S.E.C.R.E.T.

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Durante las semanas previas al carnaval, toda la ciudad de Nueva Orleans parece una novia ocupada en los preparativos para su gran día. Aunque las festividades se repiten todos los años, es como si cada carnaval, cada año, fuera el último y el mejor de todos los tiempos.

Cuando me mudé a la ciudad, me fascinaron las krewes, cofradías antiguas o recientes que organizan bailes de carnaval y construyen carros alegóricos para los desfiles. Al principio me preguntaba cómo era posible que la gente estuviera dispuesta a dedicar gran parte de su tiempo libre a coser trajes y pegar lentejuelas. Pero después de vivir unos años en la ciudad, empecé a comprender la naturaleza fatalista del habitante de Nueva Orleans, que vive y ama con intensidad el presente.

Aunque hubiera querido ingresar en una cofradía, no habría podido. Muchas de las más antiguas, con nombres como Proteus, Rex y Bacchus, son inaccesibles para cualquiera que no tenga un rancio abolengo en el Bayou. Pero hacia el final de mi experiencia con S.E.C.R.E.T., empecé a sentir una fuerte necesidad de pertenecer a alguien o a algo, impulso que después de todo es el único antídoto contra la soledad. Empezaba a darme cuenta de que la melancolía no era tan romántica como algunos creían y de que podía considerarse, en realidad, otra forma de llamar a la depresión.

En el mes anterior al carnaval me resultaba imposible recorrer las calles de Marigny o de Tremé, y menos aún del French Quarter, sin sentir envidia por los grupos de costura reunidos en los porches, que cosían a mano trajes resplandecientes, pegaban lentejuelas en complicadas máscaras o construían vertiginosos tocados de plumas. Algunas noches salía a dar una vuelta por el Warehouse District y entonces adivinaba, a través de una grieta en una puerta, a grupos de pintores armados de aerosoles, con las caras protegidas por máscaras, dando los toques finales a carros multicolores. Viéndolos, era capaz de imaginar su felicidad.

Pero había un acontecimiento que todos los años me llenaba el corazón de terror: el espectáculo anual de Les Filles de Frenchmen, organizado por las camareras de los bares y restaurantes de Marigny. Era un espectáculo de cabaret con el que nuestro barrio celebraba el carnaval, y Tracina era una de sus principales organizadoras. Todos los años me preguntaba si quería participar, y todos los años me negaba rotundamente. Will permitía que Les Filles de Frenchmen ensayaran sus bailes en la segunda planta del café, y siempre acababa diciendo que, si veinte chicas podían zapatear en el piso de arriba sin que las tablas del suelo cedieran, entonces era evidente que veinte clientes podían cenar en él tranquilamente sentados sin que ello supusiera ningún problema.

Esta vez Tracina no sólo no me preguntó si quería participar, sino que ella misma renunció a formar parte del espectáculo, aduciendo obligaciones familiares. Will me contó que el trastorno de su hermano se estaba volviendo más complicado a medida que se aproximaba la adolescencia, y yo me prometí tenerlo presente cada vez que pensara en criticarla.

Me sorprendió que fuera Will quien viniera a animarme a participar con las filles.

—¡Vamos, Cassie! Si no lo haces tú, ¿quién va a representar al café Rose en la función?

—Dell. Tiene unas piernas preciosas —dije, rehuyendo su mirada mientras limpiaba la cafetera.

—Pero…

—No. Es mi respuesta definitiva.

Y, como para subrayar mi determinación, vacié en la basura la bandeja de envases de leche vacíos.

—Cobarde —bromeó Will.

—Sepa usted, señor Foret, que este año he hecho un par de cosas que le pondrían a usted los pelos de punta. Pero conozco los límites de mi coraje. Y dentro de esos límites no está el sacudir las tetas delante de un montón de borrachos.

La noche del espectáculo, tuve que quedarme a cerrar el café en lugar de Tracina por segunda vez esa semana. A las ocho en punto, mientras ponía las sillas sobre las mesas para fregar el suelo, oí que en el piso de arriba las bailarinas ensayaban por última vez su número. Era como tener sobre la cabeza una docena de ponis sueltos. Oí cómo cada una de las filles ensayaba su número individual delante del grupo, entre estruendosas risas, aullidos y silbidos. Entonces volví a experimentar aquellos sentimientos tan familiares de soledad e inferioridad, y pensé que yo haría el ridículo si alguna vez intentaba algo semejante. Con treinta y cinco años, a punto de cumplir los treinta y seis, habría sido la bailarina más vieja, después de Steamboat Betty y de Kit DeMarco. Kit atendía la barra en El Gato Manchado, y, a los cuarenta y uno, todavía se permitía llevar un corte de pelo masculino teñido de azul y vestir vaqueros rotos. Steamboat Betty vendía cigarrillos en Snug Harbor y actuaba siempre con el mismo traje, que se ponía todos los años desde hacía treinta y seis, y que aún le quedaba (relativamente) bien. Pero aunque me hubiera animado, jamás habría podido bailar al lado de Angela Rejean, una escultural diosa haitiana que trabajaba de camarera en La Maison y era cantante de jazz en sus ratos libres. Su cuerpo era tan perfecto que ni siquiera podía envidiarla.

Después de acabar con mi parte del trabajo fui al piso de arriba para dejarle las llaves a Kit, que se había comprometido a cerrar cuando terminaran. La función empezaba después de las diez y las chicas tenían pensado ensayar hasta el último minuto. Yo quería irme a casa para ducharme antes de volver para ver el espectáculo. Creía que Will asistiría a la función, pero antes, cuando le había preguntado si pensaba ir con Tracina, se había limitado a encogerse de hombros.

En lo alto de la escalera me encontré con una chica nueva, una rubia con tirabuzones, sentada en el suelo con las piernas cruzadas y con un espejo en la mano. Se estaba poniendo unas pestañas postizas con precisión de experta. No pude distinguir si su pelo era auténtico o una peluca, pero resultaba fascinante. A su alrededor había una docena de chicas más, algunas con más ropa que otras, sentadas o de pie, todas preparándose para la gran noche, con los abrigos apilados sobre el viejo colchón que Will había puesto en el suelo y en el que dormía de vez en cuando. Aparte del colchón, el único mobiliario del piso de arriba era una vieja y rota silla de madera, en la que en ocasiones encontraba a Will perdido en sus pensamientos, con la barbilla apoyada en el respaldo. El espacio, amplio y vacío, resultaba perfecto para los ensayos. Además, cerrábamos temprano, estábamos a tan sólo unas puertas de distancia del Blue Nile, que era el lugar donde todos los años se celebraba el gran acontecimiento, y el baño de la segunda planta era nuevo, aunque todavía no tenía puerta. Varias mujeres, una de ellas con los pechos descubiertos, se agolpaban alrededor del espejo del baño, turnándose para maquillarse. Por todas partes había tenacillas para rizar o alisar el pelo enchufadas a la corriente. Los trajes multicolores, las boas de plumas y las máscaras ponían un toque festivo en un ambiente habitualmente gris.

Encontré a Kit, con medias de red y sujetador sin tirantes, ensayando una secuencia de claqué delante de su traje, que, como si fuera una obra de arte, colgaba de la pared de ladrillo visto. Lo había encargado especialmente para la ocasión. El corsé era de encaje blanco sobre fondo negro de satén, con ribete rosa festoneado en torno al atrevido escote. Los lazos de la espalda también eran de color rosa. Alargué la mano para tocarlo y me estremecí cuando rocé el satén con las yemas de los dedos, porque volvieron a mí los recuerdos de la noche en que me habían vendado los ojos. Me sentía incapaz de hacer lo que Kit y el resto de las chicas estaban a punto de hacer delante de una sala llena de gente…, salvo que fuera con los ojos vendados.

—Cassie, no olvides darle las gracias a Will por dejarnos ensayar después del cierre. Te devolveré las llaves en el Blue Nile —dijo, sin perder el ritmo—. Vendrás esta noche, ¿verdad?

—Nunca me pierdo la función.

—Deberías bailar con nosotras algún año, Cassie —gritó Angela, que estaba entre el grupo de chicas congregadas en el baño.

Me sentí halagada por su atención, pero respondí:

—Haría el ridículo.

—¡Ésa es la gracia! Así queda más sexy —canturreó.

Las otras mujeres rieron y asintieron mientras Kit meneaba el trasero para mí.

—¿Es normal que una lesbiana se vista así? —me preguntó, en tono de broma.

Cuando había salido del armario, un par de años antes, el único en sorprenderse había sido Will.

—Eres el típico hetero —le había dicho Tracina, meneando la cabeza—. Cuando ves que una chica se pone ropa sexy, supones que lo hace para atraer a los hombres.

Kit se vestía de una forma mucho más sexy desde que había salido del armario y tenía novia oficial. Esa noche se había pintado un lunar cerca de la boca y se había puesto unas pestañas postizas y el pintalabios más rojo que yo había visto en mi vida. Llevaba el pelo azul un poco más largo, en una melena corta muy atractiva. Aun así, su exagerada feminidad contrastaba con sus sempiternas botas de vaquero y con las muñequeras negras que siempre llevaba puestas.

—Puede que el año próximo me una a vosotras, Kit —dije, con la remota intención de cumplir mi palabra.

—¿Lo prometes?

—No —dije riendo.

Les deseé buena suerte a las chicas y bajé la escalera, pero, al llegar abajo, me di cuenta de que se me había olvidado darle las llaves a Kit. Cuando me volví para subir corriendo, me di de bruces con ella, que bajaba a toda prisa probablemente porque también se había acordado de las llaves. Al chocar, perdió el equilibrio, bajó resbalando los cinco últimos peldaños y cayó de culo en el duro suelo de baldosas. Yo, por fortuna, iba calzada con zapatillas de deporte.

—¡Kit!

—Mierda —gruñó ella, girando para ponerse de lado.

—¿Estás bien?

—Creo que me he roto el trasero.

Bajé los últimos peldaños y me acerqué a ella.

—¡Oh, no! ¡Lo siento mucho! Deja que te ayude.

Para entonces, Angela, calzada con tacones de doce centímetros, bajaba cautelosamente la escalera, con una boa rosa en torno a los hombros y las muñecas.

Kit estaba totalmente inmóvil.

—¡No me mováis! ¡Ay, ay! Esto tiene mala pinta. No es el trasero. Es el hueso del sacro.

—¡Dios mío! —exclamó Angela, mientras se agachaba a su lado—. ¿Puedes sentarte? ¿Sientes las piernas? ¿Ves doble? ¿Recuerdas mi nombre? ¿Quién es el presidente? ¿Quieres que pida una ambulancia?

Sin esperar respuesta, Angela se dirigió con paso inseguro hacia el teléfono de la cocina. En el suelo, Kit intentó incorporarse, hizo una mueca de dolor y volvió a tumbarse.

—Cassie —susurró.

Andando a gatas, me acerqué un poco más.

—¿Qué te pasa, Kit?

—Cassie…, este suelo… está muy sucio.

—Lo sé —dije—. Disculpa.

Estaba a punto de cogerle la mano para consolarla cuando advertí que en la caída se le había desplazado una de las muñequeras, dejando al descubierto parte de una reluciente pulsera de oro, ¡una pulsera de S.E.C.R.E.T.! ¡Llena de amuletos!

Nos cruzamos una mirada.

—¿Qué…?

—Tengo el culo perfectamente bien, Cassie. Y una cosa más… —murmuró, mientras me agarraba por la pechera para acercarme un poco más a ella. Me incliné hacia su boca cubierta de pintalabios—. ¿Aceptas… el último paso?

—¿Qué? ¿Contigo? No me malinterpretes. Eres adorable y muy simpática, Kit, pero…

Una sonrisa le iluminó la cara mientras se sentaba.

—Tranquila. Yo no voy a participar. Pero me han pedido que te dé un empujoncito. Ya casi has llegado, muchacha, y no es el momento de echarte atrás. ¡Ahora es cuando las cosas van a ponerse divertidas de verdad!

Cuando oímos que Angela volvía de la cocina, Kit volvió a desplomarse en el suelo y a lanzar gemidos de falso dolor.

—Tenemos un problema —dijo Angela, con las manos en las caderas.

—Ya lo sé. ¿Quién va a bailar en mi lugar? —preguntó Kit, con un brazo dramáticamente cruzado sobre los ojos—. ¿A quién se lo podríamos pedir con tan poca antelación?

—No lo sé —respondió Angela.

¿Ella también estaría confabulada?

—¿A qué chica conocemos que esté libre esta noche? ¿Y que sea mona? ¿Y que tenga mi talla, para que pueda ponerse mi traje? —preguntó Kit.

—Me lo pones muy difícil —respondió Angela, sin quitarme de encima una mirada maliciosa.

Yo conocía a Kit desde hacía años, pero pensaba que siempre había sido así: dinámica, fuerte, segura de sí misma… Sin embargo, si estaba en S.E.C.R.E.T. era porque debía de haber pasado por una época de grandes dudas y temores. Aunque era evidente que lo había superado. Angela, por su parte, era un asombroso ejemplo de perfección física, si es que tal cosa existía. Sin embargo, sabiendo lo que yo sabía acerca de S.E.C.R.E.T. y del modo en que elegían a sus participantes, ¿por qué me sorprendí tanto cuando la boa se le resbaló de las muñecas y vi que también llevaba puesta una pulsera?

—Muy bien —dijo Angela, tendiéndome la mano para ayudarme a que me levantara desde donde estaba, agachada al lado de Kit—. Sube esa escalera, muchacha. Tienes unos pasos que aprender.

—Pero… esas pulseras… ¿Las dos sois…?

—Ya tendrás tiempo de hacer preguntas más adelante. ¡Ahora tienes que bailar! —exclamó, chasqueando los dedos como una profesora de baile.

—A propósito, ¿dónde está tu pulsera? —preguntó Kit, sacudiéndose el polvo del suelo. Seguía vestida únicamente con el sujetador sin tirantes y la ropa interior, por lo que varios transeúntes perdidos se detuvieron un momento para echar un vistazo al interior del café Rose.

—En mi bolso —respondí.

—Bueno, eso será lo primero que te pongas. Lo siguiente será mi traje.

Tragué saliva.

Angela me hizo dar la vuelta sobre mí misma y me empujó escaleras arriba. Cuando anunció al resto de las chicas que yo iba a ocupar el lugar de Kit en el espectáculo, pensé que la reacción sería de decepción o de impaciencia. Después de todo, conmigo la calidad de la coreografía sufriría bastante. Sin embargo, no hubo más que aplausos y silbidos de entusiasmo. Me colocaron en la fila de las coristas y, poco a poco y con mucha gentileza, me enseñaron los primeros pasos del número. Kit, con el trasero milagrosamente curado, se convirtió en la coreógrafa improvisada, contando los pasos y marcando el ritmo, todavía en ropa interior. Era como la fiesta adolescente a la que nunca me habían invitado, pero con trajes de coristas. Cuando me equivocaba, nadie me regañaba. Se echaban a reír y me hacían sentir que mis esfuerzos de aficionada enternecerían al público, aunque rebajara la calidad del espectáculo. Lo cierto fue que su generosidad, su apoyo incondicional y su aliento me llenaron los ojos de lágrimas, que tuve mucho cuidado en no derramar, porque de lo contrario se me habrían corrido las seis capas de rímel que me había aplicado Angela. Gracias a la ayuda de las chicas, conseguí superar una parte de mi miedo. Sólo una parte.

Después de dos horas de ensayos (la primera, aprendiendo el número que íbamos a interpretar todas juntas, y la segunda, preparando el mío con la ayuda de Angela), llegamos al Blue Nile y nos situamos detrás del escenario, mientras un público mayoritariamente masculino entraba en la sala y se congregaba en torno a las mesas de la primera fila. Entre nerviosas repeticiones de los pasos y ataques de pánico, una de las chicas me ayudó a darme los toques finales de maquillaje, me pegó un lunar artificial en la cara y me ajustó las medias de red. Por último, Angela me puso delante el traje de corista de Kit, de encaje blanco sobre satén negro, con largas cintas de color rosa por detrás.

—Bueno, preciosa, primero una pierna y después la otra —dijo, mientras me subía el ceñido traje por los muslos—. Date la vuelta para que te ate los lazos.

La obedecí, sujetándome con una mano el encogido estómago. Observé que, cuanto más apretaba los lazos, más se me hinchaban los pechos por encima del festoneado ribete del corsé. En ese momento apareció Matilda, y entonces se me fue el poco aire que me quedaba en los pulmones. Le sonrió a Angela y le dio un abrazo.

—¡Eres toda una campeona, Angela! —exclamó. Después se inclinó y le dijo en un susurro—: Creo que ya casi estás lista para hacer de guía. Ahora déjanos un momento a solas.

Angela salió, con expresión radiante. ¿De modo que pronto sería guía de otras mujeres en S.E.C.R.E.T.? Me pregunté cómo sería llegar hasta ahí.

—¡Cassie, estás preciosa! —dijo Matilda.

—Me siento como una salchicha. No estoy segura de que esto vaya a salir bien.

—Tonterías —replicó Matilda, mientras me arrastraba fuera del alcance de los oídos de las otras chicas para darme algunas instrucciones.

—Esta noche tendrás que hacer una elección, Cassie.

—¿Una elección de qué?

—De hombres.

—¿De qué hombres?

—Los de tus fantasías. Los que has recordado con más insistencia a lo largo de este último año. Los que se cruzaron contigo y te dejaron huella. Esos hombres.

—¿Cuáles? ¿Quiénes? ¿Están aquí? —pregunté, casi gritando.

Matilda me tapó la boca con una mano. El miedo que me helaba las entrañas se estaba transformando rápidamente en náuseas.

Me miró.

—Bueno, obviamente, ya sabes cuál es uno de ellos.

—¿Pierre?

El corazón me dio un vuelco con sólo decir su nombre. Matilda asintió, en un gesto que me pareció un poco sombrío.

—¿Quién más?

—¿Quién más te ha hecho suspirar?

Me vino a la mente la imagen de una piel tatuada y una camiseta blanca levantada para dejar al descubierto un estómago musculoso… El modo en que me tumbó sobre aquella mesa metálica… Cerré los ojos y tragué saliva.

—Jesse.

Había supuesto que no volvería a ver nunca más a ninguno de esos hombres, por eso había sido capaz de comportarme con tanto descaro. Si cualquiera de ellos aparecía entre el público, estaba segura de que me quedaría paralizada.

—Pero ¿Pierre y Jesse saben el uno del otro? ¿Y yo tengo que escoger a uno y rechazar al otro? No estoy muy segura de poder hacerlo, Matilda. De hecho, sé que no podré. No voy a ser capaz.

—Escúchame. Ellos no saben nada, excepto que los han invitado a un legendario espectáculo de cabaret al que asistirá toda la ciudad. Ni siquiera imaginan que vas a actuar y, de hecho, no te reconocerán.

—¡Es imposible que no me reconozcan!

Abrió el bolso, sacó una peluca rubio platino al estilo de Veronica Lake y se la acomodó sobre el puño.

—Para empezar, llevarás puesta esta peluca —dijo. Después volvió a meter la mano en el bolso y añadió—: Y esto.

Sacó un reluciente antifaz negro de carnaval con forma de ojos de gato.

—Recuerda, Cassie, que estarás interpretando un papel —dijo, hablando lentamente y marcando bien las palabras, mientras me colocaba la peluca con mano experta—. Puede que estés nerviosa en el escenario. La antigua Cassie habría pensado que no era merecedora de tanta atención, o que no era bastante guapa o sexy para quedar bien delante de tanta gente. Pero la mujer que lleva esta máscara y esta peluca jamás pensaría algo así. Y los hombres que la miran nunca lo creerían. Porque ella no sólo sabe que puede cautivar a un hombre, sino que es capaz de meterse a toda la sala en el bolsillo. Ya está —añadió, mientras me ponía con cuidado el antifaz sobre los ojos y me ajustaba el elástico detrás de la cabeza—. ¡Espectacular! ¡Ahora ve y sé esa mujer!

¿De qué mujer me estaba hablando? Yo misma me lo preguntaba… hasta que unos segundos después me topé con ella en el espejo de detrás del escenario.

Las chicas estaban reunidas delante, arreglándose los trajes y dando los últimos toques al maquillaje y a los peinados. Yo estaba entre ellas y no me pareció que fuera mejor ni peor que ninguna. Era, simplemente, una más, una mujer que sabía disfrutar de su cuerpo. Justo en ese momento, Steamboat Betty se abrió paso para acercarse al espejo y se ajustó provocativamente los pechos bajo el corsé.

—¡Qué alborotadas están las chicas esta noche! —exclamó, refiriéndose a Les Filles de Frenchmen.

Kit y Angela me sonrieron como madres orgullosas. Después levantaron las muñecas para enseñarme las pulseras y las sacudieron. Yo también moví mis amuletos, y el tintineo de los tres brazaletes fue música para mis oídos.

La orquesta empezó a tocar. Oí que el maestro de ceremonias anunciaba el espectáculo anual de Les Filles de Frenchmen y recomendaba a los hombres del público que hicieran «donativos generosos» y que se comportaran con respeto, porque la dirección había ordenado poner «de patitas en la calle» al primero que se excediera.

—¡De prisa, Cassie! ¡Ya salimos! —gritó Angela.

Inspiré profundamente y miré a mis compañeras. Todas estábamos preciosas, cada una a nuestra manera, con nuestras pelucas, nuestros lunares y nuestros postizos. Todas estábamos interpretando una versión de nosotras mismas, una versión exagerada, alternativa y mucho más atrevida. Quizá todas las mujeres lo hacen de vez en cuando. Bajo nuestra ropa de diario, todas tenemos los mismos miedos y las mismas ansiedades. Angela debía de tenerlos, y también Kit. Pero, mirándolas en ese momento, no podía imaginarlas paralizadas por la duda ante la puerta de la antigua cochera de la Mansión. El sentimiento que me inundaba el corazón en ese instante era de gratitud, y también de esperanza, porque si ellas habían podido superar sus miedos, yo también lo conseguiría. Tenía que creer en mí.

Di los primeros pasos. Busqué el ritmo, contando los tiempos, hasta que salimos al escenario moviendo las piernas de forma acompasada y saludando al público con las manos enguantadas, como bailarinas de cabaret. El público, al que apenas veíamos detrás de los focos deslumbrantes, empezó a aullar de entusiasmo. La adrenalina de la actuación se fue contagiando de una chica a otra, hasta llegar a mí con toda su fuerza.

—¿Lo ves? —me susurró Angela—.

¡Te dije que les encantarías!

Durante los primeros minutos del número me sentí como en una nube, mientras la vista se me ajustaba a los focos. Me repetía para mis adentros que nadie sabía que la del escenario era yo, la tímida Cassie, la camarera del café Rose. Nos separamos por parejas en el escenario. Con mi disfraz, me resultaba mucho más fácil darle la espalda al público y menear el trasero adelante y atrás, siguiendo el ejemplo de Angela, mientras la percusión marcaba el ritmo de nuestra coreografía. Ella era mi pareja, y me resultaba tan emocionante sincronizar mis caderas con la música y con los movimientos de la fabulosa Angela Rejean que empecé a relajarme y a dejar que mi cuerpo improvisara por su cuenta. En un momento dado, me puse a agitar el trasero con tanta rapidez que ella echó la cabeza atrás y lanzó un aullido de admiración. Cuando abandonó el escenario para mezclarse con el público, yo la seguí sin pensármelo dos veces, imitando su manera de cogerle la corbata a un espectador y lanzársela hacia atrás, o de desarreglarle el pelo y quizá también el de su esposa. Las mujeres del público se estaban divirtiendo tanto como los hombres y nuestra exuberancia las animaba a levantarse de sus asientos y sumarse al espectáculo. Entre el público había algunos turistas, encantados de haber encontrado una fiesta auténtica. Pero también reconocí a muchos habituales del café: músicos, tenderos y excéntricos, que habían acudido a celebrar esa pequeña isla de belleza en medio de una ciudad herida y problemática.

Angela y yo interpretamos entre el público el número que habíamos preparado, y después ella me hizo un guiño y me susurró que le siguiera la corriente. Antes de que pudiera reaccionar, me rodeó el cuello con su boa rosa y me plantó un beso en la boca.

Un estallido de aplausos y de gritos resonó por toda la sala mientras Angela prolongaba su beso apasionado. Cuando terminó, saludó con una reverencia y me animó para que siguiera la actuación. Con las rodillas temblando, intenté continuar con nuestros pasos coreografiados, pero su beso me había trastornado. La gente, al notarlo, se puso en pie para aplaudir. Entre la multitud distinguí a Kit y a Matilda, sentadas juntas cerca de la barra, aplaudiendo y silbando como dos orgullosas mamás.

Cuando me volví para enviar un beso al público, mis ojos se cruzaron con una mirada familiar. Tenía delante a Jesse, sentado en una mesa de la primera fila, con una sonrisa capaz de derretir a un iceberg.

—¡Hola! —dijo, recostándose en la silla y mirándome de arriba abajo.

¿Cómo había podido olvidar el increíble atractivo de ese hombre? Esta vez vestía vaqueros y camisa de cuadros, y debajo asomaba una camiseta blanca. Aquella camiseta… Su vientre plano y musculoso, su mano apoyada como al azar en el vello que…

—¡Oh, Dios mío! —dije, parada delante de su mesa.

Su expresión de desconcierto me recordó que ignoraba quién era la mujer que había detrás del antifaz y la peluca. Lancé un vistazo nervioso a toda la sala. Éramos el centro de todas las miradas. Volví a sonreír a Jesse y me quedé sin saber qué hacer, pero Angela me cogió por un brazo y me hizo dar media vuelta para hacer entre las dos el movimiento de entrechocar los traseros que habíamos ensayado. Miré a Jesse por encima del hombro. Era evidente que estaba encantado de estar en medio de la acción, como privilegiado espectador de primera fila. Cuando terminamos nuestro pequeño número, tanto él como el resto de la sala estallaron en aplausos, gritos y aullidos.

Envalentonada por el anonimato, me volví otra vez, le puse las dos manos sobre los hombros y me incliné hacia adelante, ofreciéndole un buen panorama de mi pechera, realzada por el corsé. Cualquier observador habría pensado que nos conocíamos y que estábamos intercambiando bromas, pero cuando me acerqué a su oído, le susurré:

—¡Si supieras las cosas que me gustaría hacerte!

—¡Cuando quieras, muñeca! —murmuró él, haciéndome sentir su aliento caliente en la oreja.

«Entonces, así es como funciona», pensé, mientras ponía un dedo bajo el mentón de Jesse, erizado por una barba incipiente. Cuando le levanté la cara e hice que me mirara a los ojos, me pareció ver un destello en su expresión, como si me reconociera. Retrocedí rápidamente y él echó atrás la cabeza, riendo, encantado con el flirteo. ¿Quién era esa mujer descarada, capaz de comportarse de manera tan atrevida? Yo no, desde luego. ¡Pero sí que era yo! Y Jesse había colaborado en mi liberación.

Para entonces, todas las chicas habían bajado del escenario y estaban transportando al público a un auténtico delirio. Dos de ellas se fueron directamente hacia Jesse, cuya preciosa cara tenía una increíble expresión de deleite. De pronto, la chica con los rizos de tirabuzón le rodeó el cuello con su boa y, ante mis ojos, tiró de él hasta obligarlo a ponerse en pie. Entre los aullidos del público, lo arrastró hacia fuera y él la siguió feliz hasta la puerta, luciendo todo el tiempo una amplia sonrisa, como si fuera el hombre más afortunado de la sala. Yo había tenido mi oportunidad y no la había aprovechado. Sonreí y me despedí en silencio de mi adorable intruso.

Siguiendo a Angela, mi pareja artística, me adentré un poco más entre las mesas. Pero la perdí de vista detrás de una columna y, cuando la estaba buscando, crucé la mirada con otro entusiasta espectador, Pierre Castille, que estaba apoyado contra la pared, con los brazos cruzados, contemplándome con expresión divertida, al lado de uno de sus guardaespaldas. Ahí estaba mi elección. «¡Cuánto poder tienes cuando controlas completamente tu cuerpo!», pensé. Con las manos en las caderas, la barbilla inclinada hacia abajo y los hombros echados hacia adelante, me acerqué a Pierre Castille, andando al ritmo de la música. Reduje la distancia entre nosotros, recordando que yo era la chica del pelo rubio platino y el antifaz de gato. Veía moverse en su cuello su nuez de Adán. A un metro de distancia, me puse un dedo enguantado entre los dientes y me quité un guante de un tirón. Cuando se lo lancé, todo el público aulló. Después, me quité el otro y lo hice girar en el aire, por encima de mi cabeza. A pocos centímetros de Pierre, que para entonces estaba sonriendo, alargué el brazo y lo golpeé suavemente en la cara con el guante. Una vez, dos veces…

—Me han dicho que has sido malo, muy malo —le susurré, con la misma voz jadeante que había usado con Jesse.

—Te han dicho bien —respondió él.

Me miró con avidez y me agarró por la cintura, como si yo fuera suya. La vez que me había sacado de la sala en el papel de príncipe azul había sido un juego, una fantasía. Pero, en ese momento, su forma de agarrarme me pareció brutal y poco amable.

Angela se interpuso y le reprochó su actitud.

—No, no, nada de eso. Esta chica no le pertenece, señor. Recuérdelo.

Yo era el centro de todas las miradas, aunque la mayoría de las chicas ya habían vuelto a reunirse y volvían al escenario, contoneándose provocativamente. Rompí el hechizo dándole la espalda a Pierre y meneando el trasero ante él, con el mayor desdén, en honor del público. Por fin, los focos se apartaron de nosotros y volvieron a concentrarse en el escenario, ocasión que Pierre aprovechó para cogerme por los lazos del corsé, como si fueran una correa. Me acercó a él de un tirón y sentí su boca sobre mi oído.

—Creía que nunca volvería a verte, Cassie.

Mis ojos se abrieron como platos detrás del antifaz.

—¿Cómo…?

—La pulsera. He reconocido mi amuleto.

—Querrás decir mi amuleto —repliqué.

—Me gustabas más cuando eras morena —dijo.

Me volví. Mis pechos rozaron su torso. Encaramada en mis tacones, los ojos de ambos quedaban prácticamente a la misma altura. Sentí en mi interior una marea de sensual agresividad.

—Y a mí me gustabas más cuando eras mi príncipe azul —respondí.

Puede que llevara puesta una máscara, pero por fin estaba viendo a través de la suya. Mientras que la mía ocultaba unos cuantos temores e inseguridades, bajo la suya percibía una amenaza. Pierre usaba a las mujeres con un propósito y, cuando terminaba, las desechaba. Era un hombre perfecto para una noche de fantasía, pero, más allá de eso, no podía imaginar una vida a su lado.

—No te pertenezco —le susurré—. En todo caso, sería al contrario.

Justo cuando los focos volvieron a encontrarnos, Pierre me agarró por el corsé y me echó varias monedas por el escote. Lanzó algunas más a mis pies. Su gesto me desconcertó y me dejó helada. El público pareció indeciso, sin saber si aplaudir o abuchear a Pierre. Finalmente, los focos volvieron al escenario, donde las chicas estaban comenzando su número final.

—Suéltala —dijo una voz en la oscuridad—, o te parto la boca de un puñetazo.

Vi a contraluz la figura de alguien que se acercaba. Pero no necesitaba que ningún hombre viniera a rescatarme. Me sacudí para que Pierre me soltara el corsé y me choqué de espaldas contra Will Foret, que me apoyó una mano en la cintura, para que no me cayera.

—¿Estás bien? —preguntó.

—Sí, estoy bien —respondí. El número final de las chicas estaba a punto de acabar. Will se volvió hacia Pierre, que seguía apoyado contra la pared en actitud arrogante—. Esto no es un club de strippers, Pierre.

—Solamente intentaba darle a esta preciosa bailarina la recompensa adecuada —respondió Pierre, levantando las manos en señal de rendición.

—La agarraste por el traje. Eso no se puede hacer.

—No sabía que hubiera reglas, Will.

—Ése siempre ha sido tu problema, Pierre.

En ese instante estallaron los aplausos y todo el público se puso en pie para ovacionar a las chicas en el escenario.

Pierre se quitó el polvo de una manga, después de la otra, se estiró la chaqueta y me ofreció el brazo.

—Bueno, parece que la función ha terminado. ¿Nos vamos, Cassie?

Al oír mi nombre, Will se volvió hacia mí, boquiabierto. No pude distinguir si estaba impresionado o decepcionado.

—¿Cassie?

Me quité el antifaz.

—Hola —dije, alisándome el corsé—. Ya ves. Una sustitución de última hora.

Will se puso a tartamudear.

—Yo creía que… que… ¡Vaya, Cassie, estás increíble!

La paciencia de Pierre se estaba agotando.

—¿Podemos irnos ya?

—Sí —respondí. En ese momento, vi que los hombros de Will se encorvaban del mismo modo que en el baile, cuando Pierre hizo la oferta ganadora en la subasta. Me volví hacia Pierre, y añadí—: Tú puedes irte cuando quieras.

Di un paso hacia Will para dejar claro que había elegido.

—Es a ti —le susurré—. Te elijo a ti.

Vi cómo el gesto de Will se suavizaba en una relajada expresión de victoria, que culminó cuando deslizó su mano en la mía y me la apretó, en un gesto tan íntimo que casi me desmayé. No apartaba los ojos de los míos. Era evidente que el triunfo le sentaba bien.

Pierre se echó a reír y meneó la cabeza, como si Will no hubiera entendido algo importante.

—¿No dicen que los tipos buenos siempre son los últimos? —dijo Will, mirándome solamente a mí.

—¿Quién ha dicho que tú seas el bueno? —replicó Pierre.

Tras una larga mirada y una sonrisa arrogante, Pierre desapareció entre el público mientras su guardaespaldas intentaba no perderlo de vista. Me alegré de que se marchara.

—Salgamos de aquí —dijo Will, mientras me conducía entre la gente.

Cuando pasamos junto a la mesa de Matilda y Kit, las dos me saludaron sacudiendo las pulseras, y yo les devolví el gesto. Después me encontré con Angela, que volvía al escenario, y ella también se volvió y sacudió la pulsera; los amuletos brillaban a la luz de los focos.

—¡Eh, ella tiene la misma pulsera que tú! —exclamó Will.

—Así es.

Una mano me cogió por el brazo. Era una señora mayor, baja y regordeta, que llevaba puesta una camiseta turística con la leyenda: «Todo es mejor en Nueva Orleans».

—¿Dónde puedo comprar una pulsera como ésa? —preguntó, o, mejor dicho, exigió saber. Tenía acento de Nueva Inglaterra: Massachusetts o Maine.

—Es un regalo de un amiga —respondí.

Pero, antes de que pudiera retirar la muñeca, la mujer atrapó uno de mis amuletos entre el índice y el pulgar.

—¡Tengo que comprarme una igual! —chilló.

—¡Esta pulsera no se compra! —le dije, soltándome de su mano—. Hay que ganársela.

Will me apartó de ella y me guió a través del atasco de gente que aún quedaba en la puerta. Fuera, en el aire fresco de la noche, me puso su abrigo sobre los hombros desnudos y me hizo apoyar la espalda contra el escaparate de The Three Muses, incapaz de esperar más tiempo para besarme. ¡Y vaya si me besó! Lo hizo profundamente, con todo su corazón, parando de vez en cuando, como para comprobar que efectivamente era yo la que estaba ante él, temblando entre sus brazos. Pero no temblaba de frío. Me estaba despertando y todo mi cuerpo se estremecía, porque él me estaba dando la vida. Una cosa es que te mire un hombre al que deseas, y otra muy distinta es sentir la mirada del hombre al que amas. Pero…

Tenía que preguntárselo, aunque no estaba segura de querer conocer la respuesta.

—Will… ¿Tracina y tú…?

—Se ha acabado. Hace tiempo que se ha acabado. Somos tú y yo, Cassie. Siempre tendríamos que haber sido tú y yo.

Dejamos que varios turistas nos adelantaran mientras asimilaba esa nueva y sorprendente información: «Tú y yo». Anduvimos unos pasos más, y Will volvió a detenerse, esta vez para ponerme contra la pared de ladrillos rojos de The Praline Connection, donde un par de camareros arquearon las cejas con expresión de incredulidad. «¿Will Foret y Cassie Robichaud? —deberían estar pensando—. ¿Besándose? ¿En plena Frenchmen Street?».

Las manos de Will, su olor, su boca, el amor que veía en sus ojos… Todo me parecía perfecto. Lo quería, lo deseaba. Ya lo tenía en mi cabeza y en mi corazón, y ahora mi cuerpo también quería poseerlo. Cuando volvió a pararme en la calle y me cogió la cabeza entre sus tibias manos, mientras me miraba como buscando en mis ojos una respuesta a la pregunta que no había formulado, supe que había escuchado el «sí» que le dije sin palabras. Prácticamente hicimos corriendo los cincuenta metros que faltaban para llegar al café Rose, donde a Will le temblaban tanto las manos que se le cayeron dos veces las llaves antes de conseguir abrir la puerta.

¿Cómo era posible que estuviera más nervioso que yo? ¿Cómo era posible que yo no estuviera nerviosa?

Los pasos.

Desfilaron por mi mente en cascada. Por fin podía aceptar a ese hombre, al que me había resistido desde el principio. Sentía en mí el coraje, el arrojo, la generosidad y la seguridad que necesitaba para abrirle mi corazón. Confiaba en él y eso me llenaba de audacia para hacer frente a lo que nos deparara el futuro. También sentía una curiosidad irrefrenable por descubrir cómo sería ese hombre en la cama y cómo seríamos los dos juntos. Y un nuevo sentimiento avanzaba en mi interior: la exuberancia, la promesa definitiva del paso nueve. Con él me sentía exuberante, entusiasta. Éramos alegría en acción.

Entramos en el restaurante, trastabillando, riendo, besándonos y tropezando con los zapatos, que nos quitamos apresuradamente al subir la escalera, mientras él me desataba el corsé por la espalda y yo lo ayudaba a quitarse la camiseta, en una habitación que nunca más volvería a parecernos solitaria.

Will no era ni de lejos el amante tímido que yo había imaginado. Era feroz y a la vez tierno, y yo intenté ser como él. Lo atraje hacia mí, besándolo con pasión, para que no le cupiera la menor duda de mi deseo. Ese hombre era mío. De pie sobre mí, sin camisa, con sus preciosos brazos y su pecho a la vista, se quitó el cinturón y después lanzó los vaqueros y la ropa interior al otro extremo de la habitación.

—Mierda —murmuró entonces, al recordar algo.

Fue corriendo hacia los vaqueros desechados y los sacudió para hacer caer la cartera, que se puso a revolver hasta encontrar un condón. Mientras lo veía ponérselo, pensé que ningún otro hombre habría sido capaz de hacerlo con tanta rapidez como él. Volvió al colchón, se arrodilló y me separó las piernas. Sus ojos abarcaron todo mi cuerpo y entonces sacudió la cabeza, como si no hubiera podido imaginar un momento más perfecto. Se tendió sobre mí y me cubrió de besos, suaves primero y, después, cada vez más ardientes. Inició un recorrido deliciosamente lento desde el cuello, pasando por la clavícula, para, al final, detenerse en mis pechos. Su barba incipiente me hacía cosquillas en el vientre y él se paraba cada pocos centímetros para mirarme a los ojos, buscando mi mirada, para que le suplicara que continuase. «Estoy haciendo el amor con Will Foret, mi jefe, mi amigo, mi hombre», pensaba yo sin parar.

Mi respiración se volvió más entrecortada y mi espalda se arqueó mientras él se deslizaba dentro de mí. ¿Cómo se llama eso que sientes cuando necesitas urgentemente a alguien y no te das cuenta de que lo tienes a tu lado y te está dando justo lo que necesitas? ¿Cómo se llama eso que sientes cuando el corazón, la cabeza y el cuerpo se emocionan al mismo tiempo? Con los otros hombres, me había entregado físicamente, pero mi corazón nunca había estado del todo despierto. Con Will, cada parte de mí estaba viva bajo su cuerpo. Mi cabeza decía «sí», mi cuerpo decía «ahora» y mi corazón estaba a punto de estallar por lo maravilloso que era todo. «¿Será esto el amor? Sí —pensé—, esto es el amor». En ese momento, lo supe: «Aquí está mi amor, mi hombre, mi Will».

—Eres preciosa —me susurró, con la voz un poco ronca.

—Oh, Will.

Era difícil creer que esa sensación de éxtasis fuera posible. Yo me movía bajo su cuerpo, loca de deseo. Quería llegar al orgasmo, quería sentirlo, y, sin embargo, también quería detenerme y congelar para siempre la sensación de alegría que me invadía.

—Lo cierto es que he deseado hacer esto desde el día en que te conocí —dijo él.

Me cubrió la cara de besos mientras sus movimientos lentos y profundos se apoderaban de mi voluntad. Con los codos apoyados a cada lado de mi cabeza, me apartó el pelo de la cara y buscó mi mirada con la suya. Entonces empezó a anhelar algo que solamente había empezado a saborear. Lo noté en su expresión. Con un solo movimiento suave y preciso, me colocó encima de él.

Puse las manos sobre sus musculosos hombros y me acoplé a su ritmo con las caderas. Él también lo sentía, y yo lo sabía. Era un placer mayor y más fuerte que nada de lo que había experimentado hasta ese momento. A medida que me acercaba al clímax, me entregué con más fuerza y más fervientemente a ese placer. Cuando llegué al orgasmo, oí su voz que gritaba mi nombre mientras su torso se arqueaba fusionando su hermoso cuerpo con el mío.

Después, caí exhausta sobre su pecho. Con el frío de la calle, nuestro aliento y el calor de nuestros cuerpos, las ventanas se habían empañado.

Antes de que se aquietara mi respiración, su boca se unió con la mía en un beso prolongado. Después, Will volvió a dejarse caer sobre el colchón y cerró los ojos. Los dos nos perdimos en una silenciosa calma.

—Me parece que mañana llegarás tarde a trabajar —dijo suavemente, poco después—. Y creo que a mí no me importará.

Me reí, con la cabeza apoyada contra su pecho, escuchando los latidos de su corazón. Él me envolvió en sus brazos, me atrajo hacia sí y me besó la coronilla.

—¿Es cierto que has deseado hacer esto desde el día en que nos conocimos? —pregunté.

—Sí. Prácticamente no he deseado nada más.

Sentí una duda terrible. Necesitaba saberlo.

—¿Por qué habéis roto?

La ruptura explicaba el malhumor de Tracina y sus ausencias de las últimas semanas.

Will cerró los ojos, como obligado a dar una noticia que habría preferido olvidar.

—Hace un par de semanas descubrí unos mensajes de texto que ella había intercambiado con aquel fiscal de la subasta. Pero lo nuestro ya había terminado. Los mensajes me facilitaron una excusa.

—¿Te estaba engañando?

—Ella dice que no. Pero, en realidad, no me preocupa. Ya no importa. Se ha terminado.

—¿Qué dirá cuando se entere de lo nuestro?

—Replicará: «Te lo dije». Siempre supo que estaba un poco enamorado de ti.

«¿Un poco enamorado de mí?». Will debió de notar mi asombro.

—Sí, me has oído bien —dijo, haciéndome cosquillas—. ¿Te da miedo lo que te estoy diciendo?

—No, porque has dicho que estabas «un poco» enamorado, y no «muy» enamorado. Eso sí que me asustaría.

—Bueno… —empezó él.

Le tapé la deliciosa boca con una mano.

—¡No, no lo digas! —exclamé, apoyada sobre un codo, por encima de su preciosa cara, que para entonces tenía una expresión muy pensativa.

Me apartó la mano de la boca y me la besó.

—Eres diferente de lo que yo creía, ¿sabes? —me dijo, mirándome intensamente a los ojos.

—Quieres decir… ¿en la cama?

—No, no me refiero al sexo, no exactamente. Me refiero a ti. Te veo más… entera, más segura de ti misma. No sé cómo decirlo. Yo siempre te he visto así, pero últimamente lo expresas más. En estos últimos tiempos eres más… tú misma.

Le sonreí, porque acababa de regalarme el mejor cumplido que me habían hecho en mi vida.

—¿Sabes? Creo que tienes razón. Creo que últimamente soy más yo misma —dije, inclinándome para darle otro beso.

Un rato después nos quedamos dormidos escuchando al saxofonista que muchas madrugadas se sentaba en los peldaños del café Rose, con el sombrero a sus pies. Mientras aquel hombre traducía su soledad en música, la mía se fue disolviendo en la noche.

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