Revolución
8. Un asunto de caballeros
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8. Un asunto de caballeros
Centinelas, rejas y más centinelas. Ecos sucesivos de llaves, puertas y cancelas. El corredor de la prisión de Santiago Tlatelolco parecía una prolongada carrera de obstáculos, y al término se abría un patio irregular de zócalo de almagre y muros encalados, insólitamente limpio. Por él, solitario, en mangas de camisa y tirantes, sin sombrero y con las manos cruzadas a la espalda, paseaba Francisco Villa.
—No parece el mismo —susurró Diana Palmer.
Era cierto, comprobó Martín mientras se acercaban. El jefe guerrillero estaba demacrado y su aspecto era de abatimiento. Se veía mal afeitado y el pelo crespo, demasiado revuelto, necesitaba un buen corte. Miraba con curiosidad a sus visitantes, cual si tardara en identificarlos. Al fin, el espeso bigote se torció en una sonrisa.
—En la madre —dijo.
No les había sido fácil llegar hasta allí, y para conseguirlo habían unido sus esfuerzos. La norteamericana, por interés profesional en obtener una entrevista; Martín, por razones que ni él mismo alcanzaba a poner en claro. Curiosidad, quizá. También, posiblemente, efectos de la antigua simpatía fraguada en Juárez, animada por el encuentro reciente con Genovevo Garza. Incluso la búsqueda de respuestas a preguntas que se hacía desde tiempo atrás. O todo a la vez.
Conversaron tranquilos, sin más vigilancia que dos guardianes que observaban de lejos. Paseando de un lado a otro del patio, donde se alternaban sol y sombra. Martín transmitió a Villa el saludo de Genovevo Garza, que el prisionero acogió sin aparente emoción. Casi con indiferencia.
—Vaya… ¿Lo vio usté a mi compadre, y está güeno?
—Podría estar peor, mi general.
Chasqueó la lengua el otro.
—No me tantee, amiguito. Aquí sólo soy el preso Francisco Villa.
Diana Palmer traía preparadas preguntas sobre su situación, el fin de la campaña militar contra Orozco y la coyuntura política en general. Respondió Villa insólitamente escueto, incluso prudente. Lejos de su habitual aplomo, ajeno a la insolencia que lo caracterizaba, parecía no querer comprometerse, sobre todo cuando la norteamericana preguntó por su proceso judicial, que seguía adelante, y la falta de interés que por él manifestaba el presidente Madero.
—No sé qué decirle a eso, señora, afigúrese. Según y cómo.
—Pero el señor presidente sigue sin intervenir en su favor. ¿No le sorprende?
—Don Panchito tiene sus razones y sus compromisos. Le pesa el cargo, pero sé que me aprecia y no me dejará seguir en esta injusticia.
—¿Y qué opina usted de Victoriano Huerta?
—Quesque cada cual tiene sus cosas, ¿no?… Al señor general lo veo muy engañado sobre mí.
Todos sus comentarios eran de esa índole, evasivos. Escuchaba Martín con atención, sin despegar los labios. El tono del prisionero parecía pacífico y resignado, cauto, casi sumiso; pero lo había visto en campaña y conversado con él más tarde, en la calle Plateros, antes de que Villa regresara, a petición del propio Madero, al servicio activo. Creía conocerlo un poco, y algo no encajaba en todo aquello. Se removían sus sospechas cuando el antiguo guerrillero alzaba la vista del suelo —solía responder a la periodista con la cabeza baja y viéndose los zapatos— y por un instante sus ojos encontraban los de Martín. Pues cada vez, un relampaguear recóndito, un destello fugaz de burla y cólera contenida, asomaba a los duros ojos de color café.
Al terminar la entrevista, Villa sonrió cortés a Diana Palmer mientras señalaba con un dedo a Martín.
—¿No le importa dejarme solo, tantito, con el ingeniero?
Lo cogió del brazo y se lo llevó aparte, a un ángulo del patio. Miraba de reojo a la periodista y a los dos guardianes que observaban desde el otro lado. Bajó la voz.
—¿Cómo vio a mi gente allá en Parral, amiguito?
—No es su mejor momento —se sinceró Martín—. Bajos de moral y abandonados.
Torcía el gesto el antiguo guerrillero.
—Los dejan pudrirse, ¿que no?
—Ésa es mi impresión. Desconfían de ellos.
—Y los desprecian —siseaba Villa entre dientes, amargo—. Como a mí… ¡Unos hombres así, fogueados en tantos combates!… La mejor gente de México.
Contempló su propia sombra en el suelo: compacta, achaparrada por la posición del sol. Escupió un salivazo que acertó en mitad de ella, preciso como un disparo.
—Ese perro de Huerta nos la tiene jurada a mí y a los míos. No quiere que naide le discuta, que naide le quite lugar.
Suspiró hondo y miró a Martín.
—Miedo es lo que me tiene ese indio culero… Por eso quiso afusilarme, pero no lo dejaron.
—Lo que no entiendo, mi general, es por qué el presidente tolera esto.
—Don Panchito es un buen hombre —alzaba Villa una mano exculpatoria—. No es culpa suya. Son los cuervos que picotean carroña a su alrededor, que no lo dejan.
—Aun así. Madero le debe mucho a usted.
—La verdá pelona es que sí, que me debe… Ni siquiera me enchilé cuando tomamos Ciudad Juárez y prefirió a Orozco y su cabeza fría antes que a mí. A dónde voy con ese campesino bandolero, debió de pensar, y con razón. Con ese salvaje. Por eso me retiraron, y yo me dejé.
—Pero el presidente lo llamó después para consultas…
—Es verdá. Cuando Orozco empezó a sacudir el cascabel, don Panchito me hizo venir pa pedirme consejos y se los di con lealtá… Ahí nos encontramos usté y yo, ¿que no se acuerda?
—Pues claro. Fue una sorpresa y una alegría.
—Yo estaba en mi rancho de San Andrés, alejado de todo. Hasta aprendí a tocar la guitarra, afigúrese. Puede que fuera el tiempo más feliz de mi vida. Volví a las armas porque el señor presidente lo pidió en persona, y ora vea cómo le caigo en la punta de los güevos.
Se rascaba el mentón, abatido. Alzó de pronto la cabeza.
—Me enamoré de la democracia, ¿qué le parece?… Pero es una mujer que paga mal.
Al otro lado del patio, Diana Palmer conversaba con los guardias, tomando notas. De vez en cuando dirigía miradas impacientes a Martín y al prisionero, pero éste no parecía tener prisa. Volvió a agarrar al joven por un brazo.
—Casi me ajustician esos malagradecidos —murmuró, lúgubre—. Ni yegua robada, ni órdenes que no cumplí, ni qué chingados. Aventado el traidor Orozco, el general Huerta quería sacarme a mí de la baraja… Con aquellos seis rifles apuntando, me vi a dos dedos de la tiznada. Si no es porque se avivó el hermano del presidente, allí me tumban.
—No comprendo la pasividad de Madero.
—Pos yo tampoco, oiga, ni mucho ni poco. Pero ya ve. Creí que me jalaría pronto de esta chingadera, que pa eso es presidente de la nación.
—Sin duda no lo dejan.
—O no quiere. Todos los que antes estaban calladitos bajo la tiranía de Porfirio Díaz, ora que hay libertá gallean de revolucionarios y calumnian a los que de verdá peleamos… Y don Panchito, pos ya ve. O es, o se hace.
Había mantenido hasta ese momento sujeto a Martín por el brazo. Lo soltó, con un suspiro abatido.
—Aquí me lleva el diablo —añadió—. Estar en prisión es peor que estar muerto. Lo único güeno es que aprovecho pa aprender a leer mejor y a escribir… Me enseña otro preso, uno de Morelos, zapatista. No puedo ser un animal toda la vida.
Seguían lejos de la norteamericana y los guardias, pero aun así Villa bajó más la voz.
—¿Piensa volver a Parral?
—No lo tengo previsto.
Miraba el mexicano a Martín con renovada atención, estudiándole la cara. O los adentros, dedujo éste, intrigado. Al fin pareció decidirse.
—Con todo y eso, ¿podría comunicarse con mi compadre Genovevo Garza?
Lo consideraba el joven.
—Puedo intentarlo —concluyó.
—Algo discreto, ya me entiende. Entre yo, usté y él.
—¿Y qué quiere que le diga?
El ex guerrillero bajó todavía más la voz.
—Que las aves nunca anidan en el mesmo sitio. Que emigran, o se trasponen, o como se diga. Y que en esta época echan a volar —guiñó un ojo, cómplice—. ¿Me sigue?
—Creo que sí.
—Pos güeno, dígale también que cuando los pajaritos levantan el vuelo, se van pal norte. Y lo natural es que se junten todos al otro lado del río Bravo. Allá por el rumbo de El Paso, Texas.
Lo pensó Martín un momento más.
—Comprendo —asintió al fin.
—Sí… Sé que comprende.
De pronto, Pancho Villa pareció transformarse en otro hombre. Su súbita sonrisa, taimada y tranquila, recordaba la de un puma que se acercara despacio a una presa indefensa. Golpeó amistoso un hombro de Martín y, soltando una carcajada intensa, feliz, casi brutal, miró un instante a sus guardianes y luego, con los ojos cerrados como buscando la caricia del sol, alzó el rostro hacia el cielo azul.
En casa de los Laredo habían terminado el café y el chocolate. En un fonógrafo Victor sonaba la voz de Caruso cantando Amor ti vieta. A través de las ventanas abiertas a las bugambilias del patio, una brisa crepuscular movía suavemente los visillos del salón, junto a la mesa donde jugaban a la brisca doña Eulalia y las hermanas Zugasti.
—El palo es copas.
—Pues qué bien… Abro con un cuatro.
—Ay, por Dios. No tengo copas.
—Pues roba, hija mía.
Martín y Yunuen estaban sentados en un sofá. Tenía ella sobre los hombros un rebozo de blonda, un bello chal español. Leía en voz alta, con voz conmovida, unos versos de El tren expreso:
Mi carta, que es feliz pues va a buscaros,
cuenta os dará de la memoria mía.
Aquel fantasma soy, que, por gustaros,
juró estar viva a vuestro lado un día…
Se detuvo y miró a Martín. De repente tenía los ojos húmedos, y eso suscitó en él una súbita ternura.
—Siempre me paro aquí —dijo ella, dejando el libro abierto en el regazo—. Me emociono y soy incapaz de seguir.
—Es realmente muy bonito —comentó Martín.
Movía la joven la cabeza, casi con inocencia.
—Es más que eso. Una estación vacía, la carta y el tren que sigue su camino —vaciló, buscando las palabras—. Es triste como…
—¿Como la vida?
—No seas bobo. La vida no es triste. Es hermosa.
Los ojos azul cuarzo estaban húmedos todavía. Señaló Martín el libro.
—Hasta que deja de serlo.
—Siempre tan racional —lo reconvino ella—. Eres enfadosamente racional.
—Te equivocas, amiga mía… Ojalá fuese todo lo racional que debería ser.
Ajenas a la conversación, la tía y las amigas seguían jugando. La voz de Caruso y la luz declinante impregnaban el salón de melancolía. Cerró Yunuen el libro y miró a Martín muy seria.
—No te quedarás en México, ¿verdad?
Lo dijo inesperadamente, y no era del todo una pregunta. Hizo el joven un ademán evasivo.
—No sabría decirte… Durante algún tiempo sí, desde luego.
—¿Y después?
—Aún falta mucho para después.
—No. Nunca falta mucho para nada.
Adelantaba el mentón, convencida. Firme.
—Mi papá habló de ti hace dos días —añadió—. Le preocupa tu situación.
Se recostó Martín en el sofá, sorprendido, cruzando las piernas.
—¿Y cuál es mi situación?
—Dice que tu relación con la gente del gobierno puede perjudicarte si las cosas cambian.
—¿Espera tu padre que cambien?
—Se habla, ya sabes. Hay rumores. Inquietud.
El tono de él se volvió seco. De pronto se sentía incómodo.
—No quisiera comprometeros entonces, con mis visitas.
—No digas tonterías, por favor. No comprometes a nadie. Nos preocupamos por ti, no por nosotros… Mi papá está bien relacionado con quien debe estarlo.
Había terminado Caruso. Se levantó Martín.
—Pon algo más alegre, por favor —pidió ella.
—No tengo buen gusto en música.
—Da igual. Lo que quieras.
En la mesa, junto al gramófono, había varios discos. Eligiendo al azar, sacó de su funda uno de Nelia Melba y lo puso con mucho cuidado bajo la aguja, tras hacer girar la manivela. Mientras volvía junto a Yunuen sonaron los primeros acordes de la Gilda de Rigoletto.
—A lo que me refería —dijo la joven cuando él se sentó de nuevo— es a que tal vez no puedas quedarte mucho tiempo en México… A la posibilidad de que te marches.
—¿Y eso preocupa a tu padre?
—Me preocupa a mí.
Lo dijo en voz baja, con dulzura. Miraba hacia la mesa donde jugaban su tía y las Zugasti. Martín se sintió audaz.
—¿Vendrías a España, Yunuen?
—¿Quieres decir en caso de…?
Rozó él con los dedos, ligeramente, la mano delicada de la joven.
—Sí, claro. En caso de.
Ella seguía mirando hacia la mesa donde jugaban.
—No lo sé.
Tras decir eso retiró la mano muy despacio, hasta colocarla sobre el libro cerrado.
—Temo encontrarme en una estación vacía —murmuró después de un momento.
Se irguió Martín, solemne.
—Jamás, mientras yo viva.
Yunuen lo miró por fin. El mineral claro de sus ojos parecía empañado.
—¿Estás seguro, Martín? ¿Eres capaz de asegurármelo?
—Bueno, mi vida…
—A eso precisamente me refiero —no había un ápice de juventud en cómo ella lo miraba ahora—. A tu vida.
No supo él qué decir. Se sentía cual si de repente se moviese a ciegas por un lugar oscuro. Era una sensación de pérdida inminente, irreparable. Una premonición sombría. Respiró hondo, queriendo disiparla.
—Te observo cada vez que miras los periódicos, o las revistas ilustradas —prosiguió Yunuen—. Cada vez que alguien comenta la situación en el norte o en el sur… Nunca hablas de ello, pero yo te miro y veo cosas.
—¿Qué cosas?
—No sabría explicártelo, porque no tengo experiencia. Sólo son intuiciones. Te veo llegar, saludar a mi tía, a mi padre y a nuestros amigos, comportarte como el chico bien educado que eres. Tan correcto y simpático como siempre. Tan caballero. Sin embargo…
—¿Sin embargo?
—A veces me haces pensar que hay hombres que no pertenecen al grupo al que parecen pertenecer.
—¿Y eso qué significa?
—No sé qué significa, pero intuyo en qué termina… Lo he dicho antes: estaciones vacías. Y me da miedo.
Siguió un silencio largo. Ella había puesto a un lado el libro y miraba el declinar de la luz en las ventanas. Una de las Zugasti propuso encender un quinqué.
—¿Y Jacinto Córdova? —dijo Martín—. ¿A qué grupo pertenece él?
—Oh, con Chinto es diferente. Lo suyo está claro. Se trata de un militar, y todo en él encaja. Es transparente, ¿no crees? Incluso previsible… La única sorpresa sería que lo mataran en una de esas batallas.
—Está enamorado de ti.
—Sí, puede ser. La cuestión es si estás enamorado tú.
—Sabes perfectamente…
Alzó Yunuen una mano, como si fuese a poner los dedos en la boca de él para silenciarlo; pero dejó a medias el ademán.
—No. Yo no sé nada.
Fueron un otoño y un comienzo de invierno inciertos. Pacificado el norte tras la huida del insurgente Orozco a los Estados Unidos, la Norteña reabrió las explotaciones y Martín alternó viajes a las minas con su trabajo en la capital. Pero la situación política empeoraba. A través de su embajada, el gobierno estadounidense dirigía una campaña de desprestigio que ponía en entredicho la precaria autoridad de Francisco Madero. El sur continuaba en manos de los campesinos de Emiliano Zapata y los partidarios del antiguo régimen seguían conspirando. En Veracruz, el general Félix Díaz se alzó en armas: fracasada su rebelión, condenado a muerte, el presidente Madero había conmutado la sentencia. Antes que medida de gracia, aquello se interpretó como debilidad. El único sostén del gobierno era el ejército federal, del que el hombre más influyente era el general Huerta.
—A mí me gusta Huerta —dijo Diana Palmer—. En la entrevista que le hice estuvo comedido y amable… Hasta bromeó, cosa que nunca habría creído posible.
Martín y ella terminaban de comer en una de las terrazas del restaurante de Chapultepec: guajolote en jugo de toronja, omelette en surprise de postre y una espléndida vista de las cumbres lejanas del Popocatépetl y el Iztaccíhuatl. Tras una estancia en los Estados Unidos, la periodista estaba de regreso en México, esta vez para la North American Review. Los dos habían vuelto a encontrarse en el hotel Gillow.
—Quizá Huerta sea el hombre providencial que Madero necesita. Sin él…
Se detuvo ahí mientras saboreaba la copa de champaña. Vestía de verde oscuro, correcta y discreta, sin joyas. El cabello recogido bajo un sombrero negro con la pequeña peineta de carey en la nuca apenas suavizaba su rostro anguloso y duro.
—El general es serio e inescrutable —añadió—. Con esa cara de indígena detrás de sus lentes… Aun así, fue amable. No me causó mala impresión.
Tras secarse los labios con la servilleta, la periodista sacó del bolso el paquete de cigarrillos turcos y encendió uno en la boquilla, indiferente a las miradas de censura que las señoras de las mesas próximas le dirigían.
—De todas formas —prosiguió tras un momento—, el militarote le aflora a cada rato. Sobre las elecciones presidenciales dijo algo divertido, que luego pidió no reprodujera en mi artículo: que confiar a trece millones de indios analfabetos la elección de un presidente es como pedir a una clase de escolares que elijan a su profesor.
Sonrió Martín para disimular su desagrado.
—¿Eso dijo?
—Tal cual. Y aún añadió algo mejor. Estaba locuaz, el general… Lo otro fue que hay quien piensa, equivocadamente, que la revolución consiste en que muchos que no saben leer ni escribir se adueñen de las propiedades de los pocos que sí saben leer y escribir.
—Como frase, es ingeniosa —volvió a sonreír Martín con reticencia—. ¿También pidió que no la publicara?
—Ahí no dijo nada, pero es igual. Pienso escribir una cosa y otra… Todo.
—Se enfadará.
—Qué más da. La entrevista ya la hice.
Bebió el joven un sorbo de champaña.
—Aun así, usted aprueba a Huerta.
—Un poco. ¿Y sabe por qué?… Porque es hombre decidido, con las cosas claras. En este México tan ambiguo en política, se agradece.
—Pero su lealtad al presidente…
—Oh, está fuera de duda. Insistió mucho. Soy militar, dijo, y eso me ata al deber. Vida y espada al servicio de la patria, etcétera. Y añadió otros etcéteras.
Se quedó callada, aspirando el humo. Entre las flores moradas, más allá de los viejos ahuehuetes y cipreses, sonaba la banda de música que tocaba abajo, en el templete del parque.
—También habló mal de los españoles: no le son ustedes simpáticos. Los tolera porque poseen negocios, dinero e influencia. Pero su lado indígena los mira de través.
Terminó Martín la copa de champaña e hizo un gesto negativo al camarero que se acercaba a sacar la botella del cubo de hielo.
—En eso, como muchos mexicanos, Huerta es injusto —opinó—. Gran parte de lo que se ha hecho de bueno lo hicieron los españoles. Incluso a pesar de las antiguas crueldades y la codicia actual.
—Tiene razón —admitió Diana—. A diferencia de ustedes, los norteamericanos sólo hemos venido a saquear… No dejamos catedrales ni universidades, ni nada a cambio de cuanto arrebatamos en territorios, ni de los tesoros que nos llevamos en barcos y trenes —miró hacia la entrada, donde acababa de aparecer un pequeño grupo de personas—. Ah, mire… Ahí está su embajador.
Observó Martín al ministro de España, Bernardo Cólogan: un caballero alto y seco, de aspecto distinguido, calvo y con barba blanca. Uno de sus acompañantes era Paco Tojeira, que saludó de lejos, agitando una mano.
—Entrevisté a Cólogan en Pekín, después de aquellos cincuenta y cinco días de revuelta de los bóxers —comentó Diana—. Es un hombre educado y enérgico… ¿Lo ha tratado usted?
—Muy poco —sonrió el joven—. Mis antecedentes villistas no me hacen grato en la embajada.
—No me sorprende.
—Cólogan no es muy maderista, que digamos… ¿Es cierto que se lleva bien con su colega norteamericano?
Frunció Diana los labios.
—Demasiado, para mi gusto.
—¿Y es verdad que Washington piensa en Huerta para un posible reemplazo?
Miraba ella humear su cigarrillo.
—Más que Washington, yo diría nuestro embajador —dijo tras un momento—. Y ése ya no me cae tan bien, aunque sea compatriota mío. Henry Lane Wilson es un conspirador tan retorcido que podría esconderse detrás de una escalera de caracol.
Se quedó callada. Miraba los distantes volcanes, cuyas cumbres parecían flotar sobre un lecho cada vez más espeso de nubes bajas.
—No me gusta, Martín —exclamó de pronto—. Amo a mi país, pero no me gusta lo que los estadounidenses hacemos con México.
Asintió el joven mientras pedía la cuenta. Se acercó el maître, obsequioso, con la nota en una pequeña charola de plata.
—Suena interesante, dicho por una gringa.
—Pero es verdad —protestó Diana—. Por nuestro afán de que no haya nada sólido entre la frontera y Panamá, nos empeñamos en sabotear a un pueblo que empieza a tener conciencia de sí mismo. Que desea convertirse en nación.
—¿Y cree que eso ocurrirá alguna vez?
—No lo sé. Temo que nunca suceda porque nosotros, los del norte, estamos decididos a ahogar siempre sus intentos.
—¿Teme?
—Sí. Me gusta esta gente, como a usted. Y ojalá su amor no lo pague caro, señor español.
Guardaba Martín la billetera. Miró a la mujer, suspicaz.
—¿Por qué habría yo de pagarlo caro?
—Tampoco sé decirle. Soplan aires siniestros, ¿no cree?… Aires que dan frío.
Era media tarde. Trabajaba Martín en su habitación cuando un mozo llamó a la puerta. Traía una tarjeta de visita de Jacinto Córdova con las palabras escritas: Necesito que nos veamos. Asunto de caballeros.
—¿Está abajo? —preguntó, sorprendido.
—Sí, señor. Espera en el salón.
Se puso un cuello de camisa, una corbata y una chaqueta, y bajó al vestíbulo. Córdova estaba sentado en una de las butacas de cuero rojo, cerca del mostrador atendido por un camarero. Ya no llevaba el brazo en cabestrillo. Vestía de paisano con un terno gris bien cortado que acentuaba la delgadez de su figura; y tenía al lado, sobre la mesa auxiliar y junto al sombrero, una copa vacía. Se levantó al acercarse Martín, y cuando se estrecharon la mano comprobó éste que el militar olía vagamente a alcohol.
—¿De qué se trata? —quiso saber el joven.
Torcía el mexicano el bigote en una sonrisa al mismo tiempo amistosa y distante. Casi distraída, pensó Martín.
—Tengo que incorporarme a mi regimiento. Me voy al sur.
—Vaya… No sé si felicitarlo o lamentarlo.
—Felicíteme. Es mi oficio.
—¿Cuándo se marcha?
—Pasado mañana. A Morelos.
—Le deseo suerte. Es una guerra sucia.
—Sí, lo es.
Se quedaron callados mirándose, aún de pie uno ante el otro.
—Es muy amable al venir a despedirse —aventuró Martín.
Asentía lento el mexicano. Cual si estuviera pensando en otras cosas.
—No quería irme sin tener una conversación con usted —dijo.
Se sorprendió Martín.
—¿Qué clase de conversación?
—Lo escribí en mi tarjeta —ahora Córdova sonreía de un modo indefinido—. Entre caballeros.
—Estoy a su disposición.
—Sería bueno que diésemos un paseo… ¿Quiere subir por un sombrero, o ropa de más abrigo?
Sintió Martín un vacío repentino en el estómago y un hormigueo en las ingles. El mexicano seguía sonriendo, y él comprendió que esa extraña sonrisa, unida al olor a alcohol, sólo admitía un sí.
—No es necesario. Vamos.
Salieron del hotel. El sol declinaba tras los viejos edificios coloniales, dejando en sombra el bullicio de las calles. Las voces de los transeúntes se mezclaban con el ruido de cascos de caballerías. En las esquinas de 5 de Mayo y Tacuba humeaban puestos de tacos y de elotes. Frente a las vitrinas de los comercios, las aceras estaban ocupadas por indios en calzón de manta y sombrero de palma, mujeres humildes con rebozos sobre la cabeza y niños a cuestas, burgueses bien vestidos y señoras elegantes. Todo México parecía representado allí.
—¿Cuáles son sus intenciones respecto a Yunuen?
Tardó Martín en responder, desconcertado por la pregunta.
—Mis intenciones son cosa mía —replicó.
—En ese punto discrepamos. Creo que también son asunto mío. De ellas depende en parte mi futuro.
Tras decir eso, Córdova se echó a reír con una risa nueva, sesgada.
—Suena absurdo, ¿verdad?… Un oficial a punto de entrar en campaña, hablando de futuro.
—Usted no tiene derechos sobre Yunuen —replicó Martín con serenidad.
—Por supuesto. Ni usted tampoco. Será ella, si se decide, quien otorgue el derecho a uno o a otro.
—No sé a dónde pretende llegar.
—¿No lo sabe?… Mire, tengo la impresión de que tampoco es del todo claro en ese asunto —se inclinó hacia él, adoptando un aire confidencial—. ¿Desea casarse con ella, o no?
—Supongo que sí.
—¿Supone?… Eso suena feo, amigo mío.
Habían llegado a la calle Donceles, donde las fachadas se prolongaban llenas de librerías. Dudaba Martín en busca de las palabras adecuadas.
—Creo que me gustaría hacerla mi esposa —repuso.
—¿Cree?
—Eso he dicho.
Arrugaba Córdova el ceño bajo el ala del sombrero.
—Detecto poca certeza, si me permite la observación.
—En cuanto a certezas, estoy confuso —admitió Martín.
—¿Por sus propios sentimientos?
—Y por los de ella.
Permaneció un rato callado el mexicano. Se había detenido ante un mostrador y miraba distraído los títulos.
—Le agradezco la sinceridad, y permítame serlo también —mientras hablaba, sacó del bolsillo interior de la chaqueta una bonita cigarrera de piel—. Porque yo sí quiero casarme con Yunuen… En contra tengo su presencia, naturalmente. La de usted. Los españoles siguen beneficiándose en México de un cierto halo romántico, superior, que proviene de la Conquista. Además es joven, simpático y apuesto. Un muchacho agradable.
Ofreció la cigarrera a Martín, que negó con la cabeza. Después se puso en la boca un cigarro largo y estrecho.
—En contra tiene que es extranjero y que un día se irá de aquí —encendió el cigarro tras rascar un fósforo en la pared, inclinada la cabeza y protegiendo la llama en el hueco de las manos—. Si la desposara, ella tendría que seguirlo, lejos. A donde usted fuera.
Calló un momento mientras tocaba un par de libros al azar, sin fijarse en ellos.
—Mis ventajas son de otra clase —continuó al fin—. Estoy bien educado, tampoco soy mal parecido, y el uniforme, cuando lo llevo, me da un aire marcial que suele agradar a las señoras… Mi carrera profesional va bien y tengo cierto dinero de familia. Algo que ofrecer a una mujer como ella. Estoy bien relacionado, y si no me matan en campaña es posible que llegue a general.
Se detuvo para aspirar el humo.
—Me voy pasado mañana, le digo —concluyó—. Y me gustaría irme con ciertas cosas claras.
El tono era desapasionado. Neutro. Sin embargo, aquella aparente frialdad acentuaba su impertinencia. Se debatía Martín entre la curiosidad y la irritación.
—Pues acláremelas a mí, ya que andamos en eso.
Se golpeó Córdova dos veces el pecho, a modo de contrición.
—Claro, claro… A eso vine.
Volvió a chupar el cigarro antes de encogerse de hombros.
—Usted me gusta. No podemos hablar de amistad, pero me gusta. Y no sólo por su leyenda de Ciudad Juárez.
Recorrieron la calle y al final torcieron a la izquierda. Bajo un gran anuncio de cerveza Moctezuma, dos guardias a caballo observaban a los transeúntes: llevaban gorras con barbiquejo sobre el mentón, botas altas y sables colgando en el flanco de sus monturas. Pasó, petardeando ruidoso, un automóvil que se abría camino a bocinazos. Dejaba atrás un olor a gasolina quemada que se unió al de estiércol de caballerías.
—No quiero dejarlo aquí, con las manos libres, mientras me voy al sur.
Dio una última chupada y dejó caer la colilla. Un mendigo de pies descalzos, que estaba acurrucado en la acera, se apresuró a cogerla.
—Quiero resolver esto —añadió tras un momento.
—¿Y cómo piensa hacerlo?
Habían llegado a las proximidades de Santo Domingo. El cielo, salpicado de nubes, era una paleta difusa de dorados y nácares. Córdova se echó atrás el puño de la camisa y miró el reloj de pulsera.
—A esta hora abre el cabaret de la calle Cuauhtemotzin… ¿Ha estado alguna vez?
—Nunca.
—El gobierno quiere trasladar allí las casas de asignación, ya sabe. Los burdeles. Protestan los vecinos, pero el lugar empieza a ponerse de moda… ¿De verdad no ha estado allí?
—No.
—Pues lo invito. Hay un local recién abierto, el Trianón, que vale la pena.
Dudó Martín bajo la mirada del otro, que parecía atento a su reacción como quien aguarda la siguiente fase de un experimento. Sentía el joven deseos de negarse, y la prudencia, o el instinto, lo aconsejaban. Sin embargo, aquella fijeza oscura, pétrea, de Jacinto Córdova tenía mucho de provocación. Incluso desafío. Recordó entonces algo que había oído decir al mayor Garza en Ciudad Juárez: «La cosa es averiguar de qué cuero salen más correas». No era una mala forma de expresarlo, en realidad. Tan mexicano todo. Casi una caricatura. Sintió ganas de reír. Un súbito ramalazo de orgullo lo hacía sentirse audaz.
—Bien —replicó—. Vamos.
Aún lo estudió Córdova un momento más, cual si calibrase la solidez de la respuesta. Al fin hizo una seña a un coche de los que aguardaban estacionados ante el antiguo edificio de la Inquisición. Subieron, arreó el cochero el caballo y bajaron hacia el Zócalo. Al pasar ante el Monte de Piedad, el militar sacó del bolsillo una estrecha petaca de plata.
—¿Le apetece un trago? —desenroscaba el tapón—. Es coñac francés. Un magnífico Hennessy.
—No, por ahora. Gracias.
Bebió el otro, chasqueó la lengua complacido y guardó la petaca. Observaba a Martín con curiosidad.
—¿Va usted armado? —se interesó de pronto.
—No.
—Suele llevar un pequeño revólver, ¿verdad? —sonrió con aire divertido—. Una precaución adecuada en los tiempos que corren. Sobre todo allí a donde vamos.
—Creí que era sólo una charla de salón.
—Oh, sí. Por supuesto.
Miraba Córdova la calle con aparente indiferencia. Tras un momento se palmeó la cintura, bajo la chaqueta.
—Yo sí llevo, no se preocupe. Estamos protegidos.
El cabaret Trianón era un viejo teatro de barrio: una nave larga, estrecha, que conservaba los palcos a los lados, con barandillas de hierro y cortinajes de terciopelo rojo. Tenía pretensiones de elegancia y los camareros eran correctos. Nave y palcos estaban ocupados por mesas y al fondo había un escenario donde media docena de vicetiples coreaba canciones traducidas del francés. El ambiente estaba cargado de humo de tabaco. Había mujeres alternando con clientes y en los entreactos sonaban risas, rumor de conversaciones y taponazos de botellas. El plato fuerte en el escenario era Nena Dupont, una rubia de voz aguda y formas opulentas que se anunciaba como recién llegada del Folies Bergère:
Un mal hombre fue la causa
de mi perdición primera,
y también de la segunda
y también de la tercera…
Ocupaban Martín y Jacinto Córdova la mesa de un palco, con una botella de Cook’s Imperial, ya casi vacía, metida en una cubeta con hielo. El champaña era norteamericano, de mala calidad y embotellado en Missouri, pero a Córdova no parecía importarle su filiación. Casi toda la botella la había despachado él.
—Yunuen —dijo inesperadamente.
No habían vuelto a nombrarla desde que subieron al coche. Martín, que escuchaba cantar a la Dupont, se volvió despacio a mirarlo. Nada en el militar revelaba el alcohol ingerido: el pulso con que se llevaba la copa a los labios era firme, los ojos permanecían serenos y el bigote se torcía en una sonrisa educada, un punto distante.
—No hay mucho más que decir sobre ella —respondió Martín.
—Yo creo que sí. Lo que cambia, tal vez, es la manera de decirlo.
—No lo entiendo, disculpe.
—Hay una frase que oí una vez en una obra de teatro antiguo español, una de Lope de Vega o Calderón, no recuerdo bien: Callen barbas y hablen cartas.
—Sigo sin entenderlo.
—¿De veras?
—Sí. De veras.
—Hay otra cosa que me gusta de usted, Martín. Tiene una biografía interesante, ¿no es cierto?… Es un joven de mundo, con el aplomo adecuado. Y sin embargo, conserva… ¿Cómo diría?
Se quedó pensando, dubitativo. Al cabo enarcó las cejas.
—Inocencia, eso es. Conserva cierta inocencia.
Cogió la botella y vertió lo que quedaba en la copa de Martín y luego en la suya, que alzó un poco sin mirar a nadie, cual si lo hiciera sólo para sí mismo.
—Creo que lo he dicho —añadió tras un momento—. No puedo dejarlo atrás. Hay un principio militar básico, ¿comprende?… No tolerar nunca a la espalda bolsas de resistencia enemiga.
—Yo no soy su enemigo.
—Oh, se equivoca. Lo es. No deje que lo engañe el champaña. Ni mi sonrisa.
—Si algo no engaña a nadie es su sonrisa.
—Ya lo dije antes, me gusta usted. Es un hombre listo.
Se recostaba en la silla, malicioso. Alzó de pronto un dedo como si cayese en algo.
—¿Recuerda la historia de mi padre y su compadre?
—Perfectamente.
—A mi juicio fue excesiva. Agarrados de la mano y a quemarropa, ninguno tenía la menor posibilidad.
—¿Me está proponiendo un duelo?
No respondió Córdova en seguida. Apuró despacio lo que le quedaba de champaña y depositó la copa en la mesa.
—Hay cosas que los hombres que se visten por los pies deben resolver como es debido. Dos mil años de civilización no han conseguido hallar otra manera.
—Eso es una estupidez.
—Quizá. Pero hay estupideces que los hombres que se visten por los…
Hizo ademán Martín de levantarse, exasperado. Harto de aquello.
—Váyase al diablo.
Lo agarraba Córdova por la manga, con firmeza. Ya no sonreía.
—Usted no va a irse, por dos razones —dijo con mucha calma—. Una es que puedo ir detrás y matarlo en la calle, como a un perro. La otra es que no creo que sea de los que se dejan.
Desasió el brazo Martín sin que el otro insistiera en retenerlo.
—¿Y si así fuera?
—Bajaría mucho en mi consideración. Lamentaría haberme equivocado con usted.
—O sea, para que me respete debo fajarme a tiros.
—Más o menos.
—Ha bebido mucho hoy.
—No se preocupe por eso. Soy un excelente tirador, y tomar no me altera el pulso… Por lo demás, usted no es hombre de armas, pese a lo de Juárez. Puede que el alcohol que llevo en el cuerpo equilibre más el asunto.
—No llevo con qué.
El mexicano encendía su último cigarro. Hizo un ademán semicircular, abarcando el salón.
—Estoy seguro de que, en un lugar como éste, no faltará quien nos preste la herramienta adecuada.
—Se ha vuelto loco.
—No, en absoluto. Usted sabe que no… Sólo soy mexicano.
—¿Y qué propone? ¿Hacerlo aquí mismo?
Arqueaba Córdova los labios en un gesto de repugnancia.
—Ah, no —protestó—. Sería una falta de consideración robarle protagonismo a Nena Dupont. La idea es salir afuera —indicó la puerta con el cigarro—. Ya vio la calle: ancha, mal iluminada, con alguna puta callejeando en la esquina con Bolívar. A cinco o seis pasos apenas nos veremos, y eso deja un buen margen al azar. Nos vaciamos los fierros el uno al otro, y a ver qué pasa.
—¿Y si no pasa nada? ¿Y si los dos sobrevivimos?
—Entonces será que no estaba de Dios. Yo iré a matar zapatistas y usted se quedará cerca de Yunuen… Y ya veremos.
Se miraron pensativos durante un rato, sin decir nada, hasta que Martín se llevó la copa a los labios y bebió el resto de champaña, que ya estaba tibio. Para su íntima sorpresa, se hallaba asombrosamente tranquilo. No le parecía ser él quien de verdad estaba allí. De pronto se sentía un absoluto desconocido. Sacó el pañuelo para secarse los labios, lo dobló de nuevo con cuidado y se puso en pie.
—¿Sabe, capitán?…
Lo miraba el otro desde su silla, con cortés curiosidad.
—Jacinto, por favor. Recuerde.
—¿Sabe, capitán?… En España tenemos una frase que se usa mucho: Me tienes hasta los cojones.
—La conozco. ¿Qué hay con ella?
—Que me tiene usted hasta los cojones.
Se quedó Córdova chupando el cigarro con aire incierto, cual si analizara cada una de las palabras que acababa de escuchar. Al fin, con mucha calma, sacó la billetera, llamó al maître y le habló al oído mientras le entregaba un fajo de pesos. Miraba el encargado a Martín, dubitativo. Córdova volvió a hablar y le tendió más dinero hasta que lo vio asentir. Se alejó el otro mientras Córdova, con ademán cortés y sonrisa irónica, se levantaba invitando a Martín a dirigirse a la puerta. Junto al guardarropa los alcanzó el maître, que le pasó discretamente al militar una bolsa de papel de apariencia pesada.
Salieron los dos a la noche. La única luz era un farol cercano a la esquina de la calle Bolívar, en cuya claridad estaban dos mujeres y un hombre que conversaba con ellas. Abrió Córdova la bolsa de papel, sacando de ella una pistola automática grande y negra. Con mano experta, extrajo el cargador y le echó un vistazo.
—Lleva cinco balas —volvió a introducir el cargador—. Mi revólver, seis; pero voy a quitarle una —ofreció el arma a Martín—. Es una Browning… Supongo que sabe manejarla.
No respondió el joven, limitándose a cogerla. Sentía una cólera fatigada, muy fría y tranquila: deseo de terminar de cualquier modo con aquel absurdo. En la palma de su mano, el metal estaba frío.
—¿A siete pasos le parece bien? —propuso Córdova.
Tampoco respondió Martín a eso, y permaneció inmóvil mientras el mexicano se alejaba hasta casi confundirse con las sombras. Las dos mujeres y el hombre seguían quietos junto al farol, observándolos de lejos.
—Mejor con testigos —sonó la voz de Córdova—. Así nadie podrá decir que uno asesinó al otro.
Echó atrás Martín el carro de la pistola y lo soltó, seco. La primera bala se introdujo en la recámara con un chasquido.
—Cuando guste —dijo Córdova—. Tirez vous les premiers, messieurs les français.
Respiró hondo Martín varias veces, reteniendo el aire, y luego alzó el brazo. Se negaba a pensar, manteniendo la mente en blanco. No quería distraerse, ni siquiera con la incertidumbre que se abría a sus pies como un abismo oscuro. Su objetivo era una sombra entre las sombras, y se concentró en ella como si nada más existiese en el mundo. Al apuntar, los latidos de su sangre se transmitían desde el corazón a los tímpanos y al dedo que apretaba el gatillo.
Pam. Pam.
Lo ensordeció el primer disparo y lo cegó el fogonazo. Saltaba la pistola en su mano cual si cobrara vida propia mientras volvía a apuntar y disparaba de nuevo, muy seguido, una y otra vez.
Pam. Pam. Pam.
Olía a lumbre y a pólvora quemada. A siete pasos, la sombra enemiga se punteó de simultáneos resplandores rojizos, y el retumbar de esos disparos llegaba hasta Martín como un eco de los suyos. Oyó pasar cerca, muy rápidos, minúsculos latigazos de plomo, y al fin sintió un golpe —llevaba rato esperándolo— que lo hizo girar sobre sí mismo: un ramalazo violento en la cadera izquierda que le entumeció de pronto el costado y la pierna, derribándolo de espaldas sobre el empedrado.
El dolor tardó poco en llegar, y fue en forma de espasmo súbito, muy agudo. Nunca nada le había dolido así, y eso le arrancó un gemido. Cerró los ojos aún deslumbrados por los fogonazos, y cuando los abrió pudo entrever, en la penumbra del farol lejano, el rostro de Jacinto Córdova inclinado sobre él.
—Mis respetos, amigo mío —dijo el mexicano.
Entonces Martín cerró los ojos y se deslizó despacio hacia el abismo oscuro.