Sapiens

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Parte I. La revolución cognitiva » 2. El árbol del saber

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El árbol del saber

En el capítulo anterior hemos visto que aunque los sapiens ya habían poblado África oriental hace 150.000 años, no empezaron a invadir el resto del planeta Tierra y a llevar a la extinción a las otras especies humanas hasta hace solo unos 70.000 años. En los milenios intermedios, aunque estos sapiens arcaicos tenían nuestro mismo aspecto y su cerebro era tan grande como el nuestro, no gozaron de ninguna ventaja notable sobre las demás especies humanas, no produjeron utensilios particularmente elaborados y no lograron ninguna otra hazaña especial.

De hecho, en el primer encuentro registrado entre sapiens y neandertales, ganaron los neandertales. Hace unos 100.000 años, algún grupo de sapiens emigró al norte, al Levante, que era territorio neandertal, pero no consiguió establecer una posición firme. Pudo deberse a los nativos belicosos, a un clima inclemente o a parásitos locales extraños. Fuera cual fuese la razón, los sapiens acabaron por retirarse, dejando a los neandertales como dueños de Oriente Próximo.

Este número escaso de logros ha hecho que los expertos especulen que la estructura interna del cerebro de estos sapiens probablemente era diferente de la nuestra. Tenían nuestro mismo aspecto, pero sus capacidades cognitivas (aprendizaje, memoria, comunicación) eran mucho más limitadas. Enseñar a estos sapiens antiguos español, persuadirlos de la verdad del dogma cristiano o conseguir que comprendieran la teoría de la evolución habría sido probablemente una empresa imposible. Y al revés: nosotros habríamos tenido muchas dificultades en aprender su lenguaje y en comprender su manera de pensar.

Pero entonces, a partir de hace aproximadamente 70.000 años, Homo sapiens empezó a hacer cosas muy especiales. Alrededor de esta fecha, bandas de sapiens abandonaron África en una segunda oleada. Esta vez expulsaron a los neandertales y a todas las demás especies humanas no solo de Oriente Próximo, sino de la faz de la Tierra. En un período notablemente reducido, los sapiens llegaron a Europa y a Asia oriental. Hace unos 45.000 años, de alguna manera cruzaron el mar abierto y desembarcaron en Australia, un continente que hasta entonces no había sido hollado por los humanos. El período comprendido entre hace unos 70.000 y unos 30.000 años fue testigo de la invención de barcas, lámparas de aceite, arcos y flechas y agujas (esenciales para coser vestidos cálidos). Los primeros objetos que pueden calificarse con seguridad de arte y joyería proceden de esta época, como ocurre con las primeras pruebas incontrovertibles de religión, comercio y estratificación social (véase la figura 4).

FIGURA 4. Una figurita de marfil de mamut de un «hombre león» (o de una «mujer leona»), de la cueva de Stadel en Alemania (hace unos 32.000 años). El cuerpo es humano, pero la cabeza es leonina. Este es uno de los primeros ejemplos indiscutibles de arte, y probablemente de religión, así como de la capacidad de la mente humana de imaginar cosas que no existen realmente.

La mayoría de los investigadores creen que estos logros sin precedentes fueron el producto de una revolución en las capacidades cognitivas de los sapiens. Sostienen que las gentes que llevaron a los neandertales a la extinción, colonizaron Australia y cincelaron el hombre león de Stadel eran tan inteligentes, creativos y sensibles como nosotros. Si nos encontráramos con los artistas de la cueva de Stadel, podríamos aprender su lenguaje y ellos el nuestro. Podríamos explicarles todo lo que sabemos, desde las aventuras de Alicia en el país de las maravillas hasta las paradojas de la física cuántica, y ellos podrían enseñarnos de qué manera veían el mundo.

La aparición de nuevas maneras de pensar y comunicarse, hace entre 70.000 y 30.000 años, constituye la revolución cognitiva. ¿Qué la causó? No estamos seguros. La teoría más ampliamente compartida aduce que mutaciones genéticas accidentales cambiaron las conexiones internas del cerebro de los sapiens, lo que les permitió pensar de maneras sin precedentes y comunicarse utilizando un tipo de lenguaje totalmente nuevo. Podemos llamarla la mutación del árbol del saber. ¿Por qué tuvo lugar en el ADN de los sapiens y no en el de los neandertales? Fue algo totalmente aleatorio, hasta donde podemos decir. Pero es más importante comprender las consecuencias de la mutación del árbol del saber que sus causas. ¿Qué es lo que tenía de tan especial el nuevo lenguaje de los sapiens que nos permitió conquistar el mundo?[*]

No era el primer lenguaje. Cada animal tiene algún tipo de lenguaje. Incluso los insectos, como las abejas y las hormigas, saben cómo comunicarse de maneras complejas, y los individuos se informan unos a otros de la localización del alimento. Tampoco era el primer lenguaje vocal. Muchos animales, entre ellos todas las especies de monos y simios, tienen lenguajes vocales. Por ejemplo, los monos verdes emplean llamadas de varios tipos para comunicarse. Los zoólogos han distinguido una llamada que significa: «¡Cuidado! ¡Un águila!». Otra algo diferente advierte: «¡Cuidado! ¡Un león!». Cuando los investigadores reprodujeron una grabación de la primera llamada a un grupo de monos, estos dejaron lo que estaban haciendo y miraron hacia arriba espantados. Cuando el mismo grupo escuchó una grabación de la segunda llamada, el aviso del león, rápidamente treparon a un árbol. Los sapiens pueden producir muchos más sonidos distintos que los monos verdes, pero ballenas y elefantes poseen capacidades igualmente impresionantes. Un loro puede decir todo lo que Albert Einstein pudiera decir, y además imitar los sonidos de teléfonos que suenan, puertas que se cierran de golpe y sirenas que aúllan. Cualquiera que fuera la ventaja que Einstein tenía sobre un loro, no era vocal. ¿Qué es, pues, lo que tiene de tan especial nuestro lenguaje?

La respuesta más común es que nuestro lenguaje es asombrosamente flexible. Podemos combinar un número limitado de sonidos y señales para producir un número infinito de frases, cada una con un significado distinto. Por ello podemos absorber, almacenar y comunicar una cantidad de información prodigiosa acerca del mundo que nos rodea. Un mono verde puede gritar a sus camaradas: «¡Cuidado! ¡Un león!». Pero una humana moderna puede decirles a sus compañeras que esta mañana, cerca del recodo del río, ha visto un león que seguía a un rebaño de bisontes. Después puede describir la localización exacta, incluidas las diferentes sendas que conducen al lugar. Con esta información, los miembros de su cuadrilla pueden deliberar y discutir si deben acercarse al río con el fin de ahuyentar al león y cazar a los bisontes.

Una segunda teoría plantea que nuestro lenguaje único evolucionó como un medio de compartir información sobre el mundo. Pero la información más importante que era necesaria transmitir era acerca de los humanos, no acerca de los leones y los bisontes. Nuestro lenguaje evolucionó como una variante de chismorreo. Según esta teoría, Homo sapiens es ante todo un animal social. La cooperación social es nuestra clave para la supervivencia y la reproducción. No basta con que algunos hombres y mujeres sepan el paradero de los leones y los bisontes. Para ellos es mucho más importante saber quién de su tropilla odia a quién, quién duerme con quién, quién es honesto y quién es un tramposo.

La cantidad de información que se debe obtener y almacenar con el fin de seguir las relaciones siempre cambiantes de unas pocas decenas de individuos es apabullante. (En una cuadrilla de 50 individuos, hay 1.225 relaciones de uno a uno, e incontables combinaciones sociales complejas más.) Todos los simios muestran un fuerte interés por esta información social, pero tienen dificultades en chismorrear de manera efectiva. Probablemente, los neandertales y los Homo sapiens arcaicos también tenían dificultades para hablar unos a espaldas de los otros, una capacidad muy perniciosa que en realidad es esencial para la cooperación en gran número. Las nuevas capacidades lingüísticas que los sapiens modernos adquirieron hace unos 70.000 años les permitieron chismorrear durante horas. La información fiable acerca de en quién se podía confiar significaba que las cuadrillas pequeñas podían expandirse en cuadrillas mayores, y los sapiens pudieron desarrollar tipos de cooperación más estrecha y refinada.[1]

La teoría del chismorreo puede parecer una broma, pero hay numerosos estudios que la respaldan. Incluso hoy en día la inmensa mayoría de la comunicación humana (ya sea en forma de mensajes de correo electrónico, de llamadas telefónicas o de columnas de periódicos) es chismorreo. Es algo que nos resulta tan natural que parece como si nuestro lenguaje hubiera evolucionado para este único propósito. ¿Acaso cree el lector que los profesores de historia charlan sobre las razones de la Primera Guerra Mundial cuando se reúnen para almorzar, o que los físicos nucleares pasan las pausas para el café de los congresos científicos hablando de los quarks? A veces. Pero, con más frecuencia, hablan de la profesora que pilló a su marido mientras la engañaba, o de la pugna entre el jefe del departamento y el decano, o de los rumores según los cuales un colega utilizó sus fondos de investigación para comprarse un Lexus. El chismorreo se suele centrar en fechorías. Los chismosos son el cuarto poder original, periodistas que informan a la sociedad y de esta manera la protegen de tramposos y gorrones.

Lo más probable es que tanto la teoría del chismorreo como la teoría de «hay un león junto al río» sean válidas. Pero la característica realmente única de nuestro lenguaje no es la capacidad de transmitir información sobre los hombres y los leones. Más bien es la capacidad de transmitir información acerca de cosas que no existen en absoluto. Hasta donde sabemos, solo los sapiens pueden hablar acerca de tipos enteros de entidades que nunca han visto, ni tocado ni olido.

Leyendas, mitos, dioses y religiones aparecieron por primera vez con la revolución cognitiva. Muchos animales y especies humanas podían decir previamente «¡Cuidado! ¡Un león!». Gracias a la revolución cognitiva, Homo sapiens adquirió la capacidad de decir: «El león es el espíritu guardián de nuestra tribu». Esta capacidad de hablar sobre ficciones es la característica más singular del lenguaje de los sapiens.

Es relativamente fácil ponerse de acuerdo en que solo Homo sapiens puede hablar sobre cosas que no existen realmente, y creerse seis cosas imposibles antes del desayuno. En cambio, nunca convenceremos a un mono para que nos dé un plátano con la promesa de que después de morir tendrá un número ilimitado de bananas a su disposición en el cielo de los monos. Pero ¿por qué es eso importante? Después de todo, la ficción puede ser peligrosamente engañosa o perturbadora. A simple vista, podría parecer que la gente que va al bosque en busca de hadas y unicornios tendría menos probabilidades de supervivencia que la que va en busca de setas y ciervos. Y si uno se pasa horas rezando a espíritus guardianes inexistentes, ¿no está perdiendo un tiempo precioso, un tiempo que invertiría mejor buscando comida, luchando o fornicando?

Pero la ficción nos ha permitido no solo imaginar cosas, sino hacerlo colectivamente. Podemos urdir mitos comunes tales como la historia bíblica de la creación, los mitos del tiempo del sueño de los aborígenes australianos, y los mitos nacionalistas de los estados modernos. Dichos mitos confirieron a los sapiens la capacidad sin precedentes de cooperar flexiblemente en gran número. Las hormigas y las abejas también pueden trabajar juntas en gran número, pero lo hacen de una manera muy rígida y solo con parientes muy cercanos. Los lobos y los chimpancés cooperan de manera mucho más flexible que las hormigas, pero solo pueden hacerlo con un pequeño número de individuos que conocen íntimamente. Los sapiens pueden cooperar de maneras extremadamente flexibles con un número incontable de extraños. Esta es la razón por la que los sapiens dominan el mundo, mientras que las hormigas se comen nuestras sobras y los chimpancés están encerrados en zoológicos y laboratorios de investigación.

LA LEYENDA DE PEUGEOT

Nuestros primos chimpancés suelen vivir en pequeñas tropillas de varias decenas de individuos. Forman amistades estrechas, cazan juntos y luchan codo con codo contra papiones, guepardos y chimpancés enemigos. Su estructura social tiende a ser jerárquica. El miembro dominante, que casi siempre es un macho, se llama «macho alfa». Otros machos y hembras muestran su sumisión al macho alfa inclinándose ante él al tiempo que emiten gruñidos, de manera no muy distinta a los súbditos humanos que se arrodillan y hacen reverencias ante un rey. El macho alfa se esfuerza para mantener la armonía social dentro de su tropilla. Cuando dos individuos luchan, interviene y detiene la violencia. De forma menos benevolente, puede monopolizar los manjares particularmente codiciados e impedir que los machos de categoría inferior se apareen con las hembras.

Cuando dos machos se disputan la posición alfa, suelen hacerlo formando extensas coaliciones de partidarios, tanto machos como hembras, en el seno del grupo. Los lazos entre los miembros de la coalición se basan en el contacto íntimo diario: se abrazan, se tocan, se besan, se acicalan y se hacen favores mutuos. De la misma manera que los políticos humanos en las campañas electorales van por ahí estrechando manos y besando a niños, también los aspirantes a la posición suprema en un grupo de chimpancés pasan mucho tiempo abrazando, dando golpecitos a la espalda y besando a los bebés chimpancés. Por lo general, el macho alfa gana su posición no porque sea más fuerte físicamente, sino porque lidera una coalición grande y estable. Estas coaliciones desempeñan un papel central no solo durante las luchas abiertas para la posición alfa, sino en casi todas las actividades cotidianas. Los miembros de una coalición pasan más tiempo juntos, comparten comida y se ayudan unos a otros en tiempos de dificultades.

Hay límites claros al tamaño de los grupos que pueden formarse y mantenerse de esta manera. Para que funcionen, todos los miembros de un grupo han de conocerse entre sí íntimamente. Dos chimpancés que nunca se han visto, que nunca han luchado y nunca se han dedicado a acicalarse mutuamente, no sabrán si pueden confiar el uno en el otro, si valdrá la pena que uno ayude al otro y cuál de ellos se halla en una posición jerárquica más elevada. En condiciones naturales, una tropilla de chimpancés consta de unos 20-50 individuos. Cuando el número de chimpancés en una tropilla aumenta, el orden social se desestabiliza, lo que finalmente lleva a una ruptura y a la formación de una nueva tropilla por parte de algunos de los animales. Solo en contadas ocasiones los zoólogos han observado grupos de más de 100 individuos. Los grupos separados rara vez cooperan, y tienden a competir por el territorio y el alimento. Los investigadores han documentado contiendas prolongadas entre grupos, e incluso un caso de «genocidio» en el que una tropilla masacró sistemáticamente a la mayoría de los miembros de una banda vecina.[2]

Probablemente, patrones similares dominaron la vida social de los primeros humanos, entre ellos los Homo sapiens arcaicos. Los humanos, como los chimpancés, tienen instintos sociales que permitieron a nuestros antepasados formar amistades y jerarquías, y cazar o luchar juntos. Sin embargo, como los instintos sociales de los chimpancés, los de los humanos estaban adaptados solo a grupos pequeños e íntimos. Cuando el grupo se hacía demasiado grande, su orden social se desestabilizaba y la banda se dividía. Aun en el caso de que un valle particularmente fértil pudiera alimentar a 500 sapiens arcaicos, no había manera de que tantos extraños pudieran vivir juntos. ¿Cómo podían ponerse de acuerdo en quién sería el líder, quién debería cazar aquí, o quién debería aparearse con quién?

Como consecuencia de la revolución cognitiva, el chismorreo ayudó a Homo sapiens a formar bandas mayores y más estables. Pero incluso el chismorreo tiene sus límites. La investigación sociológica ha demostrado que el máximo tamaño «natural» de un grupo unido por el chismorreo es de unos 150 individuos. La mayoría de las personas no pueden conocer íntimamente a más de 150 seres humanos, ni chismorrear efectivamente con ellos.

En la actualidad, un umbral crítico en las organizaciones humanas se encuentra en algún punto alrededor de este número mágico. Por debajo de dicho umbral, comunidades, negocios, redes sociales y unidades militares pueden mantenerse basándose principalmente en el conocimiento íntimo y en la actividad de los chismosos. No hay necesidad de rangos formales, títulos ni libros de leyes para mantener el orden.[3] Un pelotón de 30 soldados, e incluso una compañía de 100 soldados, pueden funcionar bien sobre la base de unas relaciones íntimas, con un mínimo de disciplina formal. Un sargento muy respetado puede convertirse en el «rey de la compañía» y ejercer su autoridad incluso sobre los oficiales de grado. Un pequeño negocio familiar puede subsistir y medrar sin una junta directiva, un director ejecutivo o un departamento de contabilidad.

Pero una vez que se cruza el umbral de los 150 individuos, las cosas ya no pueden funcionar de esta manera. No se puede hacer funcionar una división con miles de soldados de la misma manera que un pelotón. Los negocios familiares de éxito suelen entrar en crisis cuando crecen y emplean a más personal. Si no se pueden reinventar, van a la quiebra.

¿Cómo consiguió Homo sapiens cruzar este umbral crítico, y acabar fundando ciudades que contenían decenas de miles de habitantes e imperios que gobernaban a cientos de millones de personas? El secreto fue seguramente la aparición de la ficción. Un gran número de extraños pueden cooperar con éxito si creen en mitos comunes.

Cualquier cooperación humana a gran escala (ya sea un Estado moderno, una iglesia medieval, una ciudad antigua o una tribu arcaica) está establecida sobre mitos comunes que solo existen en la imaginación colectiva de la gente. Las iglesias se basan en mitos religiosos comunes. Dos católicos que no se conozcan de nada pueden, no obstante, participar juntos en una cruzada o aportar fondos para construir un hospital, porque ambos creen que Dios se hizo carne humana y accedió a ser crucificado para redimir nuestros pecados. Los estados se fundamentan en mitos nacionales comunes. Dos serbios que nunca se hayan visto antes pueden arriesgar su vida para salvar el uno al otro porque ambos creen en la existencia de la nación serbia, en la patria serbia y en la bandera serbia. Los sistemas judiciales se sostienen sobre mitos legales comunes. Sin embargo, dos abogados que no se conocen de nada pueden combinar sus esfuerzos para defender a un completo extraño porque todos creen en la existencia de leyes, justicia, derechos humanos… y en el dinero que se desembolsa en sus honorarios.

Y, no obstante, ninguna de estas cosas existe fuera de los relatos que la gente se inventa y se cuentan unos a otros. No hay dioses en el universo, no hay naciones, no hay dinero, ni derechos humanos, ni leyes, ni justicia fuera de la imaginación común de los seres humanos.

La gente entiende fácilmente que los «primitivos» cimenten su orden social mediante creencias en fantasmas y espíritus, y que se reúnan cada luna llena para bailar juntos alrededor de una hoguera. Lo que no conseguimos apreciar es que nuestras instituciones modernas funcionan exactamente sobre la misma base. Tomemos por ejemplo el mundo de las compañías de negocios. Los hombres y las mujeres de negocios y los abogados modernos son, en realidad, poderosos hechiceros. La principal diferencia entre ellos y los chamanes tribales es que los abogados modernos cuentan relatos mucho más extraños. La leyenda de Peugeot nos proporciona un buen ejemplo.

Un icono que se parece algo al hombre león de Stadel aparece hoy en día en automóviles, camiones y motocicletas desde París a Sídney. Es el ornamento del capó que adorna los vehículos fabricados por Peugeot, uno de los más antiguos y mayores fabricantes de automóviles de Europa. Peugeot empezó como un pequeño negocio familiar en el pueblo de Valentigney, a solo 300 kilómetros de la cueva de Stadel. En la actualidad, la compañía da trabajo a 200.000 personas en todo el mundo, la mayoría de las cuales son completamente extrañas para las demás. Dichos extraños cooperan de manera tan efectiva que en 2008 Peugeot produjo más de 1,5 millones de automóviles, que le reportaron unos beneficios de alrededor de 55.000 millones de euros (véase la figura 5).

FIGURA 5. El león de Peugeot.

¿En qué sentido podemos decir que Peugeot S. A. (el nombre oficial de la compañía) existe? Hay muchos vehículos Peugeot, pero es evidente que estos no son la compañía. Incluso si todos los Peugeot del mundo se redujeran a chatarra y se vendieran como metal desguazado, Peugeot S. A. no desaparecería. Continuaría fabricando nuevos automóviles y produciendo su informe anual. La compañía es propietaria de fábricas, maquinaria y salas de exhibición y emplea a mecánicos, contables y secretarias, pero todos ellos juntos no abarcan Peugeot. Un desastre podría matar a todos y cada uno de los empleados de Peugeot, y seguir destruyendo todas sus cadenas de montaje y sus despachos ejecutivos. Incluso entonces, la compañía podría pedir dinero prestado, contratar a nuevos empleados, construir nuevas fábricas y comprar nueva maquinaria. Peugeot tiene gerentes y accionistas, pero tampoco ellos constituyen la compañía. Se podría despedir a todos los gerentes y vender todas sus acciones, pero la compañía permanecería intacta.

Esto no significa que Peugeot S. A. sea invulnerable o inmortal. Si un juez ordenara la disolución de la compañía, sus fábricas seguirían en pie y sus trabajadores, contables, gerentes y accionistas continuarían viviendo; pero Peugeot S. A. desaparecería inmediatamente. En resumen: Peugeot S. A. parece no tener ninguna conexión real con el mundo físico. ¿Existe realmente?

Peugeot es una invención de nuestra imaginación colectiva. Los abogados llaman a eso «ficción legal». No puede ser señalada; no es un objeto físico. Pero existe como entidad legal. Igual que el lector o yo, está obligada por las leyes de los países en los que opera. Puede abrir una cuenta bancaria y tener propiedades. Paga impuestos, y puede ser demandada e incluso procesada separadamente de cualquiera de las personas que son sus propietarias o que trabajan para ella.

Peugeot pertenece a un género particular de ficciones legales llamado «compañías de responsabilidad limitada». La idea que hay detrás de estas compañías es una de las invenciones más ingeniosas de la humanidad. Homo sapiens vivió durante incontables milenios sin ellas. Durante la mayor parte de la historia documentada solo podían tener propiedades los humanos de carne y hueso, del tipo que andaba sobre dos piernas y tenía un cerebro grande. Si en la Francia del siglo XIII Jean establecía un taller de construcción de carros, él mismo era el negocio. Si uno de los carros que construía se estropeaba una semana después de haber sido comprado, el comprador descontento habría demandado personalmente a Jean. Si Jean hubiera pedido prestadas 1.000 monedas de oro para establecer su taller y el negocio quebrara, habría tenido que devolver el préstamo vendiendo su propiedad privada: su casa, su vaca, su tierra. Incluso podría haberse visto obligado a vender a sus hijos en vasallaje. Si no podía cubrir la deuda, podría haber sido encarcelado por el Estado o esclavizado por sus acreedores. Era completamente responsable, sin límites, de todas las obligaciones en las que su taller hubiera incurrido.

Si el lector hubiera vivido en esa época, probablemente se lo habría pensado dos veces antes de abrir un negocio propio. Y, en efecto, esta situación legal desanimaba a los emprendedores. A la gente le asustaba iniciar nuevos negocios y asumir riesgos económicos. No parecía que valiera la pena correr el riesgo de que sus familias terminaran en la completa indigencia.

Esta es la razón por la que la gente empezó a imaginar colectivamente la existencia de compañías de responsabilidad limitada.

Tales compañías eran legalmente independientes de las personas que las fundaban, o de las que invertían dinero en ellas, o de las que las dirigían. A lo largo de los últimos siglos, tales compañías se han convertido en los principales actores de la escena económica, y nos hemos acostumbrado tanto a ellas que olvidamos que solo existen en nuestra imaginación. En Estados Unidos, el término técnico para una compañía de responsabilidad limitada es «corporación», lo que resulta irónico, porque el término deriva del latín corpus («cuerpo»), lo único de lo que carecen dichas corporaciones. A pesar de no tener cuerpos legales, el sistema legal estadounidense trata las corporaciones como personas legales, como si fueran seres humanos de carne y hueso.

Y lo mismo hizo el sistema legal francés en 1896, cuando Armand Peugeot, que había heredado de sus padres un taller de metalistería que fabricaba muelles, sierras y bicicletas, decidió dedicarse al negocio del automóvil. A tal fin, estableció una compañía de responsabilidad limitada y le puso su nombre, aunque esta era independiente de él. Si uno de los coches se estropeaba, el comprador podía llevar a Peugeot a los tribunales, pero no a Armand Peugeot. Si la compañía pedía prestados millones de francos y después quebraba, Armand Peugeot no debería a los acreedores ni un solo franco. Después de todo, el préstamo se había hecho a Peugeot, la compañía, no a Armand Peugeot, el Homo sapiens. Armand Peugeot murió en 1915. Peugeot, la compañía, sigue todavía vivita y coleando.

¿Cómo consiguió Armand Peugeot, el hombre, crear Peugeot, la compañía? De manera muy parecida a como sacerdotes y hechiceros han creado dioses y demonios a lo largo de la historia, y a como los curés franceses creaban todavía el cuerpo de Cristo, cada domingo, en las iglesias parroquiales. Todo giraba alrededor de contar historias, y de convencer a la gente para que las creyera. En el caso de los curés franceses, la narración crucial era la de la vida y muerte de Jesucristo tal como la cuenta la Iglesia católica. Según dicha narración, si el sacerdote católico ataviado con sus vestiduras sagradas pronunciaba las palabras correctas en el momento adecuado, el pan y el vino mundanos se transformaban en la carne y la sangre de Dios. El sacerdote exclamaba «Hoc est corpus meum!» («¡Este es mi cuerpo!»), y, ¡abracadabra!, el pan se convertía en la carne de Cristo. Viendo que el sacerdote había observado de manera adecuada y asiduamente todos los procedimientos, millones de devotos católicos franceses se comportaban como si realmente Dios existiera en el pan y el vino consagrados.

En el caso de Peugeot S. A., la narración crucial era el código legal francés, escrito por el Parlamento francés. Según los legisladores franceses, si un abogado autorizado seguía la liturgia y los rituales adecuados, escribía todos los conjuros y juramentos en un pedazo de papel bellamente decorado, y añadía su adornada rúbrica al final del documento, entonces (¡abracadabra!) se constituía legalmente una nueva compañía. Cuando en 1896 Armand Peugeot quiso crear una compañía, pagó a un abogado para que efectuara todos estos procedimientos. Una vez que el abogado hubo realizado los rituales adecuados y pronunciado los conjuros y juramentos necesarios, millones de honestos ciudadanos franceses se comportaron como si la compañía Peugeot existiera realmente.

Contar relatos efectivos no es fácil. La dificultad no estriba en contarlos, sino en convencer a todos y cada uno para que se los crean. Gran parte de la historia gira alrededor de esta cuestión: ¿cómo convence uno a millones de personas para que crean determinadas historias sobre dioses, o naciones, o compañías de responsabilidad limitada? Pero cuando esto tiene éxito, confiere un poder inmenso a los sapiens, porque permite a millones de extraños cooperar y trabajar hacia objetivos comunes. Piense el lector lo difícil que habría sido crear estados, o iglesias, o sistemas legales si solo pudiéramos hablar de cosas que realmente existen, como los ríos, árboles y leones.

En el transcurso de los años, la gente ha urdido una compleja red de narraciones. Dentro de dicha red, ficciones como Peugeot no solo existen, sino que acumulan un poder inmenso. Los tipos de cosas que la gente crea a través de esta red de narraciones son conocidos en los círculos académicos como «ficciones», «constructos sociales» o «realidades imaginadas». Una realidad imaginada no es una mentira. Yo miento cuando digo que hay un león cerca del río y sé perfectamente bien que allí no hay ningún león. No hay nada especial acerca de las mentiras. Los monos verdes y los chimpancés mienten. Por ejemplo, se ha observado a un mono verde emitiendo la llamada «¡Cuidado! ¡Un león!» cuando no había ningún león por las inmediaciones. Esta alarma asustó convenientemente e hizo huir al otro mono que acababa de encontrar un plátano, lo que dejó solo al mentiroso, que pudo robar el premio para sí.

A diferencia de la mentira, una realidad imaginada es algo en lo que todos creen y, mientras esta creencia comunal persista, la realidad imaginada ejerce una gran fuerza en el mundo. El escultor de la cueva de Stadel pudo haber creído sinceramente en la existencia del espíritu guardián del hombre león. Algunos hechiceros son charlatanes, pero la mayoría de ellos creen sinceramente en la existencia de dioses y demonios. La mayoría de los millonarios creen sinceramente en la existencia del dinero y de las compañías de responsabilidad limitada. La mayoría de los activistas de los derechos humanos creen sinceramente en la existencia de los derechos humanos. Nadie mentía cuando, en 2011, la ONU exigió que el gobierno libio respetara los derechos humanos de sus ciudadanos, aunque la ONU, Libia y los derechos humanos son invenciones de nuestra fértil imaginación.

Así, desde la revolución cognitiva, los sapiens han vivido en una realidad dual. Por un lado, la realidad objetiva de los ríos, los árboles y los leones; y por el otro, la realidad imaginada de los dioses, las naciones y las corporaciones. A medida que pasaba el tiempo, la realidad imaginada se hizo cada vez más poderosa, de modo que en la actualidad la supervivencia de ríos, árboles y leones depende de la gracia de entidades imaginadas tales como dioses, naciones y corporaciones.

PASANDO POR ALTO EL GENOMA

La capacidad de crear una realidad imaginada a partir de palabras permitió que un gran número de extraños cooperaran de manera efectiva. Pero también hizo algo más. Puesto que la cooperación humana a gran escala se basa en mitos, la manera en que la gente puede cooperar puede ser alterada si se cambian los mitos contando narraciones diferentes. En las circunstancias apropiadas, los mitos pueden cambiar rápidamente. En 1789, la población francesa pasó, casi de la noche a la mañana, de creer en el mito del derecho divino de los reyes a creer en el mito de la soberanía del pueblo. En consecuencia, desde la revolución cognitiva Homo sapiens ha podido revisar rápidamente su comportamiento de acuerdo con las necesidades cambiantes. Esto abrió una vía rápida de evolución cultural, que evitaba los embotellamientos de tránsito de la evolución genética. Acelerando a lo largo de esta vía rápida, Homo sapiens pronto dejó atrás a todas las demás especies humanas y animales en su capacidad de cooperar.

El comportamiento de otros animales sociales está determinado en gran medida por sus genes. El ADN no es un autócrata. El comportamiento animal está asimismo influido por factores ambientales y peculiaridades individuales. No obstante, en un mismo ambiente los animales de la misma especie tienden a comportarse de manera similar. Los cambios importantes en el comportamiento social no pueden darse en general sin mutaciones genéticas. Por ejemplo, los chimpancés comunes tienen una tendencia genética a vivir en grupos jerárquicos encabezados por un macho alfa. Una especie de chimpancés estrechamente emparentada, los bonobos, viven por lo general en grupos más igualitarios dominados por alianzas entre hembras. Las hembras de chimpancé común no pueden tomar lecciones de sus parientas bonobos y organizar una revolución feminista. Los machos de chimpancé no pueden reunirse en una asamblea constituyente para abolir el cargo de macho alfa y declarar que a partir de ahora todos los chimpancés tendrán que ser tratados como iguales. Estos cambios espectaculares de comportamiento solo se darían si algo cambiara en el ADN de los chimpancés.

Por razones similares, los humanos arcaicos no iniciaron ninguna revolución. Hasta donde podemos decir, los cambios en los patrones sociales, la invención de nuevas tecnologías y la colonización de hábitats extraños resultaron de mutaciones genéticas y de presiones ambientales más que de iniciativas culturales. Esta es la razón por la que a los humanos les llevó cientos de miles de años dar estos pasos. Hace dos millones de años, unas mutaciones genéticas dieron como resultado la aparición de una nueva especie humana llamada Homo erectus. Su surgimiento estuvo acompañado del desarrollo de una nueva tecnología de los utensilios líticos, que ahora se reconoce como un rasgo que define a esta especie. Mientras Homo erectus no experimentó más alteraciones genéticas, sus útiles de piedra continuaron siendo aproximadamente los mismos… ¡durante cerca de dos millones de años!

En contraste, y ya desde la revolución cognitiva, los sapiens han sido capaces de cambiar rápidamente su comportamiento y de transmitir nuevos comportamientos a las generaciones futuras sin necesidad de cambio genético o ambiental. A título de ejemplo, basta considerar la repetida aparición de élites sin hijos, como el sacerdocio católico, las órdenes monásticas budistas y las burocracias de eunucos chinas. La existencia de dichas élites va contra los principios más fundamentales de la selección natural, ya que estos miembros dominantes de la sociedad aceptan de buen grado renunciar a la procreación. Mientras que los machos alfa de los chimpancés utilizan su poder para tener relaciones sexuales con tantas hembras como sea posible (y en consecuencia son los padres de una gran proporción de los jóvenes de la tropilla), el macho alfa que es el sacerdote católico se abstiene completamente del acto sexual y del cuidado de los hijos. Esta abstinencia no resulta de condiciones ambientales únicas como una carencia severa de alimentos o la falta de parejas potenciales, ni es el resultado de alguna mutación genética peculiar. La Iglesia católica ha sobrevivido durante siglos, no por transmitir un «gen del celibato» de un Papa al siguiente, sino por transmitir los relatos del Nuevo Testamento y de la Ley canónica católica.

En otras palabras, mientras que los patrones de comportamiento de los humanos arcaicos permanecieron inalterables durante decenas de miles de años, los sapiens pueden transformar sus estructuras sociales, la naturaleza de sus relaciones interpersonales, sus actividades económicas y toda una serie de comportamientos en el decurso de una década o dos. Consideremos el caso de una residente de Berlín que hubiera nacido en 1900 y que hubiera vivido cien años. Habría pasado la infancia en el imperio de Guillermo II, de los Hohenzollern; sus años adultos en la República de Weimar, el Tercer Reich nazi y la Alemania Oriental comunista; y habría muerto siendo ciudadana de una Alemania democrática y reunificada. Habría conseguido formar parte de cinco sistemas sociopolíticos muy diferentes, aunque su ADN habría seguido siendo exactamente el mismo.

Esta fue la clave del éxito de los sapiens. En una pelea cuerpo a cuerpo, un neandertal probablemente hubiera vencido a un sapiens. Pero en un conflicto de centenares de individuos, los neandertales no tuvieron ninguna oportunidad. Los neandertales podían compartir información acerca del paradero de los leones, pero probablemente no podían contar (ni revisar) relatos acerca de espíritus tribales. Sin una capacidad para componer ficción, los neandertales eran incapaces de cooperar de manera efectiva en gran número, ni pudieron adaptar su comportamiento social a retos rápidamente cambiantes.

Aunque no podemos penetrar en la mente de un neandertal para entender cómo pensaban, tenemos pruebas indirectas de los límites de su cognición en comparación con sus rivales sapiens. Los arqueólogos que excavan localidades sapiens de 30.000 años de antigüedad en el centro de Europa encuentran ocasionalmente conchas de las costas del Mediterráneo y del Atlántico. Con toda probabilidad, estas conchas llegaron al interior del continente a través del comercio a larga distancia entre diferentes bandas de sapiens. Las localidades de neandertales carecen de indicios de un comercio parecido. Cada grupo manufacturaba sus propios utensilios a partir de materiales locales.[4]

Otro ejemplo procede del Pacífico Sur. Bandas de sapiens que vivieron en la isla de Nueva Irlanda, al norte de Nueva Guinea, utilizaron un vidrio volcánico llamado obsidiana para producir utensilios particularmente fuertes y aguzados. Sin embargo, Nueva Irlanda no tiene depósitos naturales de obsidiana. Las pruebas de laboratorio revelaron que la obsidiana que usaron fue transportada desde yacimientos en Nueva Bretaña, una isla situada a 400 kilómetros de distancia. Algunos de los habitantes de dichas islas debieron de ser diestros navegantes que comerciaban de isla en isla a lo largo de grandes distancias.[5]

Quizá parezca que el comercio es una actividad muy pragmática, que no necesita una base ficticia. Pero lo cierto es que no hay otro animal aparte de los sapiens que se dedique al comercio, y todas las redes comerciales de los sapiens de las que tenemos pruebas detalladas se basaban en ficciones. El comercio no puede existir sin la confianza, y es muy difícil confiar en los extraños. La red comercial global de hoy en día se basa en nuestra confianza en entidades ficticias como el dólar, el Banco de la Reserva Federal y las marcas registradas totémicas de las corporaciones. Cuando dos extraños de una sociedad tribal quieren comerciar, a menudo establecerán un lazo de confianza recurriendo a un dios común, a un ancestro mítico o a un animal totémico.

Si los sapiens arcaicos que creían en tales ficciones comerciaban con conchas y obsidiana, es razonable pensar que también pudieron haber intercambiado información, creando así una red de conocimientos mucho más densa y amplia que la que servía a los neandertales y a otros humanos arcaicos.

Las técnicas de caza proporcionan otra ilustración de estas diferencias. Por lo general, los neandertales cazaban solos o en pequeños grupos. Los sapiens, en cambio, desarrollaron técnicas que se basaban en la cooperación entre muchas decenas de individuos, e incluso quizá entre bandas diferentes. Un método particularmente efectivo consistía en rodear a todo un rebaño de animales, como caballos salvajes, y después perseguirlos y acorralarlos en un barranco estrecho, donde era fácil sacrificarlos en masa. Si todo funcionaba de acuerdo con lo planeado, las bandas podían conseguir toneladas de carne, grasa y pieles de animales en una sola tarde de esfuerzo colectivo, y o bien consumir esta abundancia de carne en un banquete gigantesco, o bien secarla, ahumarla y congelarla para su consumo posterior. Los arqueólogos han descubierto localidades en las que manadas enteras eran sacrificadas anualmente de esta manera. Hay incluso lugares en los que se erigían vallas y obstáculos con el fin de crear trampas artificiales y terrenos de matanza.

Podemos suponer que a los neandertales no les gustó ver sus terrenos de caza tradicionales transformados en mataderos controlados por los sapiens. Pero si entre las dos especies estallaba la violencia, los neandertales no saldrían mucho mejor parados que los caballos salvajes. Cincuenta neandertales que cooperasen según los estáticos patrones tradicionales no eran rivales dignos para quinientos sapiens versátiles e innovadores. E incluso si los sapiens perdían el primer asalto, pronto podían inventar nuevas estratagemas que les permitieran ganar la próxima vez.

¿QUÉ OCURRIÓ EN LA REVOLUCIÓN COGNITIVA?

Nueva capacidad

Consecuencias más generales

La capacidad de transmitir mayores cantidades de información acerca del mundo que rodea a

Homo sapiens

.

Planificar y ejecutar acciones complejas, como evitar a los leones y cazar bisontes.

La capacidad de transmitir mayores cantidades de información acerca de las relaciones sociales de los sapiens.

Grupos mayores y más cohesivos, que llegan a ser de hasta 150 individuos.

La capacidad de transmitir información sobre cosas que no existen realmente, como espíritus tribales, naciones, sociedades anónimas y derechos humanos.

a) Cooperación entre un número muy grande de extraños.b) Innovación rápida del comportamiento social.

HISTORIA Y BIOLOGÍA

La inmensa diversidad de las realidades imaginadas que los sapiens inventaron, y la diversidad resultante de patrones de comportamiento, son los principales componentes de lo que llamamos «culturas». Una vez que aparecieron las culturas, estas no han cesado nunca de cambiar y desarrollarse, y tales alteraciones imparables son lo que denominamos «historia».

La revolución cognitiva es, en consecuencia, el punto en el que la historia declaró su independencia de la biología. Hasta la revolución cognitiva, los actos de todas las especies humanas pertenecían al ámbito de la biología o, si el lector lo prefiere, de la prehistoria (tiendo a evitar el término «prehistoria» porque implica erróneamente que incluso antes de la revolución cognitiva los humanos pertenecían a una categoría propia). A partir de la revolución cognitiva, las narraciones históricas sustituyen a las teorías biológicas como nuestros medios primarios a la hora de explicar el desarrollo de Homo sapiens. Para entender la aparición del cristianismo o de la Revolución francesa, no es suficiente comprender la interacción de genes, hormonas y organismos. Es necesario tener en cuenta asimismo la interacción de ideas, imágenes y fantasías.

Esto no quiere decir que Homo sapiens y la cultura humana estuvieran exentos de leyes biológicas. Seguimos siendo animales, y nuestras capacidades físicas, emocionales y cognitivas están todavía conformadas por nuestro ADN. Nuestras sociedades están construidas a partir de las mismas piezas fundamentales que las sociedades de los neandertales o los chimpancés, y cuanto más examinamos estas piezas fundamentales (sensaciones, emociones, lazos familiares) menos diferencias encontramos entre nosotros y los demás simios.

Sin embargo, es un error buscar diferencias al nivel del individuo o de la familia. De uno en uno, incluso de diez en diez, somos embarazosamente parecidos a los chimpancés. Las diferencias significativas solo empiezan a aparecer cuando cruzamos el umbral de los 150 individuos, y cuando alcanzamos los 1.000-2.000 individuos, las diferencias son apabullantes. Si intentáramos agrupar miles de chimpancés en la plaza de Tiananmen, en Wall Street, el Vaticano o la sede central de las Naciones Unidas, el resultado sería un pandemonio. Por el contrario, los sapiens se reúnen regularmente a millares en estos lugares. Juntos, crean patrones ordenados (por ejemplo, redes comerciales, celebraciones masivas e instituciones políticas) que nunca hubieran podido crear aislados. La verdadera diferencia entre nosotros y los chimpancés es el pegamento mítico que une a un gran número de individuos, familias y grupos. Este pegamento nos ha convertido en los dueños de la creación.

Desde luego, también necesitamos otras habilidades, como la capacidad de fabricar y usar utensilios. Pero la producción de utensilios tiene pocas consecuencias a menos que esté emparejada con la capacidad de cooperar con muchos otros. ¿Cómo es que en la actualidad tenemos misiles intercontinentales con cabezas nucleares, mientras que hace 30.000 años solo teníamos palos con puntas de lanza de pedernal? Fisiológicamente, no ha habido una mejora importante en nuestra capacidad de producir utensilios a lo largo de los últimos 30.000 años. Albert Einstein era mucho menos diestro con sus manos que un antiguo cazador-recolector. Sin embargo, nuestra capacidad de cooperar con un gran número de extraños ha mejorado de manera espectacular. La antigua punta de lanza de pedernal era producida en cuestión de minutos por una única persona, que contaba con el consejo y la ayuda de unos pocos amigos íntimos. La producción de una moderna cabeza nuclear requiere la cooperación de millones de extraños en todo el mundo: desde los obreros que extraen el mineral de uranio en las profundidades de la tierra hasta los físicos teóricos que escriben largas fórmulas matemáticas para describir las interacciones de las partículas subatómicas.

Para resumir la relación entre biología e historia después de la revolución cognitiva:

a. La biología establece los parámetros básicos para el comportamiento y las capacidades de Homo sapiens. Toda la historia tiene lugar dentro de los límites de esta liza biológica.

b. Sin embargo, esta liza es extraordinariamente grande, lo que permite que los sapiens jueguen a una asombrosa variedad de juegos. Gracias a su capacidad para inventar la ficción, los sapiens crean juegos cada vez más complejos, que cada generación desarrolla y complica todavía más.

c. En consecuencia, para poder comprender de qué manera se comportan los sapiens, hemos de describir la evolución histórica de sus acciones. Referirse únicamente a nuestras limitaciones biológicas sería como si un comentarista de deportes radiofónico, al retransmitir los campeonatos de la Copa del Mundo de Fútbol, ofreciera a sus radioyentes una descripción detallada del campo de juego en lugar de la narración de lo que estuvieran haciendo los jugadores.

¿A qué juegos jugaban nuestros ancestros de la Edad de Piedra en la liza de la historia? Hasta donde sabemos, las gentes que esculpieron el hombre león de Stadel hace unos 30.000 años tenían las mismas capacidades físicas, emocionales e intelectuales que nosotros. ¿Qué hacían cuando se despertaban por la mañana? ¿Qué comían en el desayuno y en el almuerzo? ¿Qué aspecto tenían sus sociedades? ¿Tenían relaciones monógamas y familias nucleares? ¿Poseían ceremonias, códigos morales, torneos deportivos y rituales religiosos? ¿Se enzarzaban en guerras? El capítulo siguiente fisga a hurtadillas tras el telón de los tiempos, y analiza cómo era la vida en los milenios que separan la revolución cognitiva de la revolución agrícola.

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