Rockabilly

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Suicide Girl

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Abandono mi pieza. Había algo en las palabras de Mamá que me emocionó. Hace años que no me habla así, hace años que no me dice que me quiere. Cuando cumplí doce, dejé de ser una niñita y ella se distanció, dejó de ser cariñosa. Fue una transición abrupta. De pronto me sentía como una niña que estaba de visita en su propia casa, apenas tolerada y casi siempre ignorada. Al siguiente año, cuando me llegó la regla, los silencios se convirtieron en agresión, comenzó a hablarme de nuevo, pero solo para humillarme. Lo peor de todo es que no lo hacía con resentimiento o rencor, sino que gozaba al insultarme, le producía un placer orgásmico. Eso fue lo que más me dañó. Me acostumbré a la mierda que me lanzaba, pero nunca pude blindarme contra el deleite de su violencia. Y ahora, por primera vez en más de tres años, pude detectar el rastro de una madre que solo existía en mi memoria más distante, recuerdos que ya casi nunca exploraba. Una mamá que no ocultaba el amor que sentía por su hija, una mujer dedicada, fuerte y tenaz, siempre preocupada de que yo fuese una niña feliz. Eso era lo que más le importaba, el resto era secundario.

La tele de su dormitorio sigue encendida, la tiene sin sonido. Desde el pasillo puedo ver como la luz azulina relampaguea. Me quedo en la entrada. Ella está sentada en la cama, apoyando la espalda contra un montón de almohadones bordados. Viste una bata acolchada y tiene la cara cubierta de crema verde, es una de esas máscaras humectantes o exfoliantes, no sé. La crema cambia de tono según los colores proyectados por la pantalla. Está viendo un programa de fisicultura masculina, me quedo mirando un rato. Mamá sigue sin notar mi presencia. Los hombres del programa parecen de mentira, anatomías exageradas, calzones diminutos, la piel bronceada y el cuerpo entero aceitado. Desfilan por un escenario con temática medieval, llevando espadas y mazas de utilería. Mientras observo a los hombres que flexionan sus músculos, me comienza a doler el pie. Me muevo para apoyarme en la otra pierna.

Hija, ¿qué haces acá?

No estoy segura… Es que lo que me dijiste en mi pieza…

¿Sí?

¿Era de verdad? Digo, hace tanto que no me dices cosas como esas que no sé qué creer.

Sus ojos se humedecen y lágrimas comienzan a deslizarse por sus mejillas, surcando líneas en la máscara verde. Se abanica con las manos, tratando de controlar la emoción.

Hija, ven, por favor, ven acá.

Me acerco, aún insegura de su sinceridad. Al llegar al borde de la cama, me toma entre los brazos y me abraza, me envuelve con su cuerpo, me mancha con su crema, me moja con sus lágrimas. Me sujeta con fuerza y rompe en sollozos, se descontrola, se vuelve frágil y tiembla como una niña asustada. Vacilo unos instantes, pero finalmente me entrego y le devuelvo el abrazo, lo hago sin reparo, refugiándome en la calidez de su cuerpo.

Perdóname, hija, por favor, perdóname.

No estoy segura de la honestidad de mi respuesta, pero le digo que sí, que no se angustie más, que a partir de ahora podemos comenzar desde cero, reconstruir lo que se había perdido hace tantos años. Ella se calma, me peina el cabello con los dedos, se ve agotada, se le cierran los ojos. Mientras descansa, le limpió la crema del rostro y le doy un beso en la frente. Me pide que le deje la tele encendida, que solo así puede quedarse dormida.

Al regresar a mi pieza, veo la cama y me comienzan a pesar los párpados. Me acuesto, apoyo el mentón contra las rodillas y apago la lámpara. Justo cuando estoy por entregarme al sueño, un ruidito entra por la ventana. Es un rasqueteo débil.

¡Chuck!

Salto de la cama y me asomo. Está oscuro, pero justo debajo de mí veo el reflejo de sus ojos diminutos. Una de sus garritas se esfuerza por rascar el exterior de ladrillo. Me inclino por la ventana y acerco la mano para rescatarlo del suelo, pero al hacer contacto, descubro que algo está mal. Muy mal.

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