Rumble

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Segunda parte » 1

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Hace un año la Humbertina lo había profetizado con claridad: van a tirar todo a la mierda. No lo creímos porque en este país nunca nadie hace nada, pero todos sabíamos que existía un proyecto para ampliar la avenida más ancha del mundo, que pasaba por el medio de nuestro barrio.

Un día aparecieron y cerraron toda la zona con un cerco de tres metros de alto, después entraron las excavadoras con palas como garras y los hombres como monstruos cenicientos, con las cabezas tapadas con cascos y antiparras pero también con trapos, y se pusieron a picar dos manzanas enteras repletas de mansiones francesas del siglo diecinueve, que quiere decir del mil ochocientos. Sé que no hace falta aclararlo pero me lo vivo confundiendo.

Ahora no queda nada. Le pasaron por encima a la placita, al kiosco de Dorita, al pasaje con lo de la Humbertina y a la casa de mi amigo Pato. Pato también se quedó sin colegio, pero le importa menos.

La demolición está a dos cuadras de casa, del otro lado quedan Retiro, el cine de la iglesia del Socorro y lo de Sumi, la plaza San Martín y el colegio de la calle Arroyo (de donde me echaron tan injustamente).

Cientos de camiones se llevan los escombros de todos los edificios incluidos sus jardines. ¡Rumble, rumble! Cascotes de todos los tamaños. No hace falta ir al cine para sentir el efecto sensurround que hace vibrar la tierra debajo de la calle.

De repente todo está lleno de ruido, de ratas y de ladrones, que se llevan los botines de las ruinas en complicidad con los capataces de las obras. Sobre las medianeras que todavía quedan en pie se ven estampadas las huellas de las casas, el rastro de las escaleras, las marcas de los cuadros y de las lámparas y las manchas de óxido o sarro de los baños y las cocinas. Una palmera de cien años cortada con saña agoniza en un volquete, debajo de una tonelada de escombros de la que sobresale un bidet. Tirado a la basura encontré un álbum de fotos con tapa de cuero. Pensé que lo podía usar pero ahora no me animo a despegarle las fotos que tiene.

Con Sumi pispeamos las obras mientras buscamos monedas perdidas debajo del cerco. La excavación parece el cráter de un volcán, con un montón de pisos de alto o de bajo o como se mida la altura de los subsuelos.

Los caminos de cornisa para los camiones, las estructuras de caño de los andamios, el rugir de las máquinas colgadas del borde de un precipicio a un fondo interminable, los tipos allá abajo, todo parece peligroso.

Cuando llueve mucho se inundan los pozos y se llena todo el barrio de ratas, que supongo que luchan cuerpo a cuerpo con las cucarachas, la auténtica fauna autóctona de Barrio Norte, que desde que empezó la demolición están gigantes. Me hace gracia cuando alguien dice que éste es un barrio elegante.

Una madrugada Arturo se despertó porque se le prendió sola la lámpara de la mesa de luz. Como no había nadie más en el cuarto pensó que podía ser una rata que ya había visto en el hueco de la puerta corrediza del living. La misma o una prima, andá a saber. Cuando la vio en el comedor la rata se había metido en el hueco de la puerta corrediza, y ahora había apretado sin querer la tecla color marfil al pasar corriendo sobre el baúl que Arturo usa de mesita. Seguramente ella también se había asustado y estaba escondida en alguna parte. Arturo sólo se animó a moverse para escapar. Saltó de la cama y se fue a dormir al cuarto de los mellizos. Lo pasó a Félix a la cama de Bernardo y se acostó en su cama. Félix protestó pero Arturo dio vuelta la almohada y le dijo: si no te gusta te podés ir a dormir a mi cuarto con la rata, así que mejor dejate de joder porque te surto.

El gobierno de Francia se opuso a demoler el palacete de su embajada alegando que era una obra maestra de la arquitectura, y aunque estaba en la línea de fuego de las topadoras se salvó. Pero detrás no quedó nada, salvo una mansión que sigue en pie gracias a la curva que tuvo que dar el proyecto para sortear la embajada.

La manzana de la placita voló entera. La casa de Pato desapareció, y eso que era inmensa, un edificio francés de cuatro pisos todos de su familia. En el primer piso vivía la abuela, que llevaba más de veinte años sin salir de la cama. Cuando Pato había tenido hepatitis yo lo había visitado varias veces. Era la única que iba (porque mi gen vasco me dice que yo no me contagio nunca nada). Esas tardes nos quedábamos en su cuarto tirados escuchando música en un grabador Panasonic de teclas grandes. Pato rebobinaba los casettes con una birome a la velocidad de una turbina y los grababa arriba una y otra vez. En una etiqueta estaba escrito en birome verde Los Chalchaleros, y arriba en drypen negro Litto Nebbia. Arropado en un quillango como si fuera la capa de un príncipe y chancleteando unas alpargatas viejas Pato hacía excursiones a la cocina en busca de algo para comer y yo me quedaba esperándolo en su cuarto, leyendo un póster con un epigrama de Ernesto Cardenal que me sabía de memoria. Ahora casi no lo veo y sé que lo voy a ver cada vez menos. Lo voy a extrañar, a él y a su casa Locos Addams con el ascensor roto parado en el último piso.

Su madre andaba descalza sobre el piso de madera y tenía las plantas de los pies negras. Siempre estaba con amigos, y fumaban, tomaban vino y leían en voz alta. Discutían a los gritos y a las carcajadas en el living con las celosías de las ventanas siempre cerradas, porque el padre de Pato estaba preso. Él nunca me lo contó pero me lo dijo papá, que siempre me pregunta el apellido de la gente (y si no los conoce desconfía de su importancia, incluso a veces de su existencia). A la familia de Pato la conocía o, mejor dicho, sabía quiénes eran. Gente vinculada a la revista Cristianismo y revolución, unos zurdos peligrosísimos, había dicho. Me prohibió que fuera a esa casa pero yo seguí yendo hasta que la demolieron. Cuando la abuela de Pato bajó a la calle después de veinte años no reconoció nada de lo que vio y la asustó la comba y la altura del edificio rosado de la esquina. Con lo que le dieron por sus cuatro fabulosos pisos se compró un departamentito miserable y se fue con la señora que la cuidaba a encerrarse los últimos veinte años que tal vez le quedaran sin salir de otro cuarto.

Además de historias tristes y de ratas, la demolición invade el barrio de piezas fabulosas. Las antigüedades se ponen de moda y un montón de vidrieras aparecen repletas de desnudos de bronce y lámparas de vidrios de colores. En el anticuario de la esquina del Ital Park, debajo de la recova, pararon en la puerta una armadura medieval y cuando paso siento que hay alguien adentro, inmóvil, que me sigue con los ojos.

Mamá va todas las semanas a los remates de Guerrico, a una cuadra de casa, a mirar muebles y objetos de arte. Al terminar la subasta a veces se queda a tomar una copa de vino y vuelve a casa tarde. Generalmente esas noches coinciden con los días en los que papá no viene a comer.

Pero hoy, que le suspendieron la cena, papá está sentado en la mesa comiendo con nosotros cuando llega mamá del remate. Trae la cartera colgando del brazo, un catálogo en la mano y nos saluda a todos en general con un “duenasnoshes”, haciéndose la sobria.

Papá, los mellizos y yo estamos terminando de cenar bastante más tarde que de costumbre porque cuando mamá no está, aunque deje todo organizado, las cosas nunca salen como cuando ella está. Las virtudes hay que reconocérselas también. Los escalopes de la chaqueña parecen plantillas ortopédicas.

Las puertas corredizas que separan el living del comedor están abiertas, con las dos hojas de madera rebatidas adentro de la pared (en el hueco donde Arturo vio la rata que después le prendió la luz). Mamá va hasta el living, deja caer el catálogo y la cartera sobre el sillón y cierra las puertas corredizas como si fuera algo que hace todos los días. Pero es algo que no hace nunca, porque las puertas corredizas están siempre abiertas, y cuando las saca de la pared con un envión excesivo se le escapan de las manos y se chocan con un golpe seco y estrepitoso que nos hace saltar a todos del asiento.

—Vayan para su cuarto, pasen por la cocina —dice papá, que casi no tocó su plato.

Mamá se queda del otro lado, encerrada en el living como si estuviera sola en el mundo, y pone un disco de Mina sobre el que desafina entera una canción tras otra. Papá no le dice nada porque le tiene miedo, se mete en la cama un rato después que nosotros y se duerme en cinco minutos. Ella se va a dormir mucho después, cuando se acaba el disco y la casa está silenciosa porque ya estamos todos en la cama.

Escucho sus tacos cuadrados cuando camina por el pasillo rumbo a su cuarto tratando de no hacer ruido. Tropieza con el cable del teléfono y le hace ¡shh! Después se encierra con trabita en el baño y deja la canilla del lavatorio abierta. Se suena la nariz varias veces. Finalmente se mete en la cama y le habla horas a papá, que ronca al lado de ella en la oscuridad.

A partir de ahí papá le pide a Javo que por favor acompañe a mamá a los remates. La primera vez vuelven con un biombo de cuero gris perla. La segunda vez compran una lámpara de caño cromado y pie de mármol que a mamá le encanta pero a papá le recuerda al consultorio de un dentista. No le dice nada porque no le importa, lo único que él quiere es verla contenta. Yo no entiendo cómo encontraron esa pieza que parece de Saturno en un remate de cosas viejas.

Al mes aparecen con Carlos Lagarrigue. Lo conocen en los remates y después de compartir un par de subastas Carlos le ofrece a mamá trabajar con él en decoración. Mamá se entusiasma como un náufrago al escuchar un helicóptero. Salta en una pata. Y papá le da manija, lo hace para no contradecirla pero también porque la idea le gusta de verdad. Que mamá trabaje es una forma de librarse de ella pero también de ayudarla, porque él cree que el trabajo cura todos los males, sin ir más lejos es su propia medicina.

Carlos Lagarrigue es un arquitecto devenido decorador de interiores, sus clientas son señoras con dinero y sin marido a la vista. Es soltero y tiene fama de don juan. Y es buen mozo pero un poco muñequito, como con el cuerpo de alguien joven vestido de viejo. Usa pantalones de corderoy y camisas de viyela combinadas con corbatas de moño, tiradores, chalecos o zapatos de dos colores. Le falta el sombrerito.

Papá piensa que es homosexual, aunque la palabra que usa es invertido, y Javo piensa lo mismo pero dice maricón, aunque cuando viene a casa le festeja los chistes.

Mamá se empieza a vestir de otra manera y a hacerse el brushing en la peluquería. Se levanta más temprano y se acuesta más fresca. Con Carlos van juntos a comprar telas de tapicería o a visitar clientes, y miran libros y revistas con fotos de casas que tienen pileta de natación en el living. Juntan muestrarios de materiales: colores de alfombras, catálogos de empapelados y telas de todo tipo cortadas con tijeras de zigzag. Cuando están juntos ella sonríe y se hace la simpática, incluso en casa. La manda a Zulma a comprar palmeritas y atiende el teléfono como si le importara: no, Javo no está, pero si me dejás tu número le digo que después te llame. Sonríe nerviosa y con las manos cruzadas se frota el pulgar de una mano en la palma de la otra. Se nota que Carlos le importa y también que trata de seducirlo pero no sabe cómo. Es todo lo amable que puede pero hay algo más, algo que se le escapa.

Ella y papá se casaron vírgenes, o virgen y casto, como se diga, y papá es el único hombre con el que se acostó en toda su vida. No sería nada raro que tuviera ganas de que le pasara algo más. Cualquier cosa.

Ese viernes de primavera mamá y Carlos se van juntos a un remate y los chicos organizan un campeonato de ping-pong. Papá está en un coloquio de IDEA, que no tengo la menor idea de qué es, pero vuelve el domingo. Como la noche está tibia abrimos las puertas del balcón y sacamos afuera algunas sillas del comedor. Los chicos arman la mesa de ping-pong sobre la mesa baja del living y corremos los sillones contra la pared. Mamá dijo que va a llegar tarde y todavía no son ni las diez de la noche.

Pero llega de repente y nos sorprende in fraganti.

Entra rabiosa como una llamarada. Estamos Arturo, Félix, Bernardo, un amigo de Arturo, un amigo de Javo y yo, y por ahí anda Zulma que va y viene de la cocina. Mamá abre la puerta furiosa y ve la mesa de ping-pong desplegada en el living, la alfombra enrollada en el pasillo y una fuente de empanadas arriba del sillón, a todos en patas, la música estridente, la ventana del balcón abierta y las servilletas de papel volándose por todos lados.

—¡Idiotas! —nos dice bramando mientras para la música levantando el brazo del tocadiscos con la mano sin ninguna delicadeza, rayando los surcos del vinilo y doblando la púa Shure de diamante en el mismo segundo—. ¡¿Qué es este ruido en el medio de este quilombo?! ¡¿Qué hace esa mesa de mierda ahí?! —Patea los zapatos desperdigados junto al sillón y me pregunta, mirándome como Cruella De Vil a Roger cuando no le quiere vender los cachorros—. ¿Quién está fumando?

—¡Es mi cumpleaños mamá! —le dice Arturo. Se ríe para tratar de descomprimir el mal momento frente a su amigo, que se escondió en el balcón con el amigo de Javo buscando refugio.

—¿Tu cumpleaños? —dice mamá. Duda. Jamás se acuerda de la fecha del cumpleaños de nadie—. Dejá de tomarme el pelo, querés.

Bernardo la abraza sinceramente contento de verla, se nota que es sordo.

Mamá va a la cocina, se sirve un whisky en un vaso de trago largo y se encierra en su cuarto a hablar por teléfono. Lo llama a Carlos Lagarrigue ciento cuarenta veces hasta que la atiende.

La escucho porque dejó la puerta abierta.

—¡¿Cuándo?! Si yo no te llevé, fuiste vos el que querías ver la parte de atrás del vajillero Biedermeier… no sé qué me pasó Carlos, disculpame… me confundí, como vos decís… tampoco hace falta que me lo recuerdes a cada rato, ¿vos te creés que yo me puedo olvidar de que estoy casada y tengo seis hijos?… Te insulté porque estaba enojada, perdoname… sí, es verdad, tenés razón, sos un caballero que me acompañaste hasta la puerta de casa… sí… disculpame por haberte insultado todo el camino. Estaba muy mal… no, no había tomado mucho ¡para nada!, fue ese rechazo en medio de la cara, tan bestial… yo pensé que vos también tenías ganas, Carlos…

Papá en cambio es incapaz de tanto desborde. A él lo único que lo enardece de verdad es el trabajo, el esfuerzo en pos de altos ideales. La educación como apostolado. No tiene tiempo para ninguna otra cosa y si lo tuviera lo usaría para estudiar más alemán, o por lo menos eso dice. Su mayor licencia es una mesa de póker que tiene hace veinte años, un viernes cada tanto.

La única vez que lo oí referirse a una mujer que lo había cautivado mencionó a la voz que habla por los altoparlantes del aeropuerto de Río de Janeiro. Para jorobarlo Arturo le preguntó si había pensado que seguramente era una negra, pero papá dijo que tenía voz de rubia. Siempre comenta que le gustan las rubias, pero lo dice como si hablara de un país remoto. En la universidad trabaja rodeado de mujeres y suele tener amigas solteras, de pantorrillas gordas y peinadas con spray, que vienen a casa y se terminan haciendo amigas de mamá, salvo Brenda, que es sólo amiga de papá y está clarísimo que viene a verlo a él.

Lo curioso es que Brenda no viene por el lado de la universidad, porque es muy común que vengan estudiantes o profesores a conversar con papá, vienen todo el tiempo, se sientan incómodos en el borde del sofá del living y si son varios en la mesa de comedor y mamá les sirve café instantáneo a todos. Me sorprende la seriedad con la que papá recibe a cualquiera y el tiempo que pierde. Está claro que todos se lo merecen más que yo o cualquiera de mis hermanos, a los que nos considera unos privilegiados niños bien por el solo hecho de tener acceso a la educación que queramos, y unos malcriados por no aprovecharla al máximo.

Algunos vienen a pedirle consejo y otros a llorarle de rodillas por los diez centésimos de diferencia para aprobar el ingreso a medicina que su nena injustamente no sacó en el examen porque la traicionaron los nervios. Papá les dice que va a ver qué puede hacer pero no hace nada, porque le parece que está mal. Después se pasa la vida esquivándolos por teléfono.

Pero Brenda viene a charlar con él de igual a igual. Es hermana de una antigua vecina de Bellavista y mamá y papá la conocen desde hace años. Dos cosas la diferencian alevosamente de las demás amigas de mis padres: Brenda es psicoanalista y terriblemente sexy. Impacta con la presencia de una bruja sabia y oscura, porque mide mil metros y está bronceada todo el año. Usa el pelo batido, negro y abundante, y tiene los ojos verdes como las uvas blancas, inmensos y remarcados con delineador negro y toneladas de rímel. Es inquietante y cálida a la vez, porque te congela con la transparencia de los ojos pero te vuelve a la vida con la textura de manta de viaje de su voz. Cuando viene a casa papá sale a recibirla al palier apenas escucha sonar el portero eléctrico en la cocina y la voz que desde abajo contesta soy yo, Brenda. Abre la puerta de entrada y se queda parado en la oscuridad (porque la bombita del palier siempre está quemada) con la mano apoyada sobre la manijita de la reja, cuando ella, cinco pisos más abajo, todavía ni siquiera se subió al ascensor. Después se escucha el tintineo de sus pulseras subiendo por el hueco y su voz cascada: Pedro, piedra, ¿qué hacés cascote?

Cuando viene ella hasta papá, que jamás toma whisky, se sirve uno. Conversan con mamá un rato los tres juntos en el living pero siempre en algún momento la lituana se levanta y los deja solos para que hablen cosas de hombres. Se nota que se divierten porque la risa de Brenda retumba por toda la casa. Hablan de política y discuten, pero sin pelearse porque Brenda dice que papá es facho pero buena gente. A él le divierte que sea la única que se lo dice en la cara.

Si ella está de visita invento excusas para pasar por el living y llamarle la atención, y si papá no está adelante me convida pitadas de sus Virginia Slims ciento veinte milímetros y me pregunta cosas que yo me esmero en contestar de la forma más ingeniosa posible.

Acostumbrada a la exigencia de ser rápida, porque en casa el que habla último pierde, le contesto sin pensar. Así es como una noche le digo que cuando sea grande quiero ser actriz. Nos reímos pero después, cuando me meto en la cama, siento vértigo.

¿Por qué había dicho eso si jamás lo había pensado antes? Sin embargo suena tan obvio. Brenda entró en la categoría de pitonisa.

Mamá a veces se hace la celosa pero es una pose. En el fondo de su alma piensa que semejante mujer no se podría interesar nunca en un hombre como papá. De todas maneras aclara, sonriendo con un poquito de maldad: además a tu papá le gustan las rubias, los budines como Romy Schneider, y Brenda tiene el culo como un baúl.

Se ríe cuando dice culo porque nunca usa malas palabras.

Pero cuando le llega el chisme de que Brenda tiene amantes y sale con hombres casados no le hace ninguna gracia. Y una noche que van los tres juntos al cine, según mamá Brenda le apoya la mano en el muslo a papá en la oscuridad. Papá le dice que está loca y que imagina cosas, pero Brenda no vuelve nunca más.

De todas maneras la luz que dejó entrar la puerta que habíamos abierto con Brenda aquella noche cuando dije lo de ser actriz ordena muchas cosas. A partir de ese momento no pude dejar de pensar en eso. Fantaseo que me sigue una cámara que filma cada uno de mis movimientos. Me muevo mucho menos y estiro el cuello mientras camino por la calle escuchando Teach your children como banda sonora. Me miro de reojo en las vidrieras de la calle y a veces entro al edificio de casa de incógnito, como si alguien escondido en alguna parte me estuviera sacando fotos. Fotos que después va a copiar en un baño con luz roja convertido en cuarto oscuro. A la noche al acostarme apoyo la cabeza sobre la almohada con la misma levedad de una actriz del año cincuenta que se va a dormir con los ojos y la boca recién pintados.

Actuar es lo mío, estoy segura. Nunca hice otra cosa. El llamado de la vocación se me presenta con una intensidad que nunca había sentido antes, nada que ver con el llamado anterior a los nueve años. Eso fue otra cosa, una pendejada. Todavía vivíamos en Bellavista y se me había metido en la cabeza que quería ser piloto. Para fomentarme el interés papá me consiguió que la hija de un amigo suyo que se dedicaba a la aviación deportiva me llevara con ella a volar un sábado a la tarde. El aeroclub quedaba cerca de casa, en Del Viso. La hija del amigo de papá estaba loca. Me subió a un avioncito biplano de antes de la Segunda Guerra Mundial y me revoleó por el aire como a una maraca. Antes de subir habíamos tomado mate y comido facturas con los otros pilotos y parecía una persona normal. El avioncito tenía sólo dos plazas, yo iba atrás, enredada en un cinturón de seguridad medio flojo de cuero gastado. Volábamos en círculos, ochos, espirales y tirabuzones. De repente el cielo se veía como una línea finita y de repente la línea finita era la tierra, y a veces arriba y a veces abajo. ¿Te gusta? ¿Ves las vaquitas allá abajo?

Le contesté para que dejara de dar vuelta la cabeza hacia atrás y por favor mirara para adelante, pero al abrir la boca no pude contener el aluvión de vómito con el que la bañé entera desde la espalda, o mejor dicho desde la mejilla derecha, porque yo me había inclinado hacia adelante para decirle que sí, que se veían muy chiquitas las vaquitas, y le inundé toda la cabina. Vomité la media docena de medialunas y el mate verde y acuoso que chorreaba por todas partes.

Después de eso nunca más había sentido el llamado de la vocación, pero me quedó claro el apoyo de papá. Sé que puedo contar con él, incluso con mamá, y que no hay reparos con ellos si se trata de encontrar la vocación. Apoyan todos los proyectos que tengamos para crecer e independizarnos porque, de alguna manera, todo el tiempo están esperando que te vayas, que crezcas y te vayas.

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