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Parte IV. La revolución científica » 14. El descubrimiento de la ignorancia

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El descubrimiento de la ignorancia

Imaginemos que un campesino español se hubiera quedado dormido el año 1000 d.C. y se hubiera despertado 500 años después debido al estrépito producido por los marineros de Colón cuando subían a bordo de la Niña, la Pinta y la Santa María. El mundo en el que se habría despertado le hubiera parecido bastante familiar. A pesar de muchos cambios en tecnología, costumbres y fronteras políticas, este Rip van Winkle medieval se habría sentido como en casa. Pero si uno de los marineros de Colón hubiera caído en un sopor similar y se hubiera despertado al sentir la señal de llamada de un iPhone del siglo XXI, se habría sentido en un mundo extraño más allá de toda comprensión. «¿Acaso esto es el cielo? —podría haberse preguntado—. ¿O quizá el infierno?»

Los últimos 500 años han sido testigos de un crecimiento vertiginoso y sin precedentes del poder humano. En el año 1500, había unos 500 millones de Homo sapiens en todo el mundo. En la actualidad, hay 7.000 millones.[1] Se estima que el valor total en bienes y servicios producidos por la humanidad en el año 1500 fue de 250.000 millones de dólares de hoy día.[2] En la actualidad, el valor de un año de producción humana se acerca a los 60 billones de dólares.[3] En 1500, la humanidad consumía unos 13 billones de calorías de energía al día. En la actualidad, consumimos 1.500 billones de calorías diarias.[4] (Considere el lector de nuevo estas cifras: la población humana se ha multiplicado por 14, la producción por 240 y el consumo de energía por 115.)

Supongamos que un único barco de guerra moderno pudiera ser transportado hasta la época de Colón. En cuestión de segundos podría convertir en astillas a la Niña, la Pinta y la Santa María, y después hundir las flotas de guerra de todas las grandes potencias de la época sin recibir ni un rasguño. Cinco buques de carga modernos podrían llevar a bordo el cargamento que transportaban todas las flotas mercantes de la época.[5] Un ordenador moderno podría almacenar fácilmente las palabras y los números de todos los códices y pergaminos de todas las bibliotecas medievales, y aún le sobraría espacio. Cualquier banco grande de hoy en día contiene más dinero que el de todos los reinos premodernos juntos.[6]

En 1500, pocas ciudades tenían más de 100.000 habitantes. La mayoría de los edificios estaban construidos de barro, madera y paja; un edificio de tres pisos era un rascacielos. Las calles eran pistas de tierra con surcos, polvorientas en verano y fangosas en invierno, transitadas por peatones, caballos, cabras, gallinas y unas pocas carretas. Los ruidos urbanos más comunes eran voces humanas y animales, junto con el martillo y la sierra ocasionales. A la puesta de sol, el paisaje urbano se oscurecía, con solo una bujía o antorcha ocasionales que titilaban en la penumbra. Si un habitante de una ciudad de la época pudiera ver las modernas Tokio, Nueva York o Mumbai, ¿qué pensaría?

Antes del siglo XVI, ningún humano había circunnavegado la Tierra. Esto cambió en 1522, cuando la expedición de Magallanes regresó a España después de un viaje de 72.000 kilómetros. Les había llevado tres años y había costado la vida de casi todos los miembros de la expedición, incluido Magallanes. En 1873, Jules Verne pudo imaginar que Phileas Fogg, un rico aventurero inglés, podía dar la vuelta al mundo en 80 días. Hoy en día, cualquier persona con ingresos de clase media puede circunnavegar la Tierra de manera segura y fácil en solo cuarenta y ocho horas.

En 1500, los humanos estaban confinados a la superficie de la Tierra. Podían construir torres y escalar montañas, pero el cielo estaba reservado a las aves, los ángeles y las deidades. El 20 de julio de 1969, los humanos llegaron a la Luna. Esto no fue solo un acontecimiento histórico, sino una hazaña evolutiva e incluso cósmica. Durante los cuatro millones de años de evolución previos, ningún organismo consiguió siquiera abandonar la atmósfera de la Tierra, y ciertamente ninguno dejó la huella de un pie o de un tentáculo sobre la Luna.

Durante la mayor parte de la historia, los humanos no supieron nada del 99,99 por ciento de los organismos del planeta, a saber, los microorganismos. Y esto no era porque no fueran motivo de preocupación por nuestra parte. Cada uno de nosotros porta en su interior miles de millones de organismos unicelulares, y no solo como polizones. Son nuestros mejores amigos y nuestros enemigos más mortíferos. Algunos digieren nuestra comida y limpian nuestro tubo digestivo, mientras que otros causan enfermedades y epidemias. Pero no fue hasta 1674 que un ojo humano vio por primera vez un microorganismo, cuando Anton van Leeuwenhoek echó una ojeada a través del microscopio casero que él mismo había fabricado y se sorprendió al ver un mundo entero de seres minúsculos que se movían dentro de una gota de agua. Durante los 300 años siguientes, los humanos han conocido un número enorme de especies microscópicas. Hemos conseguido derrotar la mayoría de las enfermedades contagiosas más letales que causan, y hemos domeñado a los microorganismos y los hemos puesto al servicio de la medicina y la industria. Hoy en día modificamos bacterias para que produzcan medicamentos, fabriquen biocombustibles y maten parásitos.

Pero el momento único, más notable y definitorio de los últimos 500 años llegó a las 5.29.45 de la mañana del 16 de julio de 1945. En aquel preciso segundo, científicos estadounidenses detonaron la primera bomba atómica en Alamogordo, Nuevo México. A partir de aquel momento, la humanidad tuvo la capacidad no solo de cambiar el rumbo de la historia, sino de ponerle fin.

El proceso histórico que condujo a Alamogordo y a la Luna se conoce como revolución científica. Durante dicha revolución la humanidad ha obtenido nuevos y enormes poderes al invertir recursos en la investigación científica. Se trata de una revolución porque, hasta aproximadamente 1500 d.C., los humanos en todo el mundo dudaban de su capacidad para obtener nuevos poderes médicos, militares y económicos. Mientras que el gobierno y los mecenas ricos destinaban fondos para la educación y el estudio, el objetivo era, en general, conservar las capacidades existentes y no tanto adquirir otras nuevas. El típico gobernante premoderno daba dinero a los sacerdotes, los filósofos y los poetas con la esperanza de que legitimaran su gobierno y mantuvieran el orden social. No esperaba que descubrieran nuevos medicamentos, inventaran nuevas armas o estimularan el crecimiento económico.

El bucle de retroalimentación de la revolución científica. La ciencia necesita algo más que simplemente la investigación para producir progreso. Depende del refuerzo mutuo de la ciencia, la política y la economía. Las instituciones políticas y económicas proporcionan los recursos, sin los cuales la investigación científica sería casi imposible. A cambio, la investigación científica proporciona nuevos poderes que son usados, entre otras cosas, para obtener nuevos recursos, algunos de los cuales se reinvierten en investigación.

Durante los últimos cinco siglos, los humanos han creído cada vez más que podían aumentar sus capacidades si invertían en investigación científica. Esto no era solo cuestión de fe ciega: se había demostrado repetidamente de manera empírica. Cuantas más pruebas había, más dispuestas estaban las personas ricas y los gobiernos a invertir en ciencia. No hubiéramos podido nunca pasear sobre la Luna, modificar microorganismos y dividir el átomo sin estas inversiones. El gobierno de Estados Unidos, por ejemplo, ha destinado en las últimas décadas miles de millones de dólares al estudio de la física nuclear. El conocimiento que estas investigaciones han producido ha hecho posible la construcción de plantas de energía nuclear, que proporcionan electricidad barata a las industrias estadounidenses, que pagan impuestos al gobierno de Estados Unidos, que emplea algunos de dichos impuestos para financiar más investigaciones en física nuclear.

¿Por qué los humanos modernos desarrollaron una creencia creciente en su capacidad para obtener nuevos poderes mediante la investigación? ¿Qué fraguó la relación entre ciencia, política y economía? Este capítulo considera la naturaleza única de la ciencia moderna con el fin de proporcionar parte de la respuesta. En los dos capítulos siguientes se examinarán la formación de la alianza entre la ciencia, los imperios europeos y la economía del capitalismo.

IGNORAMUS

Los humanos han buscado comprender el universo al menos desde la revolución cognitiva. Nuestros antepasados invirtieron una gran cantidad de tiempo y esfuerzo en intentar descubrir las reglas que rigen el mundo natural. Pero la ciencia moderna difiere de todas las tradiciones previas de conocimiento en tres puntos fundamentales:

a. La disposición a admitir ignorancia. La ciencia moderna se basa en el precepto latino ignoramus: «no lo sabemos». Da por sentado que no lo sabemos todo. E incluso de manera más crítica, acepta que puede demostrarse que las cosas que pensamos que sabemos son erróneas a medida que obtenemos más conocimiento. Ningún concepto, idea o teoría son sagrados ni se hallan libres de ser puestos en entredicho.

b. La centralidad de la observación y de las matemáticas. Después de haber admitido ignorancia, la ciencia moderna pretende obtener nuevos conocimientos. Esto lo hace reuniendo observaciones y después empleando herramientas matemáticas para conectar dichas observaciones en teorías generales.

c. La adquisición de nuevos poderes. La ciencia moderna no se contenta con crear teorías. Usa dichas teorías con el fin de adquirir nuevos poderes, y en particular para desarrollar nuevas tecnologías.

La revolución científica no ha sido una revolución del conocimiento. Ha sido, sobre todo, una revolución de la ignorancia. El gran descubrimiento que puso en marcha la revolución científica fue el descubrimiento que los humanos no saben todas las respuestas a sus preguntas más importantes.

Las tradiciones premodernas del conocimiento, como el islamismo, el cristianismo, el budismo y el confucianismo, afirmaban que todo lo que era importante saber acerca del mundo ya era conocido. Los grandes dioses, o el único Dios todopoderoso, o los sabios del pasado, poseían la sabiduría que lo abarca todo, que nos revelaban en escrituras y tradiciones orales. Los mortales comunes y corrientes obtenían el saber al profundizar en estos textos y tradiciones antiguos y comprenderlos adecuadamente. Era inconcebible que la Biblia, el Corán o los Vedas fallaran en un secreto crucial del universo, y que este pudiera ser descubierto por criaturas de carne y hueso.

Las antiguas tradiciones del conocimiento solo admitían dos tipos de ignorancia. Primero, un individuo podía ignorar algo importante. Para obtener el conocimiento necesario, todo lo que tenía que hacer era preguntar a alguien más sabio. No había ninguna necesidad de descubrir algo que nadie sabía todavía. Por ejemplo, si un campesino de alguna aldea de la Castilla del siglo XIII quería saber cómo se originó la raza humana, suponía que la tradición cristiana poseía la respuesta definitiva. Todo lo que tenía que hacer era preguntarle al sacerdote local.

Segundo, toda una tradición podía ser ignorante de cosas sin importancia. Por definición, todo lo que los grandes dioses o los sabios del pasado no se preocuparon de decirnos carecía de importancia. Por ejemplo, si nuestro campesino castellano quería saber de qué manera las arañas tejen sus telarañas, no tenía sentido preguntarlo al sacerdote, porque no había ninguna respuesta a esta pregunta en ninguna de las Escrituras cristianas. Esto no significaba, sin embargo, que el cristianismo fuera deficiente. Significaba más bien que comprender de qué manera las arañas tejen sus telarañas no era importante. Después de todo, Dios sabía perfectamente bien la manera en que las arañas lo hacen. Si esta fuera una información vital, necesaria para la prosperidad y la salvación humanas, Dios hubiera incluido una amplia explicación en la Biblia.

El cristianismo no prohibía que la gente estudiara las arañas. Pero los estudiosos de las arañas (si acaso había alguno en la Europa medieval) tenían que aceptar su papel periférico en la sociedad y la irrelevancia de sus hallazgos para las verdades eternas del cristianismo. Con independencia de lo que un estudioso pudiera descubrir acerca de las arañas, o las mariposas, o los pinzones de las Galápagos, este conocimiento era trivial, sin relación con las verdades fundamentales de la sociedad, la política y la economía.

En realidad, las cosas no eran nunca tan sencillas. En cualquier época, incluso las más piadosas y conservadoras, hubo personas que argumentaron que había cosas importantes que toda su tradición ignoraba. Pero estas personas solían ser marginadas o perseguidas, o bien fundaron una nueva tradición y empezaron a afirmar que ellos sabían todo lo que hay que saber. Por ejemplo, el profeta Mahoma inició su carrera religiosa condenando a sus conciudadanos árabes por vivir en la ignorancia de la divina verdad. Pero el propio Mahoma muy pronto empezó a decir que él conocía toda la verdad, y sus seguidores empezaron a llamarle «el sello de los profetas». A partir de ahí, no había necesidad de revelaciones más allá de las que se habían dado a Mahoma.

La ciencia moderna es una tradición única de conocimiento, por cuanto admite abiertamente ignorancia colectiva en relación con las cuestiones más importantes. Darwin no dijo nunca que fuera «El sello de los biólogos», ni que resolviera el enigma de la vida de una vez por todas. Después de siglos de extensa investigación científica, los biólogos admiten que todavía no tienen una buena explicación para la manera en que el cerebro produce la conciencia. Los físicos admiten que no saben qué causó el big bang, o cómo reconciliar la mecánica cuántica con la teoría de la relatividad general.

En otros casos, teorías científicas en competencia son debatidas ruidosamente sobre la base de nuevas pruebas que aparecen constantemente. Un ejemplo básico son los debates acerca de cómo gestionar mejor la economía. Aunque individualmente los economistas pueden afirmar que su método es el mejor, la ortodoxia cambia con cada crisis financiera y con cada burbuja del mercado de valores, y se acepta de manera general que todavía tiene que decirse la última palabra en economía.

En otros casos, las teorías concretas son respaldadas de manera tan consistente por las pruebas de que se dispone que hace tiempo ya que todas las alternativas han sido descartadas. Dichas teorías se aceptan como ciertas, pero todo el mundo está de acuerdo en que, si aparecieran nuevas pruebas que contradijeran la teoría, esta tendría que revisarse o desestimarse. Un ejemplo de ello son las teorías de la tectónica de placas y de la evolución.

La buena disposición a admitir ignorancia ha hecho que la ciencia moderna sea más dinámica, adaptable e inquisitiva que cualquier otra tradición previa de conocimiento. Esto ha expandido enormemente nuestra capacidad de comprender cómo funciona el mundo y nuestra capacidad de inventar nuevas tecnologías. Sin embargo, nos plantea un problema serio, con el que la mayoría de nuestros antepasados no tuvieron que enfrentarse. Nuestra hipótesis actual de que no lo sabemos todo y que incluso el conocimiento que poseemos es provisorio, se extiende a los mitos compartidos que permiten que millones de extraños cooperen de manera efectiva. Si las pruebas demuestran que muchos de estos mitos son dudosos, ¿cómo podremos mantener a la sociedad unida? ¿Cómo podrán funcionar nuestras comunidades, nuestros países y el sistema internacional?

Todos los intentos modernos de estabilizar el orden sociopolítico no han tenido otra elección que basarse en uno de estos dos métodos no científicos.

a. Tomar una teoría científica y, en oposición a las prácticas científicas comunes, declarar que se trata de una verdad final y absoluta. Este fue el método empleado por los nazis (que afirmaban que sus políticas raciales eran los corolarios de hechos biológicos) y los comunistas (que afirmaban que Marx y Lenin habían conjeturado verdades económicas absolutas que nunca podrían ser refutadas).

b. Dejar fuera la ciencia y vivir según una verdad absoluta no científica. Esta ha sido la estrategia del humanismo liberal, que se basa en una creencia dogmática en el valor y los derechos únicos de los seres humanos, una doctrina que tiene embarazosamente muy poco en común con el estudio científico de Homo sapiens.

Pero esto no tendría que sorprendernos. Incluso la propia ciencia ha de basarse en creencias religiosas e ideológicas para justificar y financiar su investigación.

No obstante, la cultura moderna se ha mostrado dispuesta a aceptar la ignorancia en mucha mayor medida de lo que lo ha hecho ninguna cultura anterior. Una de las cosas que ha hecho posible que los órdenes sociales modernos se mantuvieran unidos es la expansión de una creencia casi religiosa en la tecnología y en los métodos de la investigación científica, que hasta cierto punto han sustituido a la creencia en verdades absolutas.

EL DOGMA CIENTÍFICO

La ciencia moderna no tiene dogma. Pero posee un núcleo común de métodos de investigación, todos los cuales se basan en recopilar observaciones empíricas (las que podemos observar con al menos uno de nuestros sentidos) y ponerlas juntas con ayuda de herramientas matemáticas.

A lo largo de la historia, la gente recopiló observaciones empíricas, pero por lo general la importancia de las mismas era limitada. ¿Por qué malgastar recursos preciosos para obtener nuevas observaciones cuando ya tenemos todas las respuestas que necesitamos? Pero cuando los individuos modernos admitieron que no sabían las respuestas a algunas preguntas muy importantes, vieron necesario buscar un saber completamente nuevo. En consecuencia, el método moderno de investigación científica dominante da por sentada la insuficiencia del conocimiento antiguo. En lugar de estudiar antiguas tradiciones, ahora se pone el énfasis en nuevas observaciones y experimentos. Cuando la observación actual choca frontalmente con la tradición pasada, damos prioridad a la observación. Desde luego, los físicos que analizan los espectros de galaxias distantes, los arqueólogos que analizan los hallazgos de una ciudad de la Edad del Bronce y los politólogos que estudian la aparición del capitalismo no desdeñan la tradición. Empiezan estudiando qué es lo que han dicho y escrito los sabios del pasado. Pero desde su primer año en la facultad, a los aspirantes a físicos, arqueólogos y politólogos se les enseña que su misión es ir más allá de lo que Albert Einstein, Heinrich Schliemann y Max Weber llegaron a conocer.

Sin embargo, las meras observaciones no son conocimiento. Con el fin de comprender el universo necesitamos conectar observaciones en teorías generales. Las tradiciones iniciales solían formular sus teorías a través de relatos. La ciencia moderna usa las matemáticas.

Hay poquísimas ecuaciones, gráficos y cálculos en la Biblia, el Corán, los Vedas o los clásicos del confucianismo. Cuando las mitologías y escrituras tradicionales planteaban leyes generales, estas se presentaban en forma de narración y no en una fórmula matemática. Así, un principio fundamental de la religión maniquea afirmaba que el mundo es un campo de batalla entre el bien y el mal. Una fuerza maligna creó la materia, mientras que una fuerza buena creó el espíritu. Los humanos están atrapados entre estas dos fuerzas, y deben escoger el bien sobre el mal. Pero el profeta Mani (o Manes) no hizo intento alguno por ofrecer una fórmula matemática que pudiera emplearse para predecir las opciones humanas al cuantificar la intensidad respectiva de estas dos fuerzas. Nunca calculó que «la fuerza que actúa sobre un hombre es igual a la aceleración de su espíritu dividida por la masa de su cuerpo».

Esto es exactamente lo que los científicos buscan conseguir. En 1687, Isaac Newton publicó Principios matemáticos de la filosofía natural, del que puede afirmarse que es el libro más importante de la historia moderna. Newton presentó una teoría general del movimiento y el cambio. La grandeza de la teoría de Newton era su capacidad de explicar y predecir los movimientos de todos los cuerpos en el universo, desde las manzanas que caen hasta las estrellas fugaces, usando tres leyes matemáticas muy sencillas:

A partir de entonces, quien quisiera comprender y predecir el movimiento de una bala de cañón o de un planeta, tenía simplemente que tomar medidas de la masa, la dirección y la aceleración del objeto, y de las fuerzas que actúan sobre el mismo. Insertando dichos números en las ecuaciones de Newton, se podía predecir la posición futura del objeto. Funcionaba como por arte de magia. Solo hacia finales del siglo XIX, los científicos realizaron algunas observaciones que no encajaban con las leyes de Newton, y estas condujeron a la siguiente revolución en física: la teoría de la relatividad y la mecánica cuántica.

Newton demostró que el libro de la naturaleza está escrito en el lenguaje de las matemáticas. Algunos capítulos (por ejemplo) se resumen en una ecuación bien definida; pero los estudiosos que intentaron reducir la biología, la economía y la psicología a pulcras ecuaciones newtonianas descubrieron que estos campos poseen un nivel de complejidad que hace que dicha aspiración sea fútil. Sin embargo, esto no significa que abandonaran las matemáticas. A lo largo de los últimos 200 años se desarrolló una rama de las matemáticas para tratar los aspectos más complejos de la realidad: la estadística.

En 1744, dos pastores presbiterianos de Escocia, Alexander Webster y Robert Wallace, decidieron establecer un fondo de seguro de vida que proporcionara pensiones a las viudas y huérfanos de pastores muertos. Propusieron que cada uno de sus pastores de la Iglesia aportara una pequeña porción de su salario al fondo, que invertiría el dinero. Si un pastor moría, su viuda recibiría los dividendos de los intereses del fondo. Ello le permitiría vivir confortablemente el resto de su vida. Pero para determinar cuánto tenían que pagar los pastores para que el fondo tuviera dinero suficiente para cumplir con sus obligaciones, Webster y Wallace tenían que poder predecir cuántos pastores morirían cada año, cuántas viudas y huérfanos dejarían y cuántos años sobrevivirían las viudas a sus maridos.

Tome nota el lector de lo que no hicieron los dos sacerdotes. No rezaron a Dios para que les revelara la respuesta. Tampoco buscaron una respuesta en las Sagradas Escrituras o entre las obras de los teólogos antiguos. Y tampoco se enzarzaron en una disputa teológica abstracta. Al ser escoceses, eran tipos prácticos. De modo que contactaron con un profesor de matemáticas de la Universidad de Edimburgo, Colin Maclaurin. Los tres recopilaron datos sobre la edad a la que moría la gente y los usaron para calcular cuántos pastores era probable que fallecieran en cualquier año concreto.

Su obra se basaba en varios descubrimientos recientes en los ámbitos de la estadística y las probabilidades. Uno de ellos era la ley de los grandes números, de Jakob Bernoulli. Bernoulli había codificado el principio de que, aunque podía ser difícil predecir con certeza un único acontecimiento, como la muerte de una persona concreta, era posible predecir con gran precisión el resultado promedio de muchos acontecimientos similares. Es decir, aunque Maclaurin no podía usar las matemáticas para predecir si Webster y Wallace morirían al año siguiente sí que podía, si disponía de datos suficientes, decirles a Webster y Wallace cuántos pastores presbiterianos en Escocia morirían al año siguiente, casi con total certeza.

Por suerte, disponían de datos al respecto que podían usar. Las tablas de actuarios publicadas 50 años antes por Edmond Halley resultaron ser particularmente útiles. Halley había analizado los registros de 1.238 nacimientos y 1.174 muertes que obtuvo de la ciudad de Breslau, Alemania. Las tablas de Halley hicieron posible ver que, por ejemplo, una persona de 20 años de edad tiene una probabilidad entre 100 (1:100) de morir en un determinado año, pero que una persona de 50 años tiene una probabilidad de 1:39.

Después de procesar estos números, Webster y Wallace concluyeron que, por término medio, habría 930 pastores presbiterianos vivos en cualquier momento dado, y que un promedio de 27 pastores morirían cada año, y que a 18 de ellos les sobreviviría su viuda. Cinco de los que no dejarían viudas dejarían huérfanos, y dos de los que tendrían viudas que les sobrevivirían dejarían asimismo hijos vivos de matrimonios previos que todavía no habrían alcanzado los dieciséis años de edad. Calcularon además cuánto tiempo era probable que transcurriera hasta que las viudas murieran o se volvieran a casar (en ambas eventualidades, el pago de las pensiones cesaría). Estas cifras permitieron que Webster y Wallace determinaran cuánto dinero tenían que pagar los pastores que se incorporaran a su fondo para proveer a sus personas queridas. Contribuyendo con 2 libras, 12 chelines y 2 peniques al año, un pastor podía garantizar que su esposa viuda recibiera al menos 10 libras al año, una gran suma en aquella época. Si creía que esto no sería suficiente, podía escoger pagar más, hasta un máximo de 6 libras, 11 chelines y 3 peniques al año, lo que garantizaría a su viuda la cantidad todavía mejor de 25 libras al año.

Según sus cálculos, el Fondo para la Provisión para las Viudas e Hijos de los Pastores de la Iglesia de Escocia tendría, para el año 1765, un capital total de 58.348 libras esterlinas. Sus cálculos resultaron ser asombrosamente exactos. Cuando llegó aquel año, el capital del fondo se elevaba a 58.347: ¡solo una libra menos que la predicción! Esto era mejor incluso que las profecías de Habacuc, Jeremías o san Juan. Hoy en día, el fondo de Webster y Wallace, conocido simplemente como Viudas Escocesas, es una de las mayores compañías de pensiones y seguros del mundo. Con activos por un valor de 100.000 millones de libras, asegura no solo a las viudas escocesas, sino a quienquiera que esté dispuesto a comprar sus planes de pensiones.[7]

Cálculos de probabilidades como los que emplearon los dos pastores escoceses se convirtieron en los cimientos no solo de la ciencia actuarial, que es fundamental para el negocio de las pensiones y los seguros, sino también para la ciencia de la demografía (fundada por otro clérigo, el anglicano Robert Malthus). A su vez, la demografía fue la piedra angular sobre la que Charles Darwin (que a punto estuvo de convertirse en pastor anglicano) construyó su teoría de la evolución. Mientras que no hay ecuaciones que predigan qué tipo de organismo evolucionará bajo un conjunto específico de condiciones, los genetistas usan el cálculo de probabilidades para computar la verosimilitud de que una determinada mutación se extienda en una población dada. Modelos probabilísticos similares han resultado fundamentales para la economía, la sociología, la psicología, la ciencia política y las demás ciencias sociales y naturales. Incluso la física acabó por suplementar las ecuaciones clásicas de Newton con las nubes de probabilidad de la mecánica cuántica.

Tenemos que considerar simplemente la historia de la educación para darnos cuenta de lo lejos que nos ha llevado este proceso. A lo largo de la mayor parte de la historia, las matemáticas eran un campo esotérico que incluso las personas cultas rara vez estudiaban seriamente. En la Europa medieval, la lógica, la gramática y la retórica formaban el núcleo educativo, mientras que la enseñanza de las matemáticas rara vez iba más allá de la simple aritmética y la geometría. Nadie estudiaba estadística. El monarca indiscutible de todas las ciencias era la teología.

En la actualidad, pocos estudiantes estudian retórica; la lógica está restringida a los departamentos de filosofía, y la teología a los seminarios. Pero cada vez más estudiantes se sienten motivados (o se ven obligados) a estudiar matemáticas. Hay una tendencia irresistible hacia las ciencias exactas (que se definen como «exactas» por su uso de herramientas matemáticas). Incluso campos de estudio que tradicionalmente eran parte de las humanidades, como el estudio del lenguaje humano (lingüística) y la psique humana (psicología) se basan cada vez más en las matemáticas e intentan presentarse como ciencias exactas. Los cursos de estadística son hoy parte de los requerimientos básicos no solo en física y biología, sino también en psicología, sociología, economía y ciencia política.

En el programa de cursos del departamento de psicología de mi universidad, el primer curso obligatorio en el currículo es «Introducción a la estadística y metodología en investigación psicológica». Los estudiantes de psicología de segundo curso han de estudiar «Métodos estadísticos en la investigación psicológica». Confucio, Buda, Jesús y Mahoma se habrían sentido desconcertados si se les hubiera dicho que, con el fin de comprender el alma humana y curar sus dolencias, primero hay que estudiar estadística.

SABER ES PODER

A la mayoría de la gente le cuesta digerir la ciencia moderna porque su lenguaje matemático es difícil de captar por nuestra mente, y sus hallazgos suelen contradecir el sentido común. De los 7.000 millones de personas que hay en el mundo, ¿cuántas comprenden realmente la mecánica cuántica, la biología celular o la macroeconomía? No obstante, la ciencia goza de un enorme prestigio debido a los nuevos poderes que nos proporciona. Puede que los presidentes y los generales no comprendan la física nuclear, pero saben muy bien lo que pueden hacer las bombas nucleares.

En 1620, Francis Bacon publicó un manifiesto científico titulado Novum organum. En él razonaba que «saber es poder». La prueba real del «saber» no es si es cierto, sino si nos confiere poder. Los científicos suelen asumir que no hay teoría que sea cien por cien correcta. En consecuencia, la verdad es una prueba inadecuada para el conocimiento. La prueba real es la utilidad. Una teoría que nos permita hacer cosas nuevas constituye saber.

A lo largo de los siglos, la ciencia nos ha ofrecido muchas herramientas nuevas. Algunas son herramientas mentales, como las empleadas para predecir las tasas de mortalidad y el crecimiento económico. Más importantes todavía son las herramientas tecnológicas. La relación forjada entre ciencia y tecnología es tan fuerte que hoy se suele confundir ambas cosas. Tendemos a pensar que es imposible desarrollar nuevas tecnologías sin investigación científica, y que la investigación tiene poco sentido si no produce nuevas tecnologías.

En realidad, la relación entre ciencia y tecnología es un fenómeno muy reciente. Antes de 1500, la ciencia y la tecnología eran campos completamente separados. Cuando Bacon las relacionó a principios del siglo XVII, fue una idea revolucionaria. Durante los siglos XVII y XVIII, dicha relación se estrechó, pero el nudo no se ató hasta el siglo XIX. Incluso en 1800, la mayoría de los gobernantes que querían un ejército poderoso, y la mayoría de los magnates de los negocios que deseaban unas empresas prósperas, no se preocupaban de financiar la investigación en física, biología o economía.

No pretendo afirmar que no haya ninguna excepción a esta regla. Un buen historiador puede encontrar precedentes para todo. Pero un historiador todavía mejor sabe cuándo estos precedentes no son más que curiosidades que enmascaran el panorama global. Hablando de manera general, la mayoría de los gobernantes y de los hombres de negocios premodernos no financiaron investigaciones acerca de la naturaleza del universo con el fin de desarrollar nuevas tecnologías, y la mayoría de los pensadores no intentaron traducir sus descubrimientos en artilugios tecnológicos. Los mandatarios financiaron instituciones educativas cuyo mandato era extender el saber tradicional con el fin de apuntalar el orden existente.

Aquí y allí se desarrollaron, efectivamente, nuevas tecnologías, pero por lo general estas fueron creadas por artesanos incultos que utilizaban la prueba y el error, y no por eruditos que realizaban investigaciones científicas sistemáticas. Los fabricantes de carretas construían año tras año las mismas carretas a partir de los mismos materiales. No apartaban un porcentaje de sus beneficios anuales con el fin de investigar y desarrollar nuevos modelos de carretas. Ocasionalmente, el diseño de carretas mejoraba, pero por lo común era gracias al ingenio de algún carpintero local que nunca había puesto el pie en una universidad y ni siquiera sabía leer.

Esto era tan cierto para el sector público como para el privado. Aunque los estados modernos piden a sus científicos que les proporcionen soluciones en casi todas las áreas de la política nacional, desde la energía a la salud y a la eliminación de residuos, los antiguos reinos rara vez lo hacían. El contraste entre entonces y ahora es más pronunciado en la fabricación de armamento. Cuando el presidente saliente Dwight Eisenhower advertía en 1961 del poder creciente del complejo militar-industrial, dejó fuera parte de la ecuación. Debió de alertar a su país acerca del complejo militar-industrial-científico, porque las guerras de hoy en día son producciones científicas. Las fuerzas militares del mundo inician, financian y dirigen una gran parte de la investigación científica y del desarrollo tecnológico de la humanidad.

Cuando la Primera Guerra Mundial quedó empantanada en una interminable guerra de trincheras, ambos bandos convocaron a los científicos para que rompieran el empate y salvaran a sus respectivos países. Los hombres de blanco respondieron a la llamada, y de los laboratorios surgió un torrente constante de nuevas armas maravillosas: aviones de combate, gas venenoso, tanques, submarinos y ametralladoras, piezas de artillería, rifles y bombas cada vez más eficaces.

La ciencia desempeñó un papel incluso mayor en la Segunda Guerra Mundial. A finales de 1944, Alemania perdía la guerra y la derrota era inminente. Un año antes, los aliados de los alemanes, los italianos, habían hecho caer a Mussolini y se habían rendido a los Aliados. Pero Alemania siguió combatiendo, aunque los ejércitos británico, norteamericano y soviético la estaban rodeando. Una de las razones por las que los soldados y civiles alemanes pensaron que no todo estaba perdido era que creían que los científicos alemanes estaban a punto de cambiar el curso de los acontecimientos con las llamadas armas milagrosas, como el cohete V2 y los aviones de propulsión a chorro.

Mientras los alemanes trabajaban en cohetes y aviones de propulsión a chorro, el Proyecto Manhattan estadounidense desarrolló con éxito bombas atómicas. Cuando la bomba estuvo lista, a principios de agosto de 1945, Alemania ya se había rendido, pero Japón seguía luchando. Las fuerzas estadounidenses estaban a punto de invadir las islas del país. Los japoneses prometieron solemnemente resistir la invasión y luchar hasta la muerte, y todo indicaba que no se trataba de una simple amenaza. Los generales estadounidenses le dijeron al presidente Harry S. Truman que una invasión de Japón costaría la vida a un millón de soldados estadounidense y prolongaría la guerra hasta bien entrado 1946. Truman decidió utilizar la nueva bomba. Dos semanas y dos bombas atómicas después, Japón se rindió sin condiciones y la guerra terminó.

Sin embargo, la ciencia no solo trata de armas ofensivas. También desempeña un papel principal en nuestras defensas. Hoy en día, muchos norteamericanos creen que la solución al terrorismo es tecnológica y no política. Solo hay que dar unos millones más a la industria nanotecnológica y Estados Unidos podrá enviar moscas biónicas espías a todas y cada una de las cuevas afganas, reductos yemeníes y campamentos norteafricanos. Una vez que esto se haya conseguido, los herederos de Osama bin Laden no podrán tomar una copa de café sin que una mosca espía de la CIA transmita esta información vital a la sede central de Langley. Destinemos otros millones a la investigación del cerebro y cada aeropuerto podrá estar equipado con escáneres de fMRI que puedan reconocer de inmediato pensamientos iracundos y de odio en el cerebro de las personas. ¿Funcionará realmente? Quién sabe. ¿Es juicioso desarrollar moscas biónicas y escáneres que lean el pensamiento? No necesariamente. Sea como sea, mientras el lector lee estas líneas, el Departamento de Defensa de Estados Unidos está transfiriendo millones de dólares a los laboratorios de nanotecnología y del cerebro para que trabajen sobre estas y otras ideas.

Esta obsesión con la tecnología militar (desde los tanques a las bombas atómicas y a las moscas espía) es un fenómeno sorprendentemente reciente. Hasta el siglo XIX, la inmensa mayoría de las revoluciones militares eran el producto de cambios de organización y no tecnológicos. Cuando civilizaciones extrañas se encontraron por primera vez, las brechas tecnológicas desempeñaron a veces un importante papel. Pero incluso en tales casos, pocos pensaron en crear o ampliar deliberadamente dichas brechas. La mayoría de los imperios no surgieron gracias a la magia tecnológica, y sus líderes no pensaron demasiado en la mejora tecnológica. Los árabes no derrotaron al Imperio sasánida gracias a arcos o espadas superiores, los selyúcidas no gozaban de ventaja tecnológica sobre los bizantinos, y los mongoles no conquistaron China con ayuda de alguna nueva e ingeniosa arma. En realidad, en todos estos casos los vencidos disponían de una tecnología militar y civil superior.

El ejército romano es un buen ejemplo de ello. Era el mejor ejército de su época pero, desde el punto de vista tecnológico, Roma no tenía ventaja sobre Cartago, Macedonia o el Imperio selyúcida. Su ventaja residía en una organización eficiente, una disciplina férrea y enormes reservas de efectivos militares. El ejército romano nunca estableció un departamento de investigación y desarrollo, y sus armas fueron más o menos las mismas a lo largo de varios siglos. Si las legiones de Escipión Emiliano (el general que arrasó Cartago y derrotó a los numantinos en el siglo II a.C.) hubieran aparecido de repente 500 años más tarde en la era de Constantino el Grande, Escipión habría tenido una clara probabilidad de vencer a Constantino. Imaginemos ahora qué le habría sucedido a un general de hace algunos siglos, digamos que Napoleón, si hubiera mandado su ejército contra una brigada acorazada moderna. Napoleón era un estratega brillante, y sus hombres eran excelentes profesionales, pero sus habilidades habrían sido inútiles frente a las armas modernas.

Tal como ocurría en Roma, también en la antigua China la mayoría de los generales y filósofos no pensaban que fuera su deber desarrollar nuevas armas. El invento militar más importante en la historia de China fue la pólvora. Pero, hasta donde sabemos, la pólvora se inventó por accidente, por parte de alquimistas taoístas que buscaban el elixir de la vida. La carrera subsiguiente de la pólvora es todavía más reveladora. Se podría pensar que los alquimistas taoístas habrían convertido a China en dueña del mundo. En realidad, los chinos emplearon el nuevo compuesto principalmente para fabricar petardos. Incluso cuando el Imperio Song se hundía ante una invasión mongola, ningún emperador estableció un Proyecto Manhattan medieval para salvar el imperio mediante el invento de un arma apocalíptica. Solo en el siglo XV (unos 600 años después de la invención de la pólvora), los cañones se convirtieron en un factor decisivo en los campos de batalla de Afroasia. ¿Por qué se tardó tanto en poner el mortífero potencial de esta sustancia al servicio del uso militar? Porque apareció en una época en la que ni reyes, ni sabios, ni mercaderes pensaron que una nueva tecnología militar podría salvarlos o hacerlos ricos.

La situación empezó a cambiar en los siglos XV y XVI, pero tuvieron que pasar otros 200 años antes de que la mayoría de los gobernantes demostraran algún interés por financiar la investigación y el desarrollo de nuevas armas. La logística y la estrategia continuaron teniendo un impacto mucho mayor en el resultado de las guerras que la tecnología. La máquina militar napoleónica que aplastó a los ejércitos de las potencias europeas en Austerlitz (1805) estaba dotada con el mismo armamento, más o menos, que había usado el ejército de Luis XVI. El propio Napoleón, a pesar de ser un artillero, tenía poco interés por las armas modernas, aunque científicos e inventores intentaron persuadirlo para que financiara el desarrollo de máquinas voladoras, submarinos y cohetes.

La ciencia, la industria y la tecnología militar solo se entrelazaron con la llegada del sistema capitalista y de la revolución industrial. Sin embargo, una vez que se hubo establecido dicha relación, el mundo se transformó rápidamente.

EL IDEAL DE PROGRESO

Hasta la revolución científica, la mayoría de las culturas no creían en el progreso. Pensaban que la Edad de Oro era cosa del pasado, y que el mundo se había estancado, si no algo peor. La fidelidad estricta a la sabiduría de los siglos quizá podría devolver los buenos tiempos pasados, y era concebible que el ingenio humano pudiera mejorar esta o aquella faceta de la vida cotidiana. Sin embargo, se consideraba imposible que los conocimientos prácticos humanos resolvieran los problemas fundamentales del mundo. Si Mahoma, Jesús, Buda y Confucio (que sabían todo lo que hay que saber) fueron incapaces de erradicar el hambre, la enfermedad, la pobreza y la guerra en el mundo, ¿cómo podíamos esperar hacerlo nosotros?

Muchas religiones creían que algún día aparecería un mesías y acabaría con todas las guerras y hambrunas e incluso con la muerte misma. Pero la idea de que la humanidad podía hacer esto descubriendo nuevos conocimientos e inventando nuevas herramientas era peor que ridícula: era arrogancia. El relato de la Torre de Babel, el relato de Ícaro, el relato del Golem, e innumerables mitos enseñaban a la gente que cualquier intento de ir más allá de las limitaciones humanas conduciría inevitablemente al desengaño y al desastre.

Cuando la cultura moderna admitió que había muchas cosas importantes que todavía no sabía, y cuando esta admisión de ignorancia se unió a la idea de que los descubrimientos científicos nos podrían proporcionar nuevos poderes, la gente empezó a sospechar que, después de todo, el progreso real podía ser posible. Cuando la ciencia empezó a resolver un problema insoluble tras otro, muchos se convencieron de que la humanidad podía solucionar todos y cada uno de los problemas mediante la adquisición y aplicación de nuevos conocimientos. La pobreza, la enfermedad, las guerras, las hambrunas, la muerte misma, no eran el destino inevitable de la humanidad. Eran simplemente los frutos de nuestra ignorancia.

Un ejemplo famoso es el rayo. Muchas culturas creían que el rayo era el martillo de un dios enfurecido que empleaba para castigar a los pecadores. A mediados del siglo XVIII, en uno de los experimentos más célebres de la historia, Benjamin Franklin hizo volar una cometa durante una tormenta con relámpagos para comprobar la hipótesis de que el rayo es simplemente una corriente eléctrica. Las observaciones empíricas de Franklin, unidas a su conocimiento de las cualidades de la energía eléctrica, le permitieron inventar el pararrayos y desarmar a los dioses.

La pobreza es otro ejemplo pertinente. Muchas culturas han considerado que la pobreza es una parte ineludible de este mundo imperfecto. Según el Nuevo Testamento, poco antes de la crucifixión, una mujer ungió a Jesús con aceite precioso que valía 300 denarios. Los discípulos de Jesús reprendieron a la mujer por gastar esa enorme suma de dinero en lugar de dárselo a los pobres, pero Jesús la defendió diciendo: «Pobres siempre los tenéis con vosotros, y cuando queráis podéis hacerles bien; pero a mí no siempre me tenéis» (Marcos, 14,7). Hoy en día, cada vez menos gente, incluidos cada vez menos cristianos, están de acuerdo con Jesús sobre este asunto. De manera creciente, se considera que la pobreza es un problema técnico susceptible de intervención. Es algo compartido por la mayoría que las políticas basadas en los últimos hallazgos en agronomía, economía, medicina y sociología pueden eliminar la pobreza.

Y es cierto que muchas partes del mundo ya se han visto liberadas de las peores formas de privación. A lo largo de la historia, las sociedades han padecido dos tipos de pobreza: la pobreza social, que impide que algunas personas tengan las oportunidades de las que otros disponen; y la pobreza biológica, que pone en riesgo la vida de los individuos debido a la falta de sustento y refugio. Quizá la pobreza social nunca se podrá erradicar, pero en muchos países de todo el mundo la pobreza biológica es cosa del pasado.

Hasta hace muy poco, la mayoría de las personas se hallaban muy cerca de la línea de pobreza biológica, por debajo de la cual a una persona le faltan las calorías suficientes para mantener la vida durante mucho tiempo. Incluso pequeños errores de cálculo o pequeñas desgracias podían poner fácilmente a la gente por debajo de dicha línea, en la inanición. Los desastres naturales y las calamidades causadas por el hombre hundieron a menudo en el abismo a poblaciones enteras, provocando la muerte de millones de personas. Hoy en día, la mayoría de los habitantes del mundo tienen tendida bajo ellos una red de seguridad. Los individuos están protegidos de las desgracias personales por los seguros, la Seguridad Social promovida por el Estado y por una plétora de ONG locales e internacionales. Cuando la calamidad azota a una región entera, los programas de asistencia procedentes de todo el mundo suelen tener éxito en evitar lo peor. Las personas todavía padecen numerosas degradaciones, humillaciones y enfermedades relacionadas con la pobreza, pero en la mayoría de los países nadie se muere de hambre. En realidad, en muchas sociedades hay más gente en peligro de morir de obesidad que de hambre.

EL PROYECTO GILGAMESH

De todos los problemas ostensiblemente insolubles de la humanidad, hay uno que continúa siendo el más fastidioso, interesante e importante: el problema de la muerte. Antes de la era moderna tardía, la mayoría de las religiones e ideologías daban por sentado que la muerte era nuestro destino inevitable. Además, la mayoría de las confesiones convirtieron la muerte en la principal fuente de sentido en la vida. Intente el lector imaginar el islamismo, el cristianismo o la religión del antiguo Egipto en un mundo sin la muerte. Estas religiones enseñaban a la gente que tenían que aceptar la muerte y depositar sus esperanzas en la vida después de la muerte, en lugar de intentar superar la muerte e intentar vivir para siempre aquí en la Tierra. Las mejores mentes se concentraban en dar sentido a la muerte, no en intentar escapar de ella.

Este tema lo recoge el mito más antiguo que ha llegado hasta nosotros; el mito de Gilgamesh del antiguo Sumer. Su héroe es el hombre más fuerte y hábil del mundo, el rey Gilgamesh de Uruk, que podía vencer a cualquiera en combate. Un día, el mejor amigo de Gilgamesh, Enkidu, murió. Gilgamesh se sentó junto al cadáver y lo observó durante muchos días, hasta que vio que un gusano salía de la nariz de su amigo. En aquel momento, Gilgamesh fue presa del terror, y decidió que él nunca moriría. De alguna manera, encontraría el modo de vencer a la muerte. Gilgamesh emprendió entonces un viaje hasta los confines del universo, matando leones, luchando contra hombres escorpión y encontrando el camino hacia el infierno. Allí hizo añicos a los gigantes de piedra de Urshanabi y al barquero del río de los muertos, y encontró a Utnapishtim, el último superviviente del diluvio primordial. Pero Gilgamesh fracasó en su búsqueda. Volvió a su hogar con las manos vacías, tan mortal como siempre, pero con una nueva muestra de sabiduría. Cuando los dioses crearon al hombre, había descubierto Gilgamesh, dispusieron que la muerte fuera el destino inevitable del hombre, y el hombre ha de aprender a vivir con ello.

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