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Los saris rojos y las sagradas escrituras » Capítulo 18

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Capítulo 18

Me reuní con Vilda en el Atrium Lounge del espectacular hotel Imperial de Nueva Delhi para tomar el té de las cinco, una costumbre muy típica en la India, que se había forjado en los más de cien años de dominio británico del país.

Era lo que necesitaba para despejar la cabeza de ese maldito Mukesh que no daba señales de vida, de mi desesperación, del artículo de la Gandhi que se estaba demorando y de una noche arrastrándome al baño por algo que había comido. Un poco de diversión, después de tanta noticia cruenta, era de apreciar.

No me equivoqué, a juzgar por cómo me recibió.

—Toma, una copita de mi champancito preferido.

Me dio una copa de cristal tallada a punta diamante y la llenó del Moët & Chandon que estaba en la cubitera sobre la mesa de café. Empezábamos bien.

El hotel era una joya arquitectónica del Raj británico, un edificio blanco, de columnas dóricas y suelos de mármol, con galerías de techos acristalados, y paredes repletas de fotografías y cuadros que relataban la historia de Nueva Delhi, desde que se convirtió en la capital de la India británica en 1911. Inmensos lienzos en los que aparecía el rey y emperador inglés Jorge V mostraban los grandes fastos que acompañaron al acontecimiento. También había fotos de la independencia en 1947, después de más de cien años de dominio británico en el territorio indio. Reconocí el rostro afable y gracioso de Mathama Gandhi, junto al primer ministro de la India, Jawaharlal Nehru, padre de Indira Gandhi y abuelo de Rajiv.

Me imaginé a las damas británicas de la época tomando el té en esos salones como nosotras, con sus imperiales sombreros de paja y sus vestidos de encaje blancos, a los generales del ejercito con sus galones y a los empresarios y aventureros británicos con salacots y trajes blancos, fumando sus puros largos y bebiendo whisky escocés de malta recién traído de Escocia. Seguro que había alguna mujer aventurera como yo.

—Estos indios, cuando son buenos están buenísimos, mijita —dijo Vilda de repente, siguiendo con la mirada a un indio sij con turbante, muy apuesto—. Quién pidió pollo, mijita —dijo soltando una de sus miradas pícaras—. Qué pena que el mío me tenga a dieta.

¿No se daba cuenta de que yo no tenía ojos para nadie?

Vilda era una mujer elegantísima, pero solo en la forma de vestir con sus pantalones pitillo blancos, su camisa de lino del mismo color, complementos en oro amarillo y las sandalias de Louis Vuitton con el monograma y el fondo fucsia. Si no se moviese, si no hablase, parecería toda una dama, pero sus maneras desenfadadas, sus bromas picantes, ese aparato en los dientes y su risa desatada hablaban de otra persona totalmente diferente y más después de las tres copas de Moët & Chandon, de los deliciosos pastelitos Selva Negra y de unos dulces Napoleón exquisitos. Los habían colocado de una manera tan delicada en una bandeja de plata sobre el mantel de lino blanco que era imposible resistirse a ellos. Qué delicia después de tanto caos y fealdad en las calles de Delhi.

—¿Cómo estás? ¿Alguna noticia? —me preguntó.

—Nada…

—Hija, es que estos indios… Te diré que yo a mi marido le eché el ojo en Oxford, lo tenía loquito, y te juro que fuimos muy felices hasta que regresamos a su India. Aquí se ha vuelto más indio que los indios que viven aquí de siempre, no para de trabajar y a mí me tiene temblando… Vamos, que me estoy planteando buscarme un tinieblo.

—¿Un qué?

—Un tinieblo, un arrocito en bajo, un affair. Porque yo, así, a dieta todo el día, no puedo estar.

Quién diría que Vilda estaba casada con alguien de la jet set de Nueva Delhi, que su vida privada era de interés público y que se la estaba contando a una periodista.

—Tengo un admirador que me rechifla. Es el general manager del hotel Shangri-La que acaba de abrir en Nueva Delhi. Es viejecito, pero no sabes cómo está. Inglés, ha vivido en todo el mundo: en Filipinas, en Oriente Medio, en China.

Vilda no paraba de hablar, no había manera de escuchar la música de Sinatra, que cantaba Strangers in the Night, ni de admirar ese Atrium Lounge, una galería de techos acristalados, con sillones y mesitas de mimbre blanco y una fuente con un obelisco de mármol. Finalmente volvió a mi tema preferido:

—Vamos a ver, ¿qué pistas tienes, Assia?

—Mira, la única que tengo me ha llevado a una trama de lo más oscura. Si te digo la verdad, no me apetece ni siquiera contártelo ahora. Aparte de eso, lo único que tengo es este colgante que me regaló Mukesh —dije señalándome el cuello.

—¿Esta brújula?

—No, esta me la regaló mi padre… que también me abandonó —me sinceré una vez más, ya puestos.

—Pobrecita. Me debí dar cuenta de que, la cadena de plata con de colgante de flores talladas, si es de lo más indio. ¿Sabes que es una miniatura de los que utilizaban los antiguos príncipes de la India para enviar sus cartas?

—Algo así me dijo el día antes de desaparecer.

—Dentro solían meter los escritos y los mandaban a otros príncipes o a sus queridas o esposas. ¿Se abre este también?

—No creo. Es un poco pequeño.

—Quítatelo y destápalo a ver si trae algún mensaje.

Me dio un vuelco al corazón al pensar que allí podría haber algo de Mukesh para mí.

Ese tubo de cinco centímetros labrado con motivos florales con dos pequeñas tapas en los extremos en forma de cascos del ejército prusiano terminados en punta no era fácil de abrir. Se resistían las dos tapas. Estaba tan emocionada al pensar que podría haber una nota de Mukesh que ni siquiera mencioné lo del grabado. A lo mejor aquel día había metido un mensaje.

Aquella noche en Singapur, Mukesh me había invitado a mi restaurante preferido: Equinox, en el piso 70 del Swiss Hotel, con las vistas más espectaculares de la ciudad. Nos tomamos una copa antes en el lounge New Asia, desde donde se veían los colosales rascacielos del distrito financiero iluminados en azul, blanco y rojo, que contrastaban con las pequeñas shophouses chinas alienadas a sus pies a orillas del río; parecían Goliat contra David, la modernidad enfrentada al pasado de la ciudad. También tenían hueco en esa maravillosa panorámica los imponentes edificios neoclásicos blancos de la época de la colonización británica: el Parlamento, los museos y el Pandang, un inmenso campo de críquet, que desde lo alto y por la noche parecía un agujero negro en el espacio.

Una camarera singapurense enfundada en un vestido largo de raso negro con la espalda al descubierto, moño y un pequeño collar de perlas nos condujo hasta nuestra mesa al lado de la cristalera. Trajo las dos copas de champán y anacardos calientes con canela, mientras nosotros permanecíamos en silencio. Tampoco nos mirábamos. Yo estaba aún enfadada con él. Habíamos tenido una discusión cuatro días antes porque era incapaz de decirme que me quería.

Escuchábamos la espectacular voz de la cantante malaya en traje de lentejuelas, que estaba junto al piano de cola negro. Cantaba. Fly Me to the Moon. Eso es lo que quería que me hiciese a mí Mukesh, llevarme otra vez a la luna como había hecho los últimos dos meses. Eso es lo único que quería.

—¿Qué quieres de mí, Mukesh?

Estaba irresistible con su camisa de lino blanca con los tres primeros botones desabrochados. Yo también lo debía de estar, a juzgar por sus miradas, aunque no me sentía en mi mejor día con ese vestido morado y verde de seda de Hugo Boss que me había regalado él. El escote era demasiado exagerado, para lo modosa y ofendida que me sentía esa noche.

—No quiero que no estés —dijo con los ojos puestos en la servilleta de papel blanco con la que ya empezaba a hacer uno de sus origamis. La doblaba con cuidado, creando triángulos y alisando los lados con la mano.

—Más claro, Mukesh, más claro. Me tienes completamente desconcertada y ahora esa frasecita farragosa.

Lo había pasado demasiado mal esos cuatro días creyendo que lo nuestro había terminado, para escuchar esa frase que parecía un jeroglífico de sentimientos. No lo soportaba. Intenté calmarme mirando por el gran ventanal. El Esplanade, el moderno auditorio con forma de durian, la fruta más codiciada de Singapur y también la más apestosa, parecía un puercoespín de metal. En eso me gustaría convertirme, pensé. En puercoespín que protegiese mi corazón de ese hombre y que le hiriese si trataba de dañarme.

No contestó, levantó la mirada y sacó del bolsillo de su pantalón una bolsita de seda roja con un curioso diseño de puntitos verdes y blancos.

—No empieces con tus regalos. No me sirven.

Se quedó quieto. Olí el perfume dulzón a Fahrenheit de Dior que me transportaba sin quererlo a su cama, a su cuerpo encima del mío, a ese rincón en su nuca donde se mezclaban todos sus olores.

—Esto es diferente —dijo.

De verdad lo parecía. No tenía el logo de ninguna de las casas de alta joyería. Ni de Bulgari, como esos pendientes que me había regalado en Tailandia; ni de Tiffany, como los de números romanos que me dio en Kuala Lumpur después de mi escena de lloros; ni como la pulserita de Van Cleef con una mariposa que había puesto sobre mi almohada en Bali; ni el reloj de oro rosa con pequeños diamantes de Rolex que me había dado mientras cenábamos en el Shangri-La. A mí, a Assia, a la aventurera que lo único que llevaba encima era una brújula al cuello que ni siquiera era de oro.

Esa bolsita de tela roja poco tenía que ver con los paquetitos perfectos y lujosos que me traía constantemente. Eran maravillosos, sí, pero completamente impersonales. Ese saquito, cosido a mano y con el cordón en organza dorada, hablaba otro lenguaje. Un lenguaje más personal, que era el que yo estaba buscando.

Lo abrí y vi el colgante. Era de plata, un tubito de unos cinco centímetros profusamente tallado con una cadena fina de eslabones. No era en absoluto lujoso, parecía incluso una baratija. Sin embargo, era bonito, singular, diferente y, viniendo de las manos de un esteta y sibarita como Mukesh, tendría un significado especial, seguro. Empezaba a dejarme embaucar de nuevo por sus encantos.

—Los maharajás de la India en su época de máximo esplendor se comunicaban entre ellos metiendo los mensajes aquí. Sus lacayos los llevaban a caballo a otros maharajás o incluso a sus mujeres y amantes.

Ya me estaba encandilando otra vez.

—Los originales eran más grandes que este, un tamaño más o menos así.

Y utilizó sus dos manos para mostrar la medida, al menos ocho veces más grande que el que yo tenía entre las manos.

El tubito parecía tallado a mano, cada una de las flores y las ramitas estaban labradas con gran maestría y belleza. Había algo grabado en un rectángulo liso en el centro.

Desde mi corazón para mi diosa Parvati.

—He pensado que si no soy capaz de expresarme verbalmente, esta puede ser mi forma de comunicarme contigo.

Contuve las ganas de llorar, aún me quedaba algo de la antigua Assia, de la Assia que era dura con los hombres, de la Assia que no se derretía de esa manera en la que lo estaba haciendo. No podía aguantar mucho más. El fuerte estaba a punto de caer. Empezaba a bajar el puente levadizo, bajaba lentamente, pero bajaba. Hasta que ya puse los ojitos de la loca enamorada en la que me había convertido y el invasor entró. Ya estaba otra vez en las garras de mi dios Shiva. Ya solo pensaba en besarle, en amarle.

—Hola, Mukesh. Me alegro de verte por Singapur, te creía en la India.

Esa voz grave interrumpió mi momento de rendición absoluta. Pertenecía a un hombre con un aspecto que me resultó algo siniestro. Chino, más bien alto según el estándar asiático, y espigado, con gafas de sol y un traje elegantísimo de chaqueta negra y corbata a rayas con nudo inglés. Tenía el pelo blanco y una pequeña cicatriz en la comisura de la boca. Le acompañaba una mujer occidental despampanante, ceñida en un traje de noche rojo vivo, con los labios y las uñas pintados del mismo color. En el cuello, un collar de perlas de ocho vueltas. El cabello rubio ombré lo llevaba recogido en un principesco moño alto.

Mukesh le miró con un rostro inexpresivo.

—¿No me vas a presentar a la señorita? —dijo el hombre.

—Esta es Assia.

—Un placer, señorita.

—Encantada.

—¿Y no me vas a decir nada más de ella?

—No.

—Al menos dile mi nombre, que se note tu educación de Oxford.

—Assia, este es el señor Chan. —Mukesh parecía completamente irritado.

—Esta no tiene nombre, se lo quité —dijo mientras miraba a su acompañante con desprecio.

Ella le devolvió una mirada sumisa y nos saludó con un lánguido «hola».

—Tendremos que vernos.

—En otro momento —contestó Mukesh.

—Te espero.

Cuando la extraña pareja se retiró, intenté retomar el momento mágico que se había creado entre los dos con el colgante de plata.

—¿Todo bien? —pregunté.

—Sí —respondió forzando una sonrisa. Parecía distante. Pensativo—. Espero que te guste mi forma de comunicación —terminó por añadir.

Se levantó y cogió el tubito que estaba sobre la mesita junto a las copas de champán, se puso detrás de mí, retiró con delicadeza mi melena de los hombros y yo sentí un escalofrío de placer recorriéndome me la espalda. Me puso el colgante al cuello y me susurró al oído:

—Aquí está todo lo que te quiero decir.

Después me dio un beso en el hombro, allí delante de todo el mundo. Mukesh, que no solía demostrar su afecto en público, fue romántico y maravilloso. Rompió todas mis barreras, si es que me quedaba alguna. Al día siguiente, desapareció.

Vilda llamó al camarero.

—Venga aquí ahora mismo. ¿Quiere apurar?

—Sí, madam.

—Abra esto.

Tampoco los dedos gordos del indio con chaqueta blanca y pajarita negra fueron capaces de abrirlo.

—¡Eres estúpido! ¿No puedes hacerlo mejor? Con esas manos, no entiendo cómo te contratan en este hotel.

—Madam…

—Ni madam ni nada. Voy a hablar con tu superior y en un minuto usted debería estar fuera.

El camarero daba vueltas sin mucho éxito al tubo que resbalaba en sus manos sudorosas.

—¡Eres un burro!

—Vilda, no hace falta que te pongas así. No hace falta que le trates así.

—Mira, Assia, algo que tienes que aprender en este país es que si no tratas mal a los camareros y sirvientes, no te respetan.

—¿Qué dices? ¿Cómo voy a hacer yo eso?

—Pues que sepas que si no actúas así, la que no se adapta a la India eres tú.

—Eso es inhumano.

—Las cosas funcionan así aquí con las castas inferiores. ¡A ver, estúpido, dame ese collar! —gritó Vilda y cogió el cuchillo plateado con las iniciales del Imperial grabadas que estaba sobre la mesa.

Puso el filo entre la ranura del capuchón y el cuerpo del cilindro y empujó con fuerza, con tanta fuerza que el capuchón terminó en el frío suelo de mármol, a los pies de una pareja que estaba entrando al elegante restaurante asiático que había al otro lado.

—¿Lo quieres mirar tú o lo hago yo?

—Yo.

El corazón aporreaba mi pecho, la angustia estrangulaba mi garganta. Lo puse a la altura de mis ojos y miré dentro del pequeño cilindro. Había algo. Sí, había algo. O al menos lo parecía. Intenté meter el dedo para sacarlo, pero nada.

—¿Qué hay?

—Mira tú. No sé si es mi maldita imaginación.

Le pasé el tubo a Vilda. Noté el tacto frío de las hojas talladas sobre la plata.

—Sí, veo algo.

No me lo podía creer. Mukesh me había dejado una señal. Un mensaje. ¿Qué diría? ¿O habíamos perdido el juicio las dos a base de champán? No había manera de sacarlo de ahí con los dedos. Lo intentamos con el palillo con cinta dorada que había estado clavado sobre uno de los eclairs de chocolate que nos habíamos comido. Imposible. Había que abrir el otro capuchón para poder sacarlo. Empujar por un lado y sacarlo por el otro.

—Camarero. Camarero, venga, venga. —Esta vez fui yo la que lo llamé. No quería perder ni un segundo, así que mientras él cruzaba el lounge hasta llegar a nuestra mesa, cogí el cuchillo e intenté quitar yo misma la tapa. Tenía mente despejada, los efectos del alcohol se habían evaporado ante la mera posibilidad de estar más cerca de Mukesh, aun así no conseguí encajar el filo entre la tapa y el cuerpo del tubo.

El camarero lo consiguió pero esta vez el capuchón cayó dentro del té frío de Vilda, que no había ni probado.

—Démelo. —Se lo arranqué de la mano, perdiendo las buenas formas.

—Empuja con el palillo para que salga al otro lado.

Sí, había una nota. ¡Un mensaje de Mukesh! Empujé con delicadeza, no quería que se rompiese, era demasiado importante para mi futuro.

Poco a poco, la nota fue saliendo y al fin la tuve entre mis manos. Respiré profundamente, tenía el corazón agitado. Miré a Vilda, que no me quitaba ojo, expectante, y desenrollé el pequeño trozo de papel.

No pude contener las lágrimas.

—¿Qué dice? ¿Qué sucede?

No podía ni hablar, me atragantaba en mis propios sollozos.

—Tranquilízate, Assia, tranquilízate. ¿Qué dice?

Conseguí contener las lágrimas, esas lágrimas que habían salido a propulsión después de un mes de contención. Y entonces sonreí, no pude hacer otra cosa. Sonreí, mientras las lágrimas seguían cayendo por mis mejillas. ¿Era posible? ¿Era real lo que estaba sucediendo?

—Te amo. Dice «te amo».

Lo volví a repetir para oírlo otra vez, para sentirlo otra vez, para degustarlo. Para creérmelo, para hacerme sentir la reina del mundo, una princesa india otra vez, una princesa tailandesa. Sita, sí, Sita, la mujer de Rama raptada por el malvado Tosakán. O Parvati, la mujer de Shiva, el dios destructor, el dios de la estampita que llevaba Mukesh en el bolsillo. Sí, me quería, lo tenía que encontrar.

—¿Qué son todos esos números que hay en la parte de atrás?

Le di la vuelta al papel. Había, efectivamente, números seguidos de letras que no tenían ningún sentido.

WYATI PMPWNKZ

00815280100006113220 KIGAS IJIKCIM 1

009152801000811113220 EKILZU LIYIGIT 2,5

009133801000811113220 EKIRIVY LIKIT 0,5

VDKPVY RIDK 1,5 007733801000811113220

EKINIE RIMLIUA 2,5 007752801000811114320

GIJAK KIGI 300.000 0088111801000811114320

EATIKIHA SAGIHIT 500.000 0033111801000811114320

005500645622292229222002 YIVAVY RDLIK

—¿Qué es esto? Todos estos números parecen un jeroglífico.

—Vilda. Me quiere. ¿Lo has visto? Me quiere, lo sabía. Haré lo que sea para localizarlo, ayúdame, a lo mejor está en peligro.

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