Salmo

Salmo


Tratado sobre la vivienda » II

Página 12 de 21

II

¡Ah de la casa!

(Acto II de El barbero de Sevilla)[*]

VAMOS A ESTABLECERLO DE una vez para siempre: la vivienda es el fundamento de la vida de las personas. Tomémoslo como un axioma: sin vivienda, una persona no puede vivir. Y ahora, para completar esto, comunico a los habitantes de Berlín, París, Londres y el resto de lugares que en Moscú no hay pisos.

¿Y cómo se vive aquí? Pues se vive. Pero sin pisos.

Por si fuera poco, los últimos tres años, en Moscú, me han demostrado —y de forma totalmente incuestionable— que los moscovitas han perdido incluso la noción de la palabra «piso», y los muy ingenuos llaman con esta palabra lo primero que tienen delante. Así, por ejemplo, hace poco un amigo mío periodista recibió un papel delante de mí: «Conceder al camarada tal un piso en la casa n.º 7 (donde está la imprenta)». Una firma y un sello redondo y espeso.

Al camarada tal se le concedió el piso, y fui a visitarlo una tarde. En la escalera sin barandilla había schi[*] derramado, y un cable gordo como una serpiente, como cortado, colgaba de lado a lado. En la planta superior pasé por delante de unas ventanas, la mitad de las cuales estaban tapiadas con tablas, y pisé una capa de cristales rotos. Después fui a parar a un espacio oscuro y cerrado y empecé a gritar. Al oír el grito apareció una franja de luz, entré no sé dónde y encontré a mi amigo. ¿Adónde entré? ¡Quién sabe! Era una cosa oscura como un pozo, dividida por tabiques de chapa de madera en cinco compartimentos que parecían cajas grandes de cartón para sombreros. En la caja del medio estaba mi amigo sentado en la cama, su mujer a su lado, y al lado de esta, el hermano de mi amigo, quien, sin siquiera levantarse de la cama, sino solo alargando la mano hasta la pared opuesta, dibujaba un retrato de la mujer al carboncillo. La mujer leía Tarzán.

Estos tres vivían en la cabina de un teléfono. Imagínense ustedes, habitantes de Berlín, cómo se sentirían si los pusieran a vivir en una cabina. Los susurros, el sonido de una cerilla que cae al suelo, todo se oía a través de las cajas de cartón. Y la suya era la del medio.

—¡Mania! —se oye desde la caja de un extremo.

—¿Qué? —se oye desde el otro extremo.

—¿Tienes azúcar? —dicen en el primer extremo.

—En el Lustgarten, en el centro de Berlín, ha habido una manifestación de miles de trabajadores con banderas rojas… —dicen en la caja de la derecha.

—Tengo bombones —dicen en la caja del extremo.

—¡Eres un cerdo! —se oye en la de la izquierda.

—¡Nos vamos a las siete y media!

—Límpiate la nariz, por favor.

Al cabo de diez minutos empieza la pesadilla: dejo de saber qué estoy diciendo yo y qué no, y mi oído empieza a captar cosas extrañas. Los chinos, especialistas en instrumentos de tortura, son solo unos principiantes. No serían capaces de inventar nada semejante en la vida.

—Pero ¿cómo habéis venido a parar aquí? ¡Jo, jo, jo! La delegación soviética, acompañada de la colonia soviética, ha partido para la tumba de Karl Marx… ¿Y qué? ¿Cómo que «y qué»? Gracias, ya he tomado… ¿Con bombones? ¡Bah, que se vayan al infierno! ¡Cerdo, cerdo, cerdo! ¡Échalo de aquí! ¿Y usted dónde está? En Kioto y Yokohama… No mientas, no mientas, animal, ¡hace tiempo que lo veo! ¿Cómo? ¿Que no hay retrete?

¡Madre de Dios! Salí de allí sin perder un segundo, pero ellos se quedaron. Estuve un cuarto de hora en aquella caja de cartón, y ellos llevan viviendo siete —¡siete!— meses. Sí, queridos camaradas, cuando llegué a mi casa, lo primero que pensé es que todo en este mundo es relativo y circunstancial. Me pareció que vivía en un palacio, que en cada puerta había un lacayo empolvado vestido con librea roja y que reinaba un silencio sepulcral. El silencio es algo grande, un regalo de los dioses y el paraíso. Eso es el silencio. Y sin embargo, mi puerta es siempre la misma (como mi habitación), puerta que da al pasillo, al otro lado del cual vive el célebre Vasili Ivánovich con su célebre esposa.

Juro por lo más sagrado que cada vez que me siento a escribir sobre Moscú, la imagen maldita de Vasili Ivánovich se yergue ante mí en el rincón. Una pesadilla con chaqueta y marianos a rayas me tapó el sol. Apoyé la frente en la pared de piedra y Vasili Ivánovich estaba encima de mí como la tapa de un ataúd.

Entiendan que este hombre es capaz de hacer imposible la vida en cualquier piso, y lo ha hecho. Todos los actos del susodicho V. I. están dirigidos para perjudicar al prójimo, y no hay ni un artículo del códice de la República que no haya infringido. ¿Está bien soltar palabrotas a gritos en una pelea? No. Pues él las suelta. ¿Está bien beber vodka casero? No. Pues él bebe. ¿Está permitido montar escándalos? No, no se le permite a nadie. Pues él los monta. Etcétera. Qué lástima que no haya ningún artículo en el códice que prohíba tocar la armónica dentro de casa. A la atención de los juristas soviéticos: les ruego que lo introduzcan, porque él la tocaba. Digo la tocaba porque ya no la toca. ¿Acaso los remordimientos de conciencia frenaron a este hombre? Oh, no, fue un tipejo de Berlín que se la quitó y la vendió para comprarse bebida.

En fin, este hombre es inconcebible dentro de una sociedad humana, y no puedo perdonarlo ni siquiera teniendo en cuenta sus orígenes. O mejor al revés: precisamente si tengo en cuenta sus orígenes, no puedo perdonarlo. Mi teoría es la siguiente: él tiene que ser, para mí, una persona de procedencia problemática, un ejemplo de comportamiento, y no yo para él. Y que alguien me demuestre que no tengo razón.

Así pues, este es el tercer año que vivo en el piso con Vasili Ivánovich. Cuántos viviré todavía, eso no lo sé. Quizás hasta que mi vida se acabe, pero ahora, después de la visita a la caja de cartón, lo llevo mejor. ¡No hay que ser tan exigentes, camaradas!

Sí, lo llevo mejor. Me he vuelto más paciente y compasivo con la gente. El doctor G., amigo mío, se presentó en mi casa la semana pasada lamentándose:

—¡¿Por qué no me habré casado?!

Salida de su boca, la del misógino más empedernido y reconocido de Moscú, una frase tal merece atención. El caso es que la Administración de vivienda le obligó a compartir su piso. Colocó un tabique en su habitación y al otro lado puso a un matrimonio. El doctor pataleó y chilló, todo en vano. El presidente siempre le decía lo mismo:

—Mire, si estuviera usted casado, otro gallo le cantaría…

Al tercer día, el doctor vino a mi casa y dijo:

—Por el amor de Dios, por qué no me habré casado… ¿Tú riñes con tu mujer?

—Hum… A veces… Esto… —respondí cortés y evasivamente, mirando de reojo a mi mujer—. Así, en general… Algunas veces… Ya sabes…

—¿Y de quién es la culpa? —preguntó rápidamente mi mujer.

—Mía, mía —me apresuré a contestar.

—¡Qué pesadilla! ¡Qué pesadilla! ¡Qué pesadilla! —estalló el doctor, bebiendo té—. Qué pesadilla. ¿Sabes? Todas las noches oigo la misma conversación: «¿Dónde has estado?». «En la estación Nikoláyevski». «¡Mentira!». «¡Te lo juro!». «¡Mentira!». Al cabo de un minuto, otra vez: «¿Dónde has estado?». «En la estac…». «¡Mentira!». Al cabo de media hora: «¿Dónde has estado?». «En casa de Ania». «¡¡¡Mentira!!!».

—Pobre mujer —dijo mi mujer.

—No, pobre de mí —objetó el doctor—. Me voy a Oréjovo-Zújevo. Que se la lleve el demonio.

—¿A quién? —preguntó mi mujer, suspicaz.

—Esto… Ala clínica…

Este invierno, Natalia Yegórovna tiró el estropajo al suelo y no pudo arrancarlo porque encima de la mesa estaban a nueve grados, pero en el suelo no había grados, no llegaba ni a uno. Uno bajo cero. Estuvo todo el invierno tocando valses de Chopin con sus botas de fieltro, y Piotr Sergueich cogió una criada y al cabo de una semana la despidió, ¡pero la criada no se marchó! Porque llegó el presidente del edificio y dijo que ella (la criada) era un miembro de la sociedad de la vivienda y ocupaba un puesto allí, y nadie tenía derecho a echarla. Piotr Sergueich, totalmente atontado, deambula ahora por todo Moscú y pregunta a todo el mundo qué tiene que hacer. Pero no puede hacer absolutamente nada. En su cofre, la criada tiene el carné de combatiente valerosa del Ejército Rojo y participante en la toma de Perekop[*] y el carné de la Sociedad de la Vivienda. ¡Sanseacabó para Piotr Sergueich!

Y cierto joven en cuyo «piso» metieron a una viejecita entrañable, un domingo que la vieja volvía de misa, le soltó:

—¡Estoy hasta la coronilla de ti, buena mujer!

Y le asestó un golpe con una romana en la cabeza. En total, conozco cuatro casos como éstos que han ocurrido recientemente. ¿Condenaría al joven? No. Rotundamente no. Ya que siento con toda claridad que si me metieran en otra habitación una viejecita o un segundo Vasili Ivánovich, agarraría una romana, a pesar de que en mi casa, desde mi infancia, me inculcaron la idea de que no debe usarse una romana en ningún caso.

Y Sasha ofreció veinte chervónets[*] para que sacaran de su habitación a Anfisa Márkovna…

¡Bueno, ya está bien!

¿Por qué esta vida es tan extraña y desagradable? Por un solo motivo: la estrechez. Es un hecho que en Moscú se vive con apreturas.

¿Qué podemos hacer?

Sólo puede hacerse una cosa: aplicar mi proyecto. Este proyecto se resume en lo siguiente: hay que reconstruir Moscú.

1924

Ir a la siguiente página

Report Page