Reunión familiar

Reunión familiar

Bonnie Jo Campbell • TiempoDeLectura15min
Cuento 7 de 14 del cuentario Desguace americano.

—Se acabó la caza —refunfuña el padre de Marylou. El señor Strong es un hombre pequeño, apenas más grande que la propia Marylou, pero tiene una voz gruesa, y alguna gente le llama «Strong» a secas, sin el «señor»⁠—. Tenemos carne de sobra. ¿Me entiendes lo que te digo, niña?

  Se levanta del tocón donde estaba sentado, afilando un cuchillo de carnicero, y mira a su alrededor en busca de la chica. Marylou teme que también localice el papel amarillo clavado en el haya. La propia Marylou acaba de reparar en el papel y trata de acercarse a hurtadillas por el lateral de la casa con la intención de saltar y arrancarlo antes de que lo vea su padre, pero no le da tiempo. El hombre deja el cuchillo de carnicero y la piedra de afilar y se dirige hacia el árbol.

  Strong está recién afeitado para ir al trabajo —⁠en el nuevo trabajo le hacen ir los sábados⁠— y Marylou constata que, mientras lee, tensa los músculos de la mandíbula. Es muy probable que, bajo su gorro verde de lana, las venas de la frente comiencen a hincharse. Marylou no había visto a la persona que trajo la invitación, quizá uno de sus primos llegó ayer a escondidas cuando ya era de noche. Es imposible que fuera el tío Cal en persona, por la tobillera de vigilancia telemática y la orden de alejamiento que le han impuesto debido al jaleo durante la reunión familiar del Día de Acción de Gracias del año pasado. Sin embargo, como Cal ha sido el cabeza de la familia Murray desde que murió el abuelo Murray (por no decir presidente de Metales Murray, el único establecimiento de la ciudad que paga un salario decente), a ojos de Strong, la invitación procede directamente de Cal.

  Marylou y Strong acaban de terminar de colgar un ciervo macho con seis puntas en las astas, la tercera pieza que se ha cobrado Marylou en la temporada y dos por encima del límite legal. Cuando Strong se la encontró arrastrando el cuerpo hacia la casa, hace una hora y media, le insistió en que tener solo catorce años no la eximía de cumplir la ley. A Marylou le gustaría cazar algún día con el nuevo rifle Marlin que ganó en una competición de la organización juvenil 4-H, pero viven por debajo de la frontera de caza de Michigan y, además, sabe que una bala del 22 puede viajar dos kilómetros y alcanzar a alguien a quien ni siquiera has visto. Aunque Marylou nunca ha fallado un tiro. Este tercer ciervo lo cazó en el bosque al alba y el eco de la detonación, solo una, recorrió el río hasta despertar a Strong. Antes Strong se levantaba de la cama temprano, pero ahora suele quedarse hasta tarde y duerme hasta que casi no le queda tiempo para afeitarse antes de ir a trabajar.

  Aunque parece que hoy Strong se ha olvidado de ir a trabajar. Niega con la cabeza y dice: «Hijo de perra». Le basta con ver las palabras «Asado de cerdo de Acción de Gracias» y ya sabe lo demás, sabe que se trata de la famosa fiesta familiar que hacen los Murray todos los años, a la que acuden tíos y tías y furgonetas llenas de primos y primas procedentes de otras poblaciones, incluso de fuera de Michigan, para jugar a la herradura, beber cerveza y comer cerdo. Para colmo de males, el papel está clavado muy alto y Strong no llega para arrancarlo y hacerlo trizas.

  Se aleja echando chispas, regresa unos minutos después con la motosierra y tira del motor hasta que arranca con un rugido. Clava la punta de la motosierra en el haya, a la altura de las rodillas. Salta serrín y, con un tajo limpio y rabioso, el árbol adolescente se libera de sus raíces.

  Mientras el haya cae, Marylou recuerda las marcas que Strong y ella han hecho en su lisa corteza para señalar las fechas y las líneas de la altura de la chica. El árbol es más alto de lo que Marylou pensaba y la copa aguanta enganchada en un roble palustre antes de soltarse, no sin antes llevarse consigo una rama del roble. Cuando el haya aterriza entre la camioneta de Strong y la mesa para limpiar venado, aplasta una madreselva. Strong planta el pie sobre el tronco talado y corta unos pedazos para leña. Cuando llega a la altura de la invitación, la tritura con la motosierra.

  —Tendrá cara el hijoputa. —⁠Su aliento blanco se mezcla con el humo aceitoso y azul. Cuando ve que Marylou le está mirando la cara, dice⁠—: Niña, si tienes algo que decir, dilo.

  Marylou aparta la vista y mira al otro lado del río, en dirección a la granja Murray, donde se alzan la casa blanca y los dos graneros rojos. El granero grande de madera debe de estar repleto de heno a estas alturas del año y ella sabe que por las aberturas se cuela en su interior el frío sol matinal, haces de luz llenos de motas de heno. Detrás de ese granero está la colina donde ella solía tirar al blanco con el tío Cal y sus primos, antes de todo el jaleo.

  La chica decidió dejar de hablar el año pasado, porque descubrió que sin palabras podía concentrarse con mayor claridad, y al concentrarse mucho en su respiración, ha aprendido poco a poco a ralentizar el tiempo alargando los segundos, uno a uno. Cuando practicaba el tiro al blanco o al plato, a veces disparaba sin parar, pero en el día inaugural de la temporada de caza de este año, apuntó por primera vez, con deliberada precisión, a un ser vivo. Al fijar la mira en el ciervo macho, se dio cuenta de que tenía todo el tiempo del mundo para apuntar: más arriba de las pezuñas y las patas, o si no, más abajo de la cabeza y el cuello, justo en el pecho, apretón del gatillo y ¡pum!

  De camino a la camioneta, Strong menea la cabeza exasperado y, cuando está dentro, cierra de un portazo. Cuando se aleja, las ruedas traseras penetran la capa de hielo. Marylou oye cómo salta la gravilla del camino y el ruidoso tubo de escape de la camioneta al cruzar el puente río abajo. No, aún no tiene nada que decir. Y el motivo por el que no abrió la boca en el juicio del año pasado no fue lealtad a los Murray; en eso su padre se equivoca. Por aquel entonces ella no tenía las cosas claras y todavía hoy en día sigue confusa sobre lo que ocurrió de verdad.

  Esta mañana está confusa por la invitación en el árbol. Está claro que no iba dirigida a su madre, la hermana de Cal —⁠se largó a Florida con un camionero y solo llama a casa unas cuantas veces al año⁠—. Y seguro que no era para Strong; aunque trabajó muchos años para los Murray, nunca les ha caído bien. «Siempre está devanándose los sesos, agobiado», se quejaba siempre el tío Cal. Hasta Anna Murray solía decirle: «Loulou, no te agobies como tu padre». Marylou intentaba defenderle, pero los Murray nunca entendían que a veces una persona necesitaba calma para reflexionar sobre las cosas.

  La invitación en el árbol tiene que significar que, pese a todo el jaleo, los Murray querían conservar a Marylou en la familia, y a Marylou le alegra que la quieran con ellos, con Anna, que la enseñó a cocinar, y con Cal, que la enseñó a disparar. Y tener primos ha sido tan bueno como tener hermanos.

  Marylou da una patada a los leños que ha cortado Strong. El haya está demasiado verde para que prenda e incluso para hacer astillas este año. Recupera el cuchillo afilado del tocón y vuelve al ciervo colgado. Quiere darse prisa y acabar cuanto antes con la primera, larga, incisión. Después no tendrá problema, cuando las tripas se desparramen sobre el fregadero galvanizado, pero detesta ese primer corte que convierte al animal en carne. Strong se podría haber encargado si le hubiera preguntado, pero el abuelo Murray siempre le recordó, desde que era pequeña, lo importante que era hacer las cosas por sí sola. Estira los brazos e inserta el cuchillo dos centímetros y medio, justo debajo del esternón. Tira hacia abajo con fuerza, apretando con firmeza el canto del cuchillo con la mano libre, abre al ciervo del pecho a los testículos como una cremallera, desgarrando piel y carne, y después cierra los ojos un instante para recuperarse.

  Se oye el estampido de un tiro en la granja Murray, al otro lado del río, y Marylou suelta el cuchillo en el fregadero repleto de entrañas humeantes. Llega un segundo disparo y empieza a ladrar el labrador negro del tío Cal. Marylou era consciente de que llegaría este día, el día en que Strong mataría a su tío con la pistola que lleva detrás del asiento en la camioneta. Y ahora Strong irá a la cárcel y ella tendrá que irse a Florida a vivir con su madre. El eco de dos disparos más atraviesa el río.

  Marylou examina el agujero que ha cavado para enterrar las tripas del ciervo y sabe que tiene que actuar rápido para ocultar el crimen cometido por su padre. Ella se encargará de enterrar a Cal. Salvo que tendrá que quitarle la tobillera de vigilancia para que la policía no encuentre el cuerpo. Agarra la pala y la sierra de la mesa de cortar el venado, las lleva hasta la barca y las tira dentro. Cruza la corriente remando unos cincuenta metros hasta el otro lado. Amarra la barca a un sauce caído cerca de la cabaña de caza del tío Cal, donde ocurrió el jaleo. Es la primera vez que está en la finca de los Murray desde hace casi un año. Remonta la orilla, sin pensar en las náuseas que le entran al pasar junto a la cabaña, y se dirige hacia la casona de los Murray. Allí ve el nuevo Chevrolet Suburban blanco de Cal, hundido sobre sus neumáticos deshinchados. Cal está de pie junto al vehículo, gritándole a la retaguardia abollada del coche de Strong, que se marcha.

  —Strong, ¡hijo de perra! ¡Acababa de estrenar las ruedas!

  La mujer de Cal está junto a él. Lleva un vestido con bolsillos, en una mano en carne viva tiene una manzana y en la otra un pelador. Marylou se siente mal por no haber pensado en Anna cuando estaba planeando enterrar a Cal. Marylou se pregunta si Anna estará preparando los pasteles para la fiesta.

  


  El martes, dos días antes de Acción de Gracias, Strong llega a casa después de trabajar y se encuentra a Marylou arrastrando de las astas el cuerpo mullido y caliente de un ciervo con ocho puntas sobre las hojas heladas, en dirección a la mesa de cortar venado. Tiene que parar y descansar a cada poco.

  —Marylou, ¿pero qué quieres que hagamos con toda esa carne? No tenemos sitio en el congelador. —⁠Se lamenta sacudiendo la cabeza⁠—. Aunque no quieras hablar, tienes que escuchar, hija.

  Strong se enfadaría mucho más si supiera que ha cazado el ciervo al otro lado del río, porque no quiere que ella pise la otra orilla bajo ningún concepto. El caso es que Marylou estaba en la orilla de acá, con la mirada en la cabaña, confusa por varias cuestiones, cuando llegó el ciervo trotando por el camino hacia la orilla. Marylou apuntó y disparó con calma. No estaba segura de poder acertar a esa distancia, pero el ciervo se derrumbó en la arena, primero rendido sobre las rodillas y después sobre el pecho. Sacó el cuchillo, con la esperanza de no tener que rematarlo, pero al acercarse vio que el animal ya estaba muerto. No resultó sencillo arrastrar el ciervo a la barca de madera y tuvo suerte de que no la viera nadie. El ciervo era más grande de lo que pensaba y con su peso en la proa le costó vencer la corriente del río.

  —Escucha —dice Strong—. Los Murray podrían hacer una llamadita y, como los mamones de los guardas abran el frigorífico, vamos a tener un buen lío.

  Marylou no está preocupada. Los Murray siempre evitan la ley, prefieren ocuparse ellos mismos de sus problemas; al parecer, ni siquiera han denunciado a Strong por dispararle a las ruedas de Cal el otro día.

  Strong la ayuda a colgar el ciervo y después retrocede.

  —Eres una cazadora de primera, eso sí. Siempre aciertas cuando apuntas, hija mía.

  Marylou abraza a su padre y él la rodea con los brazos por primera vez en mucho tiempo. Por encima del hombro de su padre, al otro lado del río, Marylou ve a Billy, que tiene su misma edad y está sacando del granero la barbacoa de barril para asar el cerdo. En la fiesta del año pasado, Marylou estuvo correteando con Billy y toda una horda de primos, y algunos de los chicos escupieron en las cervezas espumosas que los hombres reservaban para después de jugar a la herradura. Billy ha pegado un estirón, quizá tenga la altura necesaria para clavar una invitación bien alta en un árbol, pero cuando él o cualquiera de los otros primos se encuentran con Marylou en el colegio, miran para otro lado.

  Aparece la tía Anna cerca de la orilla, con botas de agua y un chaquetón casi tan largo como su vestido. Está colocando un alargador naranja para encender una guirnalda de bombillas resistentes al agua antes de atarlas en torno al muelle. El año pasado Marylou ayudó a Anna a enganchar esas bombillas.

  Strong se separa del abrazo de Marylou y se gira para ver qué es lo que le ha llamado la atención.

  —Sé que echas de menos a tu tía Anna —⁠dice, negando con la cabeza⁠—. Pero ni se te ocurra ir a esa fiesta.

  Antes de que Marylou mire hacia otro lado, a Anna se le cae el cable con bombillas en el río, y Marylou ve el bamboleo del extremo en el agua y las lucecitas varios metros corriente abajo. Es muy posible que Anna se esté riendo mientras captura las bombillas en la corriente fría. Anna siempre ha impedido a Marylou que se agobie y se ponga demasiado seria diciendo: «¡Déjate de agobios y canta conmigo, Loulou!», o animando a Marylou a que hornee algún dulce en la cocina, un lugar con muchos aromas deliciosos, como vainilla y nuez moscada.

  —No te das cuenta de lo que te ha hecho esa gente —⁠dice Strong⁠—. Si hubieras declarado contra Cal en el juicio, no habría podido reducir su pena a una tobillera de mierda.

  Cuando su padre entra en la casa, vuelve a invadir la mente de Marylou la confusión sobre lo que le hicieron, lo que hizo Cal. Todavía no sabe por qué siguió a Cal hasta su cabaña, pues Strong le había dicho cientos de veces que no se acercara a Cal cuando bebía. Se dio cuenta de que pasaba algo malo por la ansiedad que percibía en la respiración del tío Cal, incluso antes de que él cerrara la puerta, pero no se decidió a agarrar el picaporte y salir.

  Lo que más tarde se hicieron los hombres entre sí fue más violento que lo que sufrió ella, ¿no es cierto? En el mismo instante en el que Marylou se acurrucó en un rincón para recomponerse, Strong irrumpió en la cabaña. Marylou oyó el crujir de huesos y en el suelo de tablones rebotaron dos perlas rojiblancas —⁠los incisivos del tío Cal⁠—. Los hombres gruñeron como osos. En medio de aquel estrépito de cólera, Marylou se olvidó de lo mucho que insistió Cal, aquella misma tarde, en que iba a enseñarla a desollar un ciervo, pues decía que si quería cazar, nadie iba a limpiar las tripas por ella. Al entrar en la cabaña, a Marylou le sorprendió ver que lo que allí había era una cierva.

  Anna Murray se presentó un minuto después de que Strong apaleara al tío Cal. Primero se arrodilló junto a Marylou y dijo: «¿Qué pasa, mi vida? ¿Qué ha pasado?». Pero cuando Anna vio la boca ensangrentada de Cal, se apartó para ayudarle. Entonces Cal escupió aquellas palabras que Marylou acaba de recordar. «Esa putita me ha atraído hasta aquí», dijo Cal. «Y que no te cuente historias». Desde entonces, Anna no volvió a dirigirle la palabra a Marylou.

  Cal le había hecho una raja en la mejilla a Strong y en el hospital, más tarde, le afeitaron la barba para darle puntos. Marylou apenas reconoció a su padre; volver a casa con él después fue como volver con un desconocido. Desde entonces no se ha vuelto a dejar barba otra vez por el nuevo trabajo, donde le pagan la mitad de lo que cobraba en Metales Murray. La desnudez de su cara aún sobresalta a Marylou.


  

  —No voy a dejar que mates más ciervos. Me llevo la escopeta. Vuelvo del trabajo a las seis —⁠dice Strong el Día de Acción de Gracias por la mañana.

  Mete el arma del calibre 12 en su funda y la cuelga de la rejilla de la camioneta. En su anterior trabajo con los Murray tenía vacaciones y Marylou no puede dejar de pensar que antes todo era mejor. Antes, cuando Strong estaba trabajando, ella podía pasar el rato al otro lado del río, como la hija que Anna y Cal siempre quisieron tener, y quizá todavía quieren. El abuelo Murray decía que la familia era lo único que tenías y que una familia fuerte como los Murray podía protegerte. Lo dijo hasta cuando estaba enfermo, moribundo, dijo que daba igual el apellido de Marylou, que ella era una Murray.

  En lugar de ir al acecho de otro ciervo, Marylou se queda toda la mañana sentada en la orilla para ver los vehículos que aparcan en la granja al otro lado del río. Observa a cada Murray a través de la mira de su rifle Marlin. Tras varias horas, Marylou se muere de ganas de estar en el otro lado del río para escuchar la antigua música country que sale de los altavoces, para oler la carne en la barbacoa, para ver a los batallones de primos Murray peleándose con sus abrigos de invierno. Se coloca la correa del rifle por encima del hombro y cruza el río remando. Amarra la barca al sauce, junto a la cabaña de Cal. Lentamente reduce la distancia que la separa de la cabaña mientras da patadas a las madrigueras de conejos entre la hierba amarilla para conservar el calor. Está pendiente de los tintineos y gritos procedentes del terreno donde juegan a la herradura y se pregunta qué harían los Murray si se acercara y tomara una lata de refresco de la mesa. Pero entonces llega la camioneta de Strong por el camino de su casa, horas antes de lo habitual.

  Marylou sabe que su padre va a ver la barca atada, así que echa a correr por el camino hasta el río y saluda agitando los brazos hasta que Strong la ve, para que sepa que no está en la fiesta. Cuando su padre arranca de nuevo el coche y se aleja de su casa, Marylou repara en la escopeta colgada de la rejilla. Por suerte, Cal no anda por allí. Pero entonces, como si sus pensamientos le hubieran hecho aparecer por arte de magia, sale Cal a trompicones de la cabaña, somnoliento y borracho. Marylou sube en silencio a la rama más baja del sicomoro de corteza escamosa. El tío Cal ni siquiera levanta la vista mientras Marylou asciende por las ramas sin hojas. Se sienta a horcajadas en una rama lisa y mira en dirección a la ventana de la cabaña para comprobar si Cal ha entrado allí con otra chica como ella, pero solo ve un animal desollado que cuelga del techo.

  Cal cierra la puerta de la cabaña y da unos pasos por el lado de la caseta que da al río. Apoya una cerveza rojiblanca en el alféizar y se apoya contra la pared sin pintar de la cabaña. Marylou oye el ruidoso tubo de escape de Strong sobre el puente del río, pero Cal enciende un cigarrillo y no presta gran atención al sonido. Marylou está a una altura de más de cuatro metros, lo suficiente para ver el Ford de su padre cuando aparca fuera de la cerca, a unos cien metros de distancia. Cal se guarda torpemente el mechero y Marylou, al darse cuenta de que va a mear allí, en el camino, aparta la mirada. Después vuelve a mirar. Cal no parece oír la puerta de la camioneta al abrirse y cerrarse de un portazo. Sigue dando caladas a su cigarrillo y mirándose el pene en la mano, esperando a que salga algo.

  Marylou concentra su respiración para ralentizar todo y así pensar mejor. Es posible que Strong mate a su tío y Marylou sabe que su padre no sobrevivirá encerrado en la cárcel. También sabe que su padre no dispararía a un hombre tumbado en el suelo, así que quizá Marylou debería derribar a Cal antes de que llegue Strong, herirle en lugar de matarle. Marylou se aferra a la rama con las piernas, saca el rifle del hombro y apunta a una de las botas de trabajo de Cal. A una distancia tan corta, sería capaz de destrozar el transmisor de radio de la tobillera de su tío.

  Marylou apunta a la rodilla de Cal. Strong no sería capaz de matar a un hombre caído de bruces como si estuviera rezando o implorando perdón.

  Apunta a un muslo. Durante un instante, Cal no sabría qué le ha alcanzado. ¿Una herradura desviada? ¿Una serpiente mordedora? Entonces se agarraría la pierna retorciéndose de dolor y confusión. La bala continuaría su recorrido a través de la pared de la cabaña y se enterraría en un tablón.

  Hace varios años los primos de Marylou la sujetaron y le metieron una lombriz en la boca, y una vez Billy metió una mofeta muerta en su barca para asustarla. Pero al final ella siempre se vengaba: aquella vez persiguió a Billy y, cuando le atrapó, le restregó la cara en estiércol de vaca hasta que se puso a chillar. Sus primos disfrutaban haciéndola rabiar, disfrutaban con los chillidos de Marylou, pero después ella se desquitaba y volvían a llevarse bien.

  Pero el tío Cal no la hizo rabiar, ni siquiera escuchó a Marylou cuando le rogó que parara. Durante el último año, ha dudado, no sabía con certeza si se había quejado en voz alta, pero al verle ahora, está segura de que dijo: «Por favor, Cal, no», una y otra vez.

  «Sé que lo estás deseando, Loulou», dijo él, como si tenerle dentro fuera algo agradable, como salir de caza, como zamparse un pastel. Esa tarde, vio que detrás de Cal, al otro lado de la ventana sucia de la cabaña, había tres niños Murray fisgoneando. Parecían aterrorizados, y cuando ella les devolvió la mirada, salieron pitando. Lo que quiera que vieron les asustó tanto que se fueron corriendo a avisar a Strong en la fiesta.

  Marylou mira más allá de la cerveza en el alféizar, más allá de la mesa con cuchillos y sierras, más allá del nuevo animal desollado, hasta el lugar en el suelo donde Cal la obligó a tumbarse. Hasta ahora estaba confusa al respecto, no se acordaba con seguridad de si él la había empujado para que se tumbase, pero cuando mira a Cal desde lo alto de este árbol, las cosas se aclaran. Hace un año Marylou no sabía cómo ralentizar el tiempo para examinar una situación, para asegurarse de acertar en el blanco o para evitar un error terrible. Los mirones eran dos chicas y un chico, y Marylou cree saber lo que vieron, lo que les asustó: vieron cómo Cal forzaba a Marylou y la abría como a un ciervo sobre el suelo de tablones.

  Mientras Strong llega al lugar donde el camino se ensancha, Marylou se da cuenta de que su padre no lleva escopeta, ni siquiera la pistola. Verle desarmado ahora es tan chocante como verle por primera vez sin barba en el hospital. Bajo la chaqueta Carhartt, Strong todavía lleva su bata azul de trabajo. Aún no ha acabado la jornada, solo ha vuelto para ver si ella está bien.

  Marylou observa los ojos de Cal por la mira telescópica y ve en ellos la misma expresión de concentración que cuando la sujetaba contra el suelo, a tanta distancia del picaporte que Marylou nunca podría haberlo alcanzado. Mira una franja del pecho de Cal; es increíble que Strong fuera capaz de hacerle daño a un hombre tan corpulento. Desplaza la mira hacia abajo, donde falta un botón en la camisa de franela. ¿Por qué no se lo ha cosido Anna? Marylou desplaza el cañón del rifle hasta la mano de Cal, que sujeta suavemente su pene, del que gotea un chorro pausado. Marylou tiene que hacer esto por sí sola, nadie lo va a hacer por ella. Apunta justo al lado del pulgar. Sabe que tiene la puntería necesaria para arrancarle la punta del pene sin tocar ninguna otra parte del cuerpo.

  Al grito del rifle le sigue el impacto apagado de la sangre al salpicar la pared de la cabaña y una última herradura que tintinea en el terreno de juego. La boca de Cal se abre en un alarido, pero debe de ser en un tono que solo perciben los perros de caza. Marylou agarra la rama de encima con su mano libre para no caerse. El peso del rifle en la otra impide que pierda el equilibrio. Cierra los ojos para prolongar ese momento perfecto y terrible y postergar el siguiente, cuando el aire se llene de voces.

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