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Parte II. La revolución agrícola » 8. No hay justicia en la historia

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No hay justicia en la historia

Comprender la historia humana en los milenios que siguieron a la revolución agrícola se resume en una única pregunta: ¿cómo consiguieron los humanos organizarse en redes de cooperación masivas cuando carecían de los instintos biológicos para mantener dichas redes? La respuesta, a grandes rasgos, es que los humanos crearon órdenes imaginados y diseñaron escrituras. Estos dos inventos llenaron las lagunas que había dejado nuestra herencia biológica.

Sin embargo, la aparición de estas redes fue, para muchos, una bendición dudosa. Los órdenes imaginados que sustentaban estas redes no eran neutros ni justos. Dividían a la gente en grupos artificiales, dispuestos en una jerarquía. Los niveles superiores gozaban de privilegios y poder, mientras que los inferiores padecían discriminación y opresión. El Código de Hammurabi, por ejemplo, establecía una jerarquía de superiores, plebeyos y esclavos. Los superiores tenían todas las cosas buenas de la vida, los plebeyos lo que sobraba y los esclavos recibían una paliza si se quejaban.

A pesar de su proclamación de la igualdad de todos los hombres, el orden imaginado que los americanos fundaron en 1776 también establecía una jerarquía entre los hombres, que se beneficiaban de él, y las mujeres, a las que dejaba sin autoridad. Asimismo, creó una jerarquía entre los blancos, que gozaban de libertad, y los negros y los indios americanos, que eran considerados humanos de un tipo inferior y, por lo tanto, no compartían por igual los derechos de los hombres. Muchos de los que firmaron la Declaración de Independencia eran dueños de esclavos. Y no liberaron a sus esclavos después de firmar la Declaración, ni se consideraban hipócritas. En su opinión, los derechos de los hombres tenían poco que ver con los negros.

El orden americano consagraba asimismo la jerarquía entre ricos y pobres. La mayoría de los americanos de la época no tenían ningún problema con la desigualdad causada por el hecho de que los padres ricos transmitían su dinero y sus negocios a los hijos. En su opinión, la igualdad significaba simplemente que las mismas leyes eran de aplicación a ricos y pobres. No tenía nada que ver con los beneficios de desempleo, la educación integrada o el seguro de enfermedad. También la libertad tenía connotaciones muy distintas de las que posee hoy. En 1776, esto no significaba que los que carecían de autoridad (ciertamente, no los negros o los indios, o, ¡Dios no lo quiera!, las mujeres) podían conseguirla y ejercerla. Quería decir, simplemente, que el Estado no podía, excepto en circunstancias inusuales, confiscar la propiedad privada de un ciudadano o decirle qué hacer con ella. El orden americano, por lo tanto, defendía la jerarquía de la riqueza, que algunos creían que era ordenada por Dios y otros creían que representaba las leyes inmutables de la naturaleza. La naturaleza, se afirmaba, premiaba el mérito con la riqueza al tiempo que penalizaba la indolencia.

Todas las distinciones mencionadas anteriormente (entre personas libres y esclavos, entre blancos y negros, entre ricos y pobres) se fundamentan en ficciones. (La jerarquía de hombres y mujeres se analizará más adelante.) Pero es una regla de hierro de la historia que toda jerarquía imaginada niega sus orígenes ficticios y afirma ser natural e inevitable. Por ejemplo, muchas personas que han considerado que la jerarquía de personas libres y esclavos es natural y correcta aducían que la esclavitud no era un invento humano. Hammurabi consideraba que la habían ordenado los dioses. Aristóteles afirmaba que los esclavos tenían una «naturaleza servil», mientras que las personas libres tenían una «naturaleza libre». Su nivel en la sociedad es simplemente un reflejo de su naturaleza innata.

Si preguntamos a los supremacistas blancos acerca de la jerarquía racial, obtendremos una lección pseudocientífica sobre las diferencias biológicas entre las razas. Es probable que se nos diga que hay algo en la sangre o los genes de los caucásicos que hace que los blancos sean por naturaleza más inteligentes, más morales, más trabajadores. Si preguntamos a un capitalista empecinado sobre la jerarquía de la riqueza, es probable que oigamos que es el resultado inevitable de diferencias objetivas en las capacidades individuales. Según esta idea, los ricos tienen más dinero porque son más capaces y diligentes. Por eso, a nadie debería preocuparle que los ricos reciban una mejor asistencia sanitaria, una mejor educación y una mejor nutrición. Los ricos merecen ricamente todas y cada una de las ventajas de las que gozan.

Los hindúes que son fieles al sistema de castas creen que hay fuerzas cósmicas que hicieron que unas castas sean superiores a otras. Según un famoso mito creacionista hindú, los dioses modelaron el mundo a partir del cuerpo de un ser primigenio, el Púrusha. El sol fue creado a partir del ojo del Púrusha, la luna a partir del cerebro del Púrusha, los brahmanes (sacerdotes) de su boca, los chatrias (guerreros) de sus brazos, los vaishias (campesinos y mercaderes) de sus muslos, y los shudrás (criados) de sus piernas. Si se acepta esta explicación, las diferencias sociopolíticas entre brahmanes y shudrás son tan naturales y eternas como las diferencias entre el Sol y la Luna.[1] Los antiguos chinos creían que cuando la diosa Nü Wa creó a los humanos a partir de la tierra, amasó a los aristócratas a partir de fino suelo amarillo, mientras que los plebeyos fueron formados a partir de barro pardo.[2]

Pero hasta donde sabemos, todas estas jerarquías son producto de la imaginación humana. Brahmanes y shudrás no fueron creados realmente por los dioses a partir de diferentes partes del cuerpo de un ser primigenio. Por el contrario, la distinción entre las dos castas fue creada por leyes y normas inventadas por humanos en el norte de la India hace unos 3.000 años. Contrariamente a lo que decía Aristóteles, no hay diferencias biológicas conocidas entre los esclavos y las personas libres. Las leyes y las normas humanas han convertido a algunas personas en esclavos y a otras en amos. Entre negros y blancos hay algunas diferencias biológicas objetivas, como el color de la piel y el tipo del pelo, pero no hay pruebas de que las diferencias se extiendan a la inteligencia o a la moralidad.

La mayoría de las personas afirman que su jerarquía social es natural y justa, mientras que las de otras sociedades se basan en criterios falsos y ridículos. A los occidentales modernos se les enseña a mofarse de la idea de jerarquía racial. Les sorprende que haya leyes que prohíban a los negros vivir en barrios de blancos, o estudiar en escuelas para blancos, o ser tratados en hospitales para blancos. Sin embargo, la jerarquía de ricos y pobres, que ordena que la gente rica viva en barrios separados y más lujosos, que estudien en escuelas separadas y más prestigiosas y que reciban tratamiento médico en instalaciones separadas y mejor equipadas, les parece perfectamente sensata a muchos norteamericanos y europeos. No obstante, es un hecho comprobado que la mayoría de las personas ricas lo son por el simple hecho de haber nacido en el seno de una familia rica, mientras que la mayoría de las personas pobres seguirán siéndolo durante toda su vida simplemente por haber nacido en el seno de una familia pobre.

Lamentablemente, las sociedades humanas complejas parecen requerir jerarquías imaginadas y discriminación injusta. Desde luego, no todas las jerarquías son idénticas desde el punto de vista moral, y algunas sociedades padecieron niveles de discriminación más extremos que otras, pero los estudiosos no conocen ninguna sociedad grande que haya podido librarse totalmente de la discriminación. Una y otra vez, la gente ha creado orden en sus sociedades mediante la clasificación de la población en categorías imaginadas, como superiores, plebeyos y esclavos; blancos y negros; patricios y siervos; brahmanes y shudrás, o ricos y pobres. Todas estas categorías han regulado las relaciones entre millones de humanos al hacer que determinadas personas fueran superiores a otras desde los puntos de vista legal, político o social.

Las jerarquías cumplen una importante función. Permiten que personas totalmente desconocidas sepan cómo tratarse mutuamente sin perder el tiempo y la energía necesarios para ser presentados personalmente. En Pigmalión, de Bernard Shaw, no es necesario que Henry Higgins trabe un conocimiento íntimo con Eliza Doolittle para comprender cómo debe relacionarse con ella. Solo con oírla hablar, Higgins sabe que ella es un miembro de la clase baja con el que puede hacer lo que le plazca; por ejemplo, usarla como instrumento en su apuesta de hacer pasar a una florista por una duquesa. Una Eliza moderna que trabaje en una floristería tiene que saber cuánto esfuerzo ha de poner a la hora de vender rosas y gladiolos a las decenas de personas que entran cada día en la tienda. No puede hacer una encuesta detallada de los gustos y el bolsillo de cada individuo. En lugar de eso, emplea pistas sociales, la manera en que viste una persona, su edad y, si no es políticamente correcta, el color de su piel. Así es como ella distingue inmediatamente entre el socio de una empresa de contabilidad que es probable que haga un encargo importante de caras rosas y el chico de los recados que solo se puede permitir un ramillete de margaritas.

Desde luego, las diferencias en capacidades naturales también desempeñan su papel en la formación de distinciones sociales. Pero estas diversidades de aptitudes y carácter están mediadas normalmente por jerarquías imaginadas. Esto ocurre por dos causas importantes. Primera y principal, la mayoría de las capacidades han de cuidarse y desarrollarse. Incluso si alguien nace con un talento concreto, por lo general dicho talento permanecerá latente si no se promueve, se refina y se ejercita. No todas las personas tienen las mismas posibilidades de cultivar y refinar sus capacidades. Por regla general, que tengan o no dicha oportunidad dependerá del lugar que ocupen en la jerarquía imaginada de su sociedad. Harry Potter es un buen ejemplo de ello. Apartado de su familia de magos distinguidos y criado por personas ignorantes que no son magos, llega a Hogwarts sin ninguna experiencia en el arte de la magia. Le harán falta siete libros para obtener el dominio de sus poderes y el conocimiento de sus habilidades únicas.

Segunda, aun en el caso de que personas pertenecientes a clases diferentes desarrollen exactamente las mismas capacidades, es improbable que disfruten del mismo éxito, porque tendrán que jugar la partida con reglas distintas. Si en la India gobernada por Gran Bretaña un intocable, un brahmán, un irlandés católico y un inglés protestante hubieran desarrollado, de alguna manera, exactamente la misma perspicacia para los negocios, no habrían tenido la misma oportunidad de hacerse ricos. El juego económico estaba arreglado con restricciones legales y techos de cristal no oficiales.

EL CÍRCULO VICIOSO

Todas las sociedades se basan en jerarquías imaginadas, pero no necesariamente en las mismas jerarquías. ¿Qué explica las diferencias? ¿Por qué la sociedad india tradicional clasifica a las personas según su casta, la sociedad otomana según su religión, y la sociedad norteamericana según su raza? En la mayoría de los casos, la jerarquía se originó como resultado de un conjunto de circunstancias históricas accidentales y después se perpetuó y refinó a lo largo de muchas generaciones, a medida que diferentes grupos desarrollaban intereses creados en ella.

Por ejemplo, muchos expertos suponen que el sistema de castas hindú tomó forma cuando pueblos indoarios invadieron el subcontinente indio hace unos 3.000 años, y sojuzgaron a la población local. Los invasores establecieron una sociedad estratificada, en la que ellos (por supuesto) ocuparon las posiciones importantes (sacerdotes y guerreros), permitiendo que los nativos vivieran como siervos y esclavos. Los invasores, que eran pocos en número, temían perder su rango privilegiado y su identidad única. Para impedir este peligro, dividieron la población en castas, a las que se les exigía que cada una tuviera una ocupación específica o desempeñara un papel específico en la sociedad. Cada una tenía un rango legal, privilegios y deberes distintos. La mezcla de castas (la interacción social, el matrimonio, incluso compartir la comida) estaba prohibida. Y las distinciones no eran solo legales: se convirtieron en una parte inherente de la mitología y de la práctica religiosa.

Los dominadores aducían que el sistema de castas reflejaba una realidad cósmica eterna en lugar de un acontecimiento histórico casual. Los conceptos de pureza e impureza eran elementos esenciales en la religión hindú, y fueron aprovechados para apuntalar la pirámide social. A los hindúes piadosos se les enseñaba que el contacto con una casta diferente podía contaminarlos no solo a ellos personalmente, sino a la sociedad en su conjunto, y por tanto debían repudiarlo. Estas ideas no son en absoluto exclusivas de los hindúes. A lo largo de la historia, y en casi todas las sociedades, los conceptos de contaminación y pureza han desempeñado un papel principal a la hora de hacer cumplir las divisiones sociales y políticas y han sido explotados por numerosas clases dirigentes para mantener sus privilegios. Sin embargo, el temor a la contaminación no es una invención solo de sacerdotes y príncipes. Probablemente tiene sus raíces en los mecanismos de supervivencia biológica que hace que los humanos sientan una revulsión instintiva hacia los portadores potenciales de enfermedades, como las personas enfermas y los cadáveres. Si se desea mantener aislado a cualquier grupo humano (mujeres, judíos, gitanos, homosexuales, negros), la mejor manera de hacerlo es convencer a todo el mundo de que estas personas son una fuente de contaminación.

El sistema de castas hindú y sus leyes de pureza quedaron hondamente arraigadas en la cultura india. Mucho después de que la invasión indoaria se olvidara, los indios continuaron creyendo en el sistema de castas y abominando de la contaminación causada por la mezcla de castas. Las castas no fueron inmunes al cambio. En realidad, a medida que el tiempo pasaba, las castas mayores se dividieron en subcastas. Al final, las cuatro castas originales se convirtieron en 3.000 agrupaciones distintas denominadas jati (literalmente, «nacimiento»). Pero esta proliferación de castas no cambió el principio básico del sistema, según el cual cada persona nace dentro en un rango determinado, y cualquier infracción de sus normas contamina a la persona y a la sociedad como un todo. El jati de una persona determina su profesión, la comida que puede comer, su lugar de residencia y la pareja que puede elegir en matrimonio. Por lo general, una persona puede casarse solo en el seno de su casta, y los hijos de esta unión heredan su nivel social.

Siempre que se desarrollaba una nueva profesión o un nuevo grupo de personas aparecía en escena, tenían que ser reconocidos como casta con el fin de recibir un lugar legítimo dentro de la sociedad hindú. Los grupos que no conseguían reconocimiento como casta eran, literalmente, descastados: ni siquiera ocupaban el escalón más bajo en esta sociedad estratificada. Acabaron siendo conocidos como los intocables. Tenían que vivir separados de todas las demás personas y ganarse la vida a duras penas de maneras humillantes y repugnantes, como buscar material de desecho en los vertederos de basura. Incluso los miembros de la casta inferior evitaban mezclarse con ellos, comer con ellos, tocarlos y, desde luego, casarse con ellos. En la India moderna, los asuntos de matrimonio y trabajo todavía están muy influidos por el sistema de castas, a pesar de todos los intentos por parte del gobierno democrático indio de romper estas distinciones y de convencer a los hindúes de que no hay nada de contaminante en la mezcla de castas.[3]

PUREZA EN AMÉRICA

Un círculo vicioso similar perpetuó la jerarquía racial en la América moderna. Desde el siglo XVI al XVIII, los conquistadores europeos importaron millones de esclavos africanos para que trabajaran en las minas y plantaciones de América. Decidieron importar esclavos de África y no de Europa o Asia oriental debido a tres factores circunstanciales. En primer lugar, África estaba más cerca, de modo que era más barato importar esclavos de Senegal que de Vietnam.

En segundo lugar, en África ya existía un comercio de esclavos bien desarrollado (que exportaba esclavos principalmente a Oriente Próximo), mientras que en Europa la esclavitud era muy rara. Evidentemente, era mucho más fácil comprar esclavos en un mercado ya existente que crear uno nuevo de la nada.

En tercer lugar, y más importante, las plantaciones americanas en lugares como Virginia, Haití y Brasil estaban plagadas por la malaria y la fiebre amarilla, que se habían originado en África. Los africanos habían adquirido, a lo largo de generaciones, una inmunidad genética parcial a estas enfermedades, mientras que los europeos se hallaban totalmente indefensos y morían en gran número. En consecuencia, era más sensato para el dueño de una plantación invertir su dinero en un esclavo africano que en un esclavo europeo o en un trabajador contratado. Paradójicamente, la superioridad genética (en términos de inmunidad) se tradujo en inferioridad social: precisamente porque los africanos eran más aptos en los climas tropicales que los europeos, ¡terminaron como esclavos de los amos europeos! Debido a estos factores circunstanciales, las nuevas sociedades emergentes de América se dividirían en una casta dominante de europeos blancos y una casta subyugada de africanos negros.

Sin embargo, a la gente no le gusta reconocer que tiene esclavos de una determinada raza u origen simplemente porque es conveniente desde el punto de vista económico. Como los conquistadores arios de la India, los europeos blancos en América querían ser vistos no solo como exitosos económicamente, sino también como piadosos, justos y objetivos. Se pusieron a su servicio mitos religiosos y científicos para justificar dicha división. Los teólogos argumentaban que los negros descendían de Cam, hijo de Noé, cargado por su padre con la maldición de que su descendencia sería esclava. Los biólogos adujeron que los negros son menos inteligentes que los blancos y su sentido moral menos desarrollado. Los doctores dijeron que los negros viven en la inmundicia y propagan enfermedades; en otras palabras, son una fuente de contaminación.

Estos mitos cayeron en suelo abonado en la cultura americana y en la cultura occidental en general. Y continuaron ejerciendo su influencia mucho después de que hubieran desaparecido las condiciones que hicieron posible la esclavitud. A principios del siglo XIX, el Imperio británico prohibió la esclavitud y detuvo el comercio de esclavos del Atlántico, y en las décadas que siguieron la esclavitud se fue proscribiendo de manera gradual en todo el continente americano. Resulta notable que esta fue la primera y la única vez en la historia en la que las sociedades esclavistas abolieron voluntariamente la esclavitud. Sin embargo, aunque se liberó a los esclavos, los mitos racistas que justificaban la esclavitud persistieron. La separación de las razas se mantuvo por la legislación racista y los hábitos sociales.

El resultado fue un ciclo de causa y efecto que se automantenía, un círculo vicioso. Consideremos, por ejemplo, los Estados Unidos sureños inmediatamente después de la guerra de Secesión estadounidense. En 1865, la Decimotercera Enmienda de la Constitución de Estados Unidos dejaba a la esclavitud fuera de la ley y la Decimocuarta Enmienda decretaba que no se podía negar la ciudadanía ni la igual protección de la ley sobre la base de la raza. Sin embargo, los dos siglos de esclavitud se traducían en que la mayoría de las familias negras eran mucho más pobres y mucho menos educadas que la mayoría de las familias blancas. Así, una persona negra nacida en Alabama en 1865 tenía muchas menos probabilidades de obtener una buena educación y un trabajo bien remunerado que sus vecinos blancos. Sus hijos, nacidos en las décadas de 1880 y 1890, empezaron su vida con la misma desventaja: también ellos habían nacido en una familia pobre y con poca formación.

Sin embargo, las desventajas económicas no lo son todo. Alabama era asimismo el hogar de muchos blancos pobres que carecían de las oportunidades de las que disponían sus hermanos y hermanas raciales de mejor posición. Además, la revolución industrial y las oleadas inmigratorias hicieron de Estados Unidos una sociedad extremadamente fluida, en la que los harapos podían transformarse con celeridad en riqueza. Si el dinero hubiera sido lo único que importaba, la clara división entre las razas pronto se habría difuminado, entre otras cosas debido a los matrimonios mixtos.

Pero no fue esto lo que ocurrió. Hacia 1865, los blancos, así como muchos negros, consideraron que era un hecho consumado que los negros eran menos inteligentes, más violentos y sexualmente disolutos, más perezosos y menos preocupados por la higiene personal que los blancos. Así, eran los agentes de violencia, hurtos, violaciones y enfermedades; en otras palabras, de contaminación. Si en 1895 un negro de Alabama conseguía milagrosamente adquirir una buena educación y después solicitaba un trabajo respetable, como empleado de banca, las probabilidades de que fuera aceptado eran mucho menores que las de un candidato blanco igualmente cualificado. El estigma que etiquetaba a los negros como indignos de confianza, perezosos y menos inteligentes por naturaleza conspiraba en su contra.

El lector puede pensar que la gente iría comprendiendo gradualmente que estos estigmas eran un mito y no una realidad, y que, con el tiempo, los negros serían capaces de demostrar que eran tan competentes, respetuosos con la ley y limpios como los blancos. Sin embargo, ocurrió lo contrario: dichos prejuicios se afianzaron cada vez más a medida que pasaba el tiempo. Puesto que los mejores empleos los ocupaban los blancos, resultaba fácil creer que los negros eran realmente inferiores. «Mira —decía el ciudadano blanco medio—, hace generaciones que los negros son libres, pero casi no hay profesores negros, ni abogados, ni médicos ni empleados de banca negros. ¿No es esto la prueba de que los negros son simplemente menos inteligentes y menos dados a trabajar?» Atrapados en este círculo vicioso, los negros no eran contratados para desempeñar tareas administrativas porque se les consideraba poco inteligentes, y una prueba de su inferioridad era la escasez de negros en empleos de oficinista.

El círculo vicioso: una situación histórica casual se traduce en un sistema social rígido.

El círculo vicioso no terminaba aquí. A medida que los estigmas contra los negros se hacían más fuertes, se tradujeron en un sistema de leyes y normas que estaban destinadas a salvaguardar el orden racial. Se prohibió que los negros votaran en las elecciones, que estudiaran en las escuelas para blancos, que compraran en las tiendas para blancos, que comieran en los restaurantes para blancos, que durmieran en los hoteles para blancos. La justificación de todo ello era que los negros eran sucios, haraganes y viciosos, de modo que los blancos tenían que ser protegidos de ellos. Los blancos no querían dormir en el mismo hotel que los negros ni comer en el mismo restaurante, por temor a las enfermedades. No querían que sus hijos estudiaran en las mismas escuelas que los niños negros, por miedo a la brutalidad y a las malas influencias. No querían que los negros votaran en las elecciones, puesto que los negros eran ignorantes e inmorales. Tales temores venían reforzados por estudios científicos que «demostraban» que los negros eran realmente menos cultos, que entre ellos eran comunes varias enfermedades, y que su índice de criminalidad era mucho más elevado (los estudios ignoraban que estos «hechos» eran el resultado de la discriminación contra los negros).

A mediados del siglo XX, la segregación en los antiguos estados confederados probablemente era peor que a finales del siglo XIX. Clennon King, un estudiante negro que solicitó matricularse en la Universidad de Mississippi en 1958, fue ingresado a la fuerza en un sanatorio mental. El juez que presidía dictaminó que con toda seguridad una persona negra tenía que estar loca si pensaba que podría ser admitida en la Universidad de Mississippi.

Nada resultaba más repugnante para los americanos sureños (y para muchos norteños) que las relaciones sexuales y el matrimonio entre un hombre negro y una mujer blanca. El sexo entre razas se convirtió en el mayor de los tabúes, y se consideraba que cualquier violación, o sospecha de violación, merecía el castigo inmediato y sumario en forma de linchamiento. El Ku Klux Klan, una sociedad secreta supremacista blanca, perpetró muchos de tales asesinatos. Podía haber enseñado a los brahmanes hindúes un par de cosas acerca de las leyes de pureza.

Con el tiempo, el racismo se extendió a ámbitos cada vez más culturales.

La cultura estética norteamericana se construyó alrededor de estándares blancos de belleza. Los atributos físicos de la raza blanca (por ejemplo, la piel clara, el pelo suave y liso, una pequeña nariz respingona) se identificaron como hermosos. Los rasgos típicamente negros (piel oscura, pelo oscuro y tupido, una nariz achatada) se consideraban feos. Estas preconcepciones encajaban en la jerarquía imaginada a un nivel incluso más profundo de la conciencia humana y, por lo tanto, la perpetuaban.

Estos círculos viciosos pueden seguir durante siglos o incluso milenios, perpetuando una jerarquía imaginada que surgió de un hecho histórico casual. La discriminación injusta suele empeorar, no mejorar, con el tiempo. El dinero llama al dinero, y la pobreza a la pobreza. La educación llama a la educación, y la ignorancia a la ignorancia. Los que una vez fueron víctimas de la historia es probable que vuelvan a serlo otra vez. Y aquellos a los que la historia ha concedido privilegios tienen más probabilidades de obtenerlos de nuevo.

La mayoría de las jerarquías sociopolíticas carecen de una base lógica o biológica: no son más que la perpetuación de acontecimientos aleatorios sostenidos por mitos. Esta es una buena razón para estudiar historia. Si la división entre negros y blancos o entre brahmanes y shudrás se fundamentara en realidades biológicas (es decir, si los brahmanes tuvieran realmente un cerebro mejor que el de los shudrás), la biología bastaría para comprender a la sociedad humana. Puesto que las distinciones biológicas entre los diferentes grupos de Homo sapiens son, de hecho, insignificantes, la biología no puede explicar los intrincados detalles de la sociedad india o de la dinámica racial americana. Solo podemos comprender estos fenómenos estudiando los acontecimientos, circunstancias y relaciones de poder que transformaron ficciones de la imaginación en estructuras sociales crueles y muy reales.

ÉL Y ELLA

Diferentes sociedades adoptan diferentes tipos de jerarquías imaginadas. La raza es muy importante para los americanos modernos, pero era relativamente insignificante para los musulmanes medievales. La casta era un asunto de vida o muerte en la India medieval, mientras que en la Europa moderna es prácticamente inexistente. Sin embargo, hay una jerarquía que ha sido de importancia suprema en todas las sociedades humanas conocidas: la jerarquía del género. En todas partes la gente se ha dividido en hombres y mujeres. Y casi en todas partes los hombres han obtenido la mejor tajada, al menos desde la revolución agrícola.

Algunos de los textos chinos más antiguos son huesos de oráculos que datan de 1200 a.C. y que se usaban para adivinar el futuro. En uno de ellos había grabada la siguiente pregunta: «¿Será venturoso el parto de la señora Hao?». A la que se respondía: «Si el niño nace en un día ding, venturoso; si nace en un día geng, muy afortunado». Sin embargo, la señora Hao dio a luz en un día jiayin. El texto termina con esta observación displicente: «Tres semanas y un día después, en un día jiayin, nació el hijo. No hubo suerte. Era una niña».[4] Más de 3.000 años después, cuando la China comunista promulgó la política del «hijo único», muchas familias chinas continuaron considerando que el nacimiento de una niña era una desgracia. Ocasionalmente, los padres abandonaban o mataban a las niñas recién nacidas con el fin de tener otra oportunidad de conseguir un niño.

En muchas sociedades, las mujeres eran simples propiedades de los hombres, con frecuencia de sus padres, maridos o hermanos. El estupro o la violación, en muchos sistemas legales, se consideraba un caso de violación de propiedad; en otras palabras, la víctima no era la mujer que fue violada, sino el macho que la había poseído. Así las cosas, el remedio legal era la transferencia de propiedad: se exigía al violador que pagara una dote por la novia al padre o el hermano de la mujer, tras lo cual esta se convertía en la propiedad del violador. La Biblia decreta que «si un hombre encuentra a una joven virgen no desposada, la agarra y yace con ella y fueren sorprendidos, el hombre que yació con ella dará al padre de la joven cincuenta siclos de plata y ella será su mujer» (Deuteronomio, 22, 28-29). Los antiguos hebreos consideraban que este era un arreglo razonable.

Violar a una mujer que no pertenecía a ningún hombre no era considerado un delito en absoluto, de la misma manera que coger una moneda perdida en una calle frecuentada no se considera un robo. Y si un marido violaba a su mujer, no cometía ningún delito. De hecho, la idea de que un marido pudiera violar a su mujer era un oxímoron. Ser marido significaba tener el control absoluto de la sexualidad de la esposa. Decir que un marido «había violado» a su esposa era tan ilógico como decir que un hombre había robado su propia cartera. Esta manera de pensar no estaba confinada al Oriente Próximo antiguo. En 2006, todavía había 53 países en los que un marido no podía ser juzgado por la violación de su esposa. Incluso en Alemania, las leyes sobre el estupro no se corrigieron hasta 1997 para crear una categoría legal de violación marital.[5]

¿La división entre hombres y mujeres es un producto de la imaginación, como el sistema de castas en la India y el sistema racial en América, o es una división natural con profundas raíces biológicas? Y si realmente es una división natural, ¿existen asimismo explicaciones biológicas para la preferencia que se da a los hombres sobre las mujeres?

Algunas de las disparidades culturales, legales y políticas entre hombres y mujeres reflejan las evidentes diferencias biológicas entre los sexos. Parir ha sido siempre cosa de mujeres, porque los hombres carecen de útero. Pero alrededor de esta cuestión dura y universal, cada sociedad ha acumulado capa sobre capa ideas y normas culturales que tienen poco que ver con la biología. Las sociedades asocian una serie de atributos a la masculinidad y a la feminidad que, en su mayor parte, carecen de una base biológica firme.

Por ejemplo, en la democrática Atenas del siglo V a.C., un individuo que poseyera un útero no gozaba de una condición legal independiente y se le prohibía participar en las asambleas populares o ser un juez. Con pocas excepciones, dicho individuo no podía beneficiarse de una buena educación, ni dedicarse a los negocios ni al discurso filosófico. Ninguno de los líderes políticos de Atenas, ninguno de sus grandes filósofos, oradores, artistas o comerciantes poseía un útero. ¿Acaso poseer un útero hace que una persona sea inadecuada biológicamente para dichas profesiones? Así lo creían los antiguos atenienses. En la Atenas de hoy, las mujeres votan, son elegidas para cargos públicos, hacen discursos, diseñan de todo, desde joyas a edificios y software, y van a la universidad. Su útero no les impide hacer todas estas cosas con el mismo éxito con que lo hacen los hombres. Es verdad que todavía están insuficientemente representadas en la política y los negocios —solo alrededor del 12 por ciento de los miembros del Parlamento griego son mujeres—, pero no existe ninguna barrera legal a su participación en política, y la mayoría de los griegos modernos piensan que es muy normal que una mujer ejerza cargos públicos.

Muchos griegos modernos piensan también que una parte integral de ser hombre es sentirse atraído sexualmente solo hacia las mujeres, y tener relaciones sexuales exclusivamente con el sexo opuesto. No consideran que esto sea un prejuicio cultural, sino una realidad biológica: las relaciones entre dos personas de sexos opuestos son naturales y entre dos personas del mismo sexo, antinaturales. Pero, en realidad, a la madre Naturaleza no le importa si los hombres se sienten sexual y mutuamente atraídos. Únicamente son las madres humanas inmersas en determinadas culturas las que montan una escena si su hijo tiene una aventura con el chico de la casa de al lado. Los berrinches de la madre no son un imperativo biológico. Un número significativo de culturas humanas han considerado que las relaciones homosexuales no solo son legítimas, sino incluso socialmente constructivas, siendo la Grecia clásica el ejemplo más notable. La Ilíada no menciona que Tetis tuviera ninguna objeción a las relaciones de su hijo Aquiles con Patroclo. A la reina Olimpia de Macedonia, una de las mujeres más temperamentales y enérgicas del mundo antiguo, hasta el punto de mandar asesinar a su propio marido, el rey Filipo, no le dio ningún ataque cuando su hijo, Alejandro Magno, llevó a casa a cenar a su amante, Hefestión.

¿Cómo podemos distinguir lo que está determinado biológicamente de lo que la gente intenta simplemente justificar mediante mitos biológicos? Una buena regla empírica es: «La biología lo permite, la cultura lo prohíbe». La biología tolera un espectro muy amplio de posibilidades. Sin embargo, la cultura obliga a la gente a realizar algunas posibilidades al tiempo que prohíbe otras. La biología permite a las mujeres tener hijos, mientras que algunas culturas obligan a las mujeres a realizar esta posibilidad. La biología permite a los hombres que gocen del sexo entre sí, mientras que algunas culturas les prohíben realizar esta posibilidad.

La cultura tiende a aducir que solo prohíbe lo que es antinatural. Pero, desde una perspectiva biológica, nada es antinatural. Todo lo que es posible es, por definición, también natural. Un comportamiento verdaderamente antinatural, que vaya contra las leyes de la naturaleza, simplemente no puede existir, de modo que no necesitaría prohibición. Ninguna cultura se ha preocupado nunca de prohibir que los hombres fotosinteticen, que las mujeres corran más deprisa que la velocidad de la luz o que los electrones, que tienen carga negativa, se atraigan mutuamente.

En realidad, nuestros conceptos «natural» y «antinatural» no se han tomado de la biología, sino de la teología cristiana. El significado teológico de «natural» es «de acuerdo con las intenciones del Dios que creó la naturaleza». Los teólogos cristianos argumentaban que Dios creó el cuerpo humano con el propósito de que cada miembro y órgano sirvieran a un fin particular. Si utilizamos nuestros miembros y órganos para el fin que Dios pretendía, entonces es una actividad natural. Si los usamos de manera diferente a lo que Dios pretendía, es antinatural. Sin embargo, la evolución no tiene propósito. Los órganos no han evolucionado con una finalidad, y la manera como son usados está en constante cambio. No hay un solo órgano en el cuerpo humano que realice únicamente la tarea que realizaba su prototipo cuando apareció por primera vez hace cientos de millones de años. Los órganos evolucionan para ejecutar una función concreta, pero una vez que existen, pueden adaptarse asimismo para otros usos. La boca, por ejemplo, apareció porque los primitivos organismos pluricelulares necesitaban una manera de incorporar nutrientes a su cuerpo. Todavía usamos la boca para este propósito, pero también la empleamos para besar, hablar y, si somos Rambo, para extraer la anilla de las granadas de mano. ¿Acaso alguno de estos usos es antinatural simplemente porque nuestros antepasados vermiformes de hace 600 millones de años no hacían estas cosas con su boca?

De manera parecida, las alas no surgieron de repente en todo su esplendor aerodinámico. Se desarrollaron a partir de órganos que cumplían otra finalidad. Según una teoría, las alas de los insectos se desarrollaron hace millones de años a partir de protrusiones corporales de bichos que no podían volar. Los bichos con estas protuberancias poseían una mayor área superficial que los que no las tenían, y esto les permitía captar más radiación solar y así mantenerse más calientes. En un proceso evolutivo lento, estos calefactores solares aumentaron de tamaño. La misma estructura que era buena para la máxima absorción de radiación solar (mucha superficie, poco peso) también, por coincidencia, proporcionaba a los insectos un poco de sustentación cuando brincaban y saltaban. Los que tenían las mayores protrusiones podían brincar y saltar más lejos. Algunos insectos empezaron a usar aquellas cosas para planear, y desde allí solo hizo falta un pequeño paso hasta las alas para propulsar realmente al bicho a través del aire. La próxima vez que un mosquito zumbe en la oreja del lector, acúsele de comportamiento antinatural. Si fuera bien educado y se conformara con lo que Dios le ha dado, solo emplearía sus alas como paneles solares.

El mismo tipo de multitarea es aplicable a nuestros órganos y comportamiento sexuales. El sexo evolucionó primero para la procreación, y los rituales de cortejo como una manera de calibrar la adecuación de una pareja potencial. Sin embargo, en la actualidad muchos animales usan ambas cosas para una multitud de fines sociales que poco tienen que ver con crear pequeñas copias de sí mismos. Los chimpancés, por ejemplo, utilizan el sexo para afianzar alianzas políticas, establecer intimidad y desarmar tensiones. ¿Acaso esto es antinatural?

SEXO Y GÉNERO

Así pues, tiene poco sentido decir que la función natural de las mujeres es parir, o que la homosexualidad es antinatural. La mayoría de las leyes, normas, derechos y obligaciones que definen la masculinidad o la feminidad reflejan más la imaginación humana que la realidad biológica.

UNA HEMBRA = UNA CATEGORÍA BIOLÓGICA

UNA MUJER = UNA CATEGORÍA CULTURAL

Antigua Atenas

Moderna Atenas

Antigua Atenas

Moderna Atenas

Cromosomas XX

Cromosomas XX

No puede votar

Puede votar

Útero

Útero

No puede ser juez

Puede ser juez

Ovarios

Ovarios

No puede tener cargos de gobierno

Puede tener cargos de gobierno

Poca testosterona

Poca testosterona

No puede decidir por sí misma con quién casarse

Puede decidir por sí misma con quién casarse

Mucho estrógeno

Mucho estrógeno

Normalmente analfabeta

Normalmente no analfabeta

Puede producir leche

Puede producir leche

Legalmente propiedad del padre o del marido

Legalmente independiente

Exactamente lo mismo

Cosas muy distintas

Biológicamente, los humanos se dividen en machos y hembras. Un macho de Homo sapiens posee un cromosoma X y un cromosoma Y; una hembra tiene dos cromosomas X. Pero «hombre» y «mujer» denominan categorías sociales, no biológicas. Mientras que en la gran mayoría de los casos en la mayor parte de las sociedades humanas los hombres son machos y las mujeres hembras, los términos sociales portan una gran cantidad de equipaje que solo tiene una tenue relación, si es que la hay, con los términos biológicos. Un hombre no es un sapiens con cualidades biológicas particulares como cromosomas XY, testículos y mucha testosterona. Lo que ocurre es que encaja en una rendija concreta del orden humano imaginado en su sociedad. Sus mitos culturales le asignan papeles masculinos (como dedicarse a la política), derechos (como votar) y deberes (como el servicio militar) concretos. Asimismo, una mujer no es una sapiens con dos cromosomas X, un útero y gran cantidad de estrógeno. Más bien es un miembro femenino de un orden humano imaginado. Los mitos de su sociedad le asignan papeles femeninos únicos (criar a los hijos), derechos (protección contra la violencia) y deberes (obediencia a su marido). Puesto que son los mitos, y no la biología, los que definen los papeles, derechos y deberes de hombres y mujeres, el significado de «masculinidad» y «feminidad» ha variado enormemente de una sociedad a otra (véanse las figuras 15 y 16).

FIGURA 15. La masculinidad en el siglo XVIII: retrato oficial del rey Luis XIV de Francia. Adviértase la larga peluca, las medias, los zapatos de tacón alto, la postura de bailarín y la enorme espada. En la Europa contemporánea, todos estos rasgos (con excepción de la espada) se considerarían señales de afeminamiento. Pero en su época, Luis era un dechado de masculinidad y virilidad.

FIGURA 16. La masculinidad en el siglo XXI: retrato oficial de Barack Obama. ¿Dónde están la peluca, las medias, los tacones altos y la espada? Los hombres dominantes nunca han tenido un aspecto más insulso y deprimente que en la actualidad. Durante la mayor parte de la historia, los hombres dominantes han sido pintorescos y ostentosos, como los jefes de los indios americanos con sus tocados de plumas y los marajás hindúes ataviados de sedas y diamantes. En el reino animal, los machos tienden a tener colores más vivos que las hembras; pensemos en la cola de los pavos reales y en las melenas de los leones.

Para hacer que las cosas sean menos confusas, los estudiosos suelen distinguir entre «sexo», que es una categoría biológica, y «género», una categoría cultural. El sexo se divide en machos y hembras, y las cualidades de esta división son objetivas y han permanecido constantes a lo largo de la historia. El género se divide entre hombres y mujeres (y algunas culturas reconocen otras categorías). Las cualidades denominadas «masculinas» y «femeninas» son intersubjetivas y experimentan cambios constantes. Por ejemplo, existen grandes diferencias en el comportamiento, deseos, indumentaria e incluso postura corporal entre las mujeres de la Atenas clásica y las mujeres de la Atenas moderna.[6]

El sexo es un juego de niños, pero el género es un asunto serio. Conseguir ser un miembro del sexo masculino es la cosa más sencilla del mundo. Uno solo necesita haber nacido con un cromosoma X y uno Y. Conseguir ser una hembra es igualmente simple. Un par de cromosomas X bastan. En contraste, convertirse en un hombre o una mujer es una empresa muy complicada y exigente. Puesto que la mayoría de las cualidades masculinas y femeninas son culturales y no biológicas, ninguna sociedad corona automáticamente a cada macho como hombre, ni a cada hembra como mujer. Ni estos títulos son laureles sobre los que uno pueda descansar una vez que se han adquirido. Los machos han de demostrar continuamente su masculinidad a lo largo de su vida, desde la cuna a la tumba, en una serie interminable de ritos y desempeños. Y la obra de una mujer no se acaba nunca: ha de convencerse continuamente y de convencer a los demás de que es lo bastante femenina.

El éxito no está garantizado. Los machos, en particular, viven en el temor constante de perder su afirmación de masculinidad. A lo largo de la historia, los machos han estado dispuestos a arriesgar, e incluso a sacrificar su vida, simplemente para que los demás puedan decir: «¡Es todo un hombre!».

¿QUÉ ES LO QUE TIENEN DE TAN BUENO LOS HOMBRES?

Al menos desde la revolución agrícola, la mayoría de las sociedades humanas han sido sociedades patriarcales que valoraban mucho más a los hombres que a las mujeres. Con independencia de cómo una sociedad definiera «hombre» y «mujer», ser un hombre era siempre mejor. Las sociedades patriarcales educan a los hombres para que piensen y actúen de una manera masculina y a las mujeres para que piensen y actúen de una manera femenina, y castigan a todos los que se atrevan a cruzar estos límites. Pero no premian de igual manera a los que se amoldan. Las cualidades consideradas masculinas son más valoradas que las que se consideran femeninas, y los miembros de una sociedad que encarnan el ideal femenino obtienen menos cosas que los que ejemplifican el ideal masculino. En la salud y la educación de las mujeres se invierten menos recursos; las mujeres tienen menos oportunidades económicas, menos poder político y menos libertad de movimiento. El género es una carrera en la que algunos de los corredores compiten solo por la medalla de bronce.

Es cierto que un reducido grupo de mujeres han conseguido alcanzar la posición alfa, como Cleopatra de Egipto, la emperatriz Wu Zetian de China (c. 700 d.C.) e Isabel I de Inglaterra. Pero se trata de excepciones que confirman la regla. A lo largo de los cuarenta y cinco años de reinado de Isabel I, todos los miembros del Parlamento eran hombres, todos los oficiales de la marina y del ejército reales eran hombres, todos los jueces y abogados eran hombres, todos los obispos y arzobispos eran hombres, todos los teólogos y sacerdotes eran hombres, todos los médicos y cirujanos eran hombres, todos los estudiantes y profesores en todas las universidades y facultades eran hombres, todos los alcaldes y gobernadores eran hombres, y casi todos los escritores, arquitectos, poetas, filósofos, pintores, músicos y científicos eran hombres.

El patriarcado ha sido la norma en casi todas las sociedades agrícolas e industriales y ha resistido tenazmente a los cambios políticos, las revoluciones sociales y las transformaciones económicas. Egipto, por ejemplo, fue conquistado numerosas veces a lo largo de los siglos. Asirios, persas, macedonios, romanos, árabes, mamelucos, turcos e ingleses lo ocuparon… y su sociedad permaneció siempre patriarcal. Egipto fue gobernado por la ley faraónica, la ley griega, la ley romana, la ley musulmana, la ley otomana y la ley británica, y en todas ellas se discriminaba a las personas que no fueran «todo un hombre».

Puesto que el patriarcado es tan universal, no puede ser el producto de algún círculo vicioso que se pusiera en marcha por un acontecimiento casual. Vale la pena señalar que, incluso antes de 1492, la mayoría de las sociedades tanto en América como en Afroasia eran patriarcales, aunque habían permanecido sin contacto durante miles de años. Si el patriarcado en Afroasia fue el resultado de algún acontecimiento aleatorio, ¿por qué eran patriarcales los aztecas y los incas? Es mucho más probable que, aunque la definición precisa varía de una cultura a otra, exista alguna razón biológica universal por la que casi todas las culturas valoraban más la masculinidad que la feminidad. No sabemos cuál es la verdadera razón. Existen muchas teorías, pero ninguna de ellas es convincente.

POTENCIA MUSCULAR

La teoría más común señala el hecho de que los hombres son más fuertes que las mujeres, y que han usado su mayor potencia física para obligar a las mujeres a someterse. Una versión más sutil de esta afirmación aduce que su fuerza permite a los hombres monopolizar tareas que exigen un trabajo manual duro, como labrar y cosechar. Esto les da el control de la producción de alimentos, que a su vez se traduce en poder político.

El énfasis en la potencia muscular plantea dos problemas. Primero, la afirmación de que «los hombres son más fuertes que las mujeres» es cierta solo por término medio, y solo con relación a determinados tipos de fuerza. Por lo general, las mujeres son más resistentes al hambre, la enfermedad y la fatiga que los hombres. También hay muchas mujeres que pueden correr más veloces y levantar pesos más pesados que muchos hombres. Además, y lo que es más controvertido para esta teoría, a lo largo de la historia a las mujeres se las ha excluido principalmente de profesiones que requieren poco esfuerzo físico (como el sacerdocio, las leyes y la política), mientras que se han dedicado a tareas manuales duras en los campos, en la artesanía y en el hogar. Si el poder social se dividiera en relación directa con la fuerza física o el vigor, las mujeres tendrían una parte mayor del mismo.

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