Rocas de coco
Ángel Gabriel Cabrera
Había dos gatos atrapados en una caverna. No se acordaban de cómo llegaron allí y no se animaban a decirlo, pero, si los dos se quedaban callados durante mucho tiempo, no podrían saber la respuesta, y menos aún pensar en una solución para escapar. Uno de los dos tenía que romper el hielo, y fue entonces cuando el primero se animó:
-¡Queridos compañeros latinoamericanos!
-Yo soy argentino- dijo el otro gato.
-Bah; es lo mismo, hombre.
-No soy un hombre. Soy un gato de diecinueve años.
-Está bien, pero todos estamos en Latinoamérica. ¿O no?
-Yo estoy todo el tiempo en las nubes.
-Ésa es tu cabeza, que anda volando, ¿pero también andás en las nubes?
-Sí. Yo también.
Se oyó un golpeteo de espineles en la puerta de la caverna. Los gatos se levantaron y fueron a ver qué había del otro lado. Al asomarse, vieron a don Ciencia llevando a cabo un experimento para demoler rocas con la mente, ¡y funcionó! Por milagro o por coincidencia, la salida que tanto buscaban ya se encontraba a su alcance, luego de que la roca que tapaba la salida se desmoronara.
Los dos gatos le dieron las gracias a don Ciencia y se subieron al lomo de una abeja con pedales. Surcaron el aire a todo vapor gracias a la miel, que le brindaba energía, y aterrizaron en una nube. Tras esto, tomaron un té con el fantasma de María Elena Walsh y continuaron su camino.
-¿A dónde vamos?- dijo Tobías, el gato de diecinueve.
-Adonde haya gente con buena ortografía- le contestó Mariana.
-¿Y la gramática?
-Es lo mismo, man.
-No soy un hombre. Soy un gato de diecinueve años.
-Y yo soy una gata de diecisiete. ¿Te parece si nos bajamos acá? Casi no queda té, y la miel se acabó hace rato.
El gato aceptó. Bajaron, tomaron mate de leche y se pusieron a conversar sobre la vida, y así fue como el alba los atrapó en su red de memoria, atándolos al sufrimiento de este mundo. No era para menos, listos como eran desde siempre, pero gracias a esa misma inteligencia idearon un plan para escapar de la conciencia. Como no tenían té ni miel, cargaron con mate en el tanque de la abeja para ver si servía como combustible y salieron disparados. Comprobaron, entonces, que su experiencia fue más que exitosa. Volaron a velocidades increíbles hasta que la abeja se convirtió en mosca y aterrizaron sobre un par de anteojos.
El lugar, por sí mismo, no era incómodo para aterrizar, pero, por culpa del aumento de los lentes, el sol casi los cocina, y así hubiera ocurrido si no fuera por los ágiles reflejos del insecto, el cual, apenas tocó la superficie, se apartó rápidamente y los salvó de la tragedia.
Repuestos del accidentado arribo, atracaron en el litoral argentino y le cargaron unos tererés a la mosca. A todo esto, ya había transcurrido un día completo, pero los gatos ni siquiera lo habían notado. Cuando se bajaron nuevamente -esta vez en el aeropuerto de Ezeiza-, contrataron a un traductor y viajaron hacia Londres, Inglaterra. Allí, se encontraron con un topo delante de una montaña, y, al verlo, se quedaron paralizados. El topo miró la montaña durante algunos segundos, y al cabo de éstos se decidió a cavar. Cavó y cavó hasta que los tapó con rocas, dio media vuelta y se fue. Entonces, la gata, rompiendo el silencio por segunda vez, exclamó:
-¡Queridos compañeros de Latinoamérica!
-Yo soy argentino- le contestó su compañero.
-Es lo mismo, hombre.
-No soy un hombre. Soy un gato de diecinueve años.
-¿Otra vez lo mismo?
-Esto es un ciclo -remató Tobías-. Si no te acostumbrás, sos historia (y si lo hacés también, pero de otra manera).
Don Ciencia, una vez más, les abrió camino con su mente. Le agradecieron el favor y se perdieron en el cielo, volando en una abeja con pedales. Ni la angustia los volvería a atrapar.