Revival

Revival


VII

Página 15 de 27

Había una agradable zona de picnic entre unos alisos detrás de la casa grande. Georgia y un par de chicas de la oficina almorzaban allí. Hugh me llevó a una mesa alejada de la suya y sacó de su amplio bolso un par de sándwiches envueltos y dos latas de Dr Pepper.

—Son de Tubby’s, uno de ensalada de pollo y otro de ensalada de atún. Tú eliges.

Escogí el de atún. Comimos en silencio durante un rato, allí a la sombra de las grandes montañas, hasta que Hugh dijo:

—Yo también tocaba la guitarra rítmica, ¿sabes?, y era bastante mejor que tú.

—Muchos lo son.

—Al final de mi carrera formaba parte de un grupo de Michigan, los Johnson Cats.

—¿De los años setenta? ¿Aquellos que llevaban camisas militares y sonaban como los Eagles?

—En realidad fue a principios de los ochenta cuando nos abrimos paso, pero sí, esos éramos nosotros. Colocamos cuatro singles en las listas, todos del primer álbum. ¿Y quieres saber qué fue lo que llamó la atención de ese álbum en un principio? El título y la funda, los dos idea mía. Se llamaba El tío Jack toca todos los superéxitos, y en la carátula salía mi propio tío, Jack Yates, sentado en su salón tañendo el ukulele. Dentro había mucho heavy y distorsión. No ganamos el Grammy al mejor álbum, pero era de prever: corrían los tiempos de Toto. Puto Africa, vaya pedazo de mierda. —Se quedó pensativo—. En cualquier caso, yo formaba parte de los Cats, llevaba ya dos años con ellos, y era yo quien tocaba en el disco que nos lanzó a la fama. Toqué en los dos primeros compromisos de la gira, y luego lo dejé.

—¿Por qué? —pregunté, pensando: «Debieron de ser las drogas. En aquella épocas siempre era eso». Pero me sorprendió.

—Me quedé sordo.

La gira de los Johnson Cats empezó en Bloomington —Circus One— y luego pasó al Congress Theater de Oak Park. Locales pequeños, bolos de calentamiento con destripaguitarras locales de teloneros. Después a Detroit, donde estaba previsto que empezara la gira a lo grande, y los Johnson Cats como teloneros de Bob Seger y la Silver Bullet Band. Rock en los estadios, lo auténtico. El sueño de cualquier músico.

Hugh empezó a notar el zumbido en los oídos en Bloomington. Al principio, no le dio importancia, diciéndose que era solo parte del precio que uno pagaba cuando vendía su alma por el rock and roll; ¿qué instrumentista que se preciara no sufría de acúfenos de vez en cuando? Ahí estaba Pete Townshend. O Eric Clapton, o Neil Young. Luego, en Oak Park, empezaron los vértigos y las náuseas. A medio concierto, Hugh salió tambaleante del escenario y vomitó en un cubo lleno de arena.

—Todavía recuerdo el cartel en el poste justo encima —dijo—: UTILÍCESE SOLO EN CASO DE INCENDIOS MENORES.

Terminó el bolo —mal que bien—, se despidió del público con las inclinaciones de rigor y salió tambaleante del escenario.

—¿Qué te pasa? —preguntó Felix Granby. Era el guitarra y vocalista principal, lo que para el público en general, al menos la parte del público que iba a los conciertos por la marcha roquera, significaba que él era los Johnson Cats—. ¿Estás borracho?

—Gripe estomacal —contestó Hugh—. Ya estoy mejor.

Era eso lo que él realmente creía; una vez apagados los amplificadores, los acúfenos parecieron remitir. Pero a la mañana siguiente le volvieron, y aparte del horrendo zumbido, apenas oía nada.

Dos miembros de los Johnson Cats vieron claramente el inminente desastre: Felix Granby y el propio Hugh. Solo faltaban tres días para el concierto en el Silverdome de Pontiac. Aforo: noventa mil personas. Con el favorito de Detroit, Bob Seger, de cabeza de cartel, habría casi un lleno total. Los Johnson Cats estaban en la cúspide de la fama, y en el rock and roll esas oportunidades rara vez se presentan dos veces. Así que Felix Granby hizo con Hugh lo que Kelly Van Dorn, de Relámpago Blanco, había hecho conmigo.

—No le guardo rencor —dijo Hugh—. Si yo hubiera estado en su lugar, quizá habría actuado igual. Contrató a un músico de L’Amour, un estudio de Detroit, y fue ese el que subió al escenario con ellos aquella noche en el Dome.

Granby lo despidió en persona, no de viva voz sino por escrito, sosteniendo las notas en alto para que Hugh las leyera. Adujo que Hugh, a diferencia de los otros miembros de los JC, todos ellos de clase media, procedía de una familia que estaba forrada. Podía volver en avión a Colorado, en un cómodo asiento de la parte delantera, y consultar a los mejores médicos. La última nota de Granby, escrita en mayúsculas, rezaba: NO TE HABRÁS DADO CUENTA Y YA ESTARÁS OTRA VEZ CON NOSOTROS.

—Sí, cómo no —dijo Hugh mientras, sentados allí a la sombra, comíamos nuestros sándwiches de Tubby’s.

—Sigues echándolo de menos, ¿no? —pregunté.

—No. —Una larga pausa—. Sí.

No regresó a Colorado.

—De haberlo hecho, desde luego no habría ido en avión. Tenía la impresión de que podía estallarme la cabeza en cuanto sobrepasáramos los veinte mil pies de altitud. Además, volver a casa no era lo que yo quería. Lo único que quería era lamerme las heridas, que aún sangraban, y para lamérselas Detroit era tan buen sitio como cualquier otro. Al menos eso me dije a mí mismo.

Los síntomas no remitieron: vértigos, náuseas entre moderadas y agudas, y siempre aquel horrendo zumbido, a veces suave, a veces tan intenso que creía que se le iba a partir en dos la cabeza. De vez en cuando todos esos síntomas se retiraban como la marea, y entonces dormía diez e incluso doce horas de un tirón.

Aunque podría haberse pagado algo mejor, vivía en un hotel de mala muerte en Grand Avenue. Postergó la visita al médico durante dos semanas, por miedo a que le dijera que padecía un tumor cerebral maligno e inoperable. Cuando por fin se obligó a entrar en un dispensario de Inkster Road, un médico hindú que aparentaba unos diecisiete años escuchó, asintió, realizó unas pruebas e instó a Hugh a que ingresara en un hospital para someterse a más pruebas y obtener medicación antiemética experimental que él no podía recetarle, así que lo sentía mucho.

En lugar de ir al hospital, Hugh empezó a dar largas y absurdas caminatas (cuando se lo permitían los vértigos, claro está) por la legendaria calle de Detroit conocida como 8-Mile. Un día pasó frente a un escaparate polvoriento que exhibía radios, guitarras, tocadiscos, casetes, amplificadores y televisores. Según el cartel, aquello era la Tienda de Aparatos Electrónicos Nuevos y de Segunda Mano Jacobs… aunque, en opinión de Hugh Yates, allí casi nada se veía nuevo y la mayor parte parecía chatarra.

—No sabría decirte exactamente qué me impulsó a entrar. Quizá fuera una inquietante nostalgia al ver todas aquellas audiochucherías. Quizá estaba flagelándome. Quizá solo pensaba que la tienda tendría aire acondicionado, y podría así escaparme del calor. Tío, a ese respecto desde luego estaba muy equivocado. O quizá se debiera al letrero colgado encima de la puerta.

—¿Qué ponía? —pregunté.

Hugh me sonrió.

Puede usted confiar en el Reve.

Era el único cliente. En los estantes se amontonaban aparatos mucho más exóticos que el género del escaparate. Algunos los conocía ya: medidores, osciloscopios, voltímetros y reguladores de voltaje, rectificadores, inversores. Otros no los identificó. Había cables tendidos por todas partes, y otros serpenteaban por el suelo.

El propietario salió de una puerta encuadrada en luces navideñas intermitentes («Puede que sonara una campanilla cuando entré, pero yo desde luego no la oí», dijo Hugh). Mi antiguo quinto en discordia vestía unos vaqueros desteñidos y una sencilla camisa blanca con el cuello abotonado. Formó con los labios un Hola y algo que quizá fuera ¿En qué puedo ayudarlo? Hugh lo saludó con la mano, movió la cabeza en un gesto de negación y empezó a recorrer los estantes con la mirada. Por curiosidad, para ver si estaba afinada, cogió una Stratocaster y la rasgueó.

Jacobs lo observó con interés pero sin aparente preocupación, a pesar de que la melena de roquero de Hugh colgaba ahora en sucias greñas hasta los hombros, y llevaba la ropa igual de mugrienta. Al cabo de unos cinco minutos, justo cuando empezaba a perder interés y se disponía a volver al hotel de mala muerte donde ahora paraba, lo asaltó el vértigo. Tambaleándose, alargó un brazo y tiró al suelo un altavoz desmontado. Casi se recuperó, pero últimamente comía poco, y el mundo se tornó gris. Era ya del todo negro cuando Hugh cayó al polvoriento suelo de madera de la tienda. Era un calco de mi propia historia. Solo que la ubicación era distinta.

Cuando despertó, estaba en el despacho de Jacobs con un paño frío en la frente. Hugh se disculpó y se ofreció a pagar cualquier desperfecto que pudiera haber ocasionado. Jacobs retrocedió y parpadeó con expresión de sorpresa. Esa era una reacción que Hugh veía a menudo en las últimas semanas.

—Perdone si hablo demasiado alto —dijo Hugh—. No me oigo a mí mismo. Estoy sordo.

Jacobs revolvió en un cajón de su desordenado escritorio y sacó un cuaderno (imaginé ese escritorio, salpicado de trozos de cable y pilas). Escribió algo y levantó el cuaderno.

¿Reciente? Lo he visto c/ guitarra.

—Reciente —confirmó Hugh—. Se llama enfermedad de Ménière. Soy músico. —Se detuvo a pensar y se rio… sin oírse, aunque Jacobs respondió con una sonrisa—. Mejor dicho, lo era.

Jacobs pasó una hoja del cuaderno, escribió brevemente y lo sostuvo en alto: Si es Ménière, es posible que yo pueda ayudarlo.

—Obviamente, te ayudó —comenté.

Había acabado la hora del almuerzo; las chicas habían vuelto adentro. Yo podría haber estado ocupándome de otras cosas —muchas—, pero no tenía intención de marcharme antes de oír el resto de la historia de Hugh.

—Nos quedamos sentados en su despacho mucho tiempo: una conversación es lenta cuando una de las personas tiene que escribir su parte. Le pregunté cómo creía que podía ayudarme. Escribió que recientemente estaba experimentando con la electroestimulación nerviosa transcutánea, conocida como TENS. Dijo que la idea de utilizar la electricidad para estimular nervios dañados se remontaba mil años atrás, que la inventó un antiguo romano…

Se abrió una polvorienta puerta en el fondo de mi memoria.

—Un antiguo romano que se llamaba Escribonio. Descubrió que si un hombre con una lesión en una pierna pisaba una anguila eléctrica a veces el dolor desaparecía. Y eso de «recientemente» era una trola, Hugh. Tu Reve andaba jugueteando con la TENS antes de que se inventara oficialmente.

Me miró con las cejas enarcadas.

—Sigue —dije.

—Vale, pero volveremos sobre el tema más adelante, ¿verdad?

Asentí.

—Tú enséñame lo tuyo, yo te enseñaré lo mío. Ese era el trato. Te daré una pista: en mi historia también hay un desvanecimiento.

—En fin… le dije que la enfermedad de Ménière era un misterio: los médicos no sabían si tenía que ver con los nervios, si se trataba de un virus que causaba una acumulación crónica de fluidos en el oído medio, o de un problema bacteriano, o si quizá era algo genético. Escribió: Todas las enfermedades son de carácter eléctrico. Dije que eso era un disparate. Él sonrió, pasó otra hoja y escribió, esta vez durante más tiempo. Luego me dio el cuaderno. No puedo reproducir sus palabras textualmente… hace ya mucho tiempo… pero nunca olvidaré la primera frase: La electricidad es la base de toda vida.

Ese era Jacobs, sin duda. La frase lo identificaba con mayor certeza que una huella dactilar.

—Aparte de eso, venía a decir algo así: Pongamos el corazón, por ejemplo. Funciona con microvoltios. Esta corriente la proporciona el potasio, un electrolito. El cuerpo convierte el potasio en iones, partículas con carga eléctrica, y los utiliza para regular no solo el corazón, sino también el cerebro y TODO LO DEMÁS.

»Las últimas palabras estaban en mayúsculas. Había trazado un círculo a su alrededor. Cuando le devolví el cuaderno, dibujó algo en una hoja, muy deprisa, luego señaló mis ojos, mis oídos, mi pecho, mi estómago y mis piernas. Después me enseñó el dibujo. Era un rayo.

Como no podía ser de otro modo.

—Ve al grano, Hugh.

—En fin…

Hugh contestó a Jacobs que tenía que pensárselo. Lo que se calló (pero sin duda pensaba) fue que no lo conocía de nada, que bien podía ser uno de esos chiflados que rondan por todas las ciudades grandes.

Jacobs escribió que comprendía la vacilación de Hugh, y que él mismo tenía no pocas dudas. «Me la estoy jugando por el mero hecho de proponérselo. Al fin y al cabo, yo no lo conozco a usted más de lo que usted me conoce a mí.»

—¿Es peligroso? —preguntó Hugh con una voz que empezaba a perder ya el tono y la inflexión, cada vez más robótica.

El Reve se encogió de hombros y escribió.

No lo engañaré: existe cierto riesgo en la aplicación de electricidad directamente en los oídos. Pero EL VOLTAJE ES BAJO, ¿ENTIENDE? Calculo que el peor efecto secundario que podría sufrir es mearse encima.

—Esto es un disparate —dijo Hugh—. El mero hecho de mantener esta conversación es una locura.

El Reve volvió a encogerse de hombros, pero esta vez no escribió. Solo miró.

Sentado en el despacho, con el paño (todavía húmedo pero ahora ya tibio) en una mano, Hugh se planteó seriamente la propuesta de Jacobs, y una gran parte de su mente consideró que planteársela en serio, pese a que se conocían desde hacía tan poco tiempo, era del todo normal. Él era músico, y ahora estaba sordo y excluido del grupo que había contribuido a fundar, un grupo al borde del éxito a nivel nacional. Otros músicos, y al menos un gran compositor —Beethoven—, habían convivido con la sordera, pero los males de Hugh no acababan con la pérdida de la audición. A eso se sumaban los vértigos, los temblores, las pérdidas periódicas de la visión. Tenía náuseas, vómitos, diarreas, taquicardias galopantes. Lo peor de todo eran los acúfenos, casi continuos. Siempre había pensado que la sordera equivalía a silencio. No era así. Al menos no en su caso. Una alarma antirrobo sonaba sin cesar en medio de la cabeza de Hugh Yates.

Había también otro factor. Una verdad no reconocida hasta entonces, pero atisbada de vez en cuando, como con el rabillo del ojo. Se había quedado en Detroit porque estaba armándose de valor. En 8-Mile había muchas tiendas de empeños, y todas vendían fuscas. ¿Lo que le ofrecía ese hombre era peor que el cañón de una pistola de calibre 37 de tercera mano entre los dientes apuntada al velo del paladar?

Con una voz robótica demasiado alta, dijo:

—¡Qué coño! Vamos allá.

Hugh contempló las montañas mientras contaba el resto, acariciándose la oreja derecha con la mano derecha a la vez que hablaba. Dudo que fuera consciente de que lo hacía.

—Puso en el cristal de la puerta el letrero de CERRADO, echó el pasador y bajó las persianas. Luego me hizo sentar en una silla de cocina junto a la caja registradora y colocó en el mostrador un objeto de acero del tamaño y la forma de un cofre pequeño. Dentro había dos anillos metálicos envueltos en algo que parecía malla dorada. Eran enormes, más o menos como esos pendientes que se pone Georgia cuando se arregla. ¿Sabes a cuáles me refiero?

—Claro.

—Cada uno tenía debajo un chisme de goma, del que salía un cable. Los cables estaban conectados a un mando no mayor que el timbre de una puerta. Abrió la base de la caja y me enseñó lo que parecía una pila AAA. Me relajé. Eso no podía hacer mucho daño, pensé, pero ya no me quedé tan tranquilo cuando vi que se ponía unos guantes de goma… ya sabes, como esos que usan las mujeres para lavar los platos… ¡y cogía los anillos con unas tenazas!

—Me parece que las pilas AAA de Charlie son distintas de las que se compran en las tiendas —dije—. Mucho más potentes. ¿No te habló nunca de la electricidad secreta?

—Uy, Dios mío, muchas veces. Era su monotema. Pero eso fue más adelante, y para mí no tenía ni pies ni cabeza. Sospecho que a él le pasaba lo mismo. Le asomaba cierta expresión en los ojos…

—De perplejidad —apunté—. Perplejidad, preocupación y excitación, todo a la vez.

—Sí, eso. Me acercó los anillos a las orejas… utilizando las tenazas, eh… y luego me pidió que apretara el botón del mando, porque él tenía las manos ocupadas. Estuve a punto de negarme, pero de pronto me vinieron a la memoria las pistolas de los escaparates de todas esas tiendas de empeño, y lo pulsé.

—Entonces te desmayaste. —No fue una pregunta, porque estaba seguro de ello. Pero me sorprendió con su respuesta.

—Hubo desmayos, sí, y lo que yo llamo «prismáticos», pero eso vino después. En ese momento solo oía un fuerte crujido en medio de la cabeza. Estiré las piernas y levanté las manos como un niño desesperado por anunciar al profesor que sabe la contestación correcta.

Eso me trajo recuerdos.

—Además, notaba un sabor raro en la boca. Como si hubiese estado chupando monedas. Pregunté a Jacobs si podía beber agua, y me preguntarlo, y me eché a llorar. Lloré un buen rato. Él me abrazó. —Finalmente Hugh apartó la mirada de las montañas y la posó en mí—. Después de eso, habría hecho cualquier cosa por él, Jamie. Cualquier cosa.

—Conozco esa sensación.

—Cuando recuperé el control, pasamos otra vez al centro de la tienda y me puso unos auriculares Koss. Los conectó a una emisora de FM y fue bajando el volumen de la música a la vez que me preguntaba si la oía. La oí hasta que quitó el volumen del todo, y casi habría jurado que incluso entonces la oía. No solo me devolvió el oído, sino que además lo tenía más agudo que nunca desde los catorce años, cuando tocaba con mi primera jam band.

Hugh preguntó cómo podía devolverle el favor a Jacobs. El Reve, por entonces un individuo desastrado que necesitaba urgentemente un corte de pelo y un baño, reflexionó al respecto.

—Le diré qué haremos —contestó por fin—. Aquí hay poca clientela, y algunas de las personas que entran son un tanto dudosas. Voy a trasladar todo este material a un almacén de North Side mientras pienso cuál será mi siguiente paso. Podría usted ayudarme.

—Puedo hacer algo mejor que eso —respondió Hugh, deleitándose aún con el sonido de su propia voz—. Yo mismo alquilaré el almacén y contrataré a un servicio de mudanzas que lo lleve todo. Por mi aspecto, nadie diría que puedo permitírmelo, pero sí puedo. De verdad.

Jacob pareció horrorizarse ante la perspectiva.

—¡Ni hablar! Los artículos que tengo a la venta son en general chatarra, pero mi equipo es valioso, y la mayor parte de lo que hay en la parte de atrás, mi laboratorio, además es frágil. Su ayuda sería pago más que suficiente. Aunque antes necesita descansar un poco. Y comer. Aumentar unos kilos. Ha pasado una época difícil. ¿Le interesaría ser mi ayudante, señor Yates?

—Si eso es lo que usted quiere —dijo Hugh—. Señor Jacobs, aún me cuesta creer que esté usted hablando y yo esté oyéndolo.

—Dentro de una semana oír le parecerá lo más normal del mundo —contestó Jacobs con displicencia—. Es lo que pasa con los milagros. Pero ¿para qué voy a quejarme? Así es la naturaleza humana. En todo caso, como al fin y al cabo sí hemos compartido un milagro en este rincón olvidado de la Ciudad del Motor, no puedo consentir que sigamos hablándonos de usted. Para ti, soy el Reve.

—¿Reve de Reverendo?

—Exacto —dijo, y sonrió—. Reverendo Charles D. Jacobs, en la actualidad prelado mayor de la Primera Iglesia de la Electricidad. Y te prometo que no te haré trabajar demasiado. No hay prisa; nos lo tomaremos con calma.

—Seguro que os lo tomasteis con calma —dije.

—¿Y eso cómo se interpreta?

—No quería que le pagaras la mudanza, ni quería tu dinero. Quería tu tiempo. Sospecho que te tenía bajo estudio. Observaba los efectos secundarios. ¿ qué pensaste?

—¿En aquel momento? Nada. Yo flotaba en una enorme nube de alegría. Si el Reve me hubiera pedido que atracase el Banco Nacional de Detroit, quizá lo habría intentado. Pero, en retrospectiva, puede que tengas razón. Al fin y al cabo, no había mucho que hacer, porque la verdad es que tenía muy poco que vender. En la trastienda guardaba más cosas, pero, alquilando una camioneta relativamente grande, podríamos habernos llevado hasta el último cachivache de 8-Mile en dos días. Sin embargo lo alargó una semana. —Se detuvo a pensar—. Sí, vale. Me observaba.

—Te tenía bajo estudio. Atento a los efectos secundarios. —Eché un vistazo al reloj. Debía estar en el estudio en un cuarto de hora, y si me entretenía más en la zona de picnic llegaría tarde—. Acompáñame al Estudio Uno. Cuéntame cuáles fueron esos efectos.

En el camino Hugh me habló de las lagunas de memoria posteriores al tratamiento eléctrico de Jacobs para la sordera. Fueron breves pero frecuentes durante los primeros dos días, y no tuvo sensación real de pérdida del conocimiento. Sencillamente aparecía de pronto en un sitio distinto y descubría que habían pasado cinco minutos. O diez. En dos ocasiones eso ocurrió mientras Jacobs y él cargaban equipo y artículos de segunda mano para la venta en una furgoneta de suministros de fontanería que Jacobs había pedido prestada a alguien (quizá a cambio de otra de sus curaciones milagrosas, aunque si era así, Hugh no llegó a saberlo; el Reve era muy reservado con esas cosas).

—Le pregunté qué había pasado durante ese tiempo, y dijo que nada, que solo habíamos seguido moviendo trastos y conversando con toda normalidad.

—¿Tú te lo creíste?

—En aquel momento sí. Ahora ya no sé.

Una noche, contó Hugh —debió de ser cinco o seis días después del tratamiento—, estaba sentado en una silla en la habitación de su hotel de mala muerte, leyendo un libro, y de pronto se descubrió de pie en el rincón, de cara a la pared.

—¿Estabas diciendo algo? —pregunté, pensando: Algo ha pasado. Algo, algo, algo.

—No —respondió—. Pero…

—Pero ¿qué?

Meneó la cabeza al recordarlo.

—Me había quitado el pantalón y luego había vuelto a ponerme las zapatillas. Estaba allí plantado en calzoncillos y con las Reebok. Absurdo, ¿eh?

—Mucho —convine—. ¿Durante cuánto tiempo tuviste esos minilapsus?

—A la segunda semana tuve solo un par. A la tercera habían desaparecido. Pero otra secuela duró más. Algo raro en la vista. Esos… sucesos, los prismáticos. No sé qué otro nombre darles. Me pasó quizá una docena de veces en los cinco años siguientes. Y nunca más desde entonces.

Llegamos al estudio. Mookie nos esperaba; llevaba su gorra con el logo de los Broncos y la visera para atrás, con lo que parecía el skater más viejo del mundo.

—El grupo está ahí. Están ensayando. —Bajó la voz—. Tíos, son una puta mierda.

—Diles que empezaremos más tarde —indiqué—. Lo alargaremos al final para compensarlo.

Mookie nos miró alternativamente a Hugh y a mí, tomando la temperatura emocional.

—Eh, no va a haber ningún despido, ¿verdad?

—No a menos que vuelvas a dejarte encendida la mesa de mezclas —respondió Hugh—. Ahora entra ahí, y deja hablar a los mayores.

Mookie le dirigió un saludo militar y entró.

Hugh se volvió de nuevo hacia mí.

—Los prismáticos eran algo mucho más extraño que las lagunas de memoria. La verdad es que no sé cómo describirlos. Tendrías que vivirlo, como dijo alguien.

—Inténtalo.

—Siempre sabía con antelación cuándo iba a pasar. Yo andaba dedicándome a mis asuntos, ya me entiendes, con total normalidad, y de pronto tenía la impresión de que se me aguzaba la vista.

—¿Como el oído después del tratamiento?

Negó con la cabeza.

—No, eso era real. Ahora sigo oyendo mejor que antes del tratamiento del Reve, y sé que una prueba de audición lo demostraría, aunque nunca me he tomado la molestia de hacérmela. No, lo de la visión… ¿sabes eso de que los epilépticos se dan cuenta de que se acerca un ataque por un cosquilleo en las muñecas, o un olor imaginario?

—Precursores.

—Exacto. Esa sensación de que se me aguzaba la vista era un precursor. Lo que ocurría después era… color.

—Color.

—El mundo se llenaba de rojos, azules y verdes en los contornos de los objetos. Los colores iban y venían. Era como mirar a través de un prisma, pero uno que aumentaba los objetos a la vez que los hacía añicos. —Se dio una palmada en la frente, un discreto gesto de frustración—. Eso es lo más que puedo acercarme. Y durante los treinta o cuarenta segundos que duraba, era casi como si pudiera ver a través del mundo, y hubiera detrás otro mundo. Un mundo más real.

Me miró con toda seriedad.

—Esos eran los prismáticos. Hasta el día de hoy no había hablado del tema a nadie. Me daban un miedo de muerte.

—¿Ni siquiera se lo contaste al Reve?

—Se lo habría dicho, pero la primera vez que me pasó él ya había desaparecido de mi vida. Sin grandes despedidas, solo una nota para informarme de que le había salido una oportunidad profesional en Joplin. El episodio de los prismáticos fue seis meses después de la curación milagrosa, y yo ya había vuelto aquí, a Nederland. Los prismáticos… eran algo hermoso en un sentido que jamás conseguiré describir, pero espero que nunca vuelva a pasarme. Porque si ese otro mundo de verdad está ahí, no quiero verlo. Y si está dentro de mi cabeza, quiero que se quede ahí.

Mookie salió.

—Se mueren de ganas de empezar, Jamie. Registraré un poco de sonido, si quieres. Seguro que no puedo cagarla, porque al lado de estos los Dead Milkmen suenan como los Beatles.

Quizá fuera así, pero habían pagado por su sesión en dinero contante y sonante.

—No, enseguida entro. Diles que esperen dos minutos más.

Desapareció.

—¿Y bien? —dijo Hugh—. Tú ya sabes lo mío, pero yo no sé aún lo tuyo. Y sigo interesado.

—Esta noche dispongo de una hora a eso de las nueve. Me pasaré por la casa grande y te lo contaré. No será mucho tiempo. En esencia, mi historia es como la tuya: tratamiento, curación, efectos secundarios que primero se atenuaron y al final desaparecieron por completo. —Eso no era del todo cierto, pero tenía una sesión de grabación por delante.

—¿Sin prismáticos?

—No. Otras cosas. El síndrome de Tourette sin palabras obscenas, para empezar. —Decidí reservarme los sueños con parientes muertos, al menos de momento. Tal vez eran mi propio atisbo de ese otro mundo de Hugh.

—Tenemos que ir a verlo. —Hugh me agarró del brazo—. Tenemos que ir, en serio.

—Sí, coincido contigo.

—Pero nada de grandes cenas de reencuentro, ¿vale? Ni siquiera me apetece hablar con él; solo quiero observar.

—Bien —dije, y le miré la mano—. Ahora suéltame antes de que me dejes un moretón. Tengo que grabar un poco de música.

Me soltó. Entré en el estudio, y me envolvió el sonido de un grupo punk del pueblo, una de esas bandas que hacían una música de cazadora de cuero e imperdible a la que los Ramones le sacaban mucho más partido en la década de los setenta. Cuando miré por encima del hombro, allí seguía Hugh, con la vista fija en las montañas.

El mundo más allá del mundo, pensé, y a continuación me lo quité de la cabeza —o lo intenté— y me puse a trabajar.

No sucumbí a los ordenadores hasta pasado otro año, que fue cuando adquirí mi propio portátil, pero en los Estudios 1 y 2 había potencia informática de sobra —en 2008 lo grabábamos casi todo con programas de Mac—, y cuando me tomé un descanso a eso de las cinco, busqué a Danny Jacobs en Google y encontré millares de referencias. Por lo visto, me había perdido muchas cosas desde que «C. Danny» apareció por primera vez en el panorama nacional diez años atrás, pero no me culpé. No soy muy aficionado a la televisión, mi interés en la cultura popular gira en torno a la música, y hacía ya mucho tiempo que no frecuentaba las iglesias. No era de extrañar que hubiera pasado por alto al predicador que en su entrada de Wikipedia se describía como «el Oral Roberts del siglo XXI».

No tenía una megaiglesia, pero su Hora del poder curativo del Evangelio semanal se emitía de costa a costa en canales de la televisión por cable en los que el precio de entrada en el negocio era bajo y las ganancias en forma de «ofrendas de amor» eran, cabía suponer, altas. El programa se grababa en sus Reviviscencias bajo una Carpa a la Antigua Usanza, que recorrían la mayor parte del país (manteniéndose a distancia de la costa Este, donde supuestamente la gente es un poco menos crédula). En fotografías tomadas en el transcurso de los años, vi a Jacobs envejecer y encanecer, pero la expresión de sus ojos permanecía inalterable: una expresión de fanatismo y en cierto modo de dolor.

Más o menos una semana antes de que Hugh y yo fuéramos a ver a Jacobs en su ambiente natural, telefoneé a Georgia Donlin y le pedí el número de su hija, la que estudiaba informática en la Universidad de Colorado. La hija se llamaba Brianna.

Bree y yo sostuvimos una conversación sumamente interesante.

Ir a la siguiente página

Report Page