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Parte IV. La revolución científica » 15. El matrimonio de ciencia e imperio

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El matrimonio de ciencia e imperio

¿A qué distancia se halla el Sol de la Tierra? Esta es una cuestión que intrigó a muchos astrónomos de principios de la edad moderna, en particular después de que Copérnico argumentara que es el Sol, y no la Tierra, el que está situado en el centro del universo. Varios astrónomos y matemáticos intentaron calcular la distancia, pero sus métodos proporcionaban resultados que diferían mucho. A mediados del siglo XVIII se propuso finalmente un medio fiable para efectuar la medición. Cada pocos años, el planeta Venus pasa directamente entre el Sol y la Tierra. La duración del tránsito difiere cuando se observa desde puntos distantes de la superficie de la Tierra debido a las minúsculas diferencias en el ángulo según el cual el observador lo ve. Si se hicieran varias observaciones del mismo tránsito desde diferentes continentes, solo haría falta una trigonometría sencilla para calcular nuestra distancia exacta del Sol.

Los astrónomos predijeron que los siguientes tránsitos de Venus tendrían lugar en 1761 y 1769. De modo que desde Europa se enviaron expediciones a los cuatro confines del mundo con el fin de observar los tránsitos desde tantos puntos distantes como fuera posible. En 1761, los científicos observaron el tránsito desde Siberia, Norteamérica, Madagascar y Sudáfrica. Cuando se acercaba el tránsito de 1769, la comunidad científica europea realizó un esfuerzo supremo, y se enviaron científicos a gran distancia, como el norte de Canadá y California (que entonces era una tierra salvaje). La Royal Society de Londres llegó a la conclusión de que esto no era suficiente. Para obtener unos resultados más precisos era imperativo enviar a un astrónomo directamente al océano Pacífico sudoccidental.

La Royal Society acordó enviar a un eminente astrónomo, Charles Green, a Tahití, y no escatimó esfuerzos ni dinero. Pero, puesto que financiaba una expedición tan cara, no tenía sentido emplearla para hacer solo una única observación astronómica. Por lo tanto, a Green lo acompañaba un equipo de otros ocho científicos de diversas disciplinas, encabezado por los botánicos Joseph Banks y Daniel Solander. El equipo incluía asimismo artistas que tenían asignada la producción de dibujos de las nuevas tierras, plantas, animales y personas que los científicos sin duda encontrarían. Equipados con los instrumentos científicos más avanzados que Banks y la Royal Society podían adquirir, la expedición se puso bajo el mando del capitán James Cook, un marino experimentado, así como un consumado geógrafo y etnógrafo.

La expedición partió de Inglaterra en 1768, observó el tránsito de Venus desde Tahití en 1769, exploró varias islas del Pacífico, visitó Australia y Nueva Zelanda y volvió a Inglaterra en 1771. Aportó una enorme cantidad de datos astronómicos, geográficos, meteorológicos, botánicos, zoológicos y antropológicos. Sus descubrimientos supusieron contribuciones importantes a varias disciplinas, estimularon la imaginación de los europeos con asombrosos relatos del Pacífico Sur e inspiraron a futuras generaciones de naturalistas y astrónomos.

Uno de los campos que se benefició de la expedición de Cook fue el de la medicina. En aquella época, los barcos que se hacían a la mar hacia costas distantes sabían que más de la mitad de los miembros de su tripulación morirían en el viaje. La némesis no eran los nativos enfurecidos, los buques de guerra enemigos o la nostalgia. Era una dolencia misteriosa llamada escorbuto. Los hombres que padecían la dolencia se tornaban letárgicos y deprimidos, y sus encías y otros tejidos blandos sangraban. A medida que la enfermedad avanzaba, se les caían los dientes, aparecían llagas abiertas y tenían fiebre, se tornaban ictéricos y perdían el control de sus miembros. Se calcula que entre los siglos XVI y XVIII el escorbuto fue la causa de la muerte de alrededor de dos millones de marineros. Nadie sabía qué lo causaba, y no importa qué remedios se probaran, los marineros continuaban muriendo en gran número. El punto de inflexión llegó en 1747, cuando un médico escocés, James Lind, realizó un experimento controlado en marineros que padecían la enfermedad. Los separó en varios grupos y dio a cada grupo un tratamiento diferente. A uno de los grupos de prueba se le instruyó para que comiera cítricos, un remedio popular común para el escorbuto. Los pacientes de aquel grupo pronto se recuperaron. Lind no sabía qué tenían los cítricos y de qué carecía el cuerpo de los marineros, pero ahora sabemos que es la vitamina C. Una dieta habitual a bordo en aquella época carecía notablemente de los alimentos que son ricos en este nutriente esencial. En los viajes de larga duración los marineros solían subsistir a base de galletas y tasajo de buey, y casi no comían fruta ni hortalizas.

La Royal Navy no estaba convencida con los experimentos de Lind, pero James Cook sí lo estaba. Cargó en su barco una gran cantidad de chucrut y ordenó a sus marineros que comieran fruta fresca y hortalizas en abundancia cada vez que la expedición tocara tierra. Cook no perdió ni un solo marinero por causa del escorbuto. En las décadas que siguieron, todas las armadas del mundo adoptaron la dieta náutica de Cook, y se salvaron las vidas de numerosos marineros y pasajeros.[1]

Sin embargo, la expedición de Cook tuvo otro resultado, mucho menos benigno. Cook no solo era un marino y geógrafo experimentado, sino también un oficial naval. La Royal Society financió una gran parte de los gastos de la expedición, pero el barco lo había proporcionado la Royal Navy. La armada también contribuyó con 85 marinos y marines bien armados, y equipó el buque con artillería, mosquetes, pólvora y otro armamento. Gran parte de la información reunida por la expedición (en particular los datos astronómicos, geográficos, meteorológicos y antropológicos) eran de un valor político y militar evidente. El descubrimiento de un tratamiento efectivo para el escorbuto contribuyó en gran medida al control británico de los océanos del mundo y a su capacidad de enviar ejércitos al otro extremo del planeta. Cook reclamó para Gran Bretaña muchas de las islas y tierras que «descubrió», en especial Australia. La expedición de Cook sentó las bases de la ocupación británica del océano Pacífico sudoccidental; de la conquista de Australia, Tasmania y Nueva Zelanda; de la instalación de millones de europeos en las nuevas colonias; y del exterminio de sus culturas nativas y de la mayor parte de sus poblaciones autóctonas.[2]

En el siglo que siguió a la expedición de Cook, las tierras más fértiles de Australia y Nueva Zelanda fueron arrebatadas a sus habitantes por los colonos europeos. La población nativa se redujo en hasta un 90 por ciento y los supervivientes fueron sometidos a un duro régimen de opresión racial. Para los aborígenes de Australia y los maoríes de Nueva Zelanda, la expedición de Cook fue el principio de una catástrofe de la que jamás se han recuperado.

Un destino todavía peor corrieron los nativos de Tasmania. Después de haber sobrevivido durante 10.000 años en un aislamiento espléndido, fueron completamente aniquilados, hasta el último hombre, mujer y niño, al cabo de un siglo de la llegada de Cook. Los colonos europeos los expulsaron primero de las partes más ricas de la isla, y después, codiciando incluso las tierras salvajes que quedaban, los cazaron y los asesinaron de manera sistemática. Los pocos supervivientes fueron acosados con perros y conducidos a un campo de concentración evangélico, donde misioneros bienintencionados pero no particularmente razonables intentaron adoctrinarlos en las costumbres del mundo moderno. A los tasmanos se les instruyó en la lectura y la escritura, el cristianismo y varias «habilidades productivas», como coser ropa y labrar el campo. Pero se negaron a aprender. Se tornaron todavía más melancólicos, dejaron de tener hijos, perdieron todo interés por la vida y, finalmente, eligieron el único camino para huir del mundo moderno de la ciencia y el progreso: la muerte.

¡Qué lástima!, la ciencia y el progreso los persiguió incluso en la otra vida. Antropólogos y conservadores, en nombre de la ciencia, se apoderaron de los cadáveres de los últimos tasmanos. Fueron disecados, pesados y medidos, y analizados en artículos sabios. Después, cráneos y esqueletos fueron exhibidos en museos y colecciones antropológicas. No fue hasta 1976 que el Museo Tasmano aceptó enterrar el esqueleto de Truganini, la última tasmana nativa, que había muerto cien años antes. El Real Colegio Inglés de Cirujanos conservó muestras de su piel y pelo hasta 2002.

El buque de Cook, ¿fue una expedición científica protegida por una fuerza militar o una expedición militar a la que se unieron unos cuantos científicos? Esto es como preguntar si el depósito de gasolina de nuestro automóvil está medio lleno o medio vacío. Fue ambas cosas. La revolución científica y el imperialismo moderno eran inseparables. Personas como el capitán James Cook y el botánico Joseph Banks apenas podían distinguir la ciencia del imperio. Y tampoco pudo la infortunada Truganini.

¿POR QUÉ EUROPA?

El hecho de que gente procedente de una gran isla del Atlántico septentrional conquistaran una gran isla al sur de Australia es uno de los casos más extraños de la historia. No mucho antes de la expedición de Cook, las islas Británicas y Europa occidental en general no eran más que un rincón atrasado y distante del mundo mediterráneo. Allí nunca ocurrió nada de importancia. Incluso el Imperio romano (el único imperio europeo premoderno importante) obtenía la mayor parte de sus riquezas de sus provincias del norte de África, los Balcanes y Oriente Próximo. Las provincias romanas de Europa occidental eran un pobre salvaje oeste, que contribuía en poco, aparte de minerales y esclavos. La Europa septentrional era tan desolada y bárbara que ni siquiera valía la pena conquistarla.

Solo a finales del siglo XV, Europa se convirtió en sede de acontecimientos militares, políticos, económicos y culturales importantes. Entre 1500 y 1750, Europa occidental ganó ímpetu y se convirtió en dueña del «mundo exterior», es decir, de los dos continentes americanos y de los océanos. Pero incluso entonces, Europa no era rival para los grandes poderes de Asia. Los europeos consiguieron conquistar América y obtener la supremacía en el mar principalmente porque las potencias asiáticas demostraban poco interés en ello. Los inicios de la era moderna fueron una edad de oro para el Imperio otomano en el Mediterráneo, el Imperio safávida en Persia, el Imperio mogol en la India y las dinastías chinas Ming y Qing. Extendieron de manera importante sus territorios y gozaron de un crecimiento demográfico y económico sin precedentes. En 1775, Asia suponía el 80 por ciento de la economía mundial. Las economías combinadas de la India y China por sí solas representaban dos tercios de la producción global. En comparación, Europa era un enano económico.[3]

El centro global de poder no pasó a Europa hasta el período entre 1750 y 1850, cuando los europeos humillaron a las potencias asiáticas en una serie de guerras y conquistaron extensas partes de Asia. Hacia 1900, los europeos controlaban firmemente la economía mundial y la mayor parte de su territorio. En 1950, Europa occidental y Estados Unidos suponían en conjunto más de la mitad de la producción global, mientras que la porción de China se había reducido al 5 por ciento.[4] Bajo la égida europea surgió un nuevo orden global y una nueva cultura global. En la actualidad, todos los humanos son, en mucha mayor medida de lo que en general quieren admitir, europeos por su manera de vestir, de pensar y por sus gustos. Pueden ser ferozmente antieuropeos en su retórica, pero casi todo el mundo en el planeta ve la política, la medicina, la guerra y la economía con ojos europeos, y escucha música escrita al modo europeo con letras en idiomas europeos. Incluso la naciente economía china, que puede recuperar pronto su primacía global, está construida según un modelo europeo de producción y finanzas.

¿Cómo consiguieron los habitantes de este frío apéndice de Eurasia salir de su remoto rincón del globo y conquistar el mundo? A menudo se concede mucho crédito a los científicos de Europa. Es incuestionable que a partir de 1850 la dominación europea se basó en gran medida en el complejo militar-industrial-científico y en la magia tecnológica. Todos los imperios de la época moderna tardía que tuvieron éxito cultivaron la investigación científica con la esperanza de cosechar innovaciones tecnológicas, y muchos científicos invirtieron la mayor parte de su tiempo trabajando en armas, medicinas y máquinas para sus amos imperiales. Una expresión común entre los soldados europeos que se enfrentaban a enemigos africanos era: «Ocurra lo que ocurra, nosotros tenemos ametralladoras y ellos no». Las tecnologías civiles no eran menos importantes. Los alimentos enlatados alimentaban a los soldados, los ferrocarriles y barcos de vapor transportaban a los soldados y sus provisiones, mientras que un nuevo arsenal de medicinas curaba a los soldados, marinos e ingenieros de las locomotoras. Estos avances logísticos desempeñaron un papel más importante en la conquista europea de África que la ametralladora.

Sin embargo, esto no era así antes de 1850. El complejo militar-industrial-científico se hallaba todavía en su infancia; los frutos tecnológicos de la revolución científica estaban todavía verdes, y la brecha tecnológica entre las potencias europeas, asiáticas y africanas era pequeña. En 1770, James Cook disponía ciertamente de una tecnología mucho mejor que la de los aborígenes australianos, pero también disponían de ella los chinos y otomanos. ¿Por qué razón, pues, fue Australia explorada y colonizada por el capitán James Cook y no por el capitán Wan Zheng He o por el capitán Husein Pasha? Y más importante todavía, si en 1770 los europeos no tenían una ventaja tecnológica significativa sobre los musulmanes, indios y chinos, ¿cómo consiguieron en el siglo siguiente abrir semejante brecha entre ellos y el resto del mundo?

¿Por qué el complejo militar-industrial-científico floreció en Europa y no en la India? Cuando Gran Bretaña dio el gran salto adelante, ¿por qué Francia, Alemania y Estados Unidos la siguieron rápidamente, mientras que China quedaba rezagada? Cuando la brecha entre las naciones industriales y las no industriales se convirtió en un factor económico y político evidente, ¿por qué Rusia, Italia y Austria consiguieron salvarla, mientras que Persia, Egipto y el Imperio otomano fracasaron? Después de todo, la tecnología de la primera oleada industrial era relativamente simple. ¿Tan difícil era para los chinos o los otomanos diseñar máquinas de vapor, fabricar ametralladoras y tender vías férreas?

El primer ferrocarril comercial se inauguró con fines comerciales en 1830 en Gran Bretaña. En 1850, las naciones europeas estaban recorridas por casi 40.000 kilómetros de vías férreas, pero en todo el conjunto de Asia, África y América Latina solo había 4.000 kilómetros de vías. En 1880, Occidente se jactaba de tener más de 350.000 kilómetros de vías férreas, mientras que en el resto del mundo no había más de 35.000 kilómetros de líneas de tren (y la mayoría de ellas las tendieron los ingleses en la India).[5] La primera vía férrea en China no se inauguró hasta 1876. Tenía 25 kilómetros de longitud y la construyeron europeos; el gobierno chino la destruyó al año siguiente. En 1880, el Imperio chino no tenía ni un solo ferrocarril. La primera vía férrea en Persia se construyó en 1888, y conectaba Teherán con un lugar sagrado musulmán situado a unos 10 kilómetros al sur de la capital. La construyó y la gestionaba una compañía belga. En 1950, la red de ferrocarriles de Persia era solo de unos escasos 2.500 kilómetros, en un país cuyo tamaño es siete veces el de Gran Bretaña.[6]

Los chinos y los persas no carecían de inventos tecnológicos como las máquinas de vapor (que se podían copiar libremente, o comprar). Carecían de los valores, mitos, aparato judicial y estructuras sociopolíticas que tardaron siglos en cobrar forma y madurar en Occidente, y que no podían copiarse ni asimilarse rápidamente. Francia y Estados Unidos siguieron con celeridad los pasos de Gran Bretaña porque los franceses y los estadounidenses ya compartían los mitos y estructuras sociales más importantes de los británicos. Los chinos y los persas no pudieron darles alcance con tanta rapidez porque pensaban y organizaban sus sociedades de manera diferente.

Esta explicación arroja nueva luz sobre el período que va de 1500 a 1850. En esta época, Europa no gozó de ninguna ventaja obvia, tecnológica, política, militar o económica sobre las potencias asiáticas, pero el continente construyó un potencial único, cuya importancia se reveló de repente hacia 1850. La aparente igualdad entre Europa, China y el mundo musulmán en 1750 era un espejismo. Imaginemos a dos constructores, cada uno de los cuales construye atareadamente dos torres muy altas. Un constructor emplea madera y adobe, mientras que el otro emplea acero y hormigón. Al principio parece que no hay mucha diferencia entre los dos métodos, puesto que ambas torres crecen a un ritmo similar y alcanzan una altura parecida. Sin embargo, una vez que se traspasa un umbral crítico, la torre de madera y barro no puede soportar la tensión y se derrumba, mientras que la de acero y hormigón crece piso a piso, hasta donde alcanza la vista.

¿Qué potencial desarrolló Europa a principios del período moderno que le permitió dominar el mundo moderno tardío? Hay dos respuestas complementarias a esta pregunta: la ciencia moderna y el capitalismo. Los europeos estaban acostumbrados a pensar y a comportarse de una manera científica y capitalista aun antes de gozar de ninguna ventaja tecnológica significativa. Cuando empezó la bonanza tecnológica, los europeos la pudieron domeñar mucho mejor que nadie. De modo que no es en absoluto una coincidencia que la ciencia y el capitalismo formen la herencia más importante que el imperialismo europeo ha legado al mundo posteuropeo del siglo XXI. Europa y los europeos ya no gobiernan el mundo, pero la ciencia y el capital se hacen cada vez más fuertes. Las victorias del capitalismo se examinan en el capítulo siguiente. Este capítulo se dedica a la historia de amor entre el imperialismo europeo y la ciencia moderna.

LA MENTALIDAD DE CONQUISTA

La ciencia moderna floreció en los imperios europeos y gracias a ellos. La disciplina tiene evidentemente una enorme deuda con las antiguas tradiciones científicas, como las de la Grecia clásica, China, la India y el islam, pero su carácter único no empezó a tomar forma hasta el inicio del período moderno, de la mano de la expansión imperial de España, Portugal, Gran Bretaña, Francia, Rusia y los Países Bajos. Durante el período moderno temprano, chinos, indios, musulmanes, americanos nativos y polinesios continuaron haciendo contribuciones importantes a la revolución científica. Las intuiciones de los economistas árabes las estudiaron Adam Smith y Karl Marx, tratamientos que iniciaron doctores americanos nativos encontraron su camino hasta los textos médicos ingleses, y los datos extraídos de informadores polinesios revolucionaron la antropología occidental. Pero hasta mediados del siglo XX, las personas que compulsaron esta miríada de descubrimientos científicos, y en el proceso crearon disciplinas científicas, fueron las élites gobernantes e intelectuales de los imperios europeos globales. El Extremo Oriente y el mundo islámico produjeron mentes tan inteligentes y curiosas como las de Europa. Sin embargo, entre 1500 y 1950 no produjeron nada que se acerque remotamente a la física newtoniana o a la biología darwiniana.

Esto no significa que los europeos tengan un gen único para la ciencia, o que vayan a dominar para siempre el estudio de la física y la biología. De la misma manera que el islam empezó como un monopolio árabe pero del que posteriormente se apoderaron turcos y persas, la ciencia moderna empezó como una especialidad europea, si bien en la actualidad se está convirtiendo en una empresa multiétnica.

¿Qué forjó el lazo histórico entre la ciencia moderna y el imperialismo europeo? La tecnología fue un factor importante en los siglos XIX y XX, pero en los inicios de la era moderna tuvo una importancia relativa. El factor clave fue que el botánico que buscaba plantas y el oficial naval que buscaba colonias compartían una manera de pensar similar. Tanto el científico como el conquistador empezaron admitiendo ignorancia al decir: «No sé qué es lo que hay allá fuera». Ambos se sintieron impulsados a ir allá y hacer nuevos descubrimientos. Y ambos confiaban en que el nuevo conocimiento que así adquirirían les convertiría en dueños del mundo.

El imperialismo europeo fue completamente distinto a todos los demás proyectos imperiales de la historia. Los anteriores buscadores de imperios solían suponer que ya comprendían el mundo. La conquista simplemente utilizaba y extendía su visión del mundo. Los árabes, para citar un ejemplo, no conquistaron Egipto, Iberia o la India con el fin de descubrir algo que no conocían. Los romanos, mongoles y aztecas conquistaron vorazmente nuevas tierras en busca de poder y riquezas, no de saber. En cambio, los imperialistas europeos se dirigieron hacia lejanas costas con la esperanza de obtener nuevos conocimientos junto con los nuevos territorios.

James Cook no fue el primer explorador que pensó de esta manera. Los viajeros portugueses y españoles de los siglos XV y XVI ya lo habían hecho. El príncipe Enrique el Navegante y Vasco da Gama exploraron las costas de África y, mientras lo hacían, tomaron el control de islas y puertos. Cristóbal Colón «descubrió» América, e inmediatamente reclamó la soberanía de las nuevas tierras para los reyes de España. Fernando de Magallanes encontró una ruta para circunnavegar el mundo, y simultáneamente preparó el terreno para la conquista española de las Filipinas.

A medida que transcurría el tiempo, la conquista de conocimientos y la conquista de territorio se entrelazaron de manera todavía más fuerte. En los siglos XVIII y XIX, casi todas las expediciones militares importantes que partieron de Europa en dirección a tierras distantes llevaban a bordo científicos que emprendían el viaje no para luchar, sino para realizar descubrimientos científicos. Cuando Napoleón invadió Egipto en 1798, llevó consigo 165 estudiosos, que, entre otras cosas, fundaron una disciplina completamente nueva, la egiptología, e hicieron importantes contribuciones al estudio de la religión, la lingüística y la botánica.

En 1831, la Royal Navy envió al buque HMS Beagle a cartografiar las costas de Sudamérica, las islas Malvinas y las islas Galápagos. La armada necesitaba este conocimiento con el fin de estar mejor preparada si había una guerra. El capitán del buque, que era un científico aficionado, decidió añadir un geólogo a la expedición para estudiar las formaciones geológicas que la expedición podía encontrar a lo largo del camino. Después de que varios geólogos profesionales rechazaran su invitación, el capitán ofreció el puesto a un graduado de Cambridge de veintidós años de edad, Charles Darwin. Darwin había estudiado para convertirse en pastor anglicano, pero estaba mucho más interesado en la geología y en las ciencias naturales que en la Biblia. Aprovechó la oportunidad, y el resto es historia. Durante el viaje, el capitán pasó su tiempo dibujando mapas militares mientras que Darwin reunía los datos empíricos y formulaba las intuiciones que finalmente se convertirían en la teoría de la evolución.

El 20 de julio de 1969, Neil Armstrong y Buzz Aldrin ponían un pie sobre la superficie de la Luna. En los meses que antecedieron a su expedición, los astronautas del Apolo 11 se adiestraron en un remoto desierto de aspecto lunar del oeste de Estados Unidos. La zona es el hogar de varias comunidades de americanos nativos, y hay una historia (o leyenda) que describe un encuentro entre los astronautas y uno de los habitantes locales:

Un día, mientras efectuaban actividades de adiestramiento, los astronautas se encontraron con un anciano americano nativo. El hombre les preguntó qué hacían allí. Le contestaron que formaban parte de una expedición de investigación que muy pronto viajaría para explorar la Luna. Cuando el anciano oyó esto, quedó en silencio por unos momentos, y después les pidió a los astronautas si le podrían hacer un favor.

—¿Qué quiere usted? —le preguntaron.

—Bueno —dijo el anciano—, la gente de mi tribu cree que en la Luna viven espíritus sagrados. Me preguntaba si ustedes les podrían transmitir un mensaje importante para ellos de parte de mi pueblo.

—¿Cuál es el mensaje? —preguntaron los astronautas.

El hombre pronunció algo en su lenguaje tribal, y después les pidió a los astronautas que lo repitieran una y otra vez hasta que lo memorizaron correctamente.

—¿Qué significa? —preguntaron los astronautas.

—¡Oh!, no puedo decírselo. Es un secreto que solo nuestra tribu y los espíritus de la Luna pueden conocer.

Cuando volvieron a su base, los astronautas buscaron y buscaron hasta que encontraron a alguien que podía hablar el lenguaje tribal, y le pidieron que tradujera el mensaje secreto. Al repetir lo que habían aprendido de memoria, el traductor empezó a reírse ruidosamente. Tras calmarse, los astronautas le preguntaron qué quería decir. El hombre les explicó que la frase que habían aprendido de memoria con tanto cuidado decía: «No os creáis ni una palabra de lo que esta gente os digan. Han venido para robaros vuestras tierras».

MAPAS VACÍOS

La mentalidad moderna de «explora y conquista» se halla perfectamente ilustrada en el desarrollo de los mapas del mundo o mapamundis. Numerosas culturas dibujaron mapas del mundo mucho antes de la época moderna. Evidentemente, ninguna de ellas conocía en realidad la totalidad del mundo. Ninguna cultura afroasiática sabía de América, y ninguna cultura americana sabía de Afroasia. Pero las regiones desconocidas se omitían simplemente, o bien se llenaban de monstruos y maravillas imaginarios. Tales mapas no tenían espacios vacíos y daban la impresión de que había una gran familiaridad con el mundo entero (véase la figura 23).

FIGURA 23. Un mapamundi europeo de 1459. Europa se halla arriba a la izquierda, el Mediterráneo y África debajo, y Asia a la derecha. El mapa está lleno de detalles, incluso cuando ilustra áreas del mundo que eran completamente desconocidas para los europeos, como el África austral.

Durante los siglos XV y XVI, los europeos empezaron a dibujar mapas del mundo con gran cantidad de espacios vacíos: una indicación del desarrollo de la forma de pensar científica, así como del impulso imperial europeo. Los mapas vacíos eran una novedad psicológica e ideológica, una admisión clara de que los europeos ignoraban lo que había en grandes zonas del mundo.

El punto de inflexión crucial llegó en 1492, cuando Cristóbal Colón se hizo a la mar hacia el oeste desde España en busca de una nueva ruta a Asia oriental. Colón creía todavía en los antiguos y «completos» mapamundis. Utilizándolos, Colón calculó que Japón debía de hallarse a unos 7.000 kilómetros al oeste de España. Pero en realidad, más de 20.000 kilómetros y un continente entero y desconocido separaban Asia oriental de España. El 12 de octubre de 1492, hacia las dos de la madrugada, la expedición de Colón dio con el continente desconocido. Juan Rodríguez Bermejo, que actuaba de vigía desde el mástil de la nao Pinta, divisó una isla que ahora llamamos las Bahamas, y gritó «¡Tierra, tierra!».

Colón creía haber llegado a una pequeña isla en aguas de la costa de Asia oriental. Llamó «indios» a las gentes que allí encontró, porque pensaba que había desembarcado en las Indias, lo que ahora llamamos las Indias Orientales, o el archipiélago indonesio. Colón se mantuvo en este error durante el resto de su vida. La idea de que había descubierto un continente desconocido era inconcebible para él y para muchos de su generación. Durante miles de años, no solo los grandes pensadores y sabios, sino también las infalibles Escrituras, habían conocido solo Europa, África y Asia. ¿Podían haber estado equivocados todos? ¿Podía la Biblia haber pasado por alto la mitad del mundo? Sería algo así como si en 1969, en su camino hacia la Luna el Apolo 11 se hubiera estrellado en una luna hasta entonces desconocida que orbitara la Tierra, y que todas las observaciones previas no hubieran conseguido detectar. En su negativa a admitir ignorancia, Colón era todavía un hombre medieval. Estaba persuadido de que conocía todo el mundo, e incluso su trascendental descubrimiento no consiguió convencerlo de lo contrario.

El primer hombre moderno fue Amerigo Vespucci, un marino italiano que tomó parte en varias expediciones a América en los años 1499-1504. Entre 1502 y 1504 se publicaron en Europa dos textos que describían dichas expediciones y se atribuyeron a Vespucci. Dichos textos aducían que las nuevas tierras descubiertas por Colón no eran islas en aguas de la costa de Asia oriental, sino todo un continente desconocido por las Escrituras, los geógrafos clásicos y los europeos contemporáneos. En 1507, convencido por estos argumentos, un respetado cartógrafo llamado Martin Waldseemüller publicó un mapamundi actualizado, el primero en mostrar que el lugar en el que las flotas europeas que navegaban hacia el oeste habían desembarcado era un continente separado. Después de dibujarlo, creyendo equivocadamente que Amerigo Vespucci había sido la persona que lo había descubierto, Waldseemüller dio nombre al continente en su honor: América. El mapa de Waldseemüller se hizo muy popular y fue copiado por otros muchos cartógrafos, lo que extendió el nombre que había dado a la nueva tierra. Existe cierta justicia poética en el hecho de que una cuarta parte del mundo, y dos de sus siete continentes, hayan recibido el nombre de un italiano poco conocido cuya única contribución a la fama es que tuvo la valentía de decir: «No lo sabemos».

El descubrimiento de América fue el acontecimiento fundacional de la revolución científica. No solo enseñó a los europeos a preferir las observaciones actuales a las tradiciones del pasado, sino que el deseo de conquistar América obligó asimismo a los europeos a buscar nuevos conocimientos a una velocidad vertiginosa. Si realmente querían controlar los vastos territorios nuevos, tenían que reunir una cantidad enorme de nuevos datos sobre la geografía, el clima, la flora, la fauna, los idiomas, las culturas y la historia del nuevo continente. Las Escrituras cristianas, los viejos libros de geografía y las antiguas tradiciones orales eran de poca ayuda.

A partir de entonces, no solo los geógrafos europeos, sino los eruditos en casi todos los campos del conocimiento, empezaron a trazar mapas con espacios vacíos que había que llenar. Comenzaron a admitir que sus teorías no eran perfectas y que había cosas importantes que no sabían (véase la figura 24).

FIGURA 24. El mapamundi de Salviati, 1525. Mientras que el mapamundi de 1459 está lleno de continentes, islas y explicaciones detalladas, el mapa de Salviati está casi vacío. El ojo resigue la costa americana hacia el sur, hasta que esta termina en el vacío. Quienquiera que observe el mapa y posea una pizca al menos de curiosidad se sentirá tentado a preguntar: «¿Qué hay más allá de este punto?». El mapa no da respuestas. Invita al observador a hacerse a la mar y descubrirlo.

Los europeos fueron atraídos a los puntos vacíos del mapa como si de imanes se tratara, y pronto empezaron a rellenarlos. Durante los siglos XV y XVI, expediciones europeas circunnavegaron África, exploraron América, atravesaron los océanos Pacífico e Índico, y crearon una red de bases y colonias por todo el mundo. Establecieron los primeros imperios realmente globales y urdieron juntos la primera red comercial global. Las expediciones imperiales europeas transformaron la historia del mundo: de ser una serie de historias de pueblos y culturas aislados, se convirtió en la historia de una única sociedad humana integrada.

Estas expediciones europeas de exploración y conquista nos resultan tan familiares que solemos pasar por alto lo extraordinarias que fueron. Nunca antes había acaecido nada parecido. Las campañas de conquista a gran distancia no son una empresa natural. A lo largo de la historia la mayoría de las sociedades humanas estaban tan inmersas en los conflictos locales y pendencias con sus vecinos que nunca consideraron explorar y conquistar tierras lejanas. La mayoría de los grandes imperios extendieron su control únicamente sobre su vecindario inmediato: alcanzaron tierras remotas por el simple hecho de que su vecindario se fue expandiendo. Así, los romanos conquistaron Etruria con el fin de defender Roma (c. 350-300 a.C.). Después conquistaron el valle del Po para poder defender Etruria (c. 200 a.C.). A continuación conquistaron la Provenza para defender el valle del Po (c. 120 a.C.), la Galia para defender Provenza (c. 50 a.C.), y Britania para defender la Galia (c. 50 d.C.). Les llevó 400 años ir desde Roma a Londres. En 350 a.C., a ningún romano se le hubiera ocurrido navegar directamente hasta Britania y conquistarla.

En ocasiones, un gobernante o aventurero ambicioso se embarcaba en una campaña de conquista de largo alcance, pero dichas campañas solían seguir rutas imperiales o comerciales bien trilladas. Las campañas de Alejandro Magno, por ejemplo, no acabaron en el establecimiento de un nuevo imperio, sino en la usurpación de un imperio ya existente: el de los persas. Los precedentes más cercanos de los imperios europeos modernos fueron los antiguos imperios navales de Atenas y Cartago, y el imperio naval de Majapahit, que dominó gran parte de Indonesia en el siglo XIV. Pero incluso estos imperios rara vez se aventuraban en mares desconocidos; sus hazañas navales eran empeños locales cuando se comparan con las empresas de los europeos modernos.

Muchos expertos aducen que los viajes del almirante Zheng He, de la dinastía Ming de China, fueron precursores de los viajes europeos de descubrimiento, y los eclipsaron. Entre 1405 y 1433, Zheng He dirigió siete enormes armadas desde China hasta los extremos más alejados del océano Índico. La mayor de ellas comprendía casi 300 barcos y transportaba cerca de 30.000 personas.[7] Visitaron Indonesia, Sri Lanka, la India, el golfo Pérsico, el mar Rojo y África oriental. Barcos chinos anclaron en Yidda, el principal puerto del Hiyaz, y en Malindi, en la costa de Kenia. La flota de Colón en 1492, que consistía en tres barcos pequeños tripulados por 120 marineros, era como un trío de mosquitos comparado con la multitud de dragones de Zheng He.[8]

Sin embargo, había una diferencia crucial. Zheng He exploraba los océanos, y ayudaba a los gobernantes prochinos, pero no intentaba conquistar o colonizar los países que visitaba. Además, las expediciones de Zheng He no estaban profundamente arraigadas en la política y la cultura chinas. Cuando la facción gobernante en Beijing cambió durante la década de 1430, los nuevos jefes supremos pusieron fin abruptamente a la operación. La gran flota fue desmantelada, se perdió un conocimiento técnico y geográfico crucial y ningún otro explorador de la misma talla y con los mismos medios se hizo nunca más a la mar desde un puerto chino. Los gobernantes chinos de los siglos siguientes, al igual que la mayoría de los gobernantes chinos de los siglos anteriores, restringieron sus intereses y ambiciones al entorno inmediato del Reino Medio.

Las expediciones de Zheng He demuestran que Europa no gozaba de una ventaja tecnológica descollante. Lo que hacía excepcionales a los europeos era su ambición inigualada e insaciable de explorar y conquistar. Aunque pudieron haber tenido la capacidad, los romanos no intentaron nunca conquistar la India o Escandinavia, los persas no intentaron nunca conquistar Madagascar o España, y los chinos no intentaron nunca conquistar Indonesia o África. La mayoría de los gobernantes chinos dejaron al vecino Japón a sus propios recursos. No había nada de peculiar en ello. Lo raro es que los europeos de los albores de la edad moderna sucumbieran a una fiebre que los impulsó a navegar hasta tierras distantes y desconocidas llenas de culturas extrañas, a plantar el pie en sus playas y a declarar: «¡Reclamo todos estos territorios para mi rey!».

INVASIÓN DESDE EL ESPACIO EXTERIOR

Hacia 1517, los colonos españoles en las islas del Caribe empezaron a oír vagos rumores acerca de un poderoso imperio situado en algún lugar del centro continental mexicano. Solo cuatro años después, la capital azteca era una ruina humeante, el Imperio azteca era cosa del pasado y Hernán Cortés señoreaba un vasto y nuevo imperio español en México.

Los españoles no se detuvieron para felicitarse por el éxito y ni siquiera para tomar aliento. Iniciaron de inmediato operaciones de exploración y conquista en todas direcciones. Los antiguos gobernantes de América Central (los aztecas, los toltecas y los mayas) apenas sabían de la existencia de Sudamérica, y nunca hicieron ningún intento de sojuzgarla, a lo largo de 2.000 años. Pero en poco más de diez años después de la conquista española de México, Francisco Pizarro había descubierto el Imperio inca en Sudamérica y lo había conquistado en 1532 (véase el mapa 6).

MAPA 6. Los imperios azteca e inca en la época de la conquista española.

Si los aztecas y los incas hubieran mostrado un poco más de interés en el mundo que los rodeaba, y si hubieran sabido lo que los españoles habían hecho a sus vecinos, podrían haber resistido con más entusiasmo y éxito a la conquista española. En los años que separan el primer viaje de Colón a América (1492) del desembarco de Cortés en México (1519), los españoles conquistaron la mayoría de las islas del Caribe, y establecieron una cadena de nuevas colonias. Para los nativos sometidos, dichas colonias eran el infierno en la Tierra. Estaban gobernados con puño de hierro por colonos codiciosos y sin escrúpulos que los esclavizaron y los pusieron a trabajar en minas y plantaciones, y que mataron a quienquiera que ofreciese la más mínima resistencia. La mayor parte de la población nativa murió pronto, ya fuera debido a las duras condiciones de trabajo o a la virulencia de las enfermedades que llegaron a América a bordo de los buques de vela de los conquistadores. En veinte años, casi toda la población nativa del Caribe había sido aniquilada. Y los colonos españoles empezaron a importar esclavos africanos para llenar el vacío.

Este genocidio tuvo lugar a las puertas mismas del Imperio azteca, pero cuando Cortés desembarcó en la costa oriental del imperio, los aztecas lo desconocían totalmente. La llegada de los españoles fue el equivalente de una invasión extraterrestre procedente del espacio exterior. Los aztecas estaban convencidos de que conocían el mundo entero y de que gobernaban la mayor parte del mismo. Para ellos era inimaginable que fuera de sus dominios pudiera existir gente como los españoles. Cuando Cortés y sus hombres desembarcaron en las soleadas playas de lo que actualmente es Veracruz, fue la primera vez que los aztecas se encontraron con un pueblo completamente desconocido.

Los aztecas no supieron cómo reaccionar. Tenían dificultad en decidir qué eran esos extranjeros. A diferencia de todos los humanos conocidos, los extraños tenían la piel blanca. También tenían mucho pelo facial. Algunos tenían el cabello del color del sol. Hedían de una manera horrible. (La higiene de los nativos era mucho mejor que la de los españoles. Cuando los españoles llegaron a México por primera vez, se les asignaron nativos portadores de quemadores de incienso para acompañarlos a dondequiera que fueran. Los españoles pensaron que se trataba de una marca de honor divino. Ahora sabemos, por fuentes de los nativos, que encontraron insoportable el olor de los recién llegados.)

La cultura material de los extranjeros era incluso más desconcertante. Habían llegado en barcos gigantescos, que los aztecas no habían imaginado nunca, y mucho menos visto. Cabalgaban sobre animales enormes y terribles, rápidos como el viento. Podían producir rayos y truenos que salían de sus palos de reluciente metal. Poseían espadas largas y relucientes y armaduras impenetrables, contra las cuales las espadas de madera y las lanzas de pedernal de los nativos eran inútiles.

Algunos aztecas pensaban que debían de ser dioses. Otros aducían que eran demonios, o los fantasmas de los muertos, o poderosos magos. En lugar de concentrar todas las fuerzas disponibles y aniquilar a los españoles, los aztecas deliberaron, perdieron el tiempo y negociaron. No veían ninguna razón para apresurarse. Después de todo, Cortés no tenía más que 550 españoles con él. ¿Qué podían hacer 550 hombres contra un imperio de millones?

Cortés era igualmente ignorante acerca de los aztecas, pero él y sus hombres disponían de algunas ventajas importantes sobre sus adversarios. Mientras que los aztecas no tenían experiencia que les preparara para la llegada de esos extranjeros de extraño aspecto y malolientes, los españoles sabían que la Tierra estaba llena de reinos humanos desconocidos, y nadie tenía más experiencia en invadir tierras ajenas y en tratar con situaciones que desconocían completamente. Para el conquistador europeo moderno, como para el científico europeo moderno, sumergirse en lo desconocido era estimulante.

De modo que cuando Cortés echó anclas en aguas de aquella soleada playa en julio de 1519, no dudó en actuar. Como un extraterrestre de ciencia ficción que sale de su nave espacial, declaró a los anonadados nativos: «Venimos en son de paz. Llevadnos ante vuestro jefe». Cortés explicó que era un emisario pacífico del gran rey de España, y solicitó una entrevista diplomática con el gobernante azteca, Moctezuma II. (Era una mentira descarada. Cortés dirigía una expedición independiente de aventureros codiciosos. El rey de España no había oído hablar de Cortés, ni de los aztecas.) A Cortés le proporcionaron guías, alimentos y ayuda militar los enemigos locales de los aztecas. Después se dirigió hacia la capital azteca, la gran metrópoli de Tenochtitlan.

Los aztecas permitieron que los extranjeros avanzaran directamente hasta la capital, y después llevaron respetuosamente al jefe de los extranjeros al encuentro con el emperador Moctezuma. En plena entrevista, Cortés hizo una señal, y los españoles, armados con el acero de sus espadas, mataron a los guardias de Moctezuma (que estaban armados solo con palos de madera y espadas de piedra). Y el invitado de honor hizo prisionero a su anfitrión.

Cortés se hallaba ahora en una situación muy delicada. Había capturado al emperador, pero estaba rodeado por decenas de miles de guerreros enemigos enfurecidos, millones de civiles hostiles y por todo un continente del que no sabía prácticamente nada. Tenía a su disposición únicamente unos pocos cientos de españoles, y los refuerzos españoles más cercanos se hallaban en Cuba, a más de 1.500 kilómetros de distancia.

Cortés mantuvo a Moctezuma cautivo en su palacio, haciendo ver que el rey estaba libre y que mandaba, y que el «embajador español» no era más que un invitado. El Imperio azteca era una organización política muy centralizada, y esta situación sin precedentes lo paralizó. Moctezuma continuaba comportándose como si gobernara el imperio, y la élite azteca continuaba obedeciéndole, lo que significaba que obedecía a Cortés. Esta situación duró varios meses, tiempo durante el cual Cortés interrogó a Moctezuma y a sus ayudantes, adiestró a traductores en diversos idiomas locales y envió pequeñas expediciones de españoles en todas direcciones para que se familiarizaran con el Imperio azteca y las diversas tribus, pueblos y ciudades que este gobernaba.

Al final, la élite azteca se rebeló contra Cortés y Moctezuma, eligió a un nuevo emperador y expulsó a los españoles de Tenochtitlan. Sin embargo, a esas alturas ya habían aparecido numerosas grietas en el edificio imperial. Cortés empleó el conocimiento que había obtenido para abrir más todavía dichas grietas y escindir el imperio desde dentro. Convenció a muchos de los pueblos tributarios del imperio para que se unieran a él contra la élite azteca gobernante. Y los pueblos tributarios cometieron un terrible error de cálculo. Odiaban a los aztecas, pero no sabían nada de España o del genocidio caribeño. Supusieron que con la ayuda de los españoles podrían librarse del yugo azteca. Nunca se les ocurrió la idea de que los españoles acabarían sojuzgándolos. Estaban seguros de que si Cortés y sus pocos cientos de secuaces causaban algún problema, podrían ser vencidos fácilmente. Los pueblos rebeldes proporcionaron a Cortés un ejército de decenas de miles de soldados locales, y con su ayuda Cortés asedió Tenochtitlan y conquistó la ciudad.

En esta fase, cada vez más soldados y colonos españoles llegaban a México, algunos desde Cuba, otros directamente desde España. Cuando los pueblos locales se dieron cuenta de lo que estaba ocurriendo, ya era demasiado tarde. Al cabo de un siglo del desembarco en Veracruz, la población nativa de las Américas se había reducido en un 90 por ciento, debido sobre todo a enfermedades con las que no estaba familiarizada y que llegaron a América con los invasores. Los supervivientes se encontraron a merced de un régimen codicioso y racista que era mucho peor que el de los aztecas.

Diez años después de que Cortés desembarcara en México, Pizarro llegó a las costas del Imperio inca. Tenía menos soldados que Cortés (¡su expedición constaba solo de 168 hombres!), pero Pizarro se aprovechó de todo el conocimiento y la experiencia conseguidos en las invasiones previas. Los incas, en cambio, no sabían nada de la suerte que habían corrido los aztecas. Pizarro emuló a Cortés. Declaró ser un emisario pacífico del rey de España, invitó al emperador inca, Atahualpa, a una entrevista diplomática y después lo secuestró. Pizarro se dedicó a conquistar el paralizado imperio con la ayuda de aliados locales. Si los pueblos tributarios del Imperio inca hubieran conocido la suerte que corrieron los habitantes de México, no se habrían puesto a merced de los invasores. Pero la desconocían.

Los pueblos nativos de América no fueron los únicos en pagar un alto precio por su punto de vista localista. Los grandes imperios de Asia (el otomano, el safávida, el mogol y el chino) tuvieron muy pronto noticias de que los europeos habían descubierto algo grande, pero mostraron muy poco interés por dichos descubrimientos. Continuaron creyendo que el mundo giraba alrededor de Asia, y no hicieron ningún intento para competir con los europeos por el control de América o de las nuevas rutas oceánicas en el Atlántico y el Pacífico. Incluso reinos europeos pequeños, como Escocia y Dinamarca, enviaron algunas expediciones de exploración y conquista a América, pero ni una sola expedición, ni de exploración ni de conquista, fue enviada nunca a América desde el mundo islámico, la India o China. La primera potencia no europea que intentó enviar una expedición militar a América fue Japón. Esto ocurrió en junio de 1942, cuando una expedición japonesa conquistó Kiska y Attu, dos pequeñas islas en aguas de Alaska, y capturó a diez soldados estadounidenses y un perro. Los japoneses no se acercaron más al continente.

Es difícil argumentar que los otomanos o los chinos se hallaban demasiado lejos, o que carecían de los medios tecnológicos, económicos o militares. Los recursos que enviaron a Zheng He desde China hasta África oriental en la década de 1420 tendrían que haber sido suficientes para alcanzar América. Los chinos, simplemente, no estaban interesados. El primer mapamundi chino que mostraba América no se produjo hasta 1602… ¡y por un misionero europeo!

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