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Parte IV. La revolución científica » 16. El credo capitalista

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El credo capitalista

El dinero ha sido esencial tanto para construir imperios como para promover la ciencia. Pero ¿es el dinero el objetivo último de estas empresas, o quizá solo una peligrosa necesidad?

No es fácil entender el verdadero papel de la economía en la historia moderna. Se han escrito volúmenes enteros sobre la manera en que fundó estados y los arruinó, abrió nuevos horizontes y esclavizó a millones de personas, hizo girar las ruedas de la industria y condujo a cientos de especies a la extinción. Pero para comprender la historia económica moderna, solo necesitamos comprender una única palabra. La palabra es crecimiento. Para bien o para mal, en la salud y en la enfermedad, la economía moderna ha crecido como un quinceañero saturado de hormonas. Se come todo lo que encuentra a su paso y añade centímetros con más rapidez de lo que se tarda en contarlos.

Durante la mayor parte de la historia, la economía mantuvo aproximadamente el mismo tamaño. Sí, la producción global aumentó, pero esto se debió principalmente a la expansión demográfica y a la colonización de nuevas tierras. La producción per cápita se mantuvo estática. Sin embargo, todo esto cambió en la época moderna. En 1500, la producción global de bienes y servicios era del orden de unos 185.000 millones de euros; en la actualidad se sitúa alrededor de los 45 billones de euros. Y aún más importante, en 1500 la producción anual per cápita era de 400 euros de promedio, mientras que en la actualidad cada hombre, mujer y niño produce, de promedio, 6.500 euros.[1] ¿Qué es lo que explica este crecimiento prodigioso?

La economía es un asunto notoriamente complicado. Para hacer las cosas más fáciles, imaginemos un ejemplo sencillo.

Samuel Avaro, un astuto financiero, funda un banco en El Dorado, California.

A. A. Marrullero, un constructor con futuro en El Dorado, termina su primer trabajo de envergadura, y recibe el pago en metálico por la cantidad de 1 millón de dólares. Deposita esta suma en el banco del señor Avaro. Ahora el banco dispone de 1 millón de dólares en capital.

Mientras tanto, Juana Rosquilla, una cocinera experimentada pero pobre, piensa que existe una oportunidad de negocio: en su parte de la ciudad no hay una panadería y pastelería realmente buena. Pero no tiene suficiente dinero propio para comprar una instalación completa con hornos industriales, fregaderos, cuchillos y cacerolas. Se dirige al banco, presenta su plan de negocio a Avaro y lo persuade de que se trata de una inversión que vale la pena. Este le concede un préstamo de 1 millón de dólares, acreditando dicha suma en la cuenta bancaria de Rosquilla.

Juana contrata ahora a Marrullero, el constructor, para que construya y amueble su pastelería. Su precio es de 1 millón de dólares.

Cuando ella le paga, con un cheque contra su cuenta, Marrullero lo deposita en su cuenta en el banco de Avaro.

De modo que ¿cuánto dinero tiene Marrullero en su cuenta bancaria? Correcto, 2 millones de dólares.

¿Cuánto dinero en efectivo tiene en su caja fuerte del banco? Correcto, 1 millón de dólares.

La cosa no termina aquí. Como suelen hacer los constructores, a los dos meses de empezar las obras, Marrullero informa a Rosquilla de que, debido a problemas y gastos imprevistos, la factura por la construcción de la panadería y pastelería subirá en realidad a 2 millones de dólares. La señora Rosquilla no está en absoluto contenta, pero no puede detener las obras a medio terminar. De manera que efectúa otra visita al banco, convence al señor Avaro para que le conceda un préstamo adicional, y el banquero deposita otro millón de dólares en la cuenta de la cocinera. Esta transfiere el dinero a la cuenta del constructor.

¿Cuánto dinero tiene ahora Marrullero en su cuenta bancaria? Ha conseguido 3 millones de dólares.

Pero ¿cuánto dinero hay realmente depositado en el banco? Sigue habiendo solo 1 millón de dólares. En realidad, el mismo millón de dólares que ha estado todo el tiempo en el banco.

Las leyes bancarias estadounidenses actuales permiten que el banco repita este ejercicio otras siete veces. El constructor tendría al final 10 millones de dólares en su cuenta, aunque el banco sigue sin tener más que 1 millón de dólares en su cámara acorazada. A los bancos se les permite prestar diez dólares por cada dólar que posean realmente, lo que significa que el 90 por ciento de todo el dinero de nuestras cuentas bancarias no está cubierto por monedas y billetes reales.[2] Si todos los cuentacorrentistas del Barclays Bank pidieran de repente su dinero, el Barclays se hundiría de inmediato (a menos que el gobierno se decidiera a salvarlo). Lo mismo ocurre con el Lloyds, el Deutsche Bank, Citibank y todos los demás bancos del mundo.

Esto se parece a un gigantesco sistema Ponzi, o piramidal, ¿no es verdad? Pero, si es un fraude, entonces toda la economía moderna es un fraude. El hecho es que no es un engaño, sino más bien un tributo a las asombrosas capacidades de la imaginación humana. Lo que permite que los bancos (y la economía entera) sobrevivan y prosperen es nuestra confianza en el futuro. Esta confianza es el único respaldo para la mayor parte del dinero del mundo.

En el ejemplo de la pastelería, la discrepancia entre el estado de la cuenta corriente del constructor y la cantidad de dinero que hay realmente en el banco es la pastelería de la señora Rosquilla. El señor Avaro ha puesto el dinero del banco en el activo, confiando en que un día dará beneficios. La pastelería todavía no ha horneado ni una hogaza de pan, pero Rosquilla y Avaro prevén que dentro de un año estará vendiendo diariamente miles de hogazas, panecillos, bollos, pasteles y galletas, con unos magníficos beneficios. Entonces la señora Rosquilla podrá devolver su crédito con intereses. Si en ese momento el señor Marrullero decide retirar sus ahorros, Avaro podrá darle el dinero. Así, toda la operación se basa en la confianza en un futuro imaginario: la confianza que la empresaria y el banquero tienen en la panadería de sus sueños, junto con la confianza del constructor en la solvencia futura del banco.

Ya hemos visto que el dinero es una cosa asombrosa porque puede representar multitud de objetos diferentes y convertir cualquier cosa en casi cualquier otra cosa. Sin embargo, antes de la era moderna esta capacidad estaba limitada. En la mayoría de los casos, el dinero podía representar y convertir únicamente cosas que ya existían en el presente. Esto imponía graves limitaciones al crecimiento, puesto que hacía muy difícil financiar empresas nuevas.

Consideremos de nuevo nuestra panadería. ¿Podría haberla obtenido la señora Rosquilla si el dinero solo pudiera representar objetos tangibles? No. En el presente, ella tiene muchos sueños, pero ningún recurso tangible. La única manera de que pudiera conseguir la construcción de la panadería habría sido encontrar un constructor dispuesto a trabajar hoy y a recibir el pago a algunos años vista, si y cuando la panadería y pastelería empezara a producir dinero. ¡Ay!, estos constructores son una raza muy rara. De modo que nuestra emprendedora se encuentra en apuros. Si no tiene una pastelería, no puede hornear pasteles. Sin pasteles, no puede conseguir dinero. Sin dinero, no puede contratar a un constructor. Sin un constructor, no tiene pastelería.

La humanidad estuvo atrapada en este brete durante miles de años. Como resultado, las economías permanecieron congeladas. La manera de salir de la trampa no se descubrió hasta la época moderna, con la aparición de un nuevo sistema basado en la confianza en el futuro. En él, la gente acordó representar bienes imaginarios (bienes que no existen en el presente) con un tipo de dinero especial al que llamaron «crédito». El crédito nos permite construir el presente a expensas del futuro. Se basa en la suposición de que es seguro que nuestros recursos futuros serán mucho más abundantes que nuestros recursos actuales. Hay toda una serie de oportunidades nuevas y magníficas que se abren ante nosotros si podemos construir cosas en el presente utilizando los ingresos futuros.

Si el crédito es una cosa tan maravillosa, ¿por qué nadie pensó antes en él? Claro que lo hicieron. Los acuerdos crediticios de un tipo u otro han existido en todas las culturas humanas, y se remontan al menos hasta el antiguo Sumer. El problema en las épocas anteriores no era que nadie hubiera tenido la idea o supiera cómo usarla. Era que la gente raramente quería extender mucho crédito porque no confiaban en que el futuro fuera mejor que el presente. Por lo general, creían que las épocas pasadas habían sido mejores que su propia época y que el futuro sería peor o, en el mejor de los casos, muy parecido. Para expresarlo en términos económicos, creían que la cantidad total de riqueza era limitada, si acaso no se reducía. Por lo tanto, la gente consideraba que era una mala apuesta suponer que ellos personalmente, o su reino, o todo el mundo, producirían más riquezas dentro de diez años. Los negocios parecían un juego de suma cero. Desde luego, los beneficios de una panadería concreta podían aumentar, pero solo a expensas de la panadería vecina. Venecia podría medrar, pero solo si Génova se empobrecía. El rey de Inglaterra podría enriquecerse, pero solo robando al rey de Francia. El pastel se podía cortar de muchas maneras distintas, pero nunca aumentaba de tamaño.

Esta es la razón por la que muchas culturas llegaron a la conclusión de que amasar grandes sumas de dinero era pecaminoso. Tal como dijo Jesús: «Es más fácil que un camello entre por el ojo de una aguja que entre un rico en el reino de los cielos» (Mateo, 19, 24). Si el pastel es estático y yo poseo una porción grande del mismo, entonces debo de haber cogido la porción de alguien. Los ricos estaban obligados a hacer penitencia por sus malas obras dando parte de las riquezas que les sobraban a actos de caridad.

Si el pastel global mantenía el mismo tamaño, no había margen para el crédito. El crédito es la diferencia entre el pastel de hoy y el pastel de mañana. Si el pastel permanece invariable, ¿por qué extender crédito? Sería un riesgo inaceptable a menos que uno creyera que el panadero o el rey que nos pide nuestro dinero podrán robarle una porción a un competidor. De manera que en el mundo premoderno era difícil conseguir un préstamo, y cuando se conseguía uno solía ser pequeño, a corto plazo y sujeto a unas tasas de interés elevadas. De modo que a los emprendedores honrados les resultaba difícil abrir nuevas panaderías y los grandes reyes que querían construir palacios o emprender guerras no tenían otra elección que conseguir los fondos necesarios mediante impuestos y tarifas elevados. Esto ya les iba bien a los reyes (mientras sus súbditos se mantuvieran dóciles), pero una criada de trascocina que tuviera una gran idea para una pastelería y deseara ascender socialmente solo podía soñar en las riquezas mientras fregaba los suelos de la cocina real.

Era una causa perdida. Debido a que el crédito era limitado, la gente tenía dificultades en financiar nuevos negocios. Debido a que había pocos negocios nuevos, la economía no crecía. Puesto que no crecía, la gente suponía que nunca lo haría, y los que tenían capital recelaban de extender crédito. La expectativa de estancamiento se cumplía.

UN PASTEL QUE CRECE

Después vino la revolución científica y la idea de progreso. La idea de progreso se basa en la hipótesis de que si admitimos nuestra ignorancia e invertimos recursos en la investigación, las cosas pueden mejorar. Esta idea pronto se tradujo en términos económicos. Quien crea en el progreso cree que los descubrimientos geográficos, los inventos tecnológicos y las mejoras en la organización pueden aumentar la suma total de la producción, el comercio y la riqueza humanos. Nuevas rutas comerciales en el Atlántico podían prosperar sin arruinar las antiguas rutas en el océano Índico. Se podían producir nuevos bienes sin reducir la producción de los antiguos. Por ejemplo, se podía abrir una nueva pastelería especializada en pasteles de chocolate y cruasanes sin hacer que las panaderías especializadas en producir pan se arruinaran. Simplemente, todo el mundo desarrollaría nuevos gustos y comería más. Yo puedo ser rico sin que tú te empobrezcas; yo puedo ser obeso sin que tú te mueras de hambre. Todo el pastel global puede aumentar.

A lo largo de los últimos 500 años, la idea de progreso convenció a la gente para que depositara cada vez más confianza en el futuro. Dicha confianza creó crédito; el crédito produjo crecimiento económico real; y el crecimiento reforzó la confianza en el futuro y abrió el camino para más crédito todavía. Esto no ocurrió de la noche a la mañana; la economía se comportaba más como una montaña rusa que como un globo. Pero a la larga, una vez superados los desniveles, la dirección general era inequívoca. Hoy en día, hay tanto crédito en el mundo que los gobiernos, las empresas comerciales y las personas privadas obtienen fácilmente créditos grandes, a largo plazo y a un interés bajo que exceden con mucho los ingresos reales.

La creencia en el pastel global en crecimiento acabó siendo revolucionaria. En 1776, el economista escocés Adam Smith publicó La riqueza de las naciones, probablemente el manifiesto económico más importante de todos los tiempos. En el capítulo octavo de su primer volumen, Smith planteaba el siguiente razonamiento novedoso: cuando un terrateniente, un tejedor o un zapatero obtiene mayores beneficios de los que necesita para mantener a su familia, utiliza el excedente para emplear a más ayudantes, con el fin de aumentar todavía más sus beneficios. Cuantos más beneficios obtenga, más ayudantes podrá emplear. De ahí se sigue que un aumento en los beneficios de los empresarios privados es la base del aumento de la riqueza y la prosperidad colectivas.

Quizá al lector esto no le parezca muy original, puesto que todos vivimos en un mundo capitalista que da por sentado el razonamiento de Smith. Cada día oímos en las noticias variaciones sobre este tema. Sin embargo, la afirmación de Smith de que el impulso egoísta humano de aumentar los beneficios privados es la base de la riqueza colectiva es una de las ideas más revolucionarias de la historia humana; revolucionaria no solo desde una perspectiva económica, sino, más si cabe, desde una perspectiva moral y política. Lo que Smith dice es, en realidad, que la codicia es buena, y que al hacerme rico yo beneficio a todos, no solo a mí. El egoísmo es altruismo.

Smith enseñó a la gente a pensar en la economía como una «situación en la que siempre se gana», en la que mis beneficios son también tus beneficios. No solo podemos gozar ambos de una porción mayor del pastel al mismo tiempo, sino que el aumento de tu porción depende del aumento de la mía. Si soy pobre, tú también lo serás, puesto que no puedo comprar tus productos o servicios. Si soy rico, tú también te enriquecerás, puesto que ahora puedes venderme algo. Smith negaba la contradicción tradicional entre riqueza y moralidad, y abría de par en par las puertas del cielo para los ricos. Ser rico significaba ser moral. En el relato de Smith, la gente se vuelve rica no al despojar a sus vecinos, sino al aumentar el tamaño global del pastel. Y cuando el pastel crece, todos salimos ganando. En consecuencia, los ricos son la gente más útil y más benévola de la sociedad, porque hacen girar las ruedas del crecimiento en beneficio de todos.

Sin embargo, todo esto depende de que los ricos empleen sus ganancias para abrir nuevas fábricas y contraten a nuevos empleados, y que no las malgasten en actividades no productivas. Por ello, Smith repetía como un mantra la máxima de que «cuando los beneficios aumentan, el terrateniente o el tejedor emplearán a más ayudantes», y no «cuando los beneficios aumentan, Scrooge guardará el dinero en una caja fuerte y solo lo sacará de allí para contar sus monedas». Una parte crucial de la moderna economía capitalista fue la aparición de una nueva ética, según la cual los beneficios debían reinvertirse en producción. Esto genera más beneficios, que de nuevo se reinvierten en producción, que genera más beneficios, y así sucesivamente ad infinitum. Las inversiones se pueden hacer de muchas maneras: ampliando la fábrica, realizando investigación científica, desarrollando nuevos productos. Pero todas estas inversiones han de aumentar de alguna manera la producción y traducirse en mayores beneficios. En el nuevo credo capitalista, el primer mandamiento y el más sagrado de todos es: «Los beneficios de la producción han de reinvertirse en aumentar la producción».

Esta es la razón por la que el capitalismo se llama «capitalismo». El capitalismo distingue el «capital» de la simple «riqueza». El capital consiste en dinero, bienes y recursos que se invierten en producción. La riqueza, en cambio, se entierra bajo el suelo o se malgasta en actividades improductivas. Un faraón que inyecta recursos en una pirámide no productiva no es un capitalista. Un pirata que saquea un buque español que transporta tesoros y entierra un cofre lleno de monedas relucientes en la playa de alguna isla del Caribe no es un capitalista. En cambio, el tenaz empleado de una fábrica que reinvierte parte de su salario en el mercado de valores sí que lo es.

La idea de que «los beneficios de la producción deben reinvertirse en aumentar la producción» parece trivial, pero fue ajena a la mayoría de la gente a lo largo de la historia. En la época premoderna, la gente creía que la producción era más o menos constante. Así pues, ¿por qué reinvertir los beneficios si la producción no va a aumentar mucho, con independencia de lo que hagamos? Por eso los nobles medievales adoptaron una ética de generosidad y de consumo conspicuo. Gastaban sus ganancias en torneos, banquetes, palacios y guerras, y en caridad y en catedrales monumentales. Pocos intentaban reinvertir los beneficios en aumentar la producción de su finca, desarrollar nuevas variedades de trigo o buscar nuevos mercados.

En la era moderna, la nobleza ha sido sustituida por una nueva élite cuyos miembros son verdaderos creyentes del credo capitalista. La nueva élite capitalista no está formada por duques y marqueses, sino por presidentes de juntas, corredores de Bolsa e industriales. Estos magnates son mucho más ricos que la nobleza medieval, pero están mucho menos interesados en el consumo extravagante, y gastan una parte mucho menor de sus beneficios en actividades no productivas.

Los nobles medievales vestían coloridos ropajes de oro y seda, y dedicaban gran parte de su tiempo a asistir a banquetes, carnavales y torneos glamurosos. En comparación, los directores ejecutivos modernos llevan uniformes deprimentes llamados trajes que les proporcionan toda la desenvoltura de una bandada de cuervos, y tienen poco tiempo para fiestas. El capitalista inversor se apresura de una reunión de negocios a otra, mientras intenta descubrir dónde invertir su capital y sigue los altibajos del mercado de los valores y las acciones que posee. Ciertamente, su traje puede ser de Versace y él quizá viaje en un reactor privado, pero estos gastos no son nada comparados con lo que invierte en aumentar la producción humana.

Y no son solo los magnates de los negocios vestidos de Versace los que invierten para aumentar la productividad. Las personas comunes y las agencias gubernamentales piensan de manera parecida. ¿Cuántas conversaciones de sobremesa en barrios modestos se encallan, tarde o temprano, en un debate interminable acerca de si es mejor invertir los ahorros en el mercado de valores, en bonos o en propiedad? También los gobiernos se esfuerzan por invertir sus ingresos tributarios en empresas productivas que aumenten sus ingresos futuros; por ejemplo, construir un nuevo puerto puede hacer que las fábricas lo tengan más fácil para exportar sus productos, lo que les permitirá aumentar sus rentas imponibles, con lo que aumentarán los ingresos futuros del gobierno. Otro gobierno puede preferir invertir en educación sobre la base de que la gente educada constituye los cimientos de lucrativas industrias de alta tecnología, que pagan muchos impuestos sin necesitar grandes instalaciones portuarias.

El capitalismo empezó como una teoría acerca de cómo funciona la economía. Era a la vez descriptiva y prescriptiva: ofrecía una explicación de cómo funcionaba el dinero y promovía la idea de que reinvertir los beneficios en la producción conduce a un crecimiento económico rápido. Pero el capitalismo se convirtió gradualmente en mucho más que una doctrina económica. Ahora comprende una ética: un conjunto de enseñanzas acerca de cómo debe actuar la gente, cómo debe educar a sus hijos, e incluso cómo debe pensar. Su dogma principal es que el crecimiento económico es el bien supremo, o al menos un sustituto del bien supremo, porque tanto la justicia, como la libertad e incluso la felicidad dependen todas del crecimiento económico. Preguntemos a un capitalista cómo llevar la justicia y la libertad política a lugares tales como Zimbabue o Afganistán, y es probable que nos suelte un discurso sobre cómo la afluencia económica y una clase media próspera son esenciales para tener instituciones democráticas estables, y por lo tanto sobre la necesidad de inculcar a los miembros de las tribus afganas los valores de la libre empresa, el ahorro y la confianza en sí mismos.

Esta nueva religión ha tenido asimismo una influencia decisiva en el desarrollo de la ciencia moderna. La investigación científica suele ser financiada por los gobiernos o por empresas privadas. Cuando los gobiernos y los negocios capitalistas consideran la posibilidad de invertir en un proyecto científico concreto, la primera pregunta suele ser: «¿Nos permitirá este proyecto aumentar la producción y los beneficios? ¿Producirá crecimiento económico?». Un proyecto que no pueda salvar estos obstáculos tiene pocas probabilidades de encontrar un patrocinador. No hay ninguna historia de la ciencia moderna que pueda dejar al capitalismo fuera del panorama.

Y viceversa, la historia del capitalismo es ininteligible si no se tiene en cuenta la ciencia. La creencia del capitalismo en el crecimiento económico perpetuo va en contra de casi todo lo que conocemos acerca del universo. Una sociedad de lobos sería muy necia si creyera que el suministro de corderos seguiría creciendo de manera indefinida. No obstante, la economía humana ha conseguido crecer de forma exponencial a lo largo de la era moderna, únicamente gracias al hecho de que los científicos dan con otro descubrimiento o artilugio cada pocos años: ese ha sido el caso del continente americano, del motor de combustión interna, o de ovejas modificadas genéticamente. Bancos y gobiernos imprimen dinero, pero en último término son los científicos quienes pagan la cuenta.

Durante los últimos años, bancos y gobiernos han estado imprimiendo dinero de manera frenética. Todo el mundo está aterrorizado ante la posibilidad de que la crisis económica actual pueda detener el crecimiento de la economía. De modo que están creando de la nada billones de dólares, euros y yenes, inyectando crédito barato en el sistema, y esperando que científicos, técnicos e ingenieros consigan dar con algo realmente grande antes de que estalle la burbuja. Todo depende de la gente que hay en los laboratorios. Nuevos descubrimientos en campos como la biotecnología y la nanotecnología podrían crear industrias totalmente nuevas, cuyos beneficios podrían respaldar los billones de dinero de mentirijillas que bancos y gobiernos han creado desde 2008. Si los laboratorios no cumplen dichas expectativas antes de que la burbuja estalle, nos encaminamos a tiempos realmente duros.

COLÓN BUSCA UN INVERSOR

El capitalismo desempeñó un papel decisivo no solo en el auge de la ciencia moderna, sino también en la aparición del imperialismo europeo.

Y, para empezar, fue el imperialismo europeo el que creó el sistema de crédito capitalista. Desde luego, el crédito no se inventó en la Europa moderna. Existía en casi todas las sociedades agrícolas, y en el período moderno temprano la aparición del capitalismo europeo estuvo estrechamente relacionada con los acontecimientos económicos en Asia. Recordemos asimismo que hasta finales del siglo XVIII Asia era el motor económico del mundo, lo que significa que los europeos tenían mucho menos capital a su disposición que los chinos, los musulmanes o los indios.

Sin embargo, en los sistemas sociopolíticos de China, la India y el mundo musulmán el crédito desempeñaba únicamente un papel secundario. Quizá los mercaderes y banqueros en los mercados de Estambul, Isfahán, Delhi y Beijing pensaban al modo capitalista, pero los reyes y generales en palacios y fuertes tendían a despreciar a los mercaderes y al pensamiento mercantil. La mayoría de los imperios no europeos de principios de la era moderna fueron establecidos por grandes conquistadores como Nurhaci y Nader Sha, o por élites burocráticas y militares como en los imperios Qing y otomano. Al financiar las guerras mediante tributos y saqueo (sin hacer distinciones sutiles entre los dos), debían poco a los sistemas de crédito, y menos todavía les preocupaban los intereses de los banqueros e inversores.

En Europa, en cambio, los reyes y generales adoptaron gradualmente el modo mercantil de pensar, hasta que los mercaderes y banqueros se convirtieron en la élite gobernante. La conquista europea del mundo fue financiada de manera creciente mediante créditos en lugar de serlo mediante impuestos, y cada vez fue más dirigida por capitalistas cuya principal ambición era recibir las máximas ganancias por sus inversiones. Los imperios construidos por banqueros y comerciantes vestidos con levitas y sombreros de copa vencieron a los imperios construidos por reyes y nobles vestidos de oro y relucientes armaduras. Los imperios mercantiles fueron simplemente mucho más astutos a la hora de financiar sus conquistas. Nadie quiere pagar impuestos, pero todo el mundo está contento a la hora de invertir.

En 1484, Cristóbal Colón se dirigió al rey de Portugal con la propuesta de que este financiara una flota que navegaría hacia el oeste para encontrar una nueva ruta comercial hasta Asia oriental. Tales exploraciones eran un negocio arriesgado y costoso. Se necesitaba mucho dinero para construir los barcos, comprar provisiones y pagar a marineros y soldados, y no había garantía de que la inversión rindiera ganancias. El rey de Portugal rechazó la propuesta.

Al igual que un emprendedor inexperto en la actualidad, Colón no se rindió. Planteó su idea a otros inversores potenciales en Italia, Francia e Inglaterra, y de nuevo en Portugal. En cada ocasión fue rechazado. Después probó suerte con Fernando e Isabel, mandatarios de la España recién unificada. Llevó consigo a algunos cabilderos experimentados, y con su ayuda consiguió convencer a la reina Isabel para que invirtiera. Tal como sabe cualquier escolar, Isabel obtuvo el premio gordo. Los descubrimientos de Colón permitieron a los españoles conquistar América, donde establecieron minas de oro y plata, así como plantaciones de azúcar y tabaco que enriquecieron a los reyes, banqueros y comerciantes españoles más allá de sus sueños más fantasiosos.

Cien años después, los príncipes y banqueros estaban dispuestos a extender mucho más crédito a los sucesores de Colón, y tenían más capital a su disposición, gracias a los tesoros obtenidos de América. E igualmente importante, los príncipes y banqueros tenían mucha más confianza en el potencial de la exploración, y estaban más dispuestos a desprenderse de su dinero. Este fue el círculo mágico del capitalismo imperial: el crédito financió nuevos descubrimientos; los descubrimientos condujeron a colonias; las colonias proporcionaron beneficios; los beneficios generaron confianza, y la confianza se tradujo en más crédito. Nurhaci y Nader Sha se quedaron sin combustible después de unos pocos miles de kilómetros. Los emprendedores capitalistas no hicieron más que aumentar su impulso financiero de una conquista a la siguiente.

Sin embargo, estas expediciones seguían siendo empresas arriesgadas, de modo que, a pesar de todo, los mercados crediticios permanecieron bastante cautelosos. Muchas expediciones volvían a Europa con las manos vacías, después de no haber descubierto nada de valor. Los ingleses, por ejemplo, malgastaron mucho capital en infructuosos intentos de descubrir un paso noroccidental a Asia a través del Ártico. Otras muchas expediciones ni siquiera retornaron. Los buques chocaron con icebergs, se hundieron debido a tempestades tropicales o cayeron a manos de piratas. Con el fin de aumentar el número de inversores potenciales y de reducir el riesgo que corrían, los europeos acudieron a sociedades anónimas de capital en acciones. En lugar de un único inversor que se jugaba todo el dinero en un solo buque destartalado, la compañía por acciones recogía dinero de un número elevado de inversores, cada uno de los cuales arriesgaba solo una pequeña fracción de su capital. Por lo tanto, se reducían los riesgos, pero no se ponía ningún límite a los beneficios. Incluso una pequeña inversión en el barco adecuado podía convertirlo a uno en millonario.

Década tras década, Europa occidental asistió al desarrollo de un sistema social refinado que podía reunir grandes sumas de crédito en poco tiempo y ponerlo a disposición de empresarios privados y de gobiernos. Este sistema podía financiar exploraciones y conquistas de manera mucho más eficiente que ningún reino o imperio. El poder recién descubierto del crédito se puede ver en la dura lucha entre España y Holanda. En el siglo XVI, España era el Estado más poderoso de Europa, y dominaba un vasto imperio global. Gobernaba sobre gran parte de Europa, grandes áreas de Norteamérica y Sudamérica, las islas Filipinas y una constelación de bases a lo largo de las costas de África y Asia. Todos los años, flotas cargadas con tesoros procedentes de América y Asia retornaban a los puertos de Sevilla y Cádiz. En cambio, Holanda era un pantano pequeño y ventoso, desprovisto de recursos naturales, un pequeño rincón de los dominios del rey de España.

En 1568, los holandeses, que eran principalmente protestantes, se rebelaron contra su amo español y católico. Al principio parecía que los rebeldes representaban el papel de Don Quijote, arremetiendo valientemente contra invencibles molinos de viento. Pero en el plazo de ochenta años, los holandeses no solo obtuvieron su independencia de España, sino que consiguieron sustituir a los españoles y a sus aliados portugueses como dueños de las rutas oceánicas, construir un imperio holandés global y convertirse en el Estado más rico de Europa.

El secreto del éxito de los holandeses fue el crédito. Los ciudadanos holandeses, que tenían poca inclinación al combate en tierra, contrataron a ejércitos de mercenarios para que lucharan por ellos contra los españoles. Mientras tanto, los holandeses se hicieron a la mar en flotas cada vez mayores. Los ejércitos de mercenarios y las flotas armadas de cañones cuestan una fortuna, pero los holandeses pudieron financiar sus expediciones militares más fácilmente que el poderoso Imperio español, porque se aseguraron la confianza del naciente sistema financiero europeo en una época en la que el rey de España erosionaba de manera negligente su confianza en él. Los financieros concedieron a los holandeses el crédito suficiente para establecer ejércitos y flotas, y dichos ejércitos y flotas dieron a los holandeses el control de las rutas comerciales mundiales, que a su vez produjeron sustanciosos beneficios. Los beneficios permitieron a los holandeses devolver los préstamos, lo que reforzó la confianza de los financieros. Amsterdam se convirtió rápidamente no solo en uno de los puertos más importantes de Europa, sino también en la meca financiera del continente.

¿Cómo consiguieron exactamente los holandeses granjearse la confianza del sistema financiero? En primer lugar, fueron escrupulosos a la hora de devolver sus préstamos a tiempo y completos, lo que hizo que la extensión del crédito fuera menos arriesgada para los prestamistas. En segundo lugar, el sistema judicial de su país gozaba de independencia y protegía los derechos privados, en particular los derechos de la propiedad privada. El capital se va paulatinamente de los estados dictatoriales que no defienden a los individuos privados y su propiedad. En cambio, afluye a los estados que hacen cumplir la norma de la ley y de la propiedad privada.

Imagine el lector que es el hijo de una sólida familia de financieros alemanes. Su padre ve una oportunidad de expandir el negocio mediante la apertura de sucursales en las principales ciudades europeas. Envía al lector a Amsterdam y a su hermano más joven a Madrid, y le da a cada uno 10.000 monedas de oro para invertir. El hermano del lector presta su capital inicial, a un interés, al rey de España, que lo necesita a fin de aprestar un ejército para luchar contra el rey de Francia. El lector decide prestar su dinero a un comerciante holandés, que quiere invertir en unos terrenos de matorrales del extremo meridional de una isla desolada llamada Manhattan, convencido como está de que los valores de la propiedad allí subirán mucho cuando el río Hudson se transforme en una arteria comercial importante. Ambos préstamos tienen que devolverse dentro de un año.

Transcurrido el año, el comerciante holandés vende los terrenos que compró con un magnífico margen de beneficios y devuelve el dinero al lector con los intereses que prometió. El padre del lector está complacido. Pero el hermano pequeño en Madrid se está poniendo nervioso. La guerra con Francia terminó bien para el rey de España, pero ahora se ha enzarzado en un conflicto con los turcos. Necesita hasta el último céntimo para financiar la nueva guerra, y piensa que esto es mucho más importante que saldar las antiguas deudas. El hermano del lector envía cartas a palacio y pide a amigos que tienen contactos en la corte que intercedan, pero sin resultado. El hermano del lector no solo no ha ganado el interés prometido, sino que ha perdido el capital. El padre no está nada contento.

Ahora, para empeorar las cosas, el rey envía a un funcionario de la Tesorería al hermano del lector para decirle, en términos nada ambiguos, que espera recibir sin dilación otro préstamo por la misma cantidad. El hermano del lector no tiene dinero para prestar. Escribe a su padre, intentando persuadirle de que esta vez el rey cumplirá. El páter familias tiene debilidad por su hijo más joven, y acepta con el corazón apesadumbrado. Otras 10.000 monedas de oro desaparecen en la Tesorería general, para no ser vistas nunca más. Mientras tanto, en Amsterdam las cosas parecen ir bien. El lector realiza cada vez más préstamos a comerciantes holandeses emprendedores, que los devuelven a tiempo y en su totalidad. Pero su suerte no dura indefinidamente. Uno de sus clientes habituales tiene el presentimiento de que los zuecos de madera van a convertirse en la nueva moda de París, y le pide al lector un préstamo para establecer una zapatería en la capital francesa. Este le presta el dinero, pero, lamentablemente, los zuecos no les gustan a las señoras francesas, y el malhumorado comerciante se niega a devolver el préstamo.

El padre está furioso, y les dice a sus dos hijos que ya es hora de soltar a los abogados. El hermano del lector pleitea en Madrid contra el monarca español, mientras que el lector entabla juicio en Amsterdam contra el que otrora fuera mago de los zapatos de madera. En España, los tribunales están subordinados al rey: los jueces son serviles ante sus mandatos y temen ser castigados si no cumplen su voluntad. En Holanda, los tribunales son una rama separada del gobierno, que no depende de los ciudadanos ni de los príncipes del país. El tribunal de Madrid rechaza el pleito del hermano del lector, mientras que el tribunal de Amsterdam falla a favor del lector y embarga los bienes del comerciante de zuecos para obligarlo a pagar. El padre del lector ha aprendido la lección: es mejor hacer negocios con comerciantes que con reyes, y mejor hacerlos en Holanda que en Madrid.

Pero las penas del hermano del lector no han terminado aquí. El rey de España necesita desesperadamente más dinero para pagar a su ejército. Está seguro de que al padre del lector le sobra el dinero, de modo que inventa cargos de traición contra su hijo. Si no le entrega 20.000 monedas de oro de inmediato, lo encerrará en una mazmorra, donde se pudrirá hasta el fin de sus días.

El padre del lector ya ha tenido suficiente. Paga el rescate de su amado hijo, pero jura que nunca jamás hará negocios en España. Cierra su sucursal de Madrid y recoloca al hermano del lector en Rotterdam. Ahora dos sucursales en Holanda parecen una idea realmente buena. Ha oído que incluso los capitalistas españoles están sacando sus fortunas del país. También ellos han comprendido que si quieren conservar su dinero y utilizarlo para conseguir más riquezas, será mejor que lo inviertan donde prevalezca la norma de la ley y donde se respete la propiedad privada, como en Holanda, por ejemplo.

De esta manera, el rey de España dilapidó la confianza de los inversores al mismo tiempo que los comerciantes holandeses consiguieron su confianza. Y fueron los comerciantes holandeses (no el Estado holandés) los que forjaron el Imperio holandés. El rey de España siguió intentando obtener tributos impopulares de una plebe descontenta. Los comerciantes holandeses financiaron la conquista a base de préstamos, y cada vez más vendiendo también acciones de sus compañías que daban derecho a sus propietarios a recibir una parte de los beneficios de la compañía. Los inversores precavidos que nunca hubieran prestado su dinero al rey de España, y que se lo habrían pensado dos veces antes de extender crédito al gobierno holandés, invirtieron gustosamente fortunas en las compañías por acciones holandesas, que eran el sostén principal del nuevo imperio.

Si alguien pensaba que una compañía iba a obtener grandes beneficios pero ya había vendido todas sus acciones, podía comprar algunas a las personas que las poseían, probablemente por un precio superior al que se pagaron originalmente. Si alguien compraba acciones y después descubría que la compañía estaba en apuros, podía intentar deshacerse de los valores por un precio menor. El comercio resultante de acciones de compañías condujo al establecimiento en la mayoría de las ciudades europeas de bolsas de valores, lugares en los que se comerciaba con las acciones de las compañías.

La más famosa compañía holandesa por acciones, la Compañía Holandesa de las Indias Orientales (VOC), se fundó en 1602, justo en la época en la que los holandeses se libraban del yugo español y el retumbar de la artillería española podía oírse todavía no lejos de los baluartes de Amsterdam. La VOC empleó el dinero que obtuvo de vender acciones para construir buques, enviarlos a Asia y retornar con mercancías chinas, indias e indochinas. También financió acciones militares que emprendían los buques de la compañía contra competidores y piratas. Y finalmente, el dinero de la VOC financió la conquista de Indonesia.

Indonesia es el mayor archipiélago del mundo. Sus miles y miles de islas estaban gobernadas a principios del siglo XVII por cientos de reinos, principados, sultanatos y tribus. Cuando los comerciantes de la VOC llegaron a Indonesia por primera vez en 1603, sus objetivos eran estrictamente comerciales. Sin embargo, con el fin de garantizar sus intereses comerciales y de maximizar los beneficios de los accionistas, los comerciantes de la VOC empezaron a luchar contra los potentados locales que cargaban tarifas exageradas, así como contra los competidores europeos. La VOC armó con cañones sus barcos mercantes; reclutó mercenarios europeos, japoneses, indios e indonesios, y construyó fuertes y libró batallas y asedios a gran escala. Esta empresa nos puede parecer un poco extraña, pero a principios de la edad moderna era común que las compañías privadas contrataran no solo soldados, sino también generales y almirantes, cañones y buques, e incluso ejércitos ya preparados. La comunidad internacional ya lo daba por hecho y ni siquiera enarcaba una ceja cuando una compañía privada establecía un imperio.

Una isla tras otra cayó ante los mercenarios de la VOC y una gran parte de Indonesia se convirtió en una colonia de la VOC. La VOC gobernó Indonesia durante casi 200 años. Solo en 1800 el Estado holandés asumió el control de Indonesia, convirtiéndola en una colonia nacional holandesa durante los 150 años siguientes. Hoy en día hay personas que advierten que las empresas multinacionales del siglo XXI acumulan demasiado poder. La historia moderna temprana muestra precisamente lo lejos que esto puede llegar si se deja que los negocios se dediquen a sus propios intereses sin que se les controle.

Mientras la VOC operaba en el océano Índico, la Compañía Holandesa de las Indias Occidentales (WIC) surcaba el Atlántico. Con el fin de controlar el comercio en el importante río Hudson, la WIC construyó una colonia llamada Nueva Amsterdam en una isla en la desembocadura del río. La colonia fue amenazada por los indios y atacada repetidamente por los ingleses, que al final la capturaron en 1664. Los ingleses cambiaron su nombre por el de Nueva York. Los restos de la muralla construida por la WIC para defender su colonia frente a los indios e ingleses se encuentran hoy bajo el pavimento de la calle más famosa del mundo: Wall Street.

A medida que el siglo XVII llegaba a su fin, la complacencia y las costosas guerras continentales hicieron que los holandeses perdieran no solo Nueva York, sino también su lugar como motor financiero e imperial de Europa. El vacío que dejó se lo disputaron de manera violenta Francia y Gran Bretaña. Al principio parecía que Francia se hallaba en una posición mucho más fuerte. Era mayor que Gran Bretaña, más rica, más poblada y poseía un ejército mayor y más experimentado. Pero Gran Bretaña consiguió ganarse la confianza del sistema financiero, mientras que Francia demostró no ser de fiar. El comportamiento de la corona francesa fue particularmente notorio durante lo que se llamó la burbuja del Mississippi, la mayor crisis financiera de la Europa del siglo XVIII. Dicha historia empieza asimismo con una compañía por acciones que construyó un imperio.

En 1717, la Compañía del Mississippi, radicada en Francia, se dispuso a colonizar el valle inferior del río Mississippi, y en el proceso estableció la ciudad de Nueva Orleans. Para financiar sus ambiciosos planes, la compañía, que tenía buenos contactos en la corte del rey Luis XV, vendió acciones en el mercado de valores de París. John Law, el director de la compañía, era también el gobernador del banco central de Francia. Además, el rey le había nombrado contrôleur général des Finances, un cargo aproximadamente equivalente al de un moderno ministro de Finanzas. En 1717, el valle inferior del Mississippi ofrecía pocos atractivos aparte de pantanos y caimanes, pero la Compañía del Mississippi hizo correr relatos de riquezas fabulosas y oportunidades sin fin. Los aristócratas y hombres de negocios franceses, y los imperturbables miembros de la burguesía urbana se creyeron tales fantasías, y el precio de las acciones de la compañía subió por las nubes. Inicialmente, las acciones se ofrecieron a 500 libras cada una. El 1 de agosto de 1719, las acciones se negociaban a 2.750 libras. El 30 de agosto valían 4.100 libras, y el 4 de septiembre alcanzaron 5.000 libras. El 2 de diciembre, el precio de una acción de la compañía superó el umbral de las 10.000 libras. La euforia recorría las calles de París. La gente vendía sus pertenencias y contrataba créditos enormes para comprar acciones de la compañía. Todos creían haber descubierto el camino fácil a la riqueza.

Unos pocos días después empezó el pánico. Algunos especuladores se dieron cuenta de que los precios de las acciones eran completamente irreales e insostenibles. Creyeron que lo mejor era vender mientras los precios de las acciones estuvieran en su máximo. Al aumentar el número de acciones, su precio bajó. Cuando otros inversores vieron que el precio se reducía, también quisieron desprenderse con celeridad de sus acciones. El precio de las acciones se desplomó todavía más, y generó una avalancha. Con el fin de estabilizar los precios, el banco central de Francia (bajo la dirección de su gobernador, John Law) compró acciones de la Compañía del Mississippi, pero no pudo hacerlo indefinidamente. Al final, se le acabó el dinero. Cuando esto ocurrió, el contrôleur général, el propio John Law, autorizó la emisión de más dinero con el fin de comprar más acciones. Esto colocó a todo el sistema financiero francés dentro de la burbuja. Y ni siquiera este acto de malabarismo financiero pudo salvar la situación. El precio de las acciones de la compañía cayó desde las 10.000 libras de nuevo hasta las 1.000, y después se hundió por completo, y las acciones perdieron hasta el último sueldo de su valor. Para entonces, el banco central y la Hacienda real poseían una enorme cantidad de acciones que no valían nada y no tenían dinero. Los grandes especuladores salieron relativamente bien parados: habían vendido a tiempo. Los pequeños inversores lo perdieron todo, y muchos se suicidaron.

La burbuja del Mississippi fue uno de los desastres financieros más sonados de la historia. El sistema financiero real francés nunca se recuperó totalmente del golpe. La manera en que la Compañía del Mississippi usó su poder político para manipular los precios de las acciones y para promover el frenesí comprador hizo que la opinión pública perdiera la fe en el sistema bancario francés y en el talento financiero del rey de Francia. A Luis XV le resultó cada vez más difícil conseguir crédito. Esta fue una de las razones principales por las que el Imperio francés de ultramar cayó en manos inglesas. Mientras que Gran Bretaña podía conseguir fácilmente dinero prestado y a bajo tipo de interés, Francia tenía dificultades para obtener préstamos, y tenía que pagar por ellos intereses elevados. Con el fin de financiar sus crecientes deudas, el rey de Francia pidió prestado cada vez más dinero a tipos de interés cada vez más altos. Finalmente, en la década de 1780, Luis XVI, que había subido al trono a la muerte de su abuelo, se dio cuenta de que la mitad de su presupuesto anual se destinaba a pagar los intereses de sus préstamos, y que se dirigía a la bancarrota. De mala gana, Luis XVI convocó en 1789 los Estados Generales, el parlamento francés, que no reunía desde hacía un siglo y medio, con el fin de encontrar una solución a la crisis. Así empezó la Revolución francesa.

Mientras el Imperio francés de ultramar se desmoronaba, el Imperio británico se expandía rápidamente. Al igual que el Imperio holandés antes que él, el Imperio británico lo establecieron en gran parte compañías anónimas por acciones, privadas, radicadas en la Bolsa de Valores de Londres. Las primeras colonias inglesas en Norteamérica las fundaron a principios del siglo XVII sociedades anónimas como la Compañía de Londres, la Compañía de Plymouth, la Compañía de Dorchester y la Compañía de Massachusetts.

También el subcontinente indio fue conquistado no por el capital británico, sino por el ejército mercenario de la Compañía Británica de las Indias Orientales. Dicha compañía superó incluso a la VOC. Desde su cuartel general en Leadenhall Street, en Londres, gobernó un poderoso imperio indio durante casi un siglo, en el que mantenía una enorme fuerza militar de 350.000 soldados, un número considerablemente mayor que el de las fuerzas armadas de la monarquía británica. La corona británica no nacionalizó la India hasta 1858, y con ella el ejército privado de la compañía. Napoleón se burlaba de los británicos, de los que decía que eran una nación de tenderos, pero esos tenderos derrotaron al propio Napoleón, y su imperio fue el mayor que haya visto el mundo.

EN EL NOMBRE DEL CAPITAL

La nacionalización de Indonesia por la corona holandesa (1800) y de la India por la corona británica (1858) no terminó en absoluto con el abrazo entre capitalismo e imperio. Por el contrario, la relación no hizo más que hacerse más fuerte durante el siglo XIX. Las compañías por acciones ya no necesitaban establecer y gobernar colonias privadas; ahora sus gestores y sus grandes accionistas tiraban de los hilos del poder en Londres, Amsterdam y París, y podían contar con que el Estado velara por sus intereses. Tal como se mofaban Marx y otros críticos sociales, los gobiernos occidentales se estaban convirtiendo en un sindicato capitalista.

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