Sapiens

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Parte I. La revolución cognitiva » 4. El diluvio

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El Diluvio

Antes de la revolución cognitiva, los humanos de todas las especies vivían exclusivamente en el continente afroasiático. Es cierto que habían colonizado unas pocas islas nadando cortos trechos de agua o cruzándolos con almadías improvisadas. Flores, por ejemplo, fue colonizada muy pronto, hace 850.000 años. Pero fueron incapaces de aventurarse en mar abierto, y ninguno llegó a América, Australia o a islas remotas como Madagascar, Nueva Zelanda y Hawái.

La barrera que constituía el mar impidió no solo a los humanos, sino también a otros muchos animales afroasiáticos, alcanzar este «mundo exterior». Como resultado, los organismos de tierras distantes como Australia y Madagascar evolucionaron en aislamiento durante millones y millones de años, adoptando formas y naturalezas muy diferentes de las de sus parientes afroasiáticos. El planeta Tierra estaba dividido en varios ecosistemas distintos, cada uno de ellos constituido por un conjunto único de animales y plantas. Sin embargo, Homo sapiens estaba a punto de poner punto final a esta exuberancia biológica.

A raíz de la revolución cognitiva, los sapiens adquirieron la tecnología, las habilidades de organización y quizá incluso la visión necesaria para salir de Afroasia y colonizar el mundo exterior. Su primer logro fue la colonización de Australia, hace unos 45.000 años. Los expertos tienen dificultades para explicar esta hazaña. Con el fin de alcanzar Australia, los humanos tuvieron que cruzar varios brazos de mar, algunos de más de 100 kilómetros de ancho, y al llegar tuvieron que adaptarse casi de la noche a la mañana a un ecosistema completamente nuevo.

La teoría más razonable sugiere que, hace unos 45.000 años, los sapiens que vivían en el archipiélago indonesio (un grupo de islas separadas de Asia y entre sí únicamente por estrechos angostos) desarrollaron las primeras sociedades de navegantes. Aprendieron cómo construir y gobernar bajeles que se hacían a la mar y se convirtieron en pescadores, comerciantes y exploradores a larga distancia. Esto habría producido una transformación sin precedentes en las capacidades y estilos de vida humanos. Todos los demás animales que se adentraron en el mar (focas, sirenios, delfines) tuvieron que evolucionar durante eones para desarrollar órganos especializados y un cuerpo hidrodinámico. Los sapiens de Indonesia, descendientes de simios que vivieron en la sabana africana, se convirtieron en navegantes del Pacífico sin que les crecieran aletas y sin tener que esperar a que su nariz migrara a la parte superior de la cabeza, como les ocurrió a los cetáceos. En lugar de ello, construyeron barcas y aprendieron cómo gobernarlas. Y estas habilidades les permitieron alcanzar Australia y colonizarla.

Es cierto que los arqueólogos todavía no han desenterrado balsas, remos o aldeas de pescadores que se remonten a hace 45.000 años (serían difíciles de descubrir, porque el nivel del mar ha subido y ha sumergido la antigua línea de costa de Indonesia bajo 100 metros de océano). No obstante, existen sólidas pruebas circunstanciales que respaldan esta teoría, especialmente el hecho de que, en los miles de años que siguieron a su instalación en Australia, los sapiens colonizaron un gran número de islas pequeñas y aisladas en el norte. Algunas, como Buka y Manus, estaban separadas de la tierra más próxima por 200 kilómetros de aguas abiertas. Es difícil creer que alguien hubiera alcanzado y colonizado Manus sin embarcaciones complejas y habilidades de navegación. Tal como se ha mencionado anteriormente, existen asimismo pruebas fehacientes de comercio marítimo regular entre algunas de dichas islas, como Nueva Irlanda y Nueva Bretaña.[1]

El viaje de los primeros humanos a Australia es uno de los acontecimientos más importantes de la historia, al menos tan importante como el viaje de Colón a América o la expedición del Apolo 11 a la Luna. Fue la primera vez que un humano consiguió abandonar el sistema ecológico afroasiático (en realidad, la primera vez que un mamífero terrestre grande había conseguido cruzar desde Afroasia a Australia). De mayor importancia todavía fue lo que los pioneros humanos hicieron en este nuevo mundo. El momento en el que el primer cazador-recolector pisó una playa australiana fue el momento en el que Homo sapiens ascendió el peldaño más alto en la cadena alimentaria en un continente concreto, y a partir de entonces se convirtió en la especie más mortífera en los anales del planeta Tierra.

Hasta entonces, los humanos habían mostrado algunas adaptaciones y comportamientos innovadores, pero su efecto en su ambiente había sido insignificante. Habían demostrado un éxito notable a la hora de desplazarse y adaptarse a diversos hábitats, pero lo hicieron sin cambiar drásticamente dichos hábitats. Los colonizadores de Australia o, de manera más precisa, sus conquistadores, no solo se adaptaron, sino que transformaron el ecosistema australiano hasta dejarlo irreconocible.

La primera huella humana en una playa arenosa australiana fue inmediatamente borrada por las olas. Pero cuando los invasores avanzaron tierra adentro, dejaron tras de sí una huella diferente, una huella que jamás se borraría. A medida que se adentraban en el continente encontraron un extraño universo de animales desconocidos, que incluían un canguro de 2 metros y 200 kilogramos y un león marsupial, tan grande como un tigre actual, el mayor depredador del continente. En los árboles forrajeaban koalas demasiado grandes para acariciarlos y en las llanuras corrían aves ápteras que tenían el doble de tamaño de los avestruces. Bajo la maleza se deslizaban lagartos de aspecto de dragón y serpientes de 5 metros de largo. El gigantesco diprotodonte, un uómbat de 2,5 toneladas, vagaba por los bosques. Con excepción de las aves y los reptiles, todos estos animales eran marsupiales: como los canguros, parían crías minúsculas y desvalidas, de aspecto fetal, que después alimentaban con leche en bolsas abdominales. Los mamíferos marsupiales eran casi desconocidos en África y Asia, pero en Australia eran los dueños supremos.

En cuestión de unos pocos miles de años, prácticamente todos estos gigantes desaparecieron. De las 24 especies animales que pesaban 50 kilogramos o más, 23 se extinguieron.[2] También desapareció un gran número de especies más pequeñas. Las cadenas alimentarias en todo el ecosistema australiano se descompusieron y se reorganizaron. Fue la transformación más importante del ecosistema australiano durante millones de años, pero ¿acaso fue todo culpa de Homo sapiens?

CULPABLE DE LOS CARGOS IMPUTADOS

Algunos estudiosos intentan exonerar a nuestra especie, cargando las culpas a los caprichos del clima (el chivo expiatorio habitual en tales casos). Sin embargo, es difícil creer que Homo sapiens fuera completamente inocente. Hay tres tipos de pruebas que debilitan la coartada del clima e implican a nuestros antepasados en la extinción de la megafauna australiana.

En primer lugar, aunque el clima de Australia cambió hace unos 45.000 años, esto no supuso ningún trastorno notable. Es difícil creer que únicamente unas nuevas pautas meteorológicas pudieron haber causado una extinción tan generalizada. Hoy en día es común explicarlo todo como resultado del cambio climático, pero lo cierto es que el clima de la Tierra nunca descansa. Se halla en un flujo constante. Así pues, podemos afirmar que todos los acontecimientos de la historia tuvieron lugar con algún cambio climático de fondo.

En particular, nuestro planeta ha experimentado numerosos ciclos de enfriamiento y calentamiento. Durante el último millón de años ha habido una glaciación cada 100.000 años de promedio. La última tuvo lugar desde hace unos 75.000 años hasta hace 15.000. No fue especialmente severa para un período glacial, y tuvo un par de máximos, el primero hace unos 70.000 años y el segundo hace unos 20.000 años. El diprotodonte gigante apareció en Australia hace más de 1,5 millones de años y resistió con éxito al menos a diez glaciaciones previas. También sobrevivió al primer máximo del último período glacial, hace unos 70.000 años. ¿Por qué, entonces, desapareció hace 45.000 años? Desde luego, si los diprotodontes hubieran sido los únicos animales grandes en desaparecer en esa época, podría ser fruto de la casualidad. Pero junto con el diprotodonte desapareció más del 90 por ciento de la megafauna australiana. Las pruebas son circunstanciales, si bien resulta difícil imaginar que los sapiens, solo por coincidencia, llegaron a Australia en el momento preciso en que todos estos animales caían muertos por el frío.[3]

En segundo lugar, cuando el cambio climático causa extinciones en masa, los organismos marinos suelen verse tan afectados como los terrestres. Sin embargo, no existe evidencia de ninguna desaparición significativa de la fauna oceánica hace 45.000 años. La implicación humana puede explicar fácilmente por qué la oleada de extinciones obliteró a la megafauna terrestre de Australia y no afectó a la de los océanos circundantes. A pesar de sus capacidades iniciales de navegación, Homo sapiens era todavía una amenaza abrumadoramente terrestre.

En tercer lugar, extinciones en masa parecidas a la diezmación arquetípica australiana tuvieron lugar una y otra vez a lo largo de los milenios siguientes… cada vez que los humanos colonizaban otra parte del mundo exterior. En estos casos, la culpabilidad de los sapiens es irrefutable. Por ejemplo, la megafauna de Nueva Zelanda (que había resistido sin el menor rasguño el supuesto «cambio climático» de hace unos 45.000 años), sufrió golpes devastadores inmediatamente después de que los primeros humanos pusieran el pie en las islas. Los maoríes, los primeros sapiens que colonizaron Nueva Zelanda, alcanzaron las islas hace unos ochocientos años. En un par de siglos, la mayoría de la megafauna local se había extinguido, junto con el 60 por ciento de todas las especies de aves.

Una suerte similar tuvo la población de mamuts de la isla de Wrangel, en el océano Ártico (a 200 kilómetros al norte de la costa de Siberia). Los mamuts habían prosperado durante millones de años en la mayor parte del hemisferio norte, pero cuando Homo sapiens se extendió, primero sobre Eurasia y después por Norteamérica, los mamuts se retiraron. Hace 10.000 años, no podía encontrarse un solo mamut en el mundo, con excepción de unas pocas islas árticas, en especial la de Wrangel. Los mamuts de Wrangel continuaron prosperando unos cuantos milenios más y después, de repente, desaparecieron hace unos 4.000 años, justo cuando los primeros humanos llegaron a la isla.

Si la extinción australiana fuera un acontecimiento aislado, podríamos conceder a los humanos el beneficio de la duda. Pero el registro histórico hace que Homo sapiens aparezca como un asesino ecológico en serie.

Todo lo que los colonizadores de Australia tenían a su disposición era tecnología de la Edad de Piedra. ¿Cómo pudieron causar un desastre ecológico? Hay tres explicaciones que encajan muy bien.

Los animales grandes (las principales víctimas de la extinción australiana) se reproducen lentamente. La preñez es prolongada, las crías por parto son pocas, y hay largos intervalos entre embarazo y embarazo. En consecuencia, si los humanos eliminaban aunque solo fuera un diprotodonte cada pocos meses, esto era suficiente para hacer que las muertes de diprotodontes superaran a los nacimientos. Al cabo de unos pocos miles de años, moriría el último y solitario diprotodonte, y con él toda su especie.[4]

De hecho, y a pesar de su tamaño, tal vez los diprotodontes y los otros animales gigantes de Australia no habrían sido tan difíciles de cazar porque sus asaltantes de dos patas los habrían pillado totalmente desprevenidos. Varias especies humanas habían estado vagando y evolucionando en Afroasia durante dos millones de años. Perfeccionaron lentamente sus habilidades de caza, y empezaron a ir tras los animales grandes hace unos 400.000 años. Las grandes bestias de África y Asia comprendieron gradualmente qué pretendían los humanos, y aprendieron a evitarlos. Cuando el nuevo megadepredador (Homo sapiens) apareció en la escena afroasiática, los grandes animales ya sabían mantenerse a distancia de animales que se parecían a él. En cambio, los gigantes australianos no tuvieron tiempo de aprender a huir. Los humanos no tienen un aspecto particularmente peligroso. No poseen dientes largos y afilados ni un cuerpo musculoso y elástico. De modo que cuando un diprotodonte, el mayor marsupial que haya hollado la Tierra, fijó la vista por primera vez en este simio de aspecto endeble, le dedicó una mirada y después continuó masticando hojas. Estos animales tenían que desarrollar el miedo a los humanos, pero antes de que pudieran hacerlo ya habían desaparecido.

La segunda explicación es que, cuando los sapiens llegaron a Australia, ya dominaban la agricultura del fuego. Enfrentados a un ambiente extraño y amenazador, incendiaban deliberadamente vastas áreas de malezas infranqueables y bosques densos para crear praderas abiertas, que entonces atraían a animales que se podían cazar con más facilidad, y que eran más adecuadas a sus necesidades. De esta manera cambiaron completamente la ecología de grandes partes de Australia en unos pocos milenios.

Un conjunto de pruebas que respaldan esta hipótesis es el registro fósil vegetal. Los árboles del género Eucalyptus eran raros en Australia hace 45.000 años. Sin embargo, con la llegada de Homo sapiens se inauguró una edad dorada para estas especies. Puesto que los eucaliptos son particularmente resistentes al fuego, se extendieron por todas partes mientras otros árboles y matorrales desaparecían.

Estos cambios en la vegetación influyeron en los animales que comían las plantas y en los carnívoros que comían a los herbívoros. Los koalas, que subsisten únicamente a base de hojas de eucaliptos, se abrieron camino masticando felizmente a nuevos territorios, mientras que la mayoría de los demás animales sufrieron mucho. Numerosas cadenas alimentarias australianas se desplomaron, conduciendo a la extinción a los eslabones más débiles.[5]

Una tercera explicación coincide en que la caza y la agricultura del fuego desempeñaron un papel importante en la extinción, pero sostiene que no se puede ignorar por completo el papel del clima. Los cambios climáticos que hostigaron a Australia hace unos 45.000 años desestabilizaron el ecosistema y lo hicieron particularmente vulnerable. En circunstancias normales es probable que el sistema se hubiera recuperado, como había ocurrido muchas veces con anterioridad. Sin embargo, los humanos aparecieron en escena precisamente en esta encrucijada crítica y empujaron al abismo al frágil ecosistema. La combinación de cambio climático y caza humana es particularmente devastadora para los grandes animales, puesto que los ataca desde diferentes ángulos y es difícil encontrar una buena estrategia de supervivencia que funcione de manera simultánea contra múltiples amenazas.

Sin más pruebas, no hay manera de decantarse entre estas tres situaciones hipotéticas. Pero, ciertamente, hay buenas razones para creer que si Homo sapiens no hubiera ido nunca a Australia, todavía habría allí leones marsupiales, diprotodontes y canguros gigantes.

EL FINAL DEL PEREZOSO

La extinción de la megafauna australiana fue probablemente la primera marca importante que Homo sapiens dejó en nuestro planeta. Fue seguida por un desastre ecológico todavía mayor, esta vez en América. Homo sapiens fue la primera y única especie humana en alcanzar la masa continental del hemisferio occidental, a la que llegó hace unos 16.000 años, es decir, alrededor de 14000 a.C. Los primeros americanos llegaron a pie, gracias a que en aquella época el nivel del mar era lo bastante bajo para que un puente continental conectara el nordeste de Siberia con el noroeste de Alaska. No es que la travesía fuera fácil; el viaje era arduo, incluso más si cabe que la travesía hasta Australia. Para emprenderlo, los sapiens tuvieron primero que aprender a soportar las extremas condiciones árticas del norte de Siberia, una región en la que el sol no luce nunca en invierno, y en la que la temperatura puede descender hasta –50 grados Celsius.

Ninguna especie humana anterior había conseguido penetrar en lugares como el norte de Siberia. Incluso los neandertales, que estaban adaptados al frío, se hallaban limitados a regiones relativamente más cálidas, situadas más al sur. Pero Homo sapiens, cuyo cuerpo estaba adaptado a vivir en la sabana más que en los países de nieve y hielo, inventó soluciones ingeniosas. Cuando las bandas errantes de sapiens cazadores-recolectores emigraron a climas más fríos, aprendieron a hacer raquetas de nieve y ropa térmica efectiva compuesta de capas de pieles y cuero, cosidas juntas y muy apretadas con ayuda de agujas. Desarrollaron nuevas armas y elaboradas técnicas de caza que les permitieron rastrear y matar a mamuts y a otros animales grandes del lejano norte. A medida que sus ropajes térmicos y sus técnicas de caza mejoraban, los sapiens se atrevieron a adentrarse cada vez más profundamente en las regiones heladas. Y al tiempo que se desplazaban hacia el norte, sus vestidos, sus estrategias de caza y otras habilidades de supervivencia continuaron mejorando.

Pero ¿por qué se molestaron? ¿Por qué desterrarse a Siberia voluntariamente? Quizá algunas bandas fueron empujadas hacia el norte por guerras, presiones demográficas o desastres naturales. Aunque también había razones positivas para ir. Una de ellas era la proteína animal. En las tierras árticas abundaban los animales grandes y suculentos, como los renos y los mamuts. Cada mamut era fuente de una enorme cantidad de carne (que, dadas las bajas temperaturas, incluso podía congelarse para su uso posterior), gustosa grasa, piel caliente y valioso marfil. Tal como atestiguan los hallazgos de Sungir, los cazadores de mamuts no solo sobrevivieron en el helado norte, sino que prosperaron. A medida que pasaba el tiempo, las bandas se extendieron por todas partes, persiguiendo a mamuts, mastodontes, rinocerontes y renos. Hacia 14000 a.C., la cacería llevó a algunos de ellos desde el nordeste de Siberia a Alaska. Desde luego, no sabían que estaban descubriendo un nuevo mundo. Tanto para los mamuts como para los hombres, Alaska era una mera extensión de Siberia.

Al principio, los glaciares bloqueaban el camino desde Alaska al resto de América, lo que quizá solo permitía que no más que unos pocos pioneros aislados investigaran las tierras situadas más al sur. Sin embargo, hacia 12000 a.C. el calentamiento global fundió el hielo y abrió un paso más fácil. Utilizando el nuevo corredor, la gente se desplazó hacia el sur en masa, extendiéndose por todo el continente. Aunque originalmente se habían adaptado a cazar animales grandes en el Ártico, pronto se ajustaron a una sorprendente variedad de climas y ecosistemas. Los descendientes de los siberianos se instalaron en los densos bosques del este de Estados Unidos, los pantanos del delta del Mississippi, los desiertos de México y las húmedas junglas de América Central. Algunos establecieron su hogar en la cuenca del Amazonas, otros echaron raíces en los valles de las montañas andinas o en las pampas abiertas de Argentina. ¡Y todo esto ocurrió en solo uno o dos milenios! Hacia 10000 a.C., los humanos ya habitaban en el punto más meridional de América, la isla de Tierra del Fuego, en la punta austral del continente. El blitzkrieg humano a través de América atestigua el ingenio incomparable y la adaptabilidad sin parangón de Homo sapiens. Ningún otro animal se había desplazado nunca a una variedad tan enorme de hábitats radicalmente distintos con tanta rapidez, utilizando en todas partes casi los mismos genes.[6]

La colonización de América por parte de los sapiens no fue en absoluto incruenta. Dejó atrás un largo reguero de víctimas. La fauna americana de hace 14.000 años era mucho más rica que en la actualidad. Cuando los primeros americanos se dirigieron hacia el sur desde Alaska hacia las llanuras de Canadá y el oeste de Estados Unidos, encontraron mamuts y mastodontes, roedores del tamaño de osos, manadas de caballos y camellos, leones de enorme tamaño y decenas de especies grandes cuyos equivalentes son hoy en día completamente desconocidos, entre ellos los temibles felinos de dientes de sable y los perezosos terrestres gigantes que pesaban hasta 8 toneladas y alcanzaban una altura de 6 metros. Sudamérica albergaba un zoológico todavía más exótico de grandes mamíferos, reptiles y aves. Las Américas eran un gran laboratorio de experimentación evolutiva, un lugar en el que animales y plantas desconocidos en África y Asia habían evolucionado y medrado.

Sin embargo, toda esa diversidad desapareció. Dos mil años después de la llegada de los sapiens, la mayoría de estas especies únicas se habían extinguido. Según estimaciones actuales, en este corto intervalo Norteamérica perdió 34 de sus 47 géneros de mamíferos grandes y Sudamérica perdió 50 de un total de 60. Los felinos de dientes de sable, después de haber prosperado a lo largo de más de 30 millones de años, desaparecieron, y la misma suerte corrieron los perezosos terrestres gigantes, los enormes leones, los caballos americanos nativos, los camellos americanos nativos, los roedores gigantes y los mamuts. Tras ellos, miles de especies de mamíferos, reptiles y aves de menor tamaño e incluso insectos y parásitos se extinguieron también (cuando los mamuts desaparecieron, todas las especies de garrapatas de mamuts cayeron en el olvido).

Durante décadas, paleontólogos y zooarqueólogos (personas que buscan y estudian restos animales) han estado peinando las llanuras y las montañas de las Américas en busca de huesos fosilizados de antiguos camellos y de las heces petrificadas de los perezosos terrestres gigantes. Cuando encuentran lo que buscan, los tesoros son cuidadosamente empaquetados y enviados a los laboratorios, donde cada hueso y cada coprolito (el nombre técnico de los excrementos fosilizados) son estudiados y datados con meticulosidad. Una y otra vez, estos análisis arrojaron los mismos resultados: las pelotas de excremento más frescas y los huesos de camello más recientes se remontan al período en el que los humanos inundaron América, es decir, aproximadamente entre 12000 y 9000 años a.C. Solo en una región, los científicos han descubierto pelotas de excremento más recientes: en varias islas del Caribe, en particular Cuba y La Española, encontraron heces petrificadas de perezoso terrestre datadas alrededor de 5000 a.C., fecha en la que los primeros humanos consiguieron atravesar el mar Caribe y colonizar estas dos grandes islas.

De nuevo, algunos estudiosos intentan exonerar a Homo sapiens y echan la culpa al cambio climático (lo que les obliga a plantear que, por alguna razón misteriosa, el clima de las islas caribeñas permaneció estático durante 7.000 años, mientras que el resto del hemisferio occidental se caldeó). Sin embargo, no se pueden eludir las bolas de excremento en América. Nosotros somos los culpables. No hay manera de eludir esta verdad. Aun en el caso de que hubiéramos contado con la complicidad del cambio climático, la contribución humana fue decisiva.[7]

EL ARCA DE NOÉ

Si sumamos las extinciones en masa en Australia y América, y añadimos las extinciones a menor escala que tuvieron lugar mientras Homo sapiens se extendía por Afroasia (como la extinción de todas las demás especies humanas) y las extinciones que se produjeron cuando los antiguos cazadores-recolectores colonizaron islas remotas como Cuba, la conclusión inevitable es que la primera oleada de colonización de los sapiens fue uno de los desastres ecológicos mayores y más céleres que acaeció en el reino animal. Los animales que más padecieron fueron los grandes y peludos. En la época de la revolución cognitiva vivían en el planeta unos 200 géneros de animales terrestres grandes que pesaban más de 50 kilogramos. En la época de la revolución agrícola solo quedaban alrededor de 100. Homo sapiens llevó a la extinción a cerca de la mitad de las grandes bestias del planeta mucho antes de que los humanos inventaran la rueda, la escritura o las herramientas de hierro.

Esta tragedia ecológica se volvió a repetir en innumerables ocasiones y a una escala menor después de la revolución agrícola.

El registro arqueológico de una isla tras otra cuenta la misma triste historia. La tragedia empieza con una escena que muestra una población rica y variada de animales grandes, sin traza alguna de humanos. En la escena segunda, aparecen los sapiens, de lo que dan prueba un hueso humano, una punta de lanza o quizá restos de cerámica. Sigue rápidamente la escena tercera, en la que hombres y mujeres ocupan el centro del escenario y la mayoría de los grandes animales, junto con muchos de los más pequeños, han desaparecido.

La gran isla de Madagascar, a unos 400 kilómetros al este del continente africano, ofrece un ejemplo famoso. A lo largo de millones de años de aislamiento, allí evolucionó una colección única de animales. Entre ellos se contaban el ave elefante, un animal áptero de tres metros de altura y que pesaba casi media tonelada (la mayor ave del mundo) y los lémures gigantes, los mayores primates del globo. Las aves elefante y los lémures gigantes, junto con la mayor parte de los demás animales grandes de Madagascar, desaparecieron de repente hace unos 1.500 años… precisamente cuando los primeros humanos pusieron el pie en la isla.

En el océano Pacífico, la principal oleada de extinción empezó alrededor del 1500 a.C., cuando agricultores polinesios colonizaron las islas Salomón, Fiyi y Nueva Caledonia. Eliminaron, directa o indirectamente, a cientos de especies de aves, insectos, caracoles y otros habitantes locales. Desde allí, la oleada de extinción se desplazó gradualmente hacia el este, el sur y el norte, hacia el centro del océano Pacífico, arrasando a su paso la fauna única de Samoa y Tonga (1200 a.C.), las islas Marquesas (1 d.C.), la isla de Pascua, las islas Cook y Hawái (500 d.C.) y, finalmente, Nueva Zelanda (1200 d.C.).

Desastres ecológicos similares ocurrieron en casi todos los miles de islas que salpican el océano Atlántico, el océano Índico, el océano Ártico y el mar Mediterráneo. Los arqueólogos han descubierto incluso en las islas más diminutas pruebas de la existencia de aves, insectos y caracoles que vivieron allí durante incontables generaciones, y que desaparecieron cuando llegaron los primeros agricultores humanos. Solo unas pocas islas extremadamente remotas se libraron de la atención del hombre hasta época moderna, y estas islas mantuvieron su fauna intacta. Las islas Galápagos, para poner un ejemplo famoso, permanecieron inhabitadas por los humanos hasta el siglo XIX, por lo que preservaron su zoológico único, incluidas las tortugas gigantes, que, como los antiguos diprotodontes, no muestran temor ante los humanos.

La primera oleada de extinción, que acompañó a la expansión de los cazadores-recolectores, fue seguida por la segunda oleada de extinción, que acompañó la expansión de los agricultores, y nos proporciona una importante perspectiva sobre la tercera oleada de extinción, que la actividad industrial está causando en la actualidad. No crea el lector a los ecologistas sentimentales que afirman que nuestros antepasados vivían en armonía con la naturaleza. Mucho antes de la revolución industrial, Homo sapiens ostentaba el récord entre todos los organismos por provocar la extinción del mayor número de especies de plantas y animales. Poseemos la dudosa distinción de ser la especie más mortífera en los anales de la biología.

Quizá si hubiera más personas conscientes de las extinciones de la primera y la segunda oleada, se mostrarían menos indiferentes acerca de la tercera oleada, de la que forman parte. Si supiéramos cuántas especies ya hemos erradicado, podríamos estar más motivados para proteger a las que todavía sobreviven. Esto es especialmente relevante para los grandes animales de los océanos. A diferencia de sus homólogos terrestres, los grandes animales marinos sufrieron relativamente poco en las revoluciones cognitiva y agrícola. Pero muchos de ellos se encuentran ahora al borde de la extinción como resultado de la contaminación industrial y del uso excesivo de los recursos oceánicos por parte de los humanos. Si las cosas continúan al ritmo actual, es probable que las ballenas, tiburones, atunes y delfines sigan el mismo camino hasta el olvido que los diprotodontes, los perezosos terrestres y los mamuts. Entre los grandes animales del mundo, los únicos supervivientes del diluvio humano serán los propios humanos, y los animales de granja que sirven como galeotes en el Arca de Noé.

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