Roma

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Adriano » VI. Caída

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Al cabo de unas semanas, la ciudad-Estado que había gobernado el mundo conocido, patria de los antiguos dioses, del Dios de los cristianos y del Senado, se convirtió en una tumba, en una desolada y malsana ciudad fantasma. Las embarcaciones godas patrullaban el río y los centinelas tenían controlado cada palmo de la muralla. Dentro de ésta, las raciones diarias de comida se redujeron dos tercios y la población moría por millares. Al no poder sacar los cadáveres de la ciudad, alfombraban las calles, y el hedor que despedían era como una nube miasmática que cubriera la ciudad. Con la proximidad del invierno, algunos practicaron el canibalismo. Sólo los más ricos disponían de reservas secretas de comida. Mientras unos acumulaban provisiones desesperadamente, la mujer y la suegra de Graciano, el anterior emperador de Occidente, destacaron por su conducta filantrópica[20]. Entre las buenas familias atrapadas por la tenaza de Alarico había una persona en concreto cuya presencia en Roma sin duda aumentó la conmoción que el asedio causó a Honorio, que seguía en Ravena.

Gala Placidia era nada menos que la hermana del emperador. A pesar de esto, el obstinado Honorio no movió ni un dedo para ayudar a Roma. La verdad es que la primera delegación que recibió el caudillo godo no procedía de Ravena, sino de dos destacados senadores de la ciudad que, lejos de mostrarse humildes por el asedio, adoptaban un talante bravucón.

Los dos hombres tenían un mensaje muy simple para Alarico: Roma estaba armada y dispuesta a la lucha. «¡Cuánto más espesa es la hierba —replicó Alarico—, más fácil es cortarla!». Y lanzó una sonora carcajada. No fue el único que encontró divertida la ridícula y pomposa postura de los senadores. Al avistar Roma, Alarico había buscado refuerzos y, como era de esperar, su cuñado Ataúlfo había llegado con tropas adicionales de godos y hunos. Puede que Ataúlfo también se echara a reír.

Al darse cuenta de que su diplomacia había tenido un comienzo desastroso, los enviados romanos cambiaron de táctica y adoptaron un tono más modesto para tratar de encontrar una forma de terminar con el atroz asedio. Los hermanos godos conferenciaron. Sí, podía hacerse algo para aliviar aquella situación: el oro, la plata, los bienes muebles y los esclavos bárbaros residentes en la ciudad podrían servir. «Pero si te llevas todo eso, ¿qué les quedará a los habitantes de la ciudad?». La respuesta de Alarico fue fría y lacónica: «La vida»[21].

A los pocos días salió de Roma un convoy de carros sin precedentes. Transportaban 2250 kilos de oro, 135 000 de plata, 4000 túnicas de seda, 3000 vellones teñidos de escarlata y 1350 kilos de pimienta. Como el tesoro imperial estaba totalmente vacío, los senadores tuvieron que pulsar todas las cuerdas y utilizar todas las formas de coacción para recaudar aquellos bienes. Incluso fundieron valiosas estatuas de los antiguos templos[22]. A cambio, Alarico y Ataúlfo accedieron a levantar el sitio durante tres días. Los puertos y mercados abrieron de nuevo, la comida entró en la ciudad y Roma suspiró de alivio.

Pero aunque es posible que Ataúlfo se alegrase al recibir el tesoro y al ver a los godos dando a Roma su merecido, el oro y las demás riquezas no eran lo que Alarico quería. La verdad es que sabía que a corto plazo estarían necesitados urgentemente: tenía nuevos reclutas, más el contingente inicial de 20 000 hombres, y debía mantener contentos y leales a todos. Necesitaba recompensarles para confirmar su prestigio. Pero a largo plazo, Alarico quería que el prestigio godo adquiriera una forma totalmente diferente, una forma mucho más duradera que el transitorio relumbrón del vil metal. A este fin volvió a dirigirse a los senadores romanos. Tenía un trabajito para ellos.

Mientras el asedio estaba temporalmente suspendido, Alarico urgió a los senadores a utilizar el tiempo con inteligencia. Tenían que ir a Ravena como embajadores suyos y llevar al emperador Honorio a la mesa de negociaciones. Alarico quería hablar de paz por lo único que realmente deseaba, la única razón por la que estaba sitiando la ciudad: una paz permanente y una alianza con Roma. Los senadores se pusieron en camino obedientemente.

En el palacio imperial de Ravena, los senadores encontraron una corte descontenta y dominada por Olimpio. Honorio se había divorciado de su esposa (la hija de Estilicón), cortando así el último lazo con el viejo régimen de su difunto suegro. Aunque dado que Estilicón había desaparecido para siempre, el emperador quizá estuviera dándose cuenta de lo valioso que había sido. La verdad es que lo que necesitaba exactamente en aquellos momentos era la habilidad militar y política de un Estilicón al servicio del imperio. Sin ella, los problemas de Occidente no parecían mejorar; de hecho, se habían estancado y habían empeorado. En consecuencia, al llegar los senadores al palacio imperial, el emperador ya no estaba dispuesto a rechazar de plano la propuesta de negociación de Alarico.

Honorio accedió en principio a una alianza militar con Alarico. Los detalles sobre asentamientos y fuentes seguras de ingresos no estuvieron de momento sobre la mesa de negociaciones. A pesar de todo, la oferta fue un importante paso en la dirección adecuada. O eso parecía. Pero vista más de cerca, la respuesta de Honorio revelaba las huellas de la influencia de Olimpio. Quizá el principal consejero del emperador le hubiera recordado que la concesión de tierra habitable sólo le traería más problemas. Los ingresos fiscales de Roma e Italia ya se habían diezmado por culpa del saqueo de la península por Alarico. Conceder más tierras a los godos sólo empeoraría las cosas: sin tierras no habría ingresos tributarios; sin ingresos no habría ejército; y sin ejército (quizá sugiriese Olimpio, yendo al fondo de la cuestión) no habría imperio. En última instancia, la mayor ventaja de aquel acuerdo no vinculante era que daba más tiempo al emperador. Y podía aprovechar ese precioso tiempo en reunir tropas para enfrentarse a Alarico en igualdad de condiciones; así no tendría que respetar el acuerdo. Así pues, aunque prometía mucho, la oferta realmente no regalaba nada. Devolviendo la pelota a la corte de Alarico, Honorio envió los senadores a Roma.

El godo quedó encantado con la noticia. La paz, eso creyó, estaba a la vista. Como su plan de sitiar Roma parecía producir dividendos, su ejército y él acordaron retirarse hacia el norte. Pero Alarico había pasado por alto una lección que debía haber aprendido mucho tiempo atrás. Estaba tratando de forjar una alianza con gente que creía que él no era más que un patán al frente de una chusma sin civilizar. Lo cierto era que Honorio no tenía intención de establecer ninguna alianza. Mientras Alarico esperaba pacientemente en el norte de Italia a que se llegara a un acuerdo, el engaño de la corte occidental se hizo patente en seguida.

Honorio había utilizado la pausa para reforzar las defensas de Roma y había despachado a la ciudad un cuerpo de élite de 6000 soldados, la flor y nata del ejército romano de Italia. Pero antes incluso de que llegaran a Roma, los vieron los hombres de Alarico. Inmediatamente, Alarico reunió a la totalidad del ejército godo, lo lanzó al ataque y acabó con los 6000 romanos en un santiamén. Más tarde, las fuerzas imperiales tendrían que soportar mayores humillaciones. Cuando Ataúlfo y un destacamento godo acampó cerca de Pisa, fueron atacados por un ejército a las órdenes del propio Olimpio, que los pilló totalmente por sorpresa. Los godos perdieron cerca de mil hombres en el conflicto, pero en cuanto se reorganizaron, hicieron sentir a los romanos todo el peso de su número y de su furia. El desdichado ejército de Olimpio se retiró a Ravena cubierto de deshonor[23].

Mientras los soldados romanos ilesos se retiraban apresurada e ignominiosamente y entraban por la Puerta Dorada de Ravena, quizá Honorio estuviera mirando desde una ventana de su palacio. El penoso cuadro mostraba el contraste entre Olimpio y Estilicón en todo su relieve. Poco después, algunos eunucos de la corte del emperador vieron la oportunidad de llevar a cabo la orgía de sangre común a los regímenes autocráticos de toda la historia. Ante el emperador, acusaron a Olimpio de acumular más desastres sobre el Estado. El emperador no vio ninguna razón para no estar de acuerdo. Y la desilusión se convirtió rápidamente en furia. Como si despertara de un estupor inducido por drogas, Honorio quizá viera por fin las cosas con claridad; o quizá estuviera simplemente pasando de una mala estrategia a otra. Las fuentes no lo dicen. En cualquier caso, el joven Honorio tomó por fin una decisión. Con la rapidez con que había sido zalamero consejero principal, Olimpio fue expulsado sin ceremonias[24].

Las señales de que el imperio occidental había tocado fondo iban a hacerse patentes en tres puntos de Italia al mismo tiempo, una oscura noche invernal de principios del año 409. En un inútil intento por salvar la vida, el depuesto y cruel cortesano Olimpio huía por el norte de Ravena hacia Dalmacia (actualmente Croacia) y hacia el anonimato. Más al sur, Alarico daba rienda suelta a su furia. Tal vez jurando no volver a dejarse engañar, deshonrar ni ofender por los romanos, dio a su ejército instrucciones claras de volver a Roma, sitiarla de nuevo y castigarla. Mientras, en el palacio imperial de Ravena, el desamparado Honorio estaba desesperado. Su odiado enemigo Alarico pronto estaría asfixiando lentamente la vida de Roma, y mientras el ejército romano de Italia se esforzaba inútilmente por contener a los godos, el usurpador y autoproclamado Constantino III aumentaba su importancia y su poder en la Galia cada día que pasaba. Honorio se sentía tan derrotado que por estas fechas envió la púrpura imperial a su rival y reconoció formalmente el derecho de Constantino al trono. El legítimo gobernante de Occidente había llegado a la deprimente conclusión de que, después de todo, podía necesitar los ejércitos de Britania y la Galia que estaban a las órdenes del usurpador. Sin embargo, a pesar del sombrío panorama, Honorio tuvo un atisbo de esperanza.

Apareció bajo la forma de Jovio, prefecto del pretorio, y de Saro, su general más antiguo. Este último era un soldado de considerable experiencia, que había demostrado su habilidad con Estilicón y con Olimpio. La verdad es que el ejército italiano aún disponía de 30 000 soldados, y Honorio podía confiar en que Saro los dirigiría. Pero el general tenía otra cualidad importante: era de origen godo, un noble, un hombre con los mismos valores que Alarico. Los dos hombres procedían de familias rivales y es muy posible que Alarico hubiera vencido a Saro en 395 para hacerse con el liderazgo de los godos. Esta competición no tenía nada que ver con las elecciones de la política moderna, sino que era algo más parecido a una reyerta sangrienta, donde el vencido no solía perder sólo la oportunidad de gobernar, sino también a su familia, ya que el vencedor mataba a todos sus enemigos potenciales. Saro, repudiado por los suyos, había puesto su capacidad militar en manos del emperador y al servicio de Roma[25]. Un godo resentido y con una vieja deuda que saldar con el enemigo del emperador: ¿qué mejor ayuda podía tener Honorio para vencer a Alarico? Sin embargo, Jovio sería aún más importante para el futuro del emperador.

Jovio había sido el principal funcionario del gobierno de Estilicón en Dalmacia. Como tal, su responsabilidad había sido proporcionar soldados a los godos de Alarico y organizarlos para el planeado ataque conjunto contra Oriente en 406. Jovio era el hombre que había negociado aquel viejo acuerdo entre Alarico y Estilicón, el hombre que había pasado varios días en compañía del godo en Epiro (hoy Albania), el hombre que casi podía llamar amigo a Alarico. Honorio recurrió a Jovio y le ascendió a primer consejero. Quizá hubiera una forma de salir de aquel embrollo, pensó el joven emperador.

EL SAQUEO DE ROMA

El historiador Zósimo nos cuenta que Jovio se hacía notar por su «educación»[26]. En aquella circunstancia utilizó su sabiduría, su tacto y su diplomacia para defender ante Honorio la única solución viable a la crisis en aumento. La paz con Alarico.

Jovio sabía que Alarico tenía al imperio occidental exactamente donde quería. El ejército godo, engrosado recientemente con esclavos fugitivos, contaba con 40 000 hombres. Este poderoso contingente estaba cercando Roma y Honorio no podía hacer nada al respecto. Cierto que podía desplegar el ejército romano de Italia, pero como tenían el mismo número de soldados, la lucha se parecería mucho a una apuesta que los romanos no tenían garantías de ganar. Cierto que el hecho de que Honorio hubiera reconocido a Constantino III había frenado de momento la peligrosidad de su rival, pero ni él ni Jovio estaban dispuestos a ceder todo el imperio occidental al usurpador. En la primavera de 409, Constantino III había concedido a sus hijos la dignidad de emperadores, fundando así una nueva dinastía, y además había establecido su sede «imperial» en Arles, al sur de la Galia. Tenía los pies firmemente plantados en el umbral de Italia. Si Alarico diezmaba las fuerzas de Honorio, Constantino estaría listo para saltar: cruzaría los Alpes y añadiría los restos del imperio occidental a su botín de dominios imperiales[27]. Definitivamente, Honorio se había quedado sin baza en las negociaciones.

Alarico también lo sabía. Cuando Jovio envió una delegación a Roma para informarle del cambio de postura romano e invitarlo a él y a Ataúlfo a ir a Arímino (Rímini) para negociar un acuerdo, es muy probable que Alarico lo encontrase lógico[28]. Aunque la palabra del emperador y el significado del honor y la justicia romanos eran ya artículos seriamente devaluados, Alarico le creyó.

Tenía a Roma sitiada y había vuelto a punzar una arteria del imperio occidental, pero no tenía intención de cumplir su amenaza y saquearla, ya que sería infantil y sólo podía acabar en fracaso: sería cambiar la oportunidad de conseguir a largo plazo una paz permanente por ganancias a corto plazo que sólo traerían más rivalidades, más miradas por encima del hombro, más inseguridad para su pueblo. Tendría el mismo efecto político que golpearse la cabeza contra la pared. Se repuso lentamente, rogó a su tibio cuñado que le diera apoyo y los dos descontentos personajes se dirigieron al norte para reunirse con Jovio. Por fin iba a exprimir a los romanos hasta donde pudiera.

Alarico puso sus condiciones sobre la mesa. Quería un pago anual en oro, un suministro anual de grano y un acuerdo que permitiera a los godos instalarse en las provincias de las dos Venecias (el Véneto), Nórica y Dalmacia. Su última condición —un generalato para él en el ejército romano— era para asegurar su influencia en la corte y que su pueblo tuviera un representante que protegiera sus intereses. Las condiciones fueron enviadas a Honorio, y Jovio, Alarico y Ataúlfo esperaron la respuesta del emperador. Cuando llegó la carta, se leyó en voz alta. Al principio pareció prometedora. Honorio accedía a los suministros de grano y oro, pero no mencionaba la cuestión de la tierra. Y en cuanto al generalato… ¿permitir a un bárbaro desempeñar un papel importante en su gobierno? ¡Eso era inconcebible![29]

Alarico estalló en cólera. Golpeando la mesa con el puño, amenazó con incendiar, saquear y destruir Roma, y se fue. Jovio también se fue, aunque a Ravena, y más por temor de que el trato le estallase en la cara. Alarico tardó unos días en recuperar la calma. Finalmente, pidió a unos obispos que hicieran de embajadores y envió al emperador otra oferta radicalmente revisada. No quería el dinero ni el cargo, ni siquiera Venecia o Dalmacia. Lo único que quería era la mísera provincia de Nórica para su pueblo, una provincia que estaba «en el otro extremo del Danubio, sujeta a continuas invasiones y aportaba pocos ingresos fiscales al erario»[30].

Fue un momento extraordinario. Allí había un hombre que podía haber destruido todo el imperio occidental con un movimiento de la cabeza, que tenía todo el poder y todos los ases. Pero estaba dispuesto a sacrificar ese poder a cambio de una paz duradera, una patria estable y el final definitivo de los sufrimientos de su pueblo. En última instancia, quería que el imperio sobreviviese mientras su pueblo tuviera un lugar en él. Incluso Honorio se quedó atóninto. Cuando los obispos leyeron la oferta de Alarico, «todos a un tiempo se sorprendieron de la modestia de aquel hombre»[31]. Pero por increíble que parezca, el inexperto y caprichoso emperador rechazó la petición de Alarico. Las fuentes no aclaran el porqué. Quizá al final prefiriese sacrificar Roma a firmar la paz con su enemigo. Estaba dispuesto a permitir que fuera destruida la ciudad en la que su propia hermana estaba retenida para no sufrir la humillación de convertir a los godos en socios romanos sobre suelo romano.

Alarico marchó sobre Roma por tercera vez. Ataúlfo y sus generales, barbotando improperios contra Honorio y el imperio occidental, debieron de exigir a su jefe que cumpliera su amenaza. Pero Alarico no iba a atacar todavía. Es evidente que había roto toda relación con el emperador occidental, pero no estaba dispuesto a romper con el imperio. En verano de 409 ideó una ingeniosa solución al problema de presionar sin recurrir a la violencia. Reclutó en Roma la ayuda de un ambicioso senador patricio de tendencias tradicionalistas y con delirios de grandeza. El godo refrendó el nombramiento imperial de este hombre por el Senado y estableció un nuevo centro de poder en la antigua capital para rivalizar con la de Honorio en Ravena. En consecuencia, en verano de 409 hubo tres emperadores en Occidente. Honorio, Constantino III y ahora Atalo. Por fin tuvo Alarico un lugar temporal en el imperio de Occidente: general en jefe de Atalo.

Aquel atrevimiento ofendió a Honorio. Cuando el ejército de Alarico conquistó el norte de Italia para la causa de Atalo, a Honorio le invadió el pánico. Incluso consideró abandonar el imperio occidental, y tenía algunos barcos preparados para ir a Constantinopla. Su resolución de enfrentarse al enemigo recibió una pequeña recompensa cuando 4000 soldados de refuerzo del imperio oriental llegaron a tiempo de defender Ravena. Pero, quizá impulsado por Jovio, Honorio encontró pronto la forma de neutralizar la rebelión.

La provincia de África del Norte, de cuyo cereal dependía la comida de Roma, era todavía leal a Honorio, así que el emperador legítimo de Occidente ordenó cortar este suministro. El insustancial y breve régimen de Atalo rápidamente quedó desacreditado. Incluso Alarico, que lo había elevado a emperador, se decepcionó y se cansó de este irritante y ridículo emperador de pacotilla. Lo despojó de sus ropas imperiales y se las envió a Honorio, para demostrar que una vez más cambiaba de estrategia. Al final, Alarico tomó como rehén a Gala Placidia, la hermana de Honorio. Escondido en Ravena, el insensible Honorio se desentendió de la antigua capital postrada de rodillas. Sin embargo, el godo siguió sin atacar Roma.

La resolución de Alarico, su previsión, su determinación de realizar su sueño son tanto más sorprendentes por cuanto en aquel momento apostaba más alto que nunca. Tenía en curso una nueva batalla, esta vez con su propio gobierno. No castigar violentamente a Roma por el trato dado por Honorio a la nación goda acampada en suelo italiano era una política muy poco popular. Ataúlfo y otros debieron de haber dejado muy clara su postura: un acuerdo con los romanos no era más que humo en el cielo. ¡No se podía confiar en que los romanos cumplieran su palabra! Ataúlfo y los inquietos gobernantes tenían la razón de su parte. La verdad es que en aquel momento era tan difícil defender la negociación en vez de la fuerza que la jefatura de Alarico estaba en entredicho. A pesar de todo, con todas las probabilidades en contra, estaba dispuesto a apostar su decreciente peso político en la última mano.

Cuando envió otra delegación a Ravena no lo sabía, pero Honorio probablemente estaba dispuesto por fin a firmar la paz. Había un acuerdo sobre la mesa. Pero si Honorio y Alarico esperaban resolver el gran problema de los godos con la negociación, sus esperanzas se harían añicos de la manera más inesperada y trágica. Cuando Alarico, Ataúlfo y su destacamento se dirigían hacia el norte, a doce kilómetros de Ravena cayeron en una emboscada preparada por el general Saro. Alarico se quedó atónito.

Sin el conocimiento del emperador, Saro había decidido actuar por su cuenta. Sabía que un acuerdo entre Alarico y los romanos pondría en peligro su posición tan trabajosamente alcanzada en la jerarquía romana. Si tenía que haber un acuerdo, tenía que implicarle a él. Si no, perdería su puesto y probablemente la vida. El ataque, por otro lado, le permitió saldar una vieja cuenta con su rival. En el preciso momento en que había una oportunidad real de paz entre romanos y godos, este individuo la torpedeaba. Fue un godo revanchista y resentido, y no un romano, quien dio al traste con toda posibilidad de negociación.

Cuando Honorio se enteró de la emboscada, quizá pensara que todo aquel penoso episodio daba la razón a su viejo prejuicio: ningún bárbaro, ni siquiera uno romanizado como Saro, era digno de confianza. Camino del sur, y tras haber escapado por los pelos, Alarico y Ataúlfo también daban vueltas a un prejuicio que creían que había sido dolorosamente confirmado. Honorio había demostrado ser la cobarde personificación del engaño que siempre había sido. Habían sido traicionados por última vez. Bajo el sol abrasador de mediados de agosto de 410, los caudillos godos volvieron a Roma por última vez.

Ordenado en limpias columnas alrededor de las murallas de la ciudad había un espectáculo extraordinario: un ejército de 40 000 hombres, equivalentes a ocho legiones antiguas. La última vez que la ciudad había sufrido un saqueo había sido en 390 a.C., a manos de los celtas. Ahora, ochocientos años después, se concentraba fuera otra horda de soldados. Los generales más antiguos y los nobles llevarían casco, coraza y una capa corta de piel de lobo o de cordero. En sus espadas había dibujos en forma de espiga, cuidadosamente grabados, las vainas eran de madera o de cuero y estaban ribeteadas de pellejo animal. Los soldados rasos sólo tenían la protección de las cortas túnicas y los pantalones, además de los escudos, las lanzas, los arcos y las hachas arrojadizas.

El alto y apuesto Ataúlfo sentía justificada su actitud. Con la razonadora política de su cuñado por los suelos, estaba de humor beligerante, y animaba a los soldados a golpear los escudos con las armas. El estruendo que saludó a Alarico cuando éste salió de su tienda para ponerse al frente de las tropas aumentó hasta hacerse ensordecedor e incontenible. Roma estaba atada de pies y manos, humillada. Hacía casi dos años que Alarico había levantado la espada sobre el cuello de la ciudad. Ahora iba a abatirla. Pero cuando dio la orden de atacar, el 24 de agosto de 410, el orgulloso y ambicioso Alarico supo que había fracasado[32].

Fue fácil apoderarse de la ciudad. La noche del ataque alguien les abrió la Puerta Salaria. Según una anécdota posterior, había sido una patricia movida por el desesperado deseo de acabar con la prolongada agonía de la ciudad. Pero es más probable que fuera un personaje sobornado[33]. Dentro encontraron poca resistencia: Roma no tenía ejército, sólo una pequeña y maltrecha guardia ceremonial. No tenemos ninguna descripción detallada de lo que sucedió durante los tres días siguientes. Lo que está claro es que en medio del caos hubo un sorprendente nivel de orden y contención. No se trató del irracional acto de salvajismo perpetrado por una horda de bárbaros, como habría cabido esperar.

Alarico no sólo era cristiano, sino que había sido auxiliado por obispos durante los dos años anteriores. Por respeto a ellos y a su fe, las basílicas de San Pedro y San Pablo se convirtieron en refugios. Con excepción de un cáliz eucarístico de plata maciza donado por Constantino, los tesoros y las iglesias cristianas que los albergaban fueron respetados y conservados[34]. A diferencia de los infames saqueos romanos de Cartago y Corinto en 146 a.C., en los que la destrucción total, el asesinato en masa, la esclavización y el pillaje fueron la norma, el saqueo de Roma fue muy poco romano. A pesar de todo, aunque Alarico y sus godos fueran cristianos, no eran santos. Habían ido a saquear, a vengarse.

Conducidos quizá por los esclavos que se habían pasado a Alarico, las unidades godas registraron las calles en busca de las casas de los ricos. Cuando las encontraron, pusieron el filo del hacha en la cabeza de sus moradores y les exigieron el oro, la plata y los tesoros. Los templos paganos se quedaron sin estatuas ni objetos preciosos, y los tesoros del Templo de Jerusalén, víctimas del saqueo romano de hacía 350 años, fueron robados de nuevo. Algunos romanos escaparon en busca de refugio, pero los muchos que se resistieron o no pudieron huir fueron exterminados, torturados o apaleados. Las anécdotas de mujeres heroicas que se resistieron a la violación o que fueron apaleadas pero reunieron valor para proteger a otras (según los escritos de Orosio, Sozomeno y Jerónimo) dan a entender que lo que ocurrió con viudas, casadas y vírgenes fue más bien lo contrario[35].

Al tercer día, el ejército godo, tras completar su eficaz y horrible tarea, se reagrupó. Algunas grandes casas y edificios públicos (en particular la mansión de Salustio, la basílica Emilia y la antigua Curia del Senado) habían sido incendiados. Con las espesas columnas de humo negro elevándose por encima de la Puerta Salaria, los godos abandonaron el campo de su «victoria» sobre los romanos. El ejército iba cargado de botín, pero Alarico, sin patria y sin paz, se fue con las manos vacías.

EPÍLOGO

El impacto del desastre resonó en todo el mundo romano. San Jerónimo, que estaba en Jerusalén, comentó que «con una ciudad perece el mundo entero»[36]. Paganos y cristianos a un tiempo aprovecharon la destrucción de la Ciudad Eterna para arrimar el ascua a su sardina. Para los paganos, el saqueo era la prueba de que los repudiados dioses tradicionales habían abandonado la ciudad y su protección. Sin embargo, para san Agustín, que vivía en África del Norte, la lección fue muy diferente. Se reunió con testigos que habían huido a su provincia de los godos y lo que le contaron confirmaba una sola cosa: Roma se deslizaba por una pendiente de decadencia moral desde el saqueo de Cartago, en 146 a.C. Sin aquella potencia mediterránea en escena para pararle los pies, Roma dio rienda suelta a las pasiones egoístas de la codicia y el dominio. Ahora, con el saqueo, el proceso había llegado a su lógica y revolucionaria conclusión. Todas las ciudades humanas, incluso la nueva Roma cristiana de Constantino, eran transitorias y efímeras, concluía san Agustín[37]. Sólo la Ciudad de Dios, en el cielo, era eterna y superior a todas. El orden natural del mundo, la concepción antigua de las cosas, unida a la ciudad que había dominado el mundo mediterráneo durante cientos de años, había quedado patas arriba.

La invasión goda de Italia, su culminación en el saqueo de Roma y la total incapacidad del emperador para encontrar una solución a la crisis había asestado al imperio de Occidente un golpe mortal. Pero todavía no estaba muerto. Cierto que los hechos pintaban un cuadro muy negro. El grupo bárbaro de vándalos, alanos y suevos aún ocupaba territorios en Hispania; Constantino III seguía teniendo sus ambiciones y controlaba Britania, la Galia y el resto de Hispania; y los godos de Alarico seguían en Italia. Sin embargo, el imperio de Occidente no había caído, ni mucho menos.

La verdad es que, en contra de todas las probabilidades, el imperio occidental volvió a levantar cabeza. El artífice de este extraordinario resurgimiento fue un brillante general y político que adoptó el doble papel de magister militum ideado por Estilicón; era el general en jefe de las fuerzas occidentales y, por encima del débil emperador Honorio, el auténtico gobernante del imperio de Occidente. La verdad es que Flavio Constancio, un soldado de trayectoria despiadada y nacido en Naisus (hoy Nis, en Serbia), fue uno de los últimos grandes dirigentes del mundo romano, un individuo al estilo de Julio César, un hombre que, por el solo hecho de existir, podía cambiar el curso de la historia.

En primer lugar, Constancio quedó con las manos bastante libres cuando los godos salieron finalmente de Italia. Tras el fracaso de la negociación con Honorio, Alarico planeaba fundar la patria goda en el norte de África. Pero antes de que esto ocurriera, el hombre que tanto había prometido encontró un final decepcionante. Atacado por una violenta fiebre, Alarico murió en 410, quizá sin haber llegado a cumplir los cuarenta años. Recibió un entierro digno de un rey: el río Busento fue desviado a la altura de Cosenza (en la actual Calabria) y en el lecho del río se cavó una fosa. Una vez enterrado Alarico, rompieron el dique y las aguas corrieron sobre la sepultura. Los cautivos romanos que habían llevado a cabo el entierro fueron ejecutados después para mantener su localización exacta en secreto. Ataúlfo sucedió a su hermano, abandonó el plan de ir a África y, saqueando Italia por el camino, condujo a los godos al sur de la Galia en 412. Con la esperanza de llegar a una alianza con la corte occidental, Ataúlfo había llevado consigo una baza para negociar. La princesa Gala Placidia seguía siendo rehén de los godos y pronto se convertiría en la esposa de Ataúlfo y en la madre de su hijo. Si Ataúlfo conseguía un lugar en la corte imperial, aquel niño sería un emperador en potencia.

Con espacio para maniobrar estratégicamente, Flavio Constancio lanzó al ejército romano de Italia contra Constantino III y lo derrotó. El usurpador fue capturado, ejecutado y su cabeza llevada a Ravena ante Honorio. Con los ejércitos de Britania, la Galia, Hispania e Italia reunidos de nuevo, Constancio tenía apoyo militar suficiente para llegar a un acuerdo permanente con los godos, pero con sus condiciones. En particular, Constancio se negó a convertir a Ataúlfo en socio igualitario en el gobierno. Para Ataúlfo esto significaba romper el pacto. Su obstinación resultó muy impopular cuando Constancio aplicó la fuerza y, para obligarles a llegar a un acuerdo, bloqueó a los godos en Narbona (al suroeste de Francia) para hacerles pasar hambre. Los godos finalmente derrocaron a su cabecilla y el sucesor, más moderado, llegó a un acuerdo con Constancio. En 418 se cumplió el sueño de Alarico: los godos tenían una patria. Se establecieron en Aquitania, en el valle del Garona, al suroeste de la Francia actual. Con la ventaja otra vez de parte de Roma, Gala Placidia fue entregada a Honorio y casada contra su voluntad con Flavio Constancio. El hijo que había tenido con Ataúlfo murió prematuramente y ella, a su debido tiempo, dio a su nuevo esposo dos descendientes.

Las piezas finales del rompecabezas fueron los vándalos, los alanos y los suevos. Constancio utilizó la paz con los godos en su provecho. Reforzando el ejército romano con aliados godos, fue al sur de Hispania, derrotó a los vándalos, alanos y suevos y volvió a someter al control romano las provincias iberas. En sólo diez años, Constancio sacó al imperio occidental de una crisis que había estado a punto de acabar con él. Juntó de nuevo los hilos de los dominios occidentales que una década antes parecían definitivamente enredados y los sujetó con firmeza. Pero había habido que pagar un precio muy alto por esta brillante hazaña.

Los años de saqueo y destrucción redujeron los productos agrícolas en Occidente y por tanto los ingresos. Con los godos asentados en la Galia, el territorio provincial que pagaba impuestos al erario público era mucho menor. La isla de Britania, por ejemplo, descuidada por Constancio al estar su ejército centrado en apagar los focos rebeldes de la Galia e Hispania, se había separado del imperio y perdido para siempre. Desde entonces ya no confiaría en la protección de las fuerzas del imperio. Como resultado de tales cambios, en Occidente había pocos recursos para reorganizar un ejército que había quedado reducido casi a la mitad en las guerras contra los bárbaros durante los críticos años del reinado de Honorio (395-423). Aunque el emperador remedió las tremendas bajas del ejército proporcionándole más unidades, pocas fueron de campaña y abundaron las auxiliares de bajo nivel que habían sido mejoradas y reclasificadas. El dinero no dio más que para un lifting militar[38].

La consecuencia final de los años de las invasiones fue el crecimiento del separatismo entre los terratenientes de provincias. Estas oligarquías eran los centros locales de poder autonómico que organizaban las recaudaciones de impuestos y de quienes dependía la capital de Occidente para la eficacia del gobierno. No estaban contentos y su desafección se centraba en un único hecho. El emperador Honorio no había sido capaz de cumplir su parte del trato: asegurar la protección militar de sus propiedades a cambio de la recaudación de impuestos. Tras años de convulsiones y falta de seguridad, era obvio que el viejo pacto entre el emperador y la oligarquía local se estaba deshaciendo lentamente[39].

La desafección podía convertirse fácilmente en desafío directo. La argumentación tal vez fuera la siguiente: si la vida bajo un rey godo o vándalo resultaba más segura, si ofrecía protección ante la guerra y si resultaba mejor para mantener su estilo de vida, ¿por qué molestarse en formar parte del imperio? A principios del siglo V, los casos de oligarquías locales que se separaban del centro todavía eran aislados, pero podían dar lugar a una tendencia. El cinco por ciento de los ciudadanos de Occidente acaparaba el 80 por ciento de las tierras, de modo que la pérdida de esta vieja piedra angular del imperio fue un efecto crítico de las invasiones bárbaras, otro martillazo que contribuía a la caída del imperio de Occidente.

En consecuencia, a pesar del éxito de Constancio, las mismas fuerzas que habían asustado a Italia con la llegada de los godos de Alarico habían reaparecido para causar estragos durante los años en que Constancio volvía a tener el control. Como el convaleciente de una importante operación quirúrgica, el imperio occidental estaba sano de nuevo, pero era una pálida sombra de lo que había sido. Pronto tendría que encontrar fuerzas para encajar más golpes. La peor de todas tuvo lugar en la rica provincia de África, el granero del imperio occidental.

En 421 Constancio, ahora nombrado coemperador, cayó enfermo y murió inesperadamente. Cuando Honorio falleció, dos años después, se desencadenó una lucha por el poder durante la que los gobiernos subían y caían exterminados por los siguientes. Al final fue nombrado emperador Valentiniano III, de seis años de edad, hijo de Constancio y de Gala Placidia. El auténtico gobernante, el hombre que venció realmente en la lucha por el poder en 431, fue un digno sucesor de Constancio. Conocido como el último gran general romano, Flavio Aecio tenía las manos llenas cuando fue general en jefe de las fuerzas romanas. Durante la lucha por la sucesión, los vándalos, reorganizados y revitalizados, habían pasado de Tarifa a África en mayo de 429 y se dirigieron hacia el este. Con ataques o con tratados, fueron apoderándose gradualmente de lo que hoy es Marruecos y Argelia. En 439 habían capturado la tercera ciudad más grande del imperio, Cartago. Al tomar esta provincia, los vándalos pusieron las manos en la yugular de Occidente.

A principios del siglo V, África era la principal fuente de trigo y de ingresos de Roma y la península itálica. Con Julio César se embarcaban 50 toneladas de cereal al año desde Cartago, y desde entonces habían seguido zarpando los cargueros desde los grandes puertos que Roma tenía allí. Por esta razón, África era la cuerda de salvamento del imperio occidental. Aecio se propuso devolverla a la vida. Durante 430-440 no había podido entrar en acción contra los vándalos por culpa de otra oleada de invasiones y rebeliones bárbaras en las provincias occidentales. En 440 las tenía ya bajo control, había conseguido ayuda (gracias a una brillante diplomacia) del imperio oriental y había reunido una extraordinaria flota aliada en Sicilia. El objetivo de las fuerzas unidas de los dos imperios era la reconquista de la esencialísima provincia de África. Pero en el momento en que Aecio tendría que haber dado la orden de zarpar a la flota de 1100 embarcaciones, la misión fue abandonada repentinamente. Las fuerzas orientales, dijo el emperador del este, tenían que volver urgentemente a su mitad del imperio porque Constantinopla se enfrentaba a una invasión sin precedentes. La decisión de abandonar el ataque contra el norte de África sería el último punto crítico de la caída de Occidente. El responsable era del mismo pueblo que en 376 había causado la primera invasión de las fronteras de Roma. Era Atila el huno.

Los hunos comenzaron la historia de la caída del imperio romano de Occidente y los hunos la terminaron. Durante las campañas de 430-440, Aecio había reclutado temporalmente los servicios de las fuerzas hunas. Pero en 440, con la jefatura en manos de Atila y su creciente imperio extendiéndose desde el Mar Negro hasta el Báltico y entre Germania y las estepas del centro de Asia, los hunos querían mucho más que un lucrativo compañerismo militar. En dos devastadoras incursiones en los Balcanes en 441 y 447, Atila invadió el imperio oriental y venció la resistencia del ejército romano. La efectividad de sus fuerzas no sólo se basaba en el uso del arco. Los hunos fueron los primeros bárbaros que consiguieron irrumpir en ciudades bien fortificadas. El secreto radicaba en su habilidad para utilizar máquinas de asedio, arietes y escalas de asalto, habilidad que habían copiado de los romanos. Arrasando el imperio oriental de esta forma, Atila arrancó increíbles cantidades de oro a Constantinopla. Pero en 451 fue invitado a poner las manos sobre nuevas riquezas. Según se dice, atraído por una propuesta medio de súplica, medio de matrimonio, de la rebelde hermana del emperador Valentiniano, Atila volvió su atención a Occidente.

En el que sería quizá el último gran encuentro militar en la historia del imperio occidental, Aecio se las arregló para reunir un ejército de romanos, godos, francos, burgundios y celtas, y con él derrotó definitivamente a su enemigo en la batalla de los Campos Cataláunicos (hoy Châlons), en la Galia. Pero cuando se produjo el segundo ataque de los hunos, en 452, Aecio pudo oponer poca resistencia. Atila invadió Italia y saqueó varias ciudades del norte. Su mayor triunfo fue el sitio de Milán, y con una victoria moral también obligó a Valentiniano III a huir aterrorizado a Roma. Pero en el río Po, las enfermedades y la falta de provisiones llevaron la campaña de los hunos a un punto muerto y finalmente se retiraron. Atila murió aquel mismo año. Según una fuente, no encontró su fin luchando, sino, por extraño que parezca, en su noche de bodas. Había dispuesto un banquete para celebrar su matrimonio con una hermosa princesa goda llamada Hildico, y tras retirarse a su cámara nupcial, el gran caudillo huno sufrió una hemorragia nasal y se ahogó con su propia sangre.

El imperio de Atila se desintegró tras su muerte con la misma rapidez con que se había extendido. Pero para entonces Occidente ya había recibido el golpe mortal. Aunque Aecio se había deshecho de Atila, le faltaba la potencia militar imprescindible para recuperar el norte de África, en manos de los vándalos. No vivió para verlo. Por haber defendido brillantemente el imperio occidental del sangriento ataque de Atila, Valentiniano III recompensó a Aecio («el último romano») ordenando su muerte en 454. El emperador temía y envidiaba el poder de su general. Más de una década después de la muerte de Aecio, en 468, el imperio oriental hizo un último intento de recuperar el norte de África. En una batalla naval, en la costa de lo que hoy es Libia, la flota bizantina fue derrotada por la flota de los vándalos.

Después de la pérdida de África, los únicos ingresos en los que podía confiar el imperio occidental eran los de Italia y Sicilia, y no eran suficientes para pagar un ejército lo bastante grande para imponer condiciones a la multitud de bárbaros establecidos en Occidente: los visigodos, burgundios y francos de la Galia, los visigodos y suevos de Hispania y los vándalos del norte de África. El equilibrio de poder entre el ejército romano y las fuerzas bárbaras, entre los emperadores occidentales y los reyes bárbaros, había cambiado mortal y definitivamente. Dónde radicaba el poder quedó claro con la entronización del emperador Avito en 455. Lo único que aseguró su subida al «poder» fue una alianza militar con Teodorico II, un rey bárbaro. A su debido tiempo, se firmaron más tratados entre el gobierno de Ravena y los godos y los vándalos, a quienes el gobierno reconocía, en efecto, como poseedores legítimos, herederos y socios de Occidente. Poco a poco, los territorios romanos que quedaban se separaron del control central. El último suspiro del imperio occidental, sin embargo, se exhaló en Italia.

En 476, el poder económico y militar de las autoridades centrales de Italia era tan escaso y estaba tan mermado que ya no podían subsistir solas, y mucho menos tener a raya a los intrusos. Las fronteras que separaban a los romanos de los bárbaros eran cada vez más tenues y la historia de los ciudadanos y la del invasor se fundían. Pero aún eran visibles algunas diferencias, aún importaban. Tomemos por ejemplo a Odoacro. Este general romano se convirtió pacíficamente en rey germano cuando instaló a sus soldados romanos en Italia. Estos restos del ejército romano de Italia tampoco eran auténticos romanos. Eran mercenarios germanos que, como su superior, procedían del pueblo de los esciros. Odoacro no tenía dinero para pagarles, así que les pagó con tierras, posiblemente un tercio de Italia, después de haber expulsado a los propietarios romanos. No podía haber una confirmación más clara de quiénes eran ahora los sucesores del viejo imperio occidental.

Odoacro pasó a ser así el único gobernante efectivo de Italia. Con la lealtad de los esciros ya instalados, también había asegurado su base de poder personal. Sólo quedaba una extraña distinción por resolver, la pequeña anomalía de Rómulo Augústulo. Hacía tiempo que ser emperador en Occidente era una tradición rara y en proceso de fosilización, el simple nombramiento ceremonial de un general o rey bárbaro. Pero el pequeño Rómulo llevó esta tendencia hasta un nuevo extremo. Era un muchacho de dieciséis años, hijo de un general del ejército usurpador recientemente vencido por Odoacro. No controlaba nada fuera de Italia, Odoacro lo controlaba todo dentro. La legitimidad, si es que existía, estaba realmente de parte del hombre a quien Rómulo y su padre se la habían quitado, Julio Nepote, el último emperador reconocido formalmente por el emperador oriental. Entonces, ¿por qué molestarse en mantener a Rómulo? Es más, ¿por qué molestarse en encontrarle un sustituto? Sin duda era preferible enviarle con su familia de Campania, darle una pensión decente y dejarle vivir en paz.

Tomando partido por la cautela, Odoacro envió una embajada a Zenón, el emperador oriental. ¿Por qué no se hacía cargo de la soberanía de las dos mitades del imperio —proponía Odoacro—, mientras el rey germano gobernaba los asuntos cotidianos en Italia? La sugerencia suponía un difícil dilema. Para Zenón, deponer a Rómulo no era un problema, ya que Constantinopla no lo había reconocido oficialmente. El problema era Nepote, a quien sí había reconocido. Pero aunque se daba cuenta de que Nepote ya no sería soberano de nada, el emperador oriental no quería sancionar el traspaso del poder al rey germano, el que terminó formalmente con el estado occidental. Pero la suerte le ofreció una solución.

Casualmente, Zenón tenía en su poder una carta de Nepote. El emperador occidental derrocado había escrito a Zenón pidiéndole ayuda en un último esfuerzo por mantener el poder, un último esfuerzo por recuperar el estado de Occidente. Tras reflexionar, Zenón escribió dos respuestas hábiles y esquivas. A Odoacro le dijo que el rey necesitaba proponer la alianza a Nepote porque el último emperador occidental formalmente reconocido era la única persona que podía reconocer legítimamente la condición de Odoacro. Y con Nepote se disculpó: no podía ofrecerle una ayuda práctica para recuperar Occidente. Esta conducta, venía a decir, era totalmente pueril. Y Zenón había aceptado, sin tener que decirlo claramente, que el imperio occidental estaba perdido y Odoacro se había quedado con el poder.

Con Rómulo depuesto, Odoacro hizo un último ejercicio de limpieza en Italia. ¿Qué hacer con las vestiduras ceremoniales del emperador occidental? Por supuesto que no se las iba a poner. No era un Augusto; no era su papel ni la base de su poder. Se contentaba con llamarse rey. No, quizá el mejor lugar para ellas fuera Oriente, con el emperador Zenón. Llamó a un mensajero y las vestiduras imperiales, la corona y el manto púrpura se enviaron a Constantinopla.

Si Odoacro tuvo la tentación de ver aquel momento como algo trascendental o en cierta manera como un presagio, quizá se reafirmara en la idea de que bien podía haber otro emperador en algún momento futuro. Bien podía ser que llegara la ocasión de que hubiera un dirigente semejante, pero la verdad es que por el momento no hacía ninguna falta, al menos en Italia. La antigua autoridad de un Augusto, el poder que había creado y gobernado un imperio durante siglos y que estaba encarnado en aquellos símbolos imperiales, había abandonado Occidente, al menos por el momento.

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