Estaban acostumbrados a la sensación y al olor de una camisa que no se lavaba desde hacía mucho tiempo. No es que desearan cambiarse de ropa pero no pudieran; tenían lo que querían. Así, al menos en lo que al vestido se refiere, estaban contentos.

Esto no es sorprendente cuando se piensa en ello. Después de todo, nuestros primos chimpancés rara vez se lavan y nunca se cambian la ropa. Tampoco nos desagrada que nuestros perros y gatos domésticos no se duchen ni cambien diariamente su pelaje. Les damos palmaditas, los abrazamos y los besamos igual. A los niños pequeños de las sociedades opulentas no les suele gustar ducharse, y les lleva años de educación y disciplina por parte de los padres adoptar esta costumbre supuestamente atractiva. Todo es cuestión de expectativas.

Si la felicidad viene determinada por las expectativas, entonces dos pilares de nuestra sociedad (los medios de comunicación y la industria publicitaria) pueden estar vaciando, sin saberlo, los depósitos de satisfacción del planeta. Si el lector fuera un joven de dieciocho años en una pequeña aldea de hace 5.000 años, probablemente pensaría que era bien parecido porque solo había otros 50 hombres en su aldea y la mayoría de ellos eran ancianos, o tenían cicatrices o arrugas, o todavía eran niños pequeños. Pero si el lector es un adolescente en la actualidad, tiene muchas más probabilidades de sentirse incómodo. Incluso si los demás chicos de la escuela son feos, el adolescente no se compara con ellos, sino con las estrellas de cine, atletas y supermodelos que vemos continuamente en la televisión, en Facebook y en las carteleras gigantes.

¿Podría ser, pues, que el descontento del Tercer Mundo no estuviera fomentado únicamente por la pobreza, la enfermedad, la corrupción y la opresión política, sino también por la simple exposición a los estándares del Primer Mundo? El ciudadano egipcio promedio tenía muchas menos probabilidades de morir de hambre, de la peste o de violencia bajo el gobierno de Hosni Mubarak que bajo Ramsés II o Cleopatra. Las condiciones materiales de la mayoría de los egipcios nunca habían sido tan buenas. Uno pensaría que en 2011 estarían cantando por las calles y dando gracias a Alá por su buena fortuna. En cambio, se levantaron furiosamente para derrocar a Mubarak. No se comparaban con sus antepasados bajo los faraones, sino con sus contemporáneos en los Estados Unidos de América de Obama.

Si esto fuera así, incluso la inmortalidad podría producir descontento. Supongamos que la ciencia da con curas para todas las enfermedades, terapias efectivas contra el envejecimiento y tratamientos regenerativos que mantienen a la gente indefinidamente joven. Con toda probabilidad, el resultado inmediato sería una epidemia sin precedentes de ira y ansiedad.

Los que fueran incapaces de permitirse los nuevos tratamientos milagrosos (la inmensa mayoría de la gente) estarían fuera de sí con rabia. A lo largo de la historia, los pobres y los oprimidos se han confortado al pensar que al menos la muerte es justa, que los ricos y poderosos también mueren. A los pobres no les confortaría la idea de que tienen que morir, mientras que los ricos permanecerán jóvenes y bellos para siempre.

Pero la reducida minoría capaz de permitirse los nuevos tratamientos tampoco estaría eufórica. Tendrían muchos motivos para mostrarse ansiosos. Aunque las nuevas terapias pudieran extender la vida y la juventud, no podrían revivir a los cadáveres. ¡Qué terrible sería pensar que mis seres queridos y yo podemos vivir para siempre, pero solo si no nos atropella un camión o un terrorista no nos hace volar en pedazos! Es probable que la gente potencialmente amortal no quiera tomar ni el más mínimo riesgo, y la agonía de perder un cónyuge, un hijo o un amigo íntimo sería insoportable.

FELICIDAD QUÍMICA

Los científicos sociales distribuyen cuestionarios de bienestar subjetivo y correlacionan los resultados con factores socioeconómicos tales como la riqueza y la libertad política. Los biólogos emplean los mismos cuestionarios, pero correlacionan las respuestas que la gente da con factores bioquímicos y genéticos. Sus hallazgos son sorprendentes.

Los biólogos sostienen que nuestro mundo mental y emocional está regido por mecanismos bioquímicos modelados por millones de años de evolución. Como todos los demás estados mentales, nuestro bienestar subjetivo no está determinado por parámetros externos como el salario, las relaciones sociales o los derechos políticos. Está determinado, en cambio, por un complejo sistema de nervios, neuronas, sinapsis y varias sustancias bioquímicas como la serotonina, la dopamina y la oxitocina.

A nadie le hace feliz ganar la lotería, comprar una casa, ser promovido o incluso encontrar el verdadero amor. A la gente le hace feliz una cosa, y solo una: sensaciones agradables en su cuerpo. Una persona que acaba de ganar la lotería o de encontrar un nuevo amor y salta de alegría no reacciona realmente ante el dinero o el amante. Reacciona a varias hormonas que recorren su torrente sanguíneo, y a la tormenta de señales eléctricas que destellan en diferentes partes del cerebro.

Lamentablemente para todas las esperanzas de crear el cielo en la Tierra, nuestro sistema bioquímico interno parece estar programado para mantener relativamente constantes los niveles de felicidad.

No hay una selección natural para la felicidad como tal: la estirpe genética de un anacoreta feliz se extinguirá cuando los genes de una pareja de padres ansiosos sean transmitidos a la siguiente generación. La felicidad y la desdicha desempeñan un papel en la evolución únicamente en la medida que promuevan la supervivencia y la reproducción o dejen de hacerlo. Quizá no sea sorprendente, entonces, que la evolución nos haya moldeado para no ser ni demasiado desdichados ni demasiado dichosos. Nos permite gozar de una descarga momentánea de sensaciones placenteras, pero estas nunca duran para siempre. Más tarde o más temprano amainan y dan paso a sensaciones desagradables.

Por ejemplo, la evolución proporcionó sensaciones placenteras como recompensa a los machos que diseminaban sus genes al tener sexo con hembras fértiles. Si el sexo no estuviera acompañado de este placer, a pocos machos les preocuparía. Al mismo tiempo, la evolución se aseguró de que estas sensaciones placenteras se desvanecieran rápidamente. Si los orgasmos duraran siempre, los felicísimos machos morirían de hambre por falta de interés en la comida, y no se tomarían la molestia de buscar otras hembras fértiles.

Algunos expertos comparan la bioquímica humana con un sistema de aire acondicionado que mantiene la temperatura constante, ya tenga lugar una ola de calor o una tormenta de nieve. Los acontecimientos pueden cambiar momentáneamente la temperatura, pero el sistema de aire acondicionado siempre hace retornar la temperatura al mismo punto predeterminado.

Algunos sistemas de aire acondicionado se fijan a 25 grados Celsius. Otros se fijan a 20 grados. Los sistemas que acondicionan la felicidad humana también difieren de una persona a otra. En una escala de 1 a 10, algunas personas nacen con un sistema bioquímico alegre que permite que su humor oscile entre los niveles 6 y 10, y que con el tiempo se estabilice en el 8. Una persona de este tipo se siente bastante feliz incluso si vive en una ciudad grande y alienada, pierde su dinero invirtiendo en la Bolsa y se le diagnostica diabetes. Otras personas están maldecidas con una bioquímica triste que oscila entre 3 y 7 y se estabiliza en el 5. Una persona infeliz de este modo sigue estando deprimida incluso si goza del apoyo de una comunidad bien trabada, gana millones a la lotería y es tan saludable como un atleta olímpico. De hecho, aunque nuestro abatido amigo gane 50 millones de euros por la mañana, descubra a mediodía el remedio para el sida y el cáncer, consiga hacer firmar la paz entre israelíes y palestinos por la tarde y después, al atardecer, se reúna con el hijo que desapareció hace años y que estaba perdido desde entonces, todavía sería incapaz de experimentar nada más allá del nivel 7 de felicidad. Simplemente, su cerebro no está construido para el alborozo, ocurra lo que ocurra.

Piense el lector por un momento en su familia y en sus amigos. Seguramente conoce algunas personas que siempre están relativamente contentas, no importa lo que les ocurra. Y después están las que siempre están irritadas, con independencia de los regalos que el mundo ponga a sus pies. Solemos creer que si simplemente pudiéramos cambiar nuestro lugar de trabajo, casarnos, terminar de escribir aquella novela, comprar un coche nuevo o devolver la hipoteca, estaríamos en la cima del mundo. Pero cuando obtenemos lo que deseamos no parece que seamos mucho más felices. Comprar automóviles y escribir novelas no cambia nuestra bioquímica. Pueden sobresaltarla por un momento efímero, pero pronto vuelve al punto establecido.

¿Cómo se puede conciliar esto con los hallazgos psicológicos y sociológicos indicados anteriormente según los cuales, por ejemplo, los casados son más felices, de promedio, que los solteros? En primer lugar, estos hallazgos son correlaciones: la dirección de causación puede ser la opuesta de la que algunos investigadores han supuesto. Es verdad que los casados son más felices que los célibes y los divorciados, pero esto no significa necesariamente que el matrimonio produzca felicidad. Podría ser que la felicidad cause el matrimonio. O, más correctamente, que la serotonina, la dopamina y la oxitocina provoquen y mantengan un matrimonio. Las personas que nacen con una bioquímica alegre suelen ser, por lo general, felices y contentas. Son cónyuges más atractivos, y en consecuencia tienen una mayor probabilidad de casarse. También es menos probable que se divorcien, porque es mucho más fácil vivir con un cónyuge feliz y contento que con uno deprimido e insatisfecho. En consecuencia, es verdad que los casados son más felices en promedio que los solteros, pero una mujer soltera propensa al abatimiento no se volverá necesariamente más feliz si consigue atrapar a un marido.

Además, la mayoría de los biólogos no son fanáticos. Sostienen que la felicidad está determinada principalmente por la bioquímica, pero están de acuerdo en que los factores psicológicos y sociológicos desempeñan también su parte. Nuestro sistema de aire acondicionado mental tiene una cierta libertad de movimiento dentro de unos límites predeterminados. Es casi imposible superar los límites emocionales superior e inferior, pero el matrimonio y el divorcio pueden tener un impacto en el área que hay entre ambos niveles. Alguien nacido con un promedio de felicidad de nivel 5 nunca saldrá a bailar desenfrenadamente por la calle. Pero un buen matrimonio le puede permitir disfrutar de vez en cuando de un nivel 7 y evitar el desánimo del nivel 3.

Si aceptamos la aproximación biológica a la felicidad, entonces resulta que la historia tiene una importancia menor, puesto que la mayoría de los sucesos históricos no han tenido ningún impacto en nuestra bioquímica. La historia puede cambiar los estímulos externos que hacen que se segregue serotonina, pero no cambia los niveles de serotonina resultantes, y por lo tanto no puede hacer que la gente sea más feliz.

Comparemos un campesino medieval francés con un banquero parisino moderno. El campesino vivía en una choza de adobe sin calefacción que daba a la pocilga local, mientras que el banquero tiene el hogar en un ático espléndido con los últimos dispositivos tecnológicos y una vista sobre los Champs Élysées. Intuitivamente, cabría esperar que el banquero fuera mucho más feliz que el campesino. Sin embargo, chozas de adobe, áticos y los Champs Élysées no determinan realmente nuestro talante. La serotonina lo hace. Cuando el campesino medieval completó la construcción de su choza de adobe, sus neuronas cerebrales secretaron serotonina, haciéndola llegar hasta el nivel X. Cuando en 2013 el banquero efectuó el último pago de su maravilloso ático, sus neuronas cerebrales secretaron una cantidad similar de serotonina, haciéndola subir hasta un nivel X parecido. Para el cerebro no supone ninguna diferencia que el ático sea mucho más confortable que la choza de adobe. Lo único que importa es que, ahora, el nivel de serotonina es X. En consecuencia, el banquero no será ni un ápice más feliz que su tataratatarabuelo, el pobre campesino medieval.

Y esto es así no solo para las vidas privadas, sino también para los grandes acontecimientos colectivos. Tomemos, por ejemplo, la Revolución francesa. Los revolucionarios estaban atareados: ejecutaron al rey, dieron tierras a los campesinos, declararon los derechos del hombre, abolieron los privilegios de los nobles y entablaron la guerra contra toda Europa. Pero nada de todo eso cambió la bioquímica francesa. En consecuencia, a pesar de todas las turbulencias económicas que la revolución trajo consigo, su impacto en la felicidad francesa fue pequeño. Los que habían ganado una bioquímica gozosa en la lotería genética eran igual de felices antes de la revolución que después de ella. Los que tenían una bioquímica deprimente se quejaban de Robespierre y Napoleón con la misma acritud con que antes se habían quejado de Luis XVI y María Antonieta.

Si es así, ¿de qué sirvió la Revolución francesa? Si la gente no fue más feliz, ¿qué sentido tuvo todo aquel caos, terror, sangre y guerra? Los biólogos nunca hubieran asaltado la Bastilla. La gente piensa que esta revolución política o aquella reforma social los hará más felices, pero su bioquímica los engaña una y otra vez.

Solo hay un acontecimiento histórico que tenga significado real. Hoy, cuando finalmente nos damos cuenta de que las claves de la felicidad están en manos de nuestro sistema bioquímico, podemos dejar de perder nuestro tiempo en política y en reformas sociales, golpes de Estado e ideologías, y centrarnos en cambio en lo único que puede hacernos realmente felices: manipular nuestra bioquímica. Si invertimos miles de millones para comprender la química de nuestro cerebro y desarrollar tratamientos apropiados, podremos hacer que la gente sea mucho más feliz de lo que nunca ha sido antes, sin necesidad de revoluciones. El Prozac, por ejemplo, no cambia regímenes políticos, pero al elevar los niveles de serotonina hace que la gente salga de su depresión.

Nada capta mejor el argumento biológico que el famoso eslogan de la New Age: «La felicidad empieza dentro». El dinero, el nivel social, la cirugía plástica, casas bonitas, puestos poderosos… ninguna de estas cosas nos proporcionará felicidad. La felicidad duradera proviene solo de la serotonina, la dopamina y la oxitocina.[1]

En Un mundo feliz, la novela distópica de Aldous Huxley, publicada en 1932, en plena Gran Depresión, la felicidad es el bien supremo y las drogas psiquiátricas sustituyen a la policía y al voto como el cimiento de la política. Diariamente, cada persona toma una dosis de «soma», una droga sintética que hace que la gente sea feliz sin afectar a su productividad y eficiencia. El Estado Mundial que gobierna todo el planeta no se ve nunca amenazado por guerras, revoluciones, huelgas o manifestaciones, porque toda la gente está sumamente contenta con sus condiciones actuales, sean estas las que fueren. La visión del futuro de Huxley es mucho más preocupante que la de George Orwell en 1984. El mundo de Huxley les parece monstruoso a muchos lectores, pero es difícil explicar por qué. Todos están siempre felices: ¿qué puede haber de malo en ello?

EL SIGNIFICADO DE LA VIDA

El desconcertante mundo de Huxley se basa en la suposición biológica de que felicidad es igual a placer. Ser feliz es nada más y nada menos que experimentar sensaciones corporales placenteras. Puesto que nuestra bioquímica limita el número y la duración de dichas sensaciones, la única manera de hacer que la gente experimente un elevado nivel de felicidad a lo largo de un período extenso de tiempo es manipular su sistema bioquímico.

Pero esta definición de felicidad es rebatida por algunos expertos. En un famoso estudio, Daniel Kahneman, que obtuvo el Premio Nobel de Economía, pidió a diversas personas que describieran un día laborable cualquiera, recorriéndolo episodio a episodio y evaluando lo mucho que disfrutaron de cada momento, o lo mucho que este les desagradó. Descubrió lo que parece ser una paradoja en la manera como la mayoría de la gente considera su propia vida. Tomemos el trabajo relacionado con criar a un hijo. Kahneman encontró que cuando se cuentan los momentos de alegría y los momentos de trabajo fatigoso, criar a un hijo resulta ser un asunto más bien desagradable. Consiste en gran medida en cambiar pañales, lavar platos y habérselas con cambios de humor, que es algo que a nadie le gusta hacer. Pero la mayoría de los padres declaran que sus hijos son su principal fuente de felicidad. ¿Es que acaso las personas no saben realmente lo que es bueno para ellas?

Esta es una opción. Otra es que los hallazgos demuestran que la felicidad no es un exceso de momentos agradables en relación con los desagradables. Más bien, la felicidad consiste en ver que la vida de uno en su totalidad tiene sentido y vale la pena. Hay un importante componente cognitivo y ético de la felicidad. Nuestros valores significan toda la diferencia entre si nos vemos como «miserables esclavos de un bebé dictador» o como «amantes formadores de una nueva vida».[2] Tal como lo planteaba Nietzsche, si uno tiene una razón por la que vivir, lo puede soportar casi todo. Una vida con sentido puede ser extremadamente satisfactoria incluso en medio de penalidades, mientras que una vida sin sentido es una experiencia desagradable y terrible, con independencia de lo confortable que sea.

Aunque en todas las culturas y épocas la gente ha sentido el mismo tipo de placeres y dolores, es probable que el significado que han adjudicado a sus experiencias haya variado ampliamente. Si es así, la historia de la felicidad podría haber sido mucho más turbulenta de lo que los biólogos imaginan. Esta es una conclusión que no favorece necesariamente a la modernidad. Si se valora la vida minuto a minuto, la gente de la Edad Media lo tenía ciertamente duro. Sin embargo, si creían en la promesa de una dicha permanente en el más allá, bien pudiera ser que consideraran que su vida tenía mucho más significado y valía mucho más la pena que la gente seglar moderna, que a largo plazo no pueden esperar otra cosa que un olvido completo y sin sentido. A la pregunta «¿Está usted satisfecho con su vida en su conjunto?», la gente de la Edad Media podría haber obtenido puntuaciones muy altas en un cuestionario de bienestar subjetivo.

¿Así que nuestros antepasados medievales eran felices porque encontraban sentido a la vida en los engaños colectivos acerca de la vida en el más allá? Sí. Mientras nadie echara por tierra sus fantasías, ¿por qué no tenían que serlo? Hasta donde podemos saber, desde un punto de vista puramente científico, la vida humana no tiene en absoluto ningún sentido. Los humanos son el resultado de procesos evolutivos ciegos que operan sin objetivo ni propósito. Nuestras acciones no forman parte de ningún plan cósmico divino, y si el planeta Tierra hubiera de explotar mañana por la mañana, probablemente el universo seguiría su camino como de costumbre. Hasta donde podemos decir en este punto, no se echaría en falta la subjetividad humana. De ahí que cualquier sentido que la gente atribuya a su vida es solo una ilusión. Los sentidos ultramundanos que las gentes medievales encontraban que tenía su vida no eran más ilusión que lo que las gentes modernas encuentran en los modernos sentidos humanistas, nacionalistas y capitalistas. La científica que dice que su vida tiene sentido porque aumenta el compendio del saber humano, el soldado que declara que su vida tiene sentido porque lucha para defender a su patria, y el empresario que encuentra sentido en la creación de una nueva compañía, se engañan igual que sus homólogos medievales que encontraban sentido en la lectura de las Escrituras, en emprender una cruzada o en construir una nueva catedral.

De modo que quizá la felicidad consista en sincronizar las ilusiones personales del sentido con las ilusiones colectivas dominantes en cada situación. Mientras mi narración personal esté en sintonía con las narraciones de la gente que me rodea, puedo convencerme de que mi vida tiene sentido, y encontrar felicidad en esta convicción.

Esta es una conclusión bastante deprimente. ¿Acaso la felicidad depende realmente de engañarse a sí mismo?

CONÓCETE A TI MISMO

Si la felicidad se basa en sentir sensaciones agradables, entonces para poder ser más felices necesitamos reorganizar nuestro sistema bioquímico. Si la felicidad se basa en sentir que la vida tiene un significado, entonces para poder ser más felices necesitamos engañarnos de manera más efectiva. ¿Existe una tercera alternativa?

Estos dos supuestos previos comparten la hipótesis de que la felicidad es algún tipo de sensación subjetiva (ya sea de placer o de sentido), y que con el fin de juzgar la felicidad de la gente todo lo que necesitamos es preguntarle cómo se sienten. Para muchos de nosotros esto parece lógico porque la religión dominante de nuestra época es el liberalismo. El liberalismo santifica los sentimientos subjetivos de los individuos. Considera que dichos sentimientos son la fuente suprema de la autoridad. Lo que es bueno y lo que es malo, lo que es bello y lo que es feo, lo que debería ser y lo que no debería ser, todo está determinado por lo que cada uno de nosotros siente.

La política liberal se basa en la idea de que los votantes saben lo que hacen, y que no hay necesidad alguna de que el Gran Hermano nos diga lo que es bueno para nosotros. La economía liberal se basa en la idea de que el cliente siempre tiene la razón. El arte liberal declara que la belleza está en el ojo del observador. A los estudiantes de las escuelas y universidades liberales se les enseña a pensar por sí mismos. Los anuncios nos apremian a «¡Simplemente, hágalo!». Los filmes de acción, los dramas teatrales, los melodramas, las novelas y las canciones populares pegadizas nos adoctrinan constantemente: «Sé fiel a ti mismo», «Escúchate a ti mismo», «Sigue los dictados de tu corazón». Jean-Jacques Rousseau planteó de la manera más clásica esta opinión: «Lo que siento que es bueno, es bueno. Lo que siento que es malo, es malo».

La gente que ha crecido desde la infancia a base de una dieta de eslóganes como estos es propensa a creer que la felicidad es un sentimiento subjetivo y que cada individuo es quien mejor conoce si es feliz o es desgraciado. Pero esta opinión es exclusiva del liberalismo. La mayoría de las religiones e ideologías a lo largo de la historia afirmaron que existen varas de medir objetivas para la bondad y la belleza, y para cómo deberían ser las cosas. Desconfiaban de los sentimientos y preferencias de la persona ordinaria. En la entrada del templo de Apolo en Delfos, los peregrinos eran recibidos con la inscripción «¡Conócete a ti mismo!». Su significado era que la persona promedio es ignorante de su verdadero yo, y por lo tanto es probable que ignore la felicidad verdadera. Probablemente Freud estaría de acuerdo.[*]

Y lo mismo ocurriría con los teólogos cristianos. San Pablo y san Agustín conocían perfectamente bien que si se le preguntara a la gente sobre ello, la mayoría preferirían tener sexo que rezar a Dios. ¿Acaso demuestra esto que tener sexo es la clave de la felicidad? No según Pablo y Agustín. Solo demuestra que la humanidad es pecadora por naturaleza, y que la gente se deja seducir fácilmente por Satanás. Desde un punto de vista cristiano, la inmensa mayoría se encuentran en una situación que es más o menos la misma que la de los adictos a la heroína. Imagine el lector a un psicólogo que se embarca en un estudio de la felicidad entre drogadictos. Les plantea una encuesta y encuentra que declaran, de manera unánime, que solo son felices cuando se pinchan. ¿Publicaría el psicólogo un artículo científico que declarara que la heroína es la clave de la felicidad?

La idea de que no hay que fiarse de los sentimientos no se limita al cristianismo. Cuando se trata del valor de los sentimientos, incluso Darwin y Dawkins podrían encontrar similitudes con san Pablo y san Agustín. Según la teoría del gen egoísta, la selección natural hace que las personas, como los demás organismos, elijan lo que es bueno para la reproducción de sus genes, aunque sea malo para ellas como individuos. La mayoría de los machos pasan la vida afanándose, preocupándose, compitiendo y luchando, en lugar de gozar de una dicha pacífica, porque su ADN los manipula para sus propios objetivos egoístas. Como Satanás, el ADN emplea placeres fugaces para tentar a la gente y someterla a su poder.

En consecuencia, la mayoría de las religiones y filosofías han adoptado una postura muy distinta con respecto a la felicidad que la del liberalismo.[3] La posición budista es particularmente interesante. El budismo ha asignado a la cuestión de la felicidad más importancia quizá que cualquier otro credo humano. Durante 2.500 años los budistas han estudiado de manera sistemática la esencia y las causas de la felicidad, que es la razón por la que hay un interés creciente entre la comunidad científica tanto por su filosofía como por sus prácticas de meditación.

El budismo comparte la idea básica del acercamiento biológico a la felicidad, es decir, que la felicidad es el resultado de procesos que tienen lugar dentro del cuerpo, no de acontecimientos que ocurren en el mundo exterior. Sin embargo, partiendo de la misma idea el budismo alcanza conclusiones muy distintas.

Según el budismo, la mayoría de la gente identifica la felicidad con sensaciones placenteras, al tiempo que identifica el sufrimiento con sensaciones desagradables. Por lo tanto, la gente atribuye una gran importancia a lo que siente, y anhela experimentar cada vez más sensaciones placenteras al tiempo que evita las dolorosas. Sea lo que fuere que hacemos a lo largo de nuestra vida, ya sea rascarnos una pierna, movernos ligeramente en la silla o librar guerras mundiales, solo estamos intentando obtener sensaciones agradables.

El problema, según el budismo, es que nuestras sensaciones no son más que vibraciones pasajeras, que cambian a cada momento, como las olas del océano. Si hace cinco minutos me sentía gozoso y con un fin determinado, ahora estas sensaciones han desaparecido y quizá me sienta triste y abatido. De modo que si quiero experimentar sensaciones agradables, he de buscarlas constantemente, al tiempo que alejo las sensaciones desagradables. Aun en el caso de que tenga éxito, tengo que empezar de nuevo todo el proceso, sin siquiera obtener ninguna recompensa duradera por mis esfuerzos.

¿Qué hay de tan importante en la obtención de estos premios efímeros? ¿Por qué esforzarnos tanto para conseguir algo que desaparece casi tan pronto como surge? Según el budismo, la raíz del sufrimiento no es ni la sensación de dolor ni la tristeza, ni siquiera la falta de sentido. Más bien, el origen real del sufrimiento es la búsqueda continua e inútil de sensaciones fugaces, que hace que estemos en un estado de tensión constante, de desazón y de insatisfacción. Debido a esta búsqueda, la mente nunca está satisfecha. Incluso cuando experimenta placer no está contenta, porque teme que esta sensación desaparezca pronto, y anhela que dicha sensación permanezca y se intensifique.

La gente se libera del sufrimiento no cuando experimenta este o aquel placer pasajero, sino cuando comprende la naturaleza no permanente de todas sus sensaciones y deja de anhelarlas. Este es el objetivo de las prácticas budistas de meditación. En la meditación se supone que uno observa de cerca su mente y su cuerpo, presencia la aparición y desaparición incesante de todas sus sensaciones, y se da cuenta de lo inútil que es intentar conseguirlas. Cuando la búsqueda se detiene, la mente se vuelve más relajada, clara y satisfecha. Siguen surgiendo y pasando todo tipo de sensaciones (alegría, ira, aburrimiento, lujuria), pero cuando uno deja de anhelar sensaciones concretas, estas se aceptan sencillamente por lo que son. Uno vive en el momento presente en lugar de fantasear acerca de lo que pudo haber sido.

La serenidad que resulta es tan profunda que los que pasan su vida en una búsqueda frenética de sensaciones agradables apenas pueden imaginarla. Es como un hombre que permanece durante décadas en la playa, abrazando algunas olas «buenas» e intentando impedir que se desintegren, mientras que simultáneamente aparta las olas «malas» para evitar que se acerquen a él. Un día tras otro, el hombre sigue de pie en la playa, volviéndose loco con su ejercicio infructuoso. Finalmente, se sienta en la arena y simplemente deja que las olas vengan y se vayan a su antojo. ¡Qué apacible!

Esta idea es tan ajena a la cultura liberal moderna que cuando los movimientos de la New Age en Occidente dieron con los descubrimientos budistas, los tradujeron en términos liberales, con lo que les dieron la vuelta. Los cultos de la New Age suelen decir: «La felicidad no depende de condiciones externas. Solo depende de lo que uno sienta en su interior. La gente debería dejar de buscar logros externos como riqueza y estatus social, y conectar en cambio con sus sentimientos interiores». O, de manera más sucinta: «La felicidad empieza dentro». Esto es exactamente lo que dicen los biólogos, más o menos lo contrario de lo que dijo Buda.

Buda coincidía con la biología moderna y con los movimientos de la New Age en que la felicidad es independiente de las condiciones externas. Pero su hallazgo más importante y mucho más profundo fue que la verdadera felicidad es también independiente de nuestros sentimientos internos. De hecho, cuanta más importancia damos a nuestras sensaciones, más las anhelamos y más sufrimos. La recomendación de Buda fue detener no solo la búsqueda de los logros externos, sino también la búsqueda de los sentimientos internos.

Ir a la siguiente página

Report Page