Sapiens

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Parte IV. La revolución científica » 18. Una revolución permanente

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Una revolución permanente

La revolución industrial dio a conocer nuevas maneras de convertir la energía y de producir mercancías, liberando en gran medida a la humanidad de su dependencia del ecosistema circundante. Los humanos talaron bosques, drenaron marismas, represaron ríos, inundaron llanuras, tendieron decenas de miles de kilómetros de vías férreas, y construyeron metrópolis de rascacielos. A medida que el mundo se moldeaba para que se ajustara a las necesidades de Homo sapiens, se destruyeron hábitats y se extinguieron especies. Nuestro planeta, antaño verde y azul, se está convirtiendo en un centro comercial de hormigón y plástico.

En la actualidad, los continentes de la Tierra son el hogar de más de 7.000 millones de sapiens. Si se pusiera a toda esta gente en una gran balanza, su masa combinada sería de unos 300 millones de toneladas. Si a continuación se cogieran a todos nuestros animales domésticos (vacas, cerdos, ovejas y gallinas) y se pusieran en una balanza todavía mayor, su masa supondría del orden de 700 millones de toneladas. En contraste, la masa combinada de todos los grandes animales salvajes que sobreviven (desde puercoespines y pájaros bobos a elefantes y ballenas) no llega a los 100 millones de toneladas. Los libros de nuestros hijos, nuestra iconografía y nuestras pantallas de televisión están todavía llenos de jirafas, lobos y chimpancés, pero en el mundo real quedan muy pocos. En el mundo hay unas 80.000 jirafas, frente a los 1.500 millones de cabezas de ganado vacuno; solo 200.000 lobos, frente a los 400 millones de perros domésticos; solo 250.000 chimpancés, frente a los miles de millones de humanos. Realmente, la humanidad se ha apoderado del mundo.[1]

Degradación ecológica no es lo mismo que escasez de recursos. Tal como hemos visto en el capítulo anterior, los recursos de que la humanidad dispone aumentan constantemente, y es probable que continúen haciéndolo. Esta es la razón por la que las profecías catastrofistas de escasez de recursos están probablemente fuera de lugar. En cambio, el temor a la degradación ecológica está demasiado bien fundamentado. El futuro puede ver a los sapiens consiguiendo el control de una cornucopia de nuevos materiales y fuentes energéticas, mientras simultáneamente destruyen lo que queda del hábitat natural y llevan a la extinción a la mayoría de las demás especies.

De hecho, el desorden ecológico puede poner en peligro la propia vida de Homo sapiens. El calentamiento global, la elevación del nivel de los océanos y la contaminación generalizada pueden hacer que la Tierra sea menos acogedora para nuestra especie, y en consecuencia el futuro puede asistir a una carrera acelerada entre el poder humano y los desastres naturales inducidos por los humanos. Al utilizar los humanos su poder para contrarrestar las fuerzas de la naturaleza y subyugar al ecosistema a sus necesidades y caprichos, pueden causar cada vez más efectos colaterales no previstos y peligrosos. Es probable que estos solo sean controlables por manipulaciones del ecosistema cada vez más drásticas, lo que produciría un caos todavía peor.

Muchos denominan a este proceso «la destrucción de la naturaleza». Pero no es realmente destrucción, es cambio. La naturaleza no puede ser destruida. Hace 65 millones de años, un asteroide aniquiló a los dinosaurios, pero al hacerlo abrió el camino para el progreso de los mamíferos. Hoy en día, la humanidad está llevando a muchas especies a la extinción y puede incluso llegar a aniquilarse a sí misma. Pero hay otros organismos a los que les va muy bien. Las ratas y las cucarachas, por ejemplo, están en su apogeo. Probablemente estos tenaces animales saldrían de entre las ruinas humeantes de un Armagedón nuclear, dispuestos a difundir su ADN y capaces de hacerlo. Quizá dentro de 65 millones de años, unas ratas inteligentes contemplarán agradecidas la destrucción que la humanidad provocó, igual que nosotros podemos dar las gracias a aquel asteroide que acabó con los dinosaurios.

Aun así, los rumores de nuestra propia extinción son prematuros. Desde la revolución industrial, la población humana del mundo ha crecido como nunca lo había hecho antes. En 1700, el mundo era el hogar de unos 700 millones de humanos. En 1800 había 950 millones. En 1900 casi duplicamos este número: 1.600 millones. Y en 2000 lo cuadruplicamos hasta llegar a los 6.000 millones. En la actualidad hemos sobrepasado los 7.000 millones de sapiens.

ÉPOCA MODERNA

Aunque todos estos sapiens se han hecho cada vez más impermeables a los caprichos de la naturaleza, se han visto sometidos cada vez más a los dictados de la industria y el gobierno modernos. La revolución industrial abrió el camino a una larga cola de experimentos de ingeniería social y a una serie todavía más larga de cambios no premeditados en la vida cotidiana y en la mentalidad humana. Un ejemplo entre muchos es la sustitución de los ritmos de la agricultura tradicional por el horario uniforme y preciso de la industria.

La agricultura tradicional dependía de los ciclos de tiempo natural y el crecimiento orgánico. La mayoría de las sociedades eran incapaces de efectuar mediciones precisas del tiempo, y tampoco estaban demasiado interesadas en hacerlo. El mundo se ocupaba de sus quehaceres sin relojes ni horarios, sometido únicamente a los movimientos del Sol y a los ciclos de crecimiento de las plantas. No había una jornada laboral uniforme, y todas las rutinas cambiaban drásticamente de una estación a la siguiente. La gente sabía dónde estaba el Sol, y observaba ansiosa los posibles augurios de la estación de las lluvias y del tiempo de la cosecha, pero no sabían la hora y apenas se preocupaban por el año. Si un viajero en el tiempo que se hubiera perdido apareciera en una aldea medieval y preguntara a un transeúnte: «¿En qué año estamos?», el aldeano quedaría tan sorprendido por la pregunta como por la ridícula vestimenta del extraño.

A diferencia de los campesinos y zapateros medievales, a la industria moderna le preocupa muy poco el Sol o las estaciones. Santifica la precisión y la uniformidad. Por ejemplo, en un taller medieval cada zapatero producía un zapato completo, desde la suela a la hebilla. Si un zapatero aparecía tarde en el trabajo, no afectaba al trabajo de los demás. Sin embargo, en la cadena de montaje de una fábrica de zapatos moderna, cada obrero opera una máquina que produce solo una pequeña parte de un zapato, que después pasa a la máquina siguiente. Si el trabajador que opera la máquina n.º 5 se ha dormido, esto detiene todas las demás máquinas. Con el fin de evitar estos percances, todos deben adoptar un horario preciso. Cada obrero llega al trabajo exactamente a la misma hora. Todos hacen la pausa para comer a la misma hora, tengan o no tengan hambre. Todos vuelven a casa cuando una sirena anuncia que el turno ha terminado, no cuando han acabado su proyecto.

La revolución industrial transformó el horario y la cadena de montaje en un patrón para casi todas las actividades humanas. Poco después de que las fábricas impusieran sus horarios al comportamiento humano, también las escuelas adoptaron horarios precisos, y las siguieron los hospitales, las oficinas del gobierno y las tiendas de comercio. Incluso en lugares desprovistos de cadenas de montaje y de máquinas, el horario se convirtió en el rey. Si el turno en la fábrica termina a las 5.00 de la tarde, es mejor que la taberna local abra sus puertas a las 5.02.

Una conexión crucial en el sistema de horarios que se iba extendiendo fue el transporte público. Si los obreros tenían que iniciar su turno a las 8.00, el tren o autobús debía llegar a la puerta de la fábrica a las 7.55. Un retraso de unos pocos minutos reduciría la producción y quizá provocaría el despido de los desgraciados que llegaran tarde. En 1784 empezó a funcionar en Gran Bretaña un servicio de carruajes con un horario publicado. Dicho horario especificaba únicamente la hora de partida, no la de llegada. Por aquel entonces, cada ciudad y pueblo de Gran Bretaña tenía su hora local, que podía diferir de la de Londres en hasta media hora. Cuando eran las 12.00 en Londres, eran quizá las 12.20 en Liverpool y las 11.50 en Canterbury. Puesto que no había teléfonos, ni radio o televisión, ni trenes rápidos, ¿quién podía saberlo, y a quién le importaba?[2]

El primer servicio de trenes comerciales empezó a operar entre Liverpool y Manchester en 1830. Diez años después, se publicó el primer horario de trenes. Los trenes eran mucho más rápidos que los antiguos carruajes, de modo que las diferencias singulares en las horas locales se convirtieron en un grave fastidio. En 1847, las compañías británicas de ferrocarriles se pusieron de acuerdo en que a partir de entonces todos los horarios de trenes se sincronizarían según la hora del Observatorio de Greenwich, en lugar de hacerlo a la hora local de Liverpool, Manchester o Glasgow. Cada vez más instituciones siguieron el camino de las compañías de ferrocarriles. Finalmente, en 1880 el gobierno británico dio el paso sin precedentes de legislar que todos los horarios de Gran Bretaña debían seguir el de Greenwich. Por primera vez en la historia, un país adoptó una hora nacional y obligó a su población a vivir según un reloj artificial y no según las salidas y puestas de sol locales.

Este inicio modesto generó una red global de horarios, sincronizados hasta las más pequeñas fracciones de segundo. Cuando los medios de comunicación (primero la radio y después la televisión) hicieron su debut, entraron en un mundo de horarios y se convirtieron en sus principales evangelistas y difusores. Entre las primeras cosas que las emisoras de radio transmitían figuraban las señales horarias, pitidos que permitían a los poblados alejados y a los buques en alta mar poner en hora sus relojes. Posteriormente, las emisoras de radio adoptaron la costumbre de emitir las noticias cada hora. En la actualidad, lo primero que se oye en cualquier noticiario (más importante incluso que el estallido de una guerra) es la hora. Durante la Segunda Guerra Mundial, las noticias de la BBC se emitían a la Europa ocupada por los nazis. Cada programa de noticias se iniciaba con una emisión en directo de las campanadas del Big Ben que daban la hora: el mágico sonido de la libertad. Ingeniosos físicos alemanes encontraron la manera de determinar las condiciones meteorológicas en Londres sobre la base de minúsculas diferencias en el tono de las campanadas. Dicha información ofrecía una valiosa ayuda a la Luftwaffe. Cuando el servicio secreto lo descubrió, sustituyeron la emisión en directo por un registro del sonido del famoso reloj.

Con el fin de operar la red de horarios, se hicieron ubicuos los relojes portátiles baratos pero precisos. En las ciudades asirias, sasánidas o incas pudieron haber existido al menos algunos relojes de sol. En las ciudades medievales europeas había por lo general un único reloj: una máquina gigantesca montada sobre una torre elevada en la plaza del pueblo. Era notorio que estos relojes de las torres eran inexactos, pero puesto que no había en el pueblo otros relojes que los contradijeran, apenas suponía ninguna diferencia. Hoy en día, una única familia rica tiene generalmente más relojes en casa que todo un país medieval. Se puede saber la hora mirando el reloj de pulsera, consultando el Android, echando un vistazo al reloj despertador junto a la cama, observando el reloj de la pared de la cocina, mirando el microondas, dirigiendo una mirada al televisor o al reproductor de DVD, u observando con el rabillo del ojo la barra de tareas del ordenador. Hay que hacer un esfuerzo consciente para no saber qué hora es.

Una persona normal consulta estos relojes varias decenas de veces al día, porque casi todo lo que hacemos tiene que hacerse a su hora. Un reloj despertador nos despierta a las 7.00 de la mañana, calentamos nuestro cruasán congelado durante exactamente 50 segundos en el microondas, nos cepillamos los dientes durante 3 minutos hasta que el cepillo eléctrico suena, subimos al tren de las 7.40 para ir al trabajo, corremos en la cinta caminadora del gimnasio hasta que el timbre anuncia que ya ha pasado media hora, nos sentamos frente al televisor a las 7.00 de la tarde para ver nuestro espectáculo favorito, que es interrumpido en momentos previstos de antemano por anuncios que cuestan 1.000 dólares por segundo, y finalmente descargamos toda nuestra ansiedad visitando a un terapeuta que limita nuestra cháchara a la hora de terapia estándar, que ahora es de 50 minutos.

La revolución industrial trajo consigo decenas de trastornos importantes en la sociedad humana. Adaptarse al tiempo industrial es solo uno de ellos. Otros ejemplos notables incluyen la urbanización, la desaparición del campesinado, la aparición y el aumento del proletariado industrial, la atribución de poder a la persona común, la democratización, la cultura juvenil y la desintegración del patriarcado.

Pero todos estos trastornos quedan empequeñecidos por la revolución social más trascendental que jamás haya acaecido a la humanidad: el desplome de la familia y de la comunidad local y su sustitución por el Estado y el mercado. Hasta donde podemos saber, desde los tiempos más tempranos, hace más de un millón de años, los humanos vivían en comunidades pequeñas e íntimas, la mayoría de cuyos miembros estaban emparentados. La revolución cognitiva y la revolución agrícola no cambiaron esta situación. Agruparon familias y comunidades para crear tribus, ciudades, reinos e imperios, pero las familias y las comunidades siguieron siendo las piezas básicas de todas las sociedades humanas. La revolución industrial, en cambio, consiguió en poco menos de dos siglos desmenuzar estas piezas en átomos, y la mayor parte de las funciones tradicionales de las familias y las comunidades quedaron en manos de los estados y los mercados.

EL DESPLOME DE LA FAMILIA Y DE LA COMUNIDAD

Antes de la revolución industrial, la vida cotidiana de la mayoría de los humanos seguía su curso en el marco de tres antiguas estructuras: la familia nuclear, la familia extendida y la comunidad local íntima.[*] La mayoría de la gente trabajaba en el negocio familiar (la granja familiar o el taller familiar, por ejemplo) o trabajaba en los negocios familiares de sus vecinos. La familia era también el sistema de bienestar, el sistema de salud, el sistema educativo, la industria de la construcción, el gremio comercial, el fondo de pensiones, la compañía de seguros, la radio, la televisión, los periódicos, el banco, e incluso la policía.

Cuando una persona enfermaba, la familia cuidaba de ella. Cuando una persona envejecía, la familia la asistía, y sus hijos eran su fondo de pensiones. Cuando una persona moría, la familia se hacía cargo de los huérfanos. Si una persona quería construir una cabaña, la familia echaba una mano. Si una persona quería abrir un negocio, la familia reunía el dinero necesario. Si una persona quería casarse, la familia elegía, o al menos daba el visto bueno, al cónyuge en potencia. Si surgía un conflicto con un vecino, la familia participaba en él. Pero si la enfermedad de una persona era demasiado grave para que la familia la gestionara, o un nuevo negocio implicaba una inversión demasiado grande, o la pelea con el vecino llegaba hasta la violencia, intervenía la comunidad local.

La comunidad ofrecía ayuda sobre la base de tradiciones locales y una economía de favores, que a menudo difería mucho de las leyes de la oferta y la demanda del libre mercado. En una comunidad medieval a la antigua usanza, cuando mi vecino tenía necesidad de ello, yo le ayudaba a construir su cabaña y a guardar sus ovejas, sin esperar a cambio ningún pago. Cuando era yo el que tenía una necesidad, mi vecino me devolvía el favor. Al mismo tiempo, el potentado local podía habernos reclutado a todos los aldeanos para construir su castillo sin que nos pagara un solo penique. A cambio, contábamos con que él nos defendería contra los bandidos y los bárbaros. La vida de la aldea implicaba muchas transacciones pero pocos pagos. Había algunos mercados, desde luego, pero su papel era limitado. En el mercado se podían comprar especias raras, ropa y herramientas, y contratar los servicios de abogados y doctores. Pero menos del 10 por ciento de los productos y servicios que se usaban regularmente se compraban en el mercado. La familia y la comunidad se cuidaban de la mayoría de las necesidades humanas.

Había también reinos e imperios que realizaban tareas importantes como entablar guerras, construir carreteras y edificar palacios. Para tales propósitos, los reyes establecían impuestos y ocasionalmente reclutaban soldados y trabajadores. Pero, con pocas excepciones, tendían a mantenerse apartados de los asuntos cotidianos de familias y comunidades. Incluso si deseaban intervenir, la mayoría de los reyes solo podían hacerlo con dificultad. Las economías agrícolas tradicionales tenían pocos excedentes con los que alimentar a la multitud de funcionarios gubernamentales, policías, trabajadores sociales, maestros y médicos. En consecuencia, la mayoría de los gobernantes no desarrollaron sistemas de protección social, sistemas de salud o sistemas de educación de masas. Dejaban estos asuntos en manos de las familias y comunidades. Incluso en las raras ocasiones en las que los gobernantes intentaron intervenir de manera más intensa en la vida cotidiana del campesinado (como ocurrió, por ejemplo, en el Imperio Qin en China), lo hicieron convirtiendo a los cabezas de familia y a los ancianos de la comunidad en agentes de gobierno.

Con mucha frecuencia, las dificultades en el transporte y la comunicación hacían tan complicado intervenir en los asuntos de comunidades remotas que muchos reinos preferían ceder incluso las prerrogativas reales más básicas (como los impuestos y la violencia) a las comunidades. El Imperio otomano, por ejemplo, permitía que las familias impartieran justicia por su cuenta, en lugar de sostener una gran fuerza policial imperial. Si mi primo mataba a alguien, el hermano de la víctima podía matarme en una venganza sancionada. El sultán de Estambul, o incluso el pachá provincial, no intervenían en estos conflictos mientras la violencia se mantuviera dentro de límites aceptables.

En el Imperio Ming chino (1368-1644), la población se organizaba en el sistema baojia. Diez familias se agrupaban para formar un jia, y diez jias constituían un bao. Cuando un miembro de un bao cometía un crimen, otros miembros del bao podían ser castigados por él, en particular los ancianos del bao. También los impuestos se recaudaban en el bao, y era responsabilidad de los ancianos del bao, y no de los funcionarios del Estado, evaluar la situación de cada familia y determinar la cantidad de impuestos que debía pagar. Desde la perspectiva del imperio, este sistema tenía una ventaja enorme. En lugar de mantener a miles de funcionarios del erario público y a miles de recaudadores de impuestos, que hubieran tenido que supervisar los ingresos y gastos de cada familia, estas tareas se dejaban a los ancianos de la comunidad. Los ancianos sabían cuánto valía cada aldeano y por lo general podían hacer cumplir el pago de los impuestos sin implicar al ejército imperial.

Muchos reinos e imperios eran ciertamente poco más que grandes sistemas organizados de protección. El rey era el capo di tutti i capi, que recogía el dinero de la protección, y a cambio se aseguraba de que los sindicatos del crimen vecinos y los pececillos locales no dañaran a los que estaban bajo su protección. Y poco más.

La vida en el seno de la familia y la comunidad distaba mucho de ser ideal. Las familias y las comunidades podían oprimir a sus miembros de manera no menos brutal que lo que hacen los estados y los mercados modernos, y su dinámica interna estaba a menudo repleta de tensión y violencia; pero la gente tenía poca elección. Hacia 1750, una persona que perdiera a su familia y su comunidad era como si hubiera muerto. No tenía trabajo, ni educación ni apoyo en momentos de enfermedad o penuria. Nadie le prestaría dinero ni la defendería si se metía en problemas. No había policías, ni trabajadores sociales, ni educación obligatoria. Para poder sobrevivir, dicha persona tenía que encontrar rápidamente una familia o una comunidad alternativas. Los muchachos y las muchachas que huían del hogar podían esperar, en el mejor de los casos, convertirse en criados de alguna familia nueva. En el peor de los casos, estaban el ejército y el burdel.

Todo esto cambió de manera espectacular a lo largo de los dos últimos siglos. La revolución industrial confirió al mercado poderes nuevos e inmensos, proporcionó al Estado nuevos medios de comunicación y transporte, y puso a disposición del gobierno un ejército de amanuenses, maestros, policías y trabajadores sociales. Al principio, el mercado y el Estado descubrieron que su camino estaba bloqueado por familias tradicionales a las que les gustaba poco la intervención exterior. Los padres y los ancianos de la comunidad eran reacios a dejar que la generación más joven fuera adoctrinada por sistemas educativos nacionalistas, reclutada en los ejércitos o transformada en proletariado urbano desarraigado.

Con el tiempo, los estados y los mercados emplearon su creciente poder para debilitar los lazos tradicionales de la familia y la comunidad. El Estado enviaba a sus policías para detener las venganzas familiares y sustituirlas por decisiones de los tribunales. El mercado enviaba a sus mercachifles para eliminar las tradiciones locales y sustituirlas por modas comerciales que cambiaban continuamente. Pero esto no bastaba. Con el fin de quebrar realmente el poder de la familia y la comunidad necesitaban la ayuda de una quinta columna.

El Estado y el mercado se aproximaron a la gente con una oferta que no podía rechazar. «Convertíos en individuos —decían—. Casaos con quien deseéis, sin pedirles permiso a vuestros padres. Adoptad cualquier trabajo que os plazca, incluso si los ancianos de la comunidad fruncen el entrecejo. Vivid donde queráis, aunque no podáis asistir cada semana a la cena familiar. Ya no dependéis de vuestra familia o vuestra comunidad. Nosotros, el Estado y el mercado, cuidaremos de vosotros en su lugar. Os proporcionaremos sustento, refugio, educación, salud, bienestar y empleo. Os proporcionaremos pensiones, seguros y protección.»

La literatura romántica suele presentar al individuo como alguien que brega contra el Estado y el mercado. Nada podría estar más lejos de la verdad. El Estado y el mercado son la madre y el padre del individuo, y el individuo únicamente puede sobrevivir gracias a ellos. El mercado nos proporciona trabajo, seguros y una pensión. Si queremos estudiar una profesión, las escuelas del gobierno están ahí para enseñarnos. Si queremos abrir un negocio, el banco nos presta dinero. Si queremos construir una casa, una compañía constructora la edifica y el banco nos concede una hipoteca, en algunos casos subsidiada o asegurada por el Estado. Si estalla la violencia, la policía nos protege. Si enfermamos por algunos días, nuestro seguro de enfermedad se cuida de nosotros. Si quedamos postrados durante meses, aparece la Seguridad Social. Si necesitamos asistencia continuada, podemos ir al mercado y contratar a una enfermera, que por lo general es alguna extranjera procedente del otro extremo del mundo que nos cuida con la devoción que ya no esperamos de nuestros propios hijos. Si disponemos de los medios, podemos pasar nuestros años dorados en una residencia para gente mayor. Las autoridades tributarias nos tratan como individuos y no esperan que paguemos los impuestos del vecino. Los tribunales, asimismo, nos ven como individuos, y nunca nos castigan por los crímenes de nuestros primos.

No solo los hombres adultos, sino las mujeres y los niños son reconocidos como individuos. A lo largo de la mayor parte de la historia, las mujeres han sido consideradas a menudo como propiedad de la familia o la comunidad. Los estados modernos, en cambio, consideran a las mujeres como individuos, que gozan de derechos económicos y legales con independencia de su familia y comunidad. Pueden tener sus propias cuentas bancarias, decidir con quién se casan e incluso elegir divorciarse o vivir solas.

Pero la liberación del individuo tiene un precio. Muchos de nosotros lamentamos ahora la pérdida de familias y comunidades fuertes y nos sentimos alienados y amenazados por el poder que el Estado y el mercado impersonales ejercen sobre nuestras vidas. Los estados y mercados compuestos de individuos alienados pueden intervenir en la vida de sus miembros mucho más fácilmente que los estados y mercados compuestos de familias y comunidades fuertes. Cuando ni siquiera los vecinos de un edificio de apartamentos de muchos pisos pueden ponerse de acuerdo acerca de cuánto pagar a su portero, ¿cómo podemos esperar que resistan al Estado?

El pacto entre estados, mercados e individuos no es fácil. El Estado y el mercado no se ponen de acuerdo acerca de sus derechos y obligaciones mutuos, y los individuos se quejan de que ambos exigen demasiado y ofrecen muy poco. En muchos casos, los individuos son explotados por los mercados, y los estados emplean sus ejércitos, fuerzas de policía y burocracias para perseguir a los individuos en lugar de defenderlos. Pero es sorprendente que este pacto funcione, aunque sea de manera imperfecta. Porque quebranta incontables generaciones de arreglos sociales humanos. Millones de años de evolución nos han diseñado para vivir y pensar como miembros de una comunidad.

Y en tan solo dos siglos nos hemos convertido en individuos alienados. Nada atestigua mejor el apabullante poder de la cultura.

La familia nuclear no ha desaparecido por completo del paisaje moderno. Cuando los estados y mercados arrebataron a la familia la mayor parte de sus atribuciones económicas y sociales, le dejaron algunas importantes funciones emocionales. Todavía se supone que la familia moderna proporciona necesidades íntimas que el Estado y el mercado son incapaces (hasta ahora) de proporcionar. Pero incluso aquí la familia está sometida a intervenciones crecientes. El mercado modela hasta un grado todavía mayor la manera en que la gente lleva su vida romántica y sexual. Mientras que tradicionalmente la familia era la principal casamentera, hoy en día es el mercado el que ajusta nuestras preferencias románticas y sexuales, y después echa una mano para proporcionarlas a un precio elevado. Anteriormente, el novio y la novia se encontraban en el salón familiar, y el dinero pasaba de las manos de un padre a las del otro. En la actualidad, el cortejo se hace en bares y cafés, y el dinero pasa de las manos de los amantes a las de los camareros. Y todavía se transfiere más dinero a las cuentas bancarias de los diseñadores de modas, dueños de gimnasios, dietistas, cosmetólogos y cirujanos plásticos, que nos ayudan a llegar al café con un aspecto lo más parecido posible al ideal de belleza del mercado.

También el Estado mantiene bajo un fuerte escrutinio en las relaciones familiares, en especial entre padres e hijos. Los padres están obligados a mandar a sus hijos a que el Estado los eduque. Los padres que son especialmente ofensivos o violentos con sus hijos pueden verse refrenados por el Estado. Si fuera necesario, el Estado puede incluso encarcelar a los padres o transferir a sus hijos a familias adoptivas. Hasta hace muy poco, la sugerencia de que el Estado debería evitar que los padres pegaran o humillaran a sus hijos habría sido rechazada del todo como absurda e impracticable. En la mayoría de las sociedades, la autoridad de los padres era sagrada. El respeto y la obediencia a los padres figuraban entre los valores más venerados, y los padres podían hacer casi todo lo que quisieran, incluido matar a niños recién nacidos, vender a los hijos como esclavos y casar a las hijas con hombres que les doblaban la edad. Actualmente, la autoridad paterna se bate en retirada. Cada vez más se excusa que los jóvenes no obedezcan a sus mayores, mientras que se acusa a los padres de cualquier cosa que no funcione en la vida de su hijo. Los padres tienen tantas probabilidades de salir indemnes del tribunal freudiano como las que tenían los acusados en un simulacro de juicio estalinista.

COMUNIDADES IMAGINADAS

Al igual que la familia nuclear, la comunidad no podía desaparecer completamente de nuestro mundo sin algún sustituto emocional. Los mercados y estados proporcionan hoy la mayor parte de las necesidades materiales que antaño proporcionaban las comunidades, pero también han de suministrar lazos tribales.

Los mercados y estados lo hacen promoviendo «comunidades imaginadas» que contienen millones de extraños, y que se ajustan a las necesidades nacionales y comerciales. Una comunidad imaginada es una comunidad de gente que en realidad no se conocen mutuamente, pero que imaginan que sí. Tales comunidades no son una invención reciente. Reinos, imperios e iglesias han funcionado durante milenios como comunidades imaginadas. En la antigua China, decenas de millones de personas se veían a sí mismas como miembros de una única familia, cuyo padre era el emperador. En la Edad Media, millones de devotos musulmanes imaginaban que todos eran hermanos y hermanas en la gran comunidad del islam. Sin embargo, a lo largo de la historia estas comunidades imaginadas desempeñaban un papel secundario frente a las comunidades íntimas de varias decenas de personas que se conocían bien unas a otras. Las comunidades íntimas satisfacían las necesidades emocionales de sus miembros y eran esenciales para la supervivencia y el bienestar de todos. En los dos últimos siglos, las comunidades íntimas se han desvanecido, dejando que las comunidades imaginadas ocupen el vacío emocional.

Los dos ejemplos más importantes para el auge de estas comunidades imaginadas son la nación y la tribu de consumidores. La nación es la comunidad imaginada del Estado. La tribu de consumidores es la comunidad imaginada del mercado. Ambas son comunidades imaginadas, porque es imposible que todos los clientes de un mercado o que todos los miembros de una nación se conozcan unos a otros de la manera en que los aldeanos se conocían en el pasado. Ningún alemán puede conocer de manera íntima a los 80 millones de miembros restantes de la nación alemana, o a los 500 millones de clientes que viven en el Mercado Común Europeo (que evolucionó para convertirse primero en la Comunidad Europea y finalmente en la Unión Europea).

El consumismo y el nacionalismo hacen horas extras para hacernos imaginar que millones de extraños pertenecen a la misma comunidad que nosotros, que todos tenemos un pasado común, intereses comunes y un futuro común. Esto no es una mentira. Es imaginación. Al igual que el dinero, las sociedades anónimas y los derechos humanos, las naciones y las tribus de consumidores son realidades intersubjetivas. Únicamente existen en nuestra imaginación colectiva, pero su poder es inmenso. Mientras millones de alemanes crean en la existencia de una nación alemana, se exciten a la vista de símbolos nacionales alemanes, continúen relatando mitos nacionales alemanes y estén dispuestos a sacrificar dinero, tiempo y extremidades por la nación alemana, Alemania seguirá siendo una de las potencias más poderosas del mundo.

La nación hace todo lo que puede para ocultar este carácter imaginario. La mayoría de las naciones aducen que son una entidad natural y eterna, creada en alguna época primordial al mezclar el suelo de la patria con la sangre de la gente. Pero tales afirmaciones suelen ser exageradas. En el pasado lejano había naciones, si bien su importancia era mucho más pequeña que en la actualidad debido a que la importancia del Estado era mucho menor. Un residente de la Nuremberg medieval pudo haber sentido una cierta lealtad hacia la nación alemana, pero sentía mucha más lealtad hacia su familia y su comunidad local, que cuidaba de la mayor parte de sus necesidades. Además, tuvieran la importancia que tuvieran las naciones antiguas, pocas de ellas sobrevivieron. La mayoría de las naciones actuales solo evolucionaron después de la revolución industrial.

Oriente Próximo es un buen ejemplo de ello. Las naciones siria, libanesa, jordana e iraquí son el producto de fronteras fortuitas dibujadas en la arena por diplomáticos franceses y británicos que ignoraban la historia, la geografía y la economía locales. Estos diplomáticos determinaron en 1918 que los habitantes de Kurdistán, Bagdad y Basora serían a partir de entonces «iraquíes». Fueron sobre todo los franceses quienes decidieron quién sería sirio y quién libanés. Sadam Husein y Hafez al-Asad hicieron lo que pudieron para promover y reforzar su conciencia nacional creada por ingleses y franceses, pero sus altisonantes discursos acerca de las naciones iraquí y siria, supuestamente eternas, sonaban hueros.

Ni que decir tiene que las naciones no pueden crearse de la nada. Los que trabajaron duramente para construir Irak o Siria hicieron uso de materias primas históricas, geográficas y culturales reales, algunas de las cuales tienen siglos y milenios de antigüedad. Sadam Husein se apropió de la herencia del califato abásida y del Imperio babilonio, e incluso bautizó a una de sus unidades acorazadas de élite como División Hammurabi. Sin embargo, esto no transforma a la nación iraquí en una entidad antigua. Si cocino un pastel a partir de harina, aceite y azúcar que han permanecido los dos últimos años en mi despensa, eso no significa que el pastel tenga dos años de antigüedad.

En las últimas décadas, las comunidades nacionales se han visto eclipsadas de manera creciente por tribus de consumidores que no se conocen de manera íntima entre sí pero que comparten los mismos hábitos e intereses de consumo, y por lo tanto se sienten miembros de la misma tribu de consumidores y se definen a sí mismos como tales. Esto suena muy extraño, pero estamos rodeados de ejemplos. Los fans de Madonna, por ejemplo, constituyen una tribu de consumidores. Se definen en gran medida por las compras. Adquieren entradas para los conciertos de Madonna, CD, pósters, camisetas y tonos de alarma de los móviles, y de esta manera definen quiénes son. Los hinchas del Real Madrid, los vegetarianos y los ecologistas son otros ejemplos. También ellos se definen, sobre todo, por lo que consumen. Es la clave de su identidad. Un alemán vegetariano puede preferir casarse con una francesa vegetariana que con una alemana carnívora.

PERPETUUM MOBILE

Las revoluciones de los dos últimos siglos han sido tan céleres y radicales que han cambiado la característica más fundamental del orden social. Tradicionalmente, el orden social era duro y rígido. «Orden» implicaba estabilidad y continuidad. Las revoluciones sociales rápidas eran excepcionales, y la mayoría de las transformaciones sociales provenían de la acumulación de numerosos pasos pequeños. Los humanos solían asumir que la estructura social era inflexible y eterna. Las familias y comunidades podían esforzarse para cambiar su lugar dentro del orden, pero la idea de que pudiera cambiarse la estructura fundamental les era ajena. La gente tendía a conformarse con el statu quo, declarando que «así es como ha sido siempre, y así es como siempre será».

A lo largo de los dos últimos siglos, el ritmo del cambio se hizo tan rápido que el orden social adquirió una naturaleza dinámica y maleable. Ahora se halla en un estado de flujo permanente. Cuando hablamos de revoluciones modernas tendemos a pensar en 1789 (la Revolución francesa), en 1848 (las revoluciones liberales) o en 1917 (la Revolución rusa). Pero lo cierto es que, en estos días, cada año es revolucionario. Hoy, incluso una persona de treinta años puede decirles sin faltar a la verdad a los quinceañeros: «Cuando yo era joven, el mundo era completamente diferente». Internet, por ejemplo, no empezó a usarse de manera generalizada hasta los primeros años de la década de 1990, apenas hace 20 años. Hoy no podemos imaginar el mundo sin él.

De ahí que cualquier intento de definir las características de la sociedad moderna es como definir el color de un camaleón. La única característica de la que podemos estar seguros es del cambio incesante. La gente se ha llegado a acostumbrar, y la mayoría de nosotros pensamos en el orden social como algo flexible, que podemos manipular y mejorar a voluntad. La principal promesa de los gobernantes premodernos era salvaguardar el orden tradicional o incluso retornar a alguna edad dorada perdida. En los dos últimos siglos, la moneda corriente de la política es que promete destruir el viejo mundo y construir en su lugar uno mejor. Ni siquiera el más conservador de los partidos políticos se compromete simplemente a mantener las cosas como están. Todos prometen reformas sociales, reformas educativas, reformas económicas… y a menudo cumplen sus promesas.

De la misma manera que los geólogos predicen que los movimientos tectónicos producirán terremotos y erupciones volcánicas, nosotros también podemos esperar que los movimientos sociales drásticos provoquen sangrientas explosiones de violencia. La historia política de los siglos XIX y XX se suele contar como una serie de guerras mortíferas, holocaustos y revoluciones. Al igual que un niño con botas nuevas que salta de charco en charco, esta perspectiva ve la historia como sucesivos saltos de un baño de sangre al siguiente, desde la Primera Guerra Mundial a la Segunda Guerra Mundial, de esta a la guerra fría, del genocidio armenio al genocidio judío, y de este al genocidio ruandés, de Robespierre a Lenin y a Hitler.

No está exento de verdad, pero esta lista demasiado familiar de infaustos acontecimientos es algo engañosa. Nos fijamos demasiado en los charcos y olvidamos la tierra seca que hay entre ellos. Los últimos tiempos de la era moderna han visto niveles sin precedentes no solo de violencia y horror, sino también de paz y tranquilidad. Charles Dickens escribió de la Revolución francesa que «era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos». Esto bien puede ser cierto no solo de la Revolución francesa, sino de toda la época que anunciaba.

Es especialmente cierto de las siete décadas que han transcurrido desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Durante este período, la humanidad ha contemplado por primera vez la posibilidad de autoaniquilación completa, y ha experimentado un buen número de guerras reales y de genocidios. Pero estas décadas fueron asimismo la época más pacífica en la historia humana, y por un amplio margen. Esto es sorprendente porque estas mismas décadas experimentaron más cambio económico, social y político que cualquier época anterior. Las placas tectónicas de la historia se mueven a un ritmo frenético, pero los volcanes están en su mayoría dormidos. El nuevo orden elástico parece poder contener e incluso iniciar cambios estructurales radicales sin que desemboquen en conflictos violentos.[3]

PAZ EN NUESTRA ÉPOCA

La mayoría de la gente no aprecia lo pacífica que es la era en la que vivimos. Ninguno de nosotros estaba vivo hace 1.000 años, de modo que olvidamos fácilmente que el mundo solía ser mucho más violento. Y cuanto más raras se hacen las guerras, mucha más atención atraen. Hay muchas más personas que piensan en las guerras que hoy azotan Afganistán e Irak que en la paz en el que viven la mayoría de los brasileños e hindúes.

Y aún más importante, nos concierne más fácilmente el sufrimiento de los individuos que el de poblaciones enteras. Sin embargo, para poder comprender los macroprocesos históricos tenemos que examinar las estadísticas de masas y no los relatos individuales. En el año 2000, las guerras causaron la muerte de 310.000 individuos, y el crimen violento mató a otros 520.000. Cada una de las víctimas es un mundo destruido, una familia arruinada, amigos y parientes heridos de por vida. Pero, desde una perspectiva macroscópica, esas 830.000 víctimas supusieron solo el 1,5 por ciento de los 56 millones de personas que murieron en 2000. Ese año, 1.260.000 personas murieron en accidentes de automóvil (2,25 por ciento de la mortalidad total) y 815.000 personas se suicidaron (1,45 por ciento).[4]

Las cifras correspondientes a 2002 son todavía más sorprendentes. De los 57 millones de muertes, solo 172.000 personas murieron en una guerra y 569.000 murieron por causa del crimen violento (un total de 741.000 víctimas de la violencia humana). En contraste, cometieron suicidio 873.000 personas.[5] Resulta que al año siguiente de los atentados del 11 de septiembre, a pesar de todo lo que se llegó a hablar de terrorismo y guerra, la persona promedio tenía más probabilidades de suicidarse que de morir en manos de un terrorista, un soldado o un traficante de drogas.

En la mayoría de las regiones del mundo, la gente se va a dormir sin temor a que en plena noche una tribu vecina pueda rodear su aldea y asesinar a todos sus moradores. Los súbditos británicos acomodados viajan diariamente desde Nottingham a Londres a través del bosque de Sherwood sin temor a que una partida de alegres bandidos vestidos de verde les tiendan una emboscada y les quiten el dinero para dárselo a los pobres (o, más probablemente, los asesinen y se queden su dinero). Los estudiantes no han de soportar palmetazos de sus profesores, los niños no han de temer que sus padres los vendan como esclavos al no poder pagar las facturas, y las mujeres saben que la ley prohíbe que su marido las apalee y las obligue a quedarse en casa. Cada vez más, en todo el mundo, estas expectativas se van cumpliendo.

La reducción de la violencia se debe en gran parte al auge del Estado. En toda la historia, la mayor parte de la violencia era resultado de luchas locales entre familias y comunidades. (Incluso en la actualidad, como indican las cifras anteriores, el crimen local es mucho más mortífero que las guerras internacionales.) Como hemos visto, los primeros agricultores, que no conocían ninguna organización política superior a la comunidad local, sufrían una violencia desenfrenada.[6] A medida que reinos e imperios se hacían más fuertes, contuvieron a las comunidades y el nivel de violencia se redujo. En los reinos descentralizados de la Europa medieval, todos los años eran asesinadas 20-40 personas por cada 100.000 habitantes. En décadas recientes, en las que estados y mercados se han hecho todopoderosos y las comunidades han desaparecido, las tasas de violencia se han reducido todavía más. En la actualidad, el promedio global es de solo 9 homicidios anuales por cada 100.000 personas, y la mayoría de estos homicidios tienen lugar en estados débiles, como Somalia y Colombia. En los estados centralizados de Europa, el promedio es de un asesinato al año por cada 100.000 personas.[7]

Ciertamente, hay casos en los que los estados utilizan su poder para matar a sus propios ciudadanos, y tales casos los tenemos muy presentes en nuestros recuerdos y temores. Durante el siglo XX, decenas de millones, si no centenas de millones, de personas fueron asesinadas por las fuerzas de seguridad de sus propios estados. Aun así, desde una macroperspectiva, los tribunales y las fuerzas policiales estatales han aumentado probablemente el nivel de seguridad en todo el mundo. Incluso en las dictaduras opresivas, la persona moderna promedio tiene menos probabilidades de morir a manos de otra persona que en las sociedades premodernas. En 1964 se instauró en Brasil una dictadura militar que gobernó el país hasta 1985. Durante esos veinte años, el régimen asesinó a varios miles de brasileños y otros miles fueron encarcelados y torturados. Sin embargo, incluso en los peores años de la dictadura, el brasileño promedio en Río de Janeiro tenía muchas menos probabilidades de morir a manos humanas que el waorani, arawete o yanomamo promedio. Los waorani, arawete y yanomamos son pueblos indígenas que viven en las profundidades de la selva amazónica, sin ejército, policía o prisiones. Los estudios antropológicos han indicado que entre la cuarta parte y la mitad de su población masculina muere tarde o temprano en conflictos violentos sobre la propiedad, las mujeres o el prestigio.[8]

RETIRADA IMPERIAL

Tal vez sea discutible si la violencia dentro de los estados se ha reducido o ha aumentado desde 1945, pero lo que nadie puede negar es que la violencia internacional ha caído hasta el nivel más bajo de todos los tiempos. Quizá el ejemplo más evidente sea el hundimiento de los imperios europeos. A lo largo de la historia, los imperios han aplastado las rebeliones con mano de hierro, y cuando llegaba su hora, un imperio que se hundiera empleaba todo su poder para salvarse, lo que usualmente implicaba desplomarse en medio de un baño de sangre. Por lo general, su desaparición final llevaba a la anarquía y a guerras de sucesión. Desde 1945, la mayoría de los imperios han optado por una retirada pacífica y temprana y su proceso de hundimiento ha resultado ser relativamente célere, calmado y ordenado.

En 1945, Gran Bretaña mandaba sobre la cuarta parte del planeta. Treinta años después, solo gobernaba unas cuantas islas pequeñas. En las décadas intermedias se retiró de la mayoría de sus colonias de manera pacífica y ordenada. Aunque en algunos lugares como Malasia y Kenia los ingleses intentaron quedarse por la fuerza de las armas, en la mayor parte de los lugares aceptaron el fin del imperio con un suspiro en lugar de con un berrinche. Centraron sus esfuerzos no en conservar el poder, sino en transferirlo de la manera más tranquila posible. Al menos parte del elogio que generalmente se atribuye al Mahatma Gandhi por su credo no violento se debe en realidad al Imperio británico. A pesar de muchos años de pugnas acerbas y a menudo violentas, cuando llegó el final del Raj, los indios no tuvieron que luchar con los británicos en las calles de Nueva Delhi o Calcuta. El lugar del imperio lo ocuparon un montón de estados independientes, la mayoría de los cuales han gozado desde entonces de fronteras estables y han vivido en general de forma pacífica junto a sus vecinos. Ciertamente, decenas de miles de personas perecieron en manos del amenazado Imperio británico, y en algunos puntos calientes su retirada condujo al estallido de conflictos étnicos que provocaron cientos de miles de víctimas (en particular en la India). Pero cuando se compara con el promedio histórico a largo plazo, la retirada británica fue un ejemplo de paz y orden. El Imperio francés fue más obstinado. Su desplome implicó sangrientas acciones en la retaguardia en Vietnam y Argelia que se cobraron la vida de cientos de miles de personas. Pero también los franceses se retiraron del resto de sus dominios rápida y pacíficamente, dejando tras de sí estados ordenados en lugar de una caótica ley de la selva.

El desplome soviético de 1989 fue incluso más pacífico, a pesar del estallido de conflictos étnicos en los Balcanes, el Cáucaso y Asia Central. Nunca antes un imperio tan poderoso había desaparecido de manera tan célere y tan tranquila. El Imperio soviético de 1989 no había sufrido ninguna derrota militar excepto en Afganistán, ninguna invasión externa, ninguna rebelión, ni siquiera campañas de desobediencia civil a gran escala al estilo de la de Martin Luther King. Los soviéticos tenían todavía millones de soldados, decenas de miles de tanques y aviones, y suficientes armas nucleares para aniquilar varias veces al resto de la humanidad. El Ejército Rojo y los demás ejércitos del Pacto de Varsovia permanecieron leales. Si el último mandatario soviético, Mijaíl Gorbachov, hubiera dado la orden, el Ejército Rojo habría abierto fuego sobre las masas sometidas.

Sin embargo, la élite soviética, y los regímenes comunistas en la mayor parte de Europa oriental (Rumanía y Serbia fueron las excepciones), decidieron no emplear siquiera una minúscula fracción de esa potencia militar. Cuando sus miembros se dieron cuenta de que el comunismo había fracasado renunciaron a la fuerza, admitieron su fracaso, hicieron las maletas y regresaron a sus casas. Gorbachov y sus colegas cedieron sin lucha no solo las conquistas soviéticas de la Segunda Guerra Mundial, sino también las conquistas zaristas, mucho más antiguas, en el Báltico, Ucrania, el Cáucaso y Asia Central. Estremece imaginar qué habría ocurrido si Gorbachov se hubiera comportado como los líderes serbios o como los franceses en Argelia.

PAX ATOMICA

Los estados independientes que vinieron después de estos imperios estaban muy poco interesados en la guerra. Con muy pocas excepciones, desde 1945 ya no hay estados que invadan a otros estados con el fin de absorberlos. Tales conquistas habían sido el pan de cada día de la historia política desde tiempo inmemorial. Así fue como se establecieron la mayor parte de los grandes imperios, y como la mayoría de los gobernantes y de las poblaciones esperaban que fueran las cosas. Sin embargo, campañas de conquista como las de los romanos, los mongoles y los otomanos no pueden ocurrir en la actualidad en ningún lugar del mundo. Desde 1945, ningún país independiente reconocido por las Naciones Unidas ha sido conquistado y eliminado del mapa. Todavía ocurren de vez en cuando guerras internacionales limitadas, y todavía mueren en las guerras millones de personas, pero las guerras ya no son la norma. Una persona puede ahogarse en una poza y también puede morir en una guerra internacional. Pero sumideros locales como la segunda guerra del Congo o la primera guerra de Afganistán no cambian el panorama general.

Muchas personas creen que la desaparición de la guerra internacional es exclusiva de las democracias ricas de Europa occidental. En realidad, la paz alcanzó Europa después de que prevaleciera en otras partes del mundo. Así, las últimas guerras internacionales graves entre países sudamericanos fueron la guerra de Perú-Ecuador de 1941 y la guerra de Bolivia-Paraguay de 1932-1935. Y antes de estas no había habido una guerra seria entre países sudamericanos desde 1879-1884, con Chile en un bando y Bolivia y Perú en el otro.

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