Rosa

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Segunda parte » 5. El cerdo asqueroso

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EL CERDO ASQUEROSO

El sol que reflejaban las paredes de vidrio resultaba casi cegador a aquella hora de la mañana. Hoffner se bajó el ala del sombrero, pero la nieve actuaba como un doble reflectante, de manera que el resplandor lo molestaba de un modo u otro. Semejante a un gran oso cargado de espaldas y cubierto por una armadura de acero, la Friedrichstrasse Bahnhof se asentaba ampliamente sobre la orilla del río y se elevaba por encima de los edificios que la rodeaban, todos los cuales parecían acobardarse en su presencia. Hoffner demostró un poco más de valor y atravesó las puertas de la entrada principal para dirigirse a los andenes.

La estación era una de las grandes maravillas de Berlín. Su grandioso vestíbulo alcanzaba una altura indeterminada, ya que la neblina y el humo de los ruidosos motores de las locomotoras subían formando nubes blancas y grises que dejaban el techo prácticamente sumido en la oscuridad. Aquí y allá se veían poco habituales retazos de sol que penetraban a través del cristal, sólo para tropezar con una nube e inyectarle vetas erráticas de un sinfín de matices, cada gota una agradecida aportación de color al tono apagado que ofrecían los andenes repletos de viajeros. Un rayo de color rojo violeta descansó momentáneamente sobre el rostro de Hoffner y luego desapareció. Las ocho cuarenta. Se había concedido a sí mismo media hora para ver si su nota había surtido efecto.

Justo pasadas las nueve, apareció Lina. Hoffner arrojó a una papelera lo que le quedaba de un bollo y se dirigió hacia ella. Entre el desfile de madres impacientes y hombres de provecho, Lina parecía avanzar sin rumbo fijo, como a media velocidad, con su pequeña maleta marrón a un costado y su abrigo tan dolorosamente inapropiado para aquella época del año. Se había gastado unos cuantos marcos en un sombrero azul que parecía sobresalir por encima de aquel mar infinito de color gris. Descubrió a Hoffner y aminoró el paso todavía más hasta que él la alcanzó. Una voz amplificada ladró una serie de números de andén y horas de salida; Hoffner y Lina se miraron el uno al otro, esperando a que se disipara el eco metálico de los altavoces.

—¿Te apetece que compremos algo para el viaje? —sugirió él cuando Lina ya podía oírlo—. ¿Bocadillos, algo de cerveza? —Se fijó en que el verdugón de debajo del ojo casi había desaparecido.

—Estaría bien —respondió ella. Se acercaron a un pequeño carro de comestibles—. ¿Pensabas que iba a venir?

Hoffner le cogió la maleta.

—Siempre hay una esperanza —repuso en tono ligero—. La gran sorpresa ha sido el sombrero.

Llegaron al carrito y Hoffner depositó las bolsas en el suelo. El movimiento le provocó una momentánea mueca de dolor. Lina la percibió al instante.

—¿Eso te lo ha hecho Hans? —inquirió.

Hoffner fingió no haber oído y señaló dos bocadillos.

—Y dos botellas de cerveza —le dijo al hombre al tiempo que sacaba unas monedas del bolsillo.

Lina lo dejó pasar.

—La nota era agradable —dijo.

Hoffner se guardó el cambio.

—Lo justo, imagino.

Fue su primera sonrisa.

Encontraron sus asientos en el compartimiento de segunda clase, y Hoffner hizo lo posible para subir el equipaje a la balda. Con el fin de ahorrarle más angustias, Lina se ofreció a dejar su maleta junto a sus pies.

Se sentaron uno al lado del otro, él junto a la ventana, ella con la cabeza apoyada sobre su hombro. Hoffner había pagado un precio adicional por los asientos. Había sido un gesto correcto. Notó que Lina lo agradecía.

Entró en el compartimiento un joven muy apuesto que, tras comprobar su billete, ocupó el asiento situado frente a Hoffner. El tipo acomodó sus bolsas y seguidamente contempló a sus compañeros de viaje.

—¿Quiere la Fräulein que le suba la maleta aquí arriba? —ofreció con una sonrisa inocua.

Lina dudó si contestar o no, pero Hoffner se apresuró a intervenir:

—Es usted muy amable.

El hombre subió la maleta y se sentó. A continuación sacó una revista, pero prefirió no leer. Estaba viendo si existía la posibilidad de entablar conversación.

—¿Una excursión familiar? —preguntó.

Hoffner lo miró amablemente.

—Mi hija es sordomuda, mein Herr —respondió—. Preferimos viajar en silencio.

La expresión de la cara del otro no tenía precio. Hoffner sintió la fuerte presión contra su pierna del dedo pulgar de Lina, oculto a la vista. Confió en que la joven no rompiera a reír.

—¡Oh! —exclamó el hombre intentando recuperarse—. Naturalmente, mein Herr.

Justo en aquel momento el tren comenzó a moverse. El hombre sonrió incómodo y abrió su revista. Hoffner tomó la mano de Lina y contempló cómo Berlín se deslizaba por delante de la ventanilla de forma cada vez más borrosa.

Munich llegó rápidamente. El apuesto joven se había despedido calurosamente de ellos a menos de una hora de haberse iniciado el viaje, y eso les dejó otras seis más para comerse los bocadillos, beberse las cervezas y pasar el tiempo como si las horas en realidad les pertenecieran a ellos. Tal efecto tenían los trenes. Ahora, al apearse en la Estación Central, Hoffner y Lina regresaron a un mundo mucho más concreto.

Hoffner encontró un hotel modesto cercano a la estación y, otro guiño más al encaprichamiento, registró a ambos como marido y mujer. Hallaron un restaurante pequeño y discreto, recomendación del conserje, y a las siete ya estaban saboreando dos platos de algo que pasaba por ser carne de ternera con fideos. En aquel local olía a patatas fritas, y se comportaron como una pareja de alemanes decentes, sin decir nada mientras comían. Hoffner cometió el exceso de pedir una botella de vino, y Lina parecía derretirse de placer cada vez que el camarero se acercaba a rellenarle la copa. Sólo en el momento en que llegó la cuenta fue cuando habló alguno de los tres.

—Dígame, Herr Ober —dijo Hoffner rebañando los últimos fideos del caldo—, ¿conoce usted algún lugar donde se pueda tomar una copa? ¿Algo que esté un poco animado?

—Desde luego, mein Herr —respondió el hombre al tiempo que depositaba el cambio—. Depende de lo que desee. ¿Un poco de baile, tal vez?

Hoffner sonrió.

—Para un viejo soldado, no. —Dejó el cuchillo y el tenedor en el plato—. Sólo para tomar una copa. En buena compañía.

El camarero afirmó con la cabeza.

—Tenemos un gran número de soldados en la ciudad, mein Herr. Y un gran número de cervecerías para mantenerlos de buen humor.

Sugirió la cervecería Sterneckerbräu, que no quedaba muy lejos para ir a pie, y que no era tan bulliciosa como para que una joven no quisiera entrar en ella. Una opción perfecta.

Ya en la calle, Lina cogió de la manó a Hoffner.

—Pensaba que quizá nos limitaríamos a dar un paseó —comentó—, o buscar un café. —Al fin y al cabo, ya no estaban en Berlín, de modo que ella podía expresar sus preferencias—. Ir a una cervecería suena un poco aburrido, con lo bien que se está aquí sin lluvia ni nieve.

Tenía razón. Munich era muy diferente de Berlín. Casi medio siglo antes la ciudad había contemplado cómo la flor y nata de sus artistas y sus arquitectos huían a la nueva capital del imperio con la promesa de adquirir rápidamente dinero y prestigió. Hacía mucho que había quedado atrás la embriagadora época de los príncipes Wittelsbach y su mecenazgo. Ahora Munich tenía un estilo claramente pintoresco, un ritmo más lento, los edificios ya no eran tan altos, aunque recientemente se había reafirmado a sí misma como la primera ciudad en probar suerte con la revolución. A mediados de noviembre Munich había sucumbido a los socialdemócratas, y desde entonces seguía al primer ministro, Kurt Eisner, de origen bávaro. Tal vez Eisner fuera un judío desplazado de Berlín —de ahí el sentimiento que reinaba entre los oriundos de Munich, mucho más conservadores, de que nada bueno podía provenir de la capital prusiana—, pero lo cierto era que estaba mostrando el camino a hombres como Ebert y Scheidemann. Munich era de nuevo una inconformista en política. El hecho de que sus calles estuvieran más cubiertas todavía de detritus militares que Berlín no era, de momento, un punto demasiado acuciante.

Hoffner apretó la manó de Lina mientras paseaban y le dijo:

—Esta ciudad es famosa por sus cervecerías. Sería una tontería por nuestra parte no visitar una o dos, ¿no crees?

Lina respondió con tranquila sensatez:

—No hemos venido aquí sólo para pasar el día, ¿verdad?

Si hubiera cerrado los ojos, Hoffner la hubiera confundido con Martha. La misma concesión resignada. Se preguntó si en realidad él era una persona tan transparente.

—A pasar el día con un propósito —replicó—. No está tan mal, ¿no?

Ella le apretó el brazo con más fuerza.

—Está bien —dijo, cerrando el trato—, pero mañana quiero pasear por el Englischer Garten.

—Me parece justo.

—Y entrar en un café.

Hoffner se llevó su manó a los labios y la besó. Allí, tan lejos de Berlín, podía permitirse el lujo.

El local era exactamente lo que esperaba: un salón amplió provisto de altas arcadas que discurrían por aquí y por allá y largas mesas de madera que se extendían de una pared a otra. Del techó colgaban unas lámparas de hierro forjado que arrojaban un resplandor amarillo sobre aquel cavernoso espacio. Los bancos estaban repletos de hombres y mujeres —algunos de ellos incluso subidos a las mesas— que sostenían enormes jarras de cerveza. El eco de las conversaciones hacía casi imposible que uno pudiera hacerse oír sin levantar la voz. Hoffner descubrió un grupo de jóvenes soldados en una de las mesas centrales y guió a Lina en aquella dirección.

Encontraron dos huecos en el banco y se acomodaron en ellos, mientras Hoffner paraba a una camarera coloradota y le pedía dos jarras. Ahora estaba metido en su papel, admirando con ojos como platos el tamaño del local. Se volvió hacia Lina con una ancha sonrisa. Ella se sentía igual de cómoda jugando a ser una palurda de pueblo. Hoffner la había preparado mientras iban de camino a la cervecería: tal vez hubiera en perspectiva hacer un poco de teatro, le había dicho.

Después de todo, había interpretado el papel de esposa con aparente facilidad, así que no podía resultarle muy difícil representar otro ahora.

Lina soltó una risita tonta y le dio unos puñetazos en el brazo con aire juguetón.

—¿A qué regimiento pertenecéis, chicos? —chilló Hoffner a uno de los soldados sentados a la mesa, que estaba enfrascado en una conversación.

El joven giró la cabeza y lo miró.

—¿Perdón?

—Tu regimiento —gritó Hoffner—. Mi hijo luchó en el Liebregiment.

El soldado se inclinó hacia delante e indicó las marcas del cuello de su guerrera.

—Decimosexto de la Infantería Bávara —dijo.

Hoffner abrió mucho los ojos y asintió con la cabeza. Luego le gritó a Lina:

—Pertenecen al Decimosexto Bávaro. —Lina le hizo un gesto al soldado y le sonrió. Hoffner continuó—: No están en la unidad de Helmut. —El soldado estaba a punto de volverse, cuando Hoffner vociferó—: Mi hijo Helmut pertenecía al Liebregiment.

El soldado asintió por cortesía.

—No creo que encuentre aquí a ninguno de ésos esta noche, mein Herr. —Y de nuevo hizo ademán de girarse. Pero Hoffner insistió:

—Cayó en Isonzo, en octubre del diecisiete.

Había tocado la fibra de hermandad tácita entre soldados. Ahora el otro mostró una expresión de auténtica solidaridad.

—Lo siento —dijo.

Hoffner se lo agradeció con la cabeza.

—Le concedieron la Cruz de Hierro. Al valor. —El otro asintió de nuevo—. Sólo vamos a pasar aquí unos días, y tenía la esperanza de conocer a algunos de sus camaradas, oírselo contar a ellos. Decían que el Liebregiment se pasaba las noches en este local, pero a lo mejor estoy equivocado.

El soldado levantó una mano y dijo:

—Aguarde un minuto. —Se volvió hacia sus amigos y preguntó a voces—: ¡Eh, escuchad! El Liebregiment. ¿Adónde van a beber? —Los otros continuaron sin hacerle caso. Entonces se acercó más—: ¡Chist! ¡El Liebregiment! Este tipo de aquí, su hijo cayó en Isonzo. Quiere buscar a compañeros suyos. —Ahora sí que le prestaban atención, pero por desgracia no se enteraron de nada—. Pregunte al otro extremo de la mesa —sugirió—. Alguien tiene que saberlo.

Dos minutos después, Hoffner tenía la respuesta que buscaba.

El Alte Rosebad era un establecimiento mucho más pequeño, un poco más alejado, pero no menos popular. Sin embargo, la acústica no resultaba tan demoledora para los oídos; de hecho se podía sostener una conversación sin que a uno se le saltaran las venas del cuello. Hoffner representó la misma escena en una segunda mesa de soldados, esta vez con una actuación muy interesante por parte de Lina como actriz secundaria: en esta ocasión Helmut había sido su esposo y había tenido por profesión la de carnicero. Los soldados los remitieron a una mesa situada cerca del fondo.

—Ahora los papeles cambian de nuevo —instruyó Hoffner a Lina mientras se abría paso por entre la gente—. Tú sígueme el juego. —Observó claramente que Lina se estaba divirtiendo con aquello.

Tomaron asiento en un hueco de uno de los largos bancos. Esta vez Hoffner estudió el menú y charló un poco con Lina antes de llamar a un camarero. Parecía no sentir el menor interés por los soldados que tenía a escasa distancia. Sólo cuando Lina y él iban por la primera jarra de cerveza miró hacia aquel lado.

—Éstos no serán del Liebregiment, ¿no? —comentó con amistosa sorpresa.

Uno de los soldados se volvió hacia él.

—¿Perdón?

—¿Sois del Liebregiment?

El hombre ya iba camino de tener una noche movidita. Sonrió y contestó:

—¿Y quién es el que lo pregunta?

Hoffner se inventó un nombre y dijo:

—Sí que son del Liebregiment. —Se giró hacia Lina con un gesto de entusiasmo—. ¿Qué te parece? —Ella sonrió y afirmó con la cabeza. Hoffner se volvió hacia el soldado—. Mi hijo tenía varios amigos que pertenecían a vuestro regimiento.

El otro asintió con una pizca más de interés.

—Segundo batallón —informó Hoffner.

Esa vez el soldado sacudió la cabeza y sonrió.

—Entonces no ha tenido usted suerte. Aquí estamos los del primer batallón. De todas maneras, puede que yo conozca a unos cuantos tipos del segundo.

Hoffner enumeró tres o cuatro de los nombres que había anotado en el Estado Mayor, y que se había cerciorado de que fueran los que tenían escrita detrás la palabra «fallecido».

El semblante del soldado se tornó más serio.

—Sí —dijo afirmando—, conocí a Schneider. Un buen tipo. Lo mataron en la campaña de Italia. Dígale a su hijo que lo siento mucho.

Hizo ademán de girarse, pero Hoffner dijo con tristeza:

—Mi Helmut cayó en Arras. El Decimosexto Bávaro. En 1917. Pero gracias.

Se hizo un incómodo silencio entre ellos, el soldado era consciente de que no le quedaba más remedio que escuchar la historia del hijo de aquel hombre, cuando de repente Hoffner se quedó mirando la mesa como si intentara recordar algo importante.

—¿Cómo se llamaba el muchacho ese del que hablaban siempre? —Miro a Lina—. El que conoció Helmut en aquel permiso. ¿No te acuerdas de la carta? —Lina también intento pensar. De pronto Hoffner levanto la cabeza de golpe—. ¡Oster! —exclamo triunfante—. Erich Oster. ¿Le suena de algo?

El soldado no pudo sentirse más feliz de haber sido indultado. Negó con la cabeza, pero se volvió hacia sus compañeros y grito por encima del estruendo:

—¿Alguien conoce a un tal Oster? Segundo batallón. Amigo de Schneider.

Se hizo una pausa en las conversaciones, seguida de un colectivo movimiento negativo de cabezas y de un coro de noes. El soldado se volvió otra vez para disculparse, cuando de pronto chilló una voz al fondo:

—¿Erich Oster? ¿El teniente segundo?

Hoffner se inclinó sobre la mesa para ver mejor al que había hablado.

—Sí —exclamó con avidez.

—Si se trata del mismo individuo, se unió al Freikorps hace unos meses. —El hombre se dirigió a algunos de sus amigos—. Ya sabéis, el que repartió todos aquellos panfletos sobre los polacos. —El soldado se rió, y otros cuantos afirmaron con la cabeza, recordando—. Estaba un poco chalado. Me parece que el batallón se alegró de que se fuera. —Y soltó otra carcajada.

Hoffner se esforzó en hacer como que se sentía herido por aquellas acusaciones.

—Oh —contesto con triste acento. Asintió despacio y volvió a sentarse.

El primer soldado trato de reducir los daños al mínimo, y le dijo al del fondo de la mesa:

—Oster era amigo del hijo de este hombre, que murió en Arras —hizo énfasis en la palabra «amigo»—. Seguro que te acuerdas de algo más que no sea solo eso, ¿no? —Y lo insto con varios movimientos de cabeza.

—Ah —contesto el del fondo, que se puso a revisar rápidamente el retrato que había hecho—. Ah, sí. Por supuesto. Era…, era un pensador, el tal Oster. Siempre estaba leyendo. Y un poeta. Escribió unos…, poemas. —De pronto se le ocurrió una idea—. Había un tipo del que no dejaba de hablar. —Se giro hacia el que tenía al lado—. Ya sabes, intentó que lo acompañáramos a oírle. Estaba en no sé qué sitio del barrio de los artistas.

—¿Ése era Oster? —dijo el amigo, que también estaba intentando acordarse—. ¿Te refieres al Brennessel?

—Sí, el Brennessel. Era un poeta, o algo así. —Se habían olvidado de Hoffner, y ahora estaban empeñados en desentrañar la identidad del susodicho.

—Decker o Dieker —dijo el amigo, intentando recordar—. Era algo así…

—¡Eckart! —exclamo el primero—. Dietrich Eckart. En la bodega de vinos.

El amigo afirmó con la cabeza.

—Excelente. Exactamente así. —El descubrimiento mereció unos cuantos tragos de cerveza. El soldado se limpio la boca y volvió a mirar a Hoffner, situado al otro extremo—. Si quiere saber más de Oster, vaya a ver a ese tal Eckart. —Y le dio el nombre del bar.

El Freikorps y un mentor, pensó Hoffner. Oster estaba resultando más interesante a cada minuto que pasaba.

El Freikorps, o cuerpo de voluntarios, se había creado a finales de noviembre, como una reacción directa a la revolución. Nutrido con oficiales y soldados expulsados del servicio, inicialmente se solicitó su ayuda para alejar las supuestas amenazas de los insurgentes polacos. Dichas amenazas, por supuesto, nunca habían llegado a ser gran cosa, y para el mes de diciembre el Korps ya había asumido la misión de sofocar toda potencial amenaza comunista, en apariencia con el fin de proteger la floreciente República de Alemania. Recientemente habían comenzado a brotar unidades por todo el país —Hoffner adivino que la Schützen-Division había contribuido con más reclutas de los que le correspondían—, las más poderosas de las cuales se encontraban ahora en Munich y en Berlín. El Freikorps no se andaba con rodeos en cuanto a su política: se situaba en la extrema derecha, lo cual significaba que sus seguidores procedían de un amplio abanico: monárquicos, militaristas, matones y, como había dicho el muchacho de la cervecería, chalados de todos los tamaños y colores. En aquel momento el Reichswehr —el Ejército Regular Bávaro— los mantenía bien a raya. No obstante, todo el que tuviera un poco de sentido común sabía que solo era cuestión de tiempo que el Freikorps lograra hacerse con un público de seguidores lo bastante grande como para poder ejercer un poco de presión.

Eran casi las once cuando Hoffner y Lina entraron en la bodega Brennessel. Aquel lugar era poco más que una gruta, desvencijado y mal iluminado, y parecía animar a sus clientes a inclinarse, aun cuando los techos tenían sus buenos dos metros de altura. Lina se había cansado ya de las charadas, pero lo estaba llevando bien. Hoffner explicó que aquella vez iba a ser más fácil, porque los mentores tenían tendencia a disfrutar de contar con un público. Lo único que necesitaba Hoffner era hacer que Eckart bebiera un poco más de la cuenta, y el resto sería pan comido.

Resultó que Eckart estaba ya haciendo aquel trabajito él solo. El tabernero se lo señaló. Se hallaba al fondo, lanzando una perorata ante una botella medio llena de licor y un grupo de oyentes prendidos de sus palabras. Era imposible confundirlo con otro, todo ojos saltones y manos gruesas y gesticulantes. Su cabeza redonda, completamente desprovista de pelo, era el toque final, el toque perfecto. Hubiera podido ser una caricatura de sí mismo si no fuera por su evidente pasión. Hoffner guió a Lina hacia allí, y ambos tomaron asiento en el borde exterior de un rebaño de ojos inexpresivos y oídos atentos. Y se pusieron a escuchar.

Transcurrieron varios minutos antes de que Eckart advirtiera que había nuevos elementos entre el público. Había estado disertando sobre la «fuente de los antiguos» y sobre algo denominado la fama fraternitatis, cuando su mirada captó la presencia de Hoffner. Evaluó a su presa y dijo:

—¿Se siente intrigado por lo que estoy diciendo, mein Herr? Hoffner percibió que todas las caras del círculo se giraban hacia él.

—Es sumamente interesante, sí —respondió con una silenciosa inclinación de cabeza.

—¿Es que acaba de dar con nosotros?

—¿Que si acabo de dar con ustedes? —repitió Hoffner—. Oh, ya entiendo a qué se refiere. Pues no. No exactamente. Un amigo me dijo que quizá me gustara oír las cosas que usted dice. Espero que no le moleste.

—¿Y quién es ese amigo suyo?

Hoffner recorrió con la vista todos aquellos ojos que lo observaban sin parpadear; quería cerciorarse de estar representando el papel de neófito con el grado justo de vacilación. Volvió a mirar a Eckart y respondió:

—Erich Oster. Anduvo repartiendo unos panfletos. Estuvimos charlando.

El nombre provocó un gesto de asentimiento.

—Erich —dijo Eckart. Aguardó unos instantes y agregó—: Un buen hombre. Bienvenido. —Se sirvió otra copa y se dirigió de nuevo a sus fieles.

Resultaba notable ver a un hombre hablar con tanta energía a un grupo tan pequeño. Los movimientos de las manos por sí solos eran casi atléticos, propinaban puñetazos, esculpían figuras, y sus pausas resultaban igualmente hipnóticas; el sudor que le resbalaba por las mejillas relucía cada vez que se llevaba el vaso a los labios. Apenas importaba lo que dijera, aunque Hoffner no podía seguir gran cosa del discurso. Esperaba encontrarse con los disparates típicos del Freikorps: que los rojos les habían hecho perder la guerra, que ahora los socialistas les negaban los puestos de trabajo a los que tenían derecho, que la vieja Alemania estaba siendo vendida para aplacar la sed de sangre de los franceses y los ingleses, y así sucesivamente. Pero en cambio aquello era totalmente distinto. Eckart hablaba de cosas mucho más esquivas, decía que el espíritu alemán se había perdido por culpa de «la lucha contra la antivida». Parecía estar obsesionado con los antiguos cuentos de «Fenrir el Lobo» y «Tyr el Pacificador», Wotan y Freyer, Asgard y Ragnarok; allí era donde se hallaba la nobleza, donde el valor y la determinación hablaban en un lenguaje conocido tan sólo por los «hábiles». Hoffner medio esperó oír un suave coro de Parsifal o de Lohengrin entre los hombres sentados alrededor de la mesa.

Todo aquello parecía conducir a alguna parte, cuando de pronto Eckart enmudeció y empezó a examinar su vaso; al igual que la botella que tenía a su lado, éste se encontraba ya vacío. Entonces, con la habilidad que da la práctica, se dirigió a su público y declamó:

—Pero el vaso está vacío. Y cuando el vaso está vacío, el hombre juicioso sabe que debe dejar de hablar.

Hoffner no conocía aquel aforismo en particular, ni estaba preparado para la reacción que se produjo a continuación. Sin pronunciar palabra, el grupo empezó a levantarse tranquilamente. Fuera lo que fuese lo que Hoffner creía que había quedado sin decirse, resultaba obvio que no era tan urgente para los hombres que ahora se ponían los abrigos. Uno de los más jóvenes, un estudiante a juzgar por su atuendo, se acercó a formular unas preguntas, pero Eckart se libró rápidamente de él. Sin embargo, estaba claro que Eckart seguía estando muy pendiente de Hoffner. Cuando el muchacho se hubo marchado y la mesa quedó vacía, Eckart se volvió hacia él. Fue entonces cuando pareció reparar en la presencia de Lina. Se inclinó hacia un lado para verla mejor y comentó:

—Y tenemos además otra amiga, por lo que veo.

Ella respondió con una sonrisa amable.

—Espero que no hayamos sido nosotros la causa de que despida la velada tan temprano —se excusó Hoffner.

Esta vez Eckart sonrió.

—No existen las despedidas tempranas, mein Herr. —Les indicó con la mano que se acercaran—. Vengan, siéntense conmigo. —Hoffner y Lina se reunieron con él—. Estoy bebiendo este mejunje —añadió. Al instante, Hoffner se giró para llamar a un camarero y le pidió una botella.

»Usted ha demostrado paciencia —dijo Eckart—. Usted escucha y espera. Y bien, ¿qué es lo que le interesa, Herr…?

Hoffner resucitó el nombre de horas antes.

—Habla usted con gran pasión, mein Herr.

—¿Y la pasión es suficiente para usted?

—Cuando hay algo detrás, sí.

A Eckart le gustó la contestación.

—¿Y qué imagina usted que hay detrás?

Hoffner tenía varias alternativas. Podía seguir la pista del Freikorps, aunque dudaba que hubiera más de un puñado de reclutas que hallaran inspiración en la repetición de los cuentos de hadas de su infancia; el rasgo más delator eran los panfletos, por supuesto, porque donde había panfletos había organización, y donde había organización había dinero, pero suponía un riesgo demasiado grande aventurarse en algo que desconocía por completo, lo cual le dejaba únicamente el enigmático punto en el que se había detenido Eckart.

—Me parece que estaba a punto de averiguarlo.

La respuesta pareció sorprender a Eckart. Su sonrisa complaciente de antes se transformó en una expresión de atenta evaluación.

—Ah, ¿sí? —dijo.

Hoffner pensaba que la conversación tal vez estuviera desviándose hacia un final rápido, cuando en aquel momento llegó el camarero con la bebida y comenzó a servir tres vasos. Sin titubear lo más mínimo, Eckart se bebió el suyo de un trago y pidió una nueva recarga. El camarero lo complació y después dejó la botella sobre la mesa. Eckart escanció la bebida lentamente por tercera vez mientras Hoffner sacaba unas monedas para pagar. Esta vez Eckart dejó reposar el vaso. Esperó a que el camarero se hubiera ido para decir:

—El pueblo alemán está detrás de todo, mein Herr. Tristemente, ahora es un pueblo alemán que lucha por encontrarse a sí mismo.

Hoffner captó el primer atisbo de desencanto político; bebió un sorbo de su vaso y afirmó con la cabeza.

—Yo he perdido un hijo en la guerra —dijo, optando por la fórmula que tan bien había funcionado aquella noche—. Y la Fräulein un marido. No creo que ésta sea la Alemania por la que él creía estar dando su vida. No es la Alemania que yo conocí.

Eckart comprendió.

—Sigue estando aquí, mein Herr. Sencillamente necesita que alguien la guíe.

Hoffner esperaba oír a continuación un chorreo completo del credo del Freikorps, y por lo tanto lo que siguió resultó mucho más sorprendente.

Según Eckart, aquellos relatos de nobleza y fortaleza no tenían como finalidad quedarse en lo abstracto, sino ser llevados a la práctica plenamente en los «rituales de renacimiento y orden». Con otras cuantas frases bien escogidas, aunque igualmente impenetrables, Eckart comenzó a mostrarse como era en realidad: él no era un ideólogo, sino que se autoproclamaba un místico. Su don consistía más bien en comprender el «animus esencial» del pueblo germano, un espíritu que distinguía a los alemanes de todos los demás, y que de ese modo les concedía un mayor sentido de la nobleza. Él lo llamaba el «Ideal Thuliano», un don procedente de la civilización de la isla perdida de Thule, y todo ello se podía encontrar en los panfletos si uno sabía leer entre líneas. Hoffner afirmaba con la cabeza, movimiento que iba seguido de otro vaso que Eckart se echaba al coleto. Existían otros thulianos, siguió diciendo Eckart, que tenían acceso a otros fragmentos discretos de conocimiento, y todos coincidían en que la guerra y la revolución habían arrebatado el alma al pueblo alemán, y en que ahora consideraban que era su deber reavivar dicho espíritu y dicho orden.

Hoffner tal vez hubiera quitado importancia a todo aquello tachándolo de un primo inofensivo, si bien un poquito más delirante, de aquellas sociedades que él se había cuidado mucho de evitar en su época universitaria —la imagen de Eckart corriendo desnudo por la Selva Negra resultaba perturbadora a todas luces—, si no fuera por el hecho de que no era que había tropezado con Eckart y sus devotos por simple casualidad. El hilo que lo había llevado de Rosa a Wouters y de éste a Oster, y después allí, era demasiado firme: seis mujeres brutalmente —o quizá ritualmente— asesinadas; un Urlicher agonizante dispuesto a suicidarse en Sint-Walburga; el estado en que se encontraba él mismo ahora, todavía con dificultades para respirar a causa de la paliza; y aquellos dos matones de la Guardia de la Caballería, Pabst y Vogel, que difícilmente podían ser mensajeros de unos imaginarios mitos teutones. Allí había una realidad que lo había conducido hasta una bodega de Munich. Y lo que resultaba aún más aterrador era que estaba claro que detrás había todavía más cosas.

En aquel momento Hoffner necesitaba comprender mejor dicha realidad.

—¿Y qué se puede hacer para conseguir ese orden, mein Herr? Eckart asintió como si estuviera esperando la pregunta:

—Extirpar el cáncer del cuerpo —contestó—. Purgarlo de la enfermedad. —Había vuelto el político.

Hoffner constató lo obvio:

—Los socialistas —dijo.

Eckart mostró un instante de confusión.

—Los judíos, mein Herr. La eliminación de los judíos, naturalmente.

Hoffner reprimió su reacción. La declaración se había hecho con total certeza. Al verse sin otra alternativa, asintió.

—Naturalmente.

Se despidieron apenas pasada la medianoche. Para entonces Eckart ya se expresaba con una habla gangosa y hacía mucho tiempo que había dejado lo de la nobleza y la fortaleza para divagar hacia sus temas favoritos, la superioridad y la pureza de la raza: «Todo gran conflicto ha sido una guerra entre razas, mein Herr; ésa es la verdad que el asqueroso cerdo judío no quiere que sepamos». Un adecuado remate de la velada. Hasta le había explicado a Lina por qué la muerte de su marido había sido a petición de los judíos: «Una guerra para que los que se benefician de ella destruyan una generación de jóvenes alemanes; la sangre de su Helmut está manchando las manos de ellos, Fräulein».

Tanto Lina como Hoffner se encontraban perfectamente sobrios cuando salieron a la noche. Caminaron en silencio mientras Hoffner se preguntaba hasta qué punto todo aquello había resultado novedoso para Lina. Él, naturalmente, después de muchos años estaba ya saturado de críticas contra los judíos, sobre todo en el sur, pero incluso a él le resultaba diferente aquello, era algo más plenamente concebido, y sin el menor rastro de moderación.

Un buen antisemita por lo general tenía el sentido común de ser un poco sutil en sus pullas. La demonización que practicaba Eckart era totalmente desvergonzada.

Lina fue la primera en hablar:

—Bueno, ¿nos queda algún otro encantador compañero de juerga, o ya hemos terminado las actuaciones por esta noche?

Hoffner se alegró de la sorna de Lina. Aún era muy joven, y los hombres como Eckart se aprovechaban de aquella vulnerabilidad. Al menos en aquel caso Lina no demostraba ninguna.

—No era esto lo que yo tenía previsto —contestó en el mismo tono—. Como compensación, mañana iremos a dos cafés en vez de uno.

Pasearon por las calles desiertas. Después de la medianoche Munich no era mucho más que una ciudad de provincias, con edificios más altos y calles más anchas, pero con todos sus habitantes a salvo en sus estupendas camas bávaras. No era de extrañar que Eckart se sintiera allí como en su casa. Al llegar al hotel, Hoffner tuvo que llamar dos veces al timbre para que acudiera el conserje a abrir la puerta. Parecía estar ligeramente molesto; por lo general sus huéspedes se iban a la cama a las once.

Ya en la habitación, antes de que Hoffner tuviera tiempo para quitarse los pantalones, Lina ya se había desvestido y metido entre las sábanas. No es que tuviera mucha prisa por acostarse con Hoffner, sino que simplemente para ella era una novedad disfrutar de una cama de aquel tamaño, y deseaba pasar en ella todo el tiempo que se le concediera. Hizo el esfuerzo de tender una mano a Hoffner con intención de ayudarlo, pero por lo visto él se las arreglaba mejor solo a la hora de vérselas con sus costillas.

Cuando por fin estuvieron desnudos, tendido el uno junto al otro, Lina se alzó sobre un codo y dijo:

—¿Sabes? Se te da muy bien lo que haces.

Hoffner estaba tumbado de espaldas, contemplando el techo, y sonrió respondiendo a la aparente sorpresa de Lina.

—Gracias.

De pronto le entraron ganas de fumar, pero tenía los cigarrillos en la chaqueta, al otro extremo de la habitación; demasiado esfuerzo para ir a buscarlos.

—Ya sabes a qué me refiero —dijo Lina. Le cogió la mano y empezó a acariciarle la palma con el dedo pulgar—. Ha sido divertido observarte. —Él se quedó mirándola fijamente, mientras ella se servía de la uña para arrancarle una piel muerta de un dedo—. No me imagino a Hans tan inteligente, ni con mucho.

Hoffner no había esperado que aquella noche se mencionara a Fichte, pero allí estaba, casualmente había aparecido en la cama con ellos. A Lina no pareció importunarla lo más mínimo, de modo que Hoffner adoptó la misma postura.

—A lo mejor te sorprendías —replicó. No quería ni imaginarse lo que le estarían preparando al joven Fichte los chicos de la cuarta planta.

Lina, sin soltar el dedo de Hoffner, sacudió la cabeza en un gesto negativo.

—Hans, no. —Barrió unos fragmentos de piel y lo miró a los ojos—. A ti te resulta raro que te esté hablando de él. —Era una afirmación, no una pregunta.

Hoffner intentó encogerse de hombros.

—Algo hemos de tener en común.

Lina pasó la uña por la parte ancha de la mano y dijo con una sonrisa maliciosa:

—Tonto. Sí, tumbarnos desnudos en una cama, eso es lo que tenemos en común nosotros.

Hoffner intentó retirar la mano, pero ella fue demasiado rápida. Se la llevó a la boca y le besó la piel arañada, y Hoffner sintió el contacto de su lengua en la palma.

—Has sido tú la que ha empezado a hablar de él.

—Se le pasará dentro de unos días. Siempre les ocurre eso a los chicos como Hans. —Por alguna razón tenía necesidad de decirle aquello—. Bueno, ¿y cuál es ese pacto del que tanto he oído hablar? La pregunta sorprendió a Hoffner totalmente desprevenido.

—¿Qué?

—El pacto —repitió Lina—. Me lo ha contado Hans. Me ha dicho que se enteró de él cuando estuvo en Bélgica. —De pronto calló, y su expresión se tornó momentáneamente más grave. Acababa de acordarse de las recientes maldades de Fichte. Se hacía evidente que ella misma iba a tardar en recuperarse un poco más de lo que imaginaba que tardaría él.

—Ah, el pacto —se apresuró a cortarla Hoffner. No era que le apeteciera mucho hablar de aquel tema, pero era mejor que permitir que la estupidez de Fichte ejerciera más influencia en Lina, de modo que, encogiéndose de hombros con aire distraído, dijo—: En realidad no es tan interesante.

Observó cómo lo miraba ella. De repente, sin previo aviso, Lina se puso de rodillas, se inclinó sobre su rostro y se colocó de manera que la uña del dedo pulgar quedó suspendida encima de su mejilla con aire amenazante.

—¿De verdad? —dijo con una sonrisa pícara—. ¿No es tan interesante?

Hoffner no se alteró.

—De verdad.

Los ojos de Lina llamearon y entonces, con un movimiento fluido, se situó encima de él con las manos apoyadas en sus hombros y los muslos apretados contra sus costados.

Para Hoffner todo aquello habría sido maravilloso, y habría supuesto el preludio de una exquisita sesión de cama, si las costillas no lo hubieran obligado a lanzar un grito de intenso dolor. Lina se dio cuenta al momento de lo que había hecho y se apartó a toda prisa. Pero su rodilla le rozó el abdomen y Hoffner dejó escapar un segundo quejido, un poco ahogado.

Lina permaneció completamente inmóvil a su lado. Hoffner consiguió decir por fin:

—Vamos a probar de la siguiente forma: tú me prometes no moverte y yo te cuento lo del pacto. ¿Conforme?

Lina hizo ademán de afirmar con la cabeza, pero se detuvo unos instantes y, sin apenas abrir la boca, respondió:

—Conforme.

Hoffner mantuvo la mirada fija en el techo mientras el agudo dolor del pecho fue cediendo hasta transformarse en una molestia difusa.

Hacía mucho tiempo que no rememoraba aquellos recuerdos, tres alemanes borrachos como cubas, despatarrados bajo la luna en la colina tirolesa más perfecta que había visto en toda su vida. Se permitió recordar el tacto de la hierba en la nuca, el gusto de los olivos en la lengua, el sonido de la risa de König reverberando en el inmenso vacío del valle. En aquellos días Mueller aún estaba entero, y bailaba en medio de la oscuridad sobre dos buenas piernas, con una botella en cada mano, derramando más aguardiente del que se bebía. Era una vida que Hoffner no había conocido nunca, ni antes ni después, plena, vibrante e insoportablemente real.

—Estábamos en el Tirol —dijo sin dejar de contemplar el techo—. Un palazzo en las colinas. König, Mueller y yo. Se me ha olvidado cómo se llamaba. Era el mes de agosto de 1915. No recuerdo cómo lo organizamos. Ellos llegaron en avión y me recogieron a mí, fue algo así. Fuese como fuese, estaban de permiso. Nos vimos allí, en la colina, serían las dos de la madrugada, las tres… —Se volvió hacia Lina—. ¿Seguro que te interesa esto?

—Sí —presionó ella—. Seguro.

—Bien —concedió Hoffner. Acomodó la almohada—. Así que allí estábamos, a las dos o las tres de la madrugada, de alcohol hasta las cejas, y Victor König empezó a soltar el rollo de lo mucho que amaba la vida, de que lo entendía todo mejor desde que sobrevolaba campos de batalla y veía cadáveres, escombros, y esto y lo otro. Hasta que de repente dice que no piensa regresar, que sabe que no va a regresar, porque ha recibido el extraordinario don de apreciar todas las cosas. Y Mueller y yo nos quedamos sentados, escuchándolo, esperando a que termine, y le decimos que es un idiota. —Hoffner perdió el hilo por unos instantes—. Naturalmente, no era idiota —continuó en voz baja. Volvió a centrarse y se giró hacia Lina—. Así que yo dije que no pensaba estropear los pocos días que teníamos hablando de aquellas tonterías. Y él me dijo: «Si tan seguro estás de que son tonterías, compénsame de alguna manera». —Incluso ahora a Hoffner le parecía estar oyendo el tono de arrogancia de König—. Y así lo hice. Si él regresaba a casa, regresaba y ya está. Pero si no regresaba, prometí que le sería fiel a mi mujer. Ése fue el trato. El pacto. —Hoffner recordó la carta que había recibido, la letra «t» escrita a máquina que sobresalía un poco del renglón, la palabra «muerte» con una pequeña muesca justo antes del final. De nuevo contempló el techo y dijo—: Lo derribaron dos meses después. Mueller y yo cogimos una tremenda borrachera.

Lina guardó silencio. Esperó a que Hoffner se volviera hacia ella antes de decirle:

—Pensaba que se trataba de otra cosa. No te habría preguntado por ello. Lo siento.

Hoffner intentó sonreír.

—No hay motivo.

—¿Te arrepientes de no haber cumplido?

—¿No haber cumplido qué?

—Tu promesa.

—Ah. —Hoffner asintió en silencio para sí—. Mi promesa. —Se demoró unos instantes más en la palabra—. Sí que la cumplí. —Ahora fue Lina la que pareció estar confusa—. Por lo menos hasta hace unas semanas.

Lina se incorporó sobre un codo y lo miró fijamente. Hoffner nunca había visto aquella mirada; transmitía un afecto y una preocupación que resultaban casi excesivos para soportarlos. Al instante se arrepintió de haberle contado aquello.

—Eso no me lo habías dicho —comentó Lina. Hoffner intentó quitarle importancia.

—No es precisamente un tema que uno saque a colación, ¿no?

—Han pasado más de tres años.

—Sí.

—¿Y ya está? ¿Llevabas suficiente tiempo cumpliendo tu promesa?

Hoffner sabía lo que Lina quería que dijera, que había sido por ella por lo que había traicionado a König, pero eso no habría sido más cierto que lo otro. Respondió vagamente:

—No creo que funcione de esa manera.

—¿De qué manera?

—La manera en que hacemos que parezca más de lo que es.

No pretendió ser cruel, sino protector, aun cuando sabía que ya era demasiado tarde. Ahora se daba cuenta de que aquella relación iba a desmoronarse, que sólo era cuestión de tiempo. Estuvieron a salvo mientras las preguntas relativas a las intenciones permanecieron ocultas, pero la historia que había relatado hacía que ya fuera imposible; si resultaba demasiado significativa, el peso los aplastaría a los dos; si contenía un significado demasiado parco, Lina se sentiría traicionada de otro modo.

Para ella, el incumplimiento del pacto dependía de una decisión —imaginaria o no— que hasta Hoffner tuvo que reconocer ahora que tal vez no había sido tan libre, o que, después de todo, no se había tomado tan conscientemente.

Por espacio de unos segundos Lina permaneció erguida sobre él, buscando algo más. Cuando quedó claro que no había nada más, volvió a tumbarse.

—Estabas muy unido a él —dijo—. A König.

—Sí.

—Y él conocía a tu mujer. —De nuevo estaba afirmando, no preguntando.

Hoffner sintió la llamada del paquete de cigarrillos desde el otro extremo de la habitación.

—Supongo. ¿Acaso importa?

—Deseaba ayudarla.

Ya fuera cuestión de días o de semanas, siempre consideraría aquel momento el último de la relación entre ambos.

—¿Sabes dónde he dejado el tabaco?

—¿Por qué deseaba ayudarla?

Lina estaba escarbando sin preocuparse de las consecuencias, y eso no le dejaba a él ningún hueco donde esconderse.

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