Respuestas sorprendentes a preguntas cotidianas

Respuestas sorprendentes a preguntas cotidianas


22. ¿Por qué salen chispas cuando se mete un metal en el horno microondas?

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CAPÍTULO

22

¿Por qué salen chispas cuando se mete un metal en el horno microondas?

Año 1945. Laboratorios Raytheon. Interior, seguramente, durante el día. Un técnico llamado Percy Spencer está trabajando cerca de un magnetrón, el tipo de aparato que generaba las microondas utilizadas por los sistemas de localización por radar de la época. El mecanismo era sencillo: el magnetrón emitía un pulso de microondas al aire, y, si esas ondas electromagnéticas incidían sobre algún obstáculo mientras se propagaban por la atmósfera, su superficie reflejaba parte de ellas hacia el lugar de donde habían venido. Por tanto, conociendo el tiempo que había transcurrido entre la emisión de las ondas y la detección del rebote, se podía calcular a qué distancia se encontraba el obstáculo... Y quien dice «obstáculo», dice «enemigo».

Bueno, imagino que todos los obstáculos podrían considerarse enemigos, en cierta manera...

No entremos en debates conceptuales, voz cursiva, porque, aunque esté ambientada en la Segunda Guerra Mundial, esta historia no tiene nada que ver con enemistades... A menos que consideres enemistad la relación que siempre ha existido entre el ser humano y la falta de un sistema para calentar la comida rápido, claro.

El caso es que Spencer estaba trabajando frente a un magnetrón en funcionamiento, cuando notó que la chocolatina que llevaba en el bolsillo se había fundido. No he encontrado ningún documento en el que se mencione si esa chocolatina estaba en su envoltorio o si su bolsillo terminó encharcado con cacao fundido y pegajoso, pero, incluso si ese fuera el caso, este héroe no se dejó amedrentar por la suciedad. Es más, Spencer no se enfadó con esta anécdota, sino que se hizo una pregunta: las ondas electromagnéticas que emitía ese aparato, ¿se podrían utilizar para calentar otros tipos de comida?

Y, en efecto, tras poner a prueba el principio con varios alimentos que tenían un alto poder explosivo, como el maíz o los huevos, se dio cuenta de que su idea era viable, así que encerró el montaje en una caja metálica para confinar el campo eléctrico que producía el generador y, de paso, proteger al mundo de las potenciales «explosiones hueviles». Había nacido el horno microondas, que salió a la venta en 1947 con una altura de casi dos metros, un peso de trescientos kilos y un coste de casi 5.000 dólares (56.000 dólares, ajustados a 2018).

Pese a la épica de esta historia, otros compañeros de Spencer sostienen que la invención del horno microondas no fue un proceso casual e individual, y, en 1984, otro investigador de la misma empresa declaró que el descubrimiento de la capacidad que tienen las microondas para calentar la comida fue «un proceso en el que estuvieron involucradas tanto la suerte como las observaciones deliberadas de muchos individuos, [como por ejemplo] la sensación de calor que notaban al acercarse a los tubos de los magnetrones, la experimentación con palomitas de maíz, etcétera».1 No sé qué diablos se esconde exactamente tras ese etcétera, pero, teniendo en cuenta cómo estaba avanzando la progresión, diría que no soy el único al que le gustaría que ese investigador hubiera sido más explícito.

De todas maneras, en realidad no importa mucho cuál de las dos historias es la correcta, porque la idea de que se pueden utilizar microondas para calentar la comida tampoco era nueva en aquella época. Por ejemplo, en un artículo de 1933 se habla sobre las exhibiciones de transmisión de energía sin cables que realizó aquel mismo año la empresa Westinghouse en la exposición Century of Progress, en Chicago.2 En uno de tantos experimentos, la empresa enseñó al público que se podía calentar comida cuando esta se colocaba entre dos electrodos planos que generaban radiación de microondas. Este «microondas» tenía una potencia de unos diez kilovatios, más de diez veces superior a la de los microondas convencionales que se usan hoy en día, así que no me extraña que el autor del artículo mencione que podía «tostar pan en media docena de segundos», aunque también comenta que «bistecs, patatas, y otras carnes y vegetales sólidos necesitan varios minutos, así como la ebullición del agua». Curiosamente, en el artículo también se indica que la comida que se pasa de rosca en el microondas no sabe a quemado. Por ejemplo, menciona el caso de una tostada que permaneció en el microondas hasta que se convirtió en una «costra negra», pero que «no tiene ni el más mínimo sabor a chamuscado».

En esta convención de los años treinta no podía faltar un buen experimento temerario, y, según el artículo, uno de los efectos más curiosos de esta máquina era lo que llamaban «cóctel de radio»: al parecer, las personas que se exponían deliberadamente al campo eléctrico que producía este aparato experimentaban un estado de ánimo alegre, pero, si permanecían demasiado tiempo bajo su influencia, se deprimían y acababan sintiendo algo parecido a una resaca. Por si esto fuera poco, en la feria también se demostraba que la temperatura corporal de un ser humano aumentaba si se sometía al campo eléctrico del aparato mientras sujetaba un trozo de metal en cada mano. Para ser más concreto, el artículo explica que los cuerpos de los participantes alcanzaban unos 40,5 ºC tras ser sometidos a las microondas a máxima potencia durante una hora, pero, llegados a este punto, el experimento se detenía porque no se querían alcanzar «temperaturas corporales que pudieran resultar peligrosas».

Uf... No sabes cómo me horrorizan todas estas historias. ¿Y me quieres decir que estos aparatos letales siguen estando disponibles hoy en día, en nuestras cocinas, y que los usamos a diario para calentar la comida? ¿Es que nos hemos vuelto locos? ¡Voy a tirar mi microondas a la basura ya mismo antes de que me fría el cerebro!

Ningún microondas te va a freír el cerebro, voz cursiva, no te preocupes. Los hornos de microondas que utilizamos hoy son perfectamente seguros.

¡¿Pero cómo va a ser seguro un aparato que calienta las cosas a distancia usando unas ondas invisibles?!

No entiendo qué te sorprende tanto, porque la existencia de ondas electromagnéticas invisibles que son capaces de incrementar la temperatura no es nada nuevo. De hecho, la radiación infrarroja que emite el Sol calienta nuestra piel cada día y nadie se lleva las manos a la cabeza, pese a que prácticamente es el mismo fenómeno que ocurre dentro de un horno microondas.

Ya, claro, ¿y cómo sé yo que eso es verdad? ¿Me puedes demostrar que es la luz infrarroja que emite el Sol la que produce la sensación de calor, y no la visible?

Por supuesto, voz cursiva, basta con que hagas este sencillo experimento: enciende una bombilla incandescente y otra fluorescente que tengan la misma luminosidad y coloca una mano cerca de la superficie de cada una. Si has conseguido seguir los complejos pasos de este experimento de forma correcta, notarás que la piel de la mano que está cerca de la bombilla incandescente se calentará, pero la otra no. Esto ocurre porque solo un 2,2 % de la energía que se introduce en el filamento de la bombilla incandescente termina convertida en luz visible3 y el resto se disipa en forma de radiación infrarroja, mientras que la bombilla fluorescente genera mucha menos radiación infrarroja, porque el 85% de la energía invertida acaba produciendo luz visible. O sea, que las bombillas incandescentes nos calientan más la mano que las fluorescentes, porque, pese a que las dos emiten la misma cantidad de luz visible, las primeras generan más radiación infrarroja.

Ostras, es verdad... Pero ¿cómo puede ser que la luz infrarroja genere una mayor sensación de calor que la visible, si es menos energética?

Porque nuestros cuerpos contienen un montón de agua, voz cursiva. Y, como hemos visto en el capítulo 2, el agua es una sustancia polar porque cada una de sus moléculas tiene un extremo con una ligera carga eléctrica positiva y otro con carga negativa. Este detalle es importante, ya que, cuando una onda electromagnética pasa a través del agua, las rápidas oscilaciones de los campos magnéticos y eléctricos cambiantes que la componen empiezan a atraer los polos de cada molécula en muchas direcciones distintas, incrementando así la velocidad a la que vibran.

O sea, que el agua absorbe la radiación electromagnética, ¿no?

Exacto, pero debido a la manera en la que están estructurados los electrones alrededor de sus moléculas, el agua no absorbe todas las longitudes de onda por igual: como hemos visto en el capítulo 19, parte de la razón por la que el agua es azul es que esta sustancia absorbe con más intensidad las tonalidades rojizas de la luz visible que las azuladas. Esto se debe a que el agua absorbe las longitudes de onda largas de la luz con más intensidad que las cortas, porque estas son capaces de girar, doblar y estirar sus moléculas con mucha más facilidad. De hecho, los tipos de radiación invisibles que tienen longitudes de onda aún más largas que la luz roja, como la luz infrarroja o las microondas, se ven absorbidas por el agua en una medida aún mayor que la luz visible de color rojo.

O sea, que el motivo por el que nuestra piel se calienta bajo el sol es que las moléculas de agua que contienen sus células se empiezan a mover fácilmente cuando incide sobre ellas su radiación infrarroja, con una longitud de onda de entre setecientos nanómetros y un milímetro. Y, como podrás imaginar, los hornos microondas se aprovechan de este mismo principio para calentar la comida: como casi toda la comida contiene una gran cantidad de agua, estos aparatos la iluminan con radiación electromagnética de onda larga que es capaz de sacudir sus moléculas con fuerza para que vibren más deprisa y aumente su temperatura.

Ahora bien, la radiación microondas que utilizan estos hornos tiene la ventaja de que su longitud de onda de 12,5 centímetros es mucho mayor que la de la radiación infrarroja. Como resultado, mientras que la radiación infrarroja solo calienta la superficie de nuestra piel, porque toda su energía se disipa en su capa más externa, las microondas son capaces de penetrar varios centímetros en los tejidos que componen la comida, así que no solo sacuden y calientan las moléculas de agua de su superficie, sino también las de su interior, como refleja la ilustración de la siguiente página.

Que las microondas calientan la comida por dentro es debatible, porque, a menudo, está llena de «parches» fríos cuando la sacas.

Ahí te doy la razón, voz cursiva, pero esos parches fríos no aparecen porque las microondas no sean capaces de pasar a través de la comida, sino porque no están distribuidas de manera uniforme en el interior del aparato. Dicho de otra manera, dentro de la cavidad del horno de microondas aparecen zonas en las que la intensidad del campo eléctrico es más baja que en otras y las moléculas de agua que pasan a través de esas zonas no llegan a ser sacudidas por las microondas con suficiente fuerza como para que lleguen a calentarse de forma sustancial. Teniendo esto en cuenta, la manera más sencilla de mitigar este efecto es colocar la comida un poco apartada del centro del plato rotatorio del microondas. De esta manera, reducirás la probabilidad de que una zona concreta del plato pase una y otra vez por la misma región donde la intensidad de las microondas es más baja, y obtendrás una mayor probabilidad de que la comida se caliente de manera uniforme.

Lo tendré en cuenta a partir de ahora. Pero, oye, ¿y por qué los microondas utilizan esa longitud de onda tan concreta de 12,5 centímetros? ¿Es que esa cifra tiene algo especial?

Se suele decir que se usa porque es la longitud de onda «resonante» del agua, o, lo que es lo mismo, la que hace vibrar estas moléculas con más facilidad, pero, en realidad, es una cuestión de normativa. Como la ley establece un rango de longitudes de onda muy limitado que se puede utilizar para este tipo de aplicaciones4 y la siguiente longitud de onda más alta disponible requiere el uso de componentes más caros, los fabricantes acaban usando los 12,5 centímetros porque es la mejor opción entre las que hay. Pero, como digo, esta cifra no tiene nada de especial, porque el agua absorbe una gran cantidad de longitudes de onda diferentes dentro del rango de las microondas.

Total, que, si te dan «mal rollo» los hornos microondas porque te extraña que sean capaces de calentar la comida desde dentro, puedes estar tranquilo, porque no le están haciendo nada sospechoso a nuestros alimentos: simplemente están sacudiendo sus moléculas de agua para incrementar su temperatura, que, al fin y al cabo, es lo que hace cualquier otro método de cocción, de una manera u otra. O sea, que por mucho que haya charlatanes que se empeñen en decir que el microondas hace que la comida se vuelva cancerígena o radiactiva, o que destruye los nutrientes más que cualquier otra forma de cocción, puedes ver que estas afirmaciones son amarillismo puro sin fundamento.5

En eso te creo, pero yo sigo sin fiarme de los microondas. Si esa radiación invisible es capaz de meterse en la comida y calentarla tanto, ¡imagina lo que debe hacerle al interior de tu cabeza mientras estás embobado viendo cómo la comida da vueltas en el plato!

Estos aparatos tampoco le hacen nada a nuestras cabezas, voz cursiva, porque la estructura metálica del microondas actúa como una jaula de Faraday e impide que las ondas escapen al exterior.

¿Y qué hay de la puerta? ¿Me vas a decir que esa redecilla ridícula impide que las microondas salgan hacia mi cara?

Bueno, la puerta no bloquea las microondas por completo, porque no está diseñada para ello. En su lugar, el propósito de esta redecilla metálica es disipar la mayor cantidad posible de la energía de esas ondas para que la poca radiación electromagnética que consigue pasar a través de ella tenga una potencia minúscula e inofensiva. De hecho, si quieres entender cómo se las apañan unos simples agujeros para bloquear la mayor parte de la radiación electromagnética del microondas, el profesor Jess H. Brewer proponía una analogía que me ha parecido muy útil.6

Imaginemos un puerto resguardado por un muro y que ese muro posee un pasadizo que conecta con el mar abierto, por donde los barcos entran y salen. Pues bien, aunque en mar abierto haya un oleaje muy fuerte y las olas estén chocando con fuerza con el muro, las olas que se formarán en el interior del puerto serán mucho más bajas y no representarán ningún peligro para los barcos, ya que la mayor parte de su energía se habrá disipado en ese pasadizo. Si aplicamos esta analogía a la radiación electromagnética, la altura de las olas equivale a la amplitud de la onda o, lo que es lo mismo, a la intensidad máxima que alcanza en sus picos. En el caso de un horno microondas, solo una pequeña parte de la energía de las «olas» electromagnéticas que se forman en su interior es capaz de pasar por los pequeños agujeros de la rejilla de la puerta. Por tanto, aunque es cierto que las microondas pasan a través de la rejilla, su amplitud se reduce tanto durante el proceso que la potencia de la radiación que consigue escapar al exterior es minúscula y no representa ningún peligro.

Vamos a ponerle cifras al asunto, para quedarnos más tranquilos: las microondas que calientan nuestra comida tienen una potencia máxima que ronda los ochocientos vatios (W), pero la irradiancia de la radiación que escapa a través de la rejilla, medida a cinco centímetros de distancia, es de solo cinco milivatios por centímetro cuadrado (mW/cm2). O sea, que si tienes la cara pegada a la rejilla del microondas, cada centímetro cuadrado de tu piel estará expuesta a una potencia de microondas de cinco milivatios.

¿Y eso es mucho?

Pues, mira, se necesita una potencia del orden de los cien milivatios por centímetro cuadrado para producir un aumento perceptible de la temperatura del tejido biológico,7 así que, para tener un margen de seguridad amplio, se ha establecido que el límite seguro es cien veces menor o, lo que es lo mismo, un milivatio por centímetro cuadrado. Conociendo este dato, podría dar la impresión de que esos cinco milivatios por centímetro cuadrado que se experimentan cerca de la puerta del microondas superan peligrosamente ese límite, pero también hay que tener en cuenta que muy poca gente espera a que su comida acabe de calentarse con la cara pegada al microondas. En realidad, como la intensidad de una onda electromagnética disminuye con el cuadrado de la distancia, la irradiancia de las microondas que acaban incidiendo sobre nosotros ronda más bien los 0,05 milivatios por centímetro cuadrado, que es la cifra que se mediría a unos cincuenta centímetros de la puerta.8

Así que no te preocupes, voz cursiva, porque, a menos que el microondas tenga un agujero en la puerta o sufra alguna avería que haga que el magnetrón siga emitiendo radiación cuando está abierta, estás totalmente a salv...

¡Me importa un pepino que la baja potencia de las ondas que salen por la puerta no pueda calentar mis tejidos! ¿Y si me provocan algún tipo de cáncer?

Las microondas no pueden provocar cáncer, voz cursiva, porque, como hemos visto hace un par de capítulos, eso es algo que solo pueden conseguir las formas de radiación electromagnética que tienen una longitud de onda más corta que la luz visible (la ultravioleta, los rayos X o los rayos gamma), las únicas que tienen suficiente energía como para modificar los enlaces de las moléculas de ADN. Como ya he contado, lo único que pueden hacer las ondas microondas es menear las moléculas de agua y hacer que su temperatura aumente... Y la cantidad de esta radiación a la que estamos expuestos en nuestro día a día es tan baja que ni siquiera es capaz de conseguir eso, así que no hay ninguna manera de que altere la composición química de nuestro ADN y provoque cáncer.

¡Espera un momento! ¡Me acabo de acordar de que en el capítulo anterior has dicho que la radiación electromagnética del wifi también tiene una longitud de onda de 12,5 centímetros! ¡Lo sabía! ¡Internet nos va a freír el cerebro a todos!

La potencia de la señal de wifi también es demasiado baja como para que represente peligro alguno. Para que te hagas una idea, la potencia máxima que puede tener un rúter inalámbrico en Europa es de cien milivatios, pero, como la energía de esa señal de cien milivatios se va repartiendo por una superficie cada vez mayor a medida que se propaga de forma esférica por el espacio, la intensidad de la radiación que acaba incidiendo sobre cada centímetro de nuestra piel es minúscula. Por ejemplo, en un artículo se calcula cómo se disipa la señal de un rúter de 100 mW con la distancia y se concluye que se registrarían 0,0072 mW/cm2 a 30 centímetros de él, pero que esa cifra se reduciría hasta 0,00009 y 0,000008 mW/cm2 a 3 y 10 metros, respectivamente.9

Bueno, vale, pero ¿qué hay de los teléfonos móviles?

Ya va, voz cursiva, ya va. La potencia de las microondas que emiten los teléfonos móviles durante las llamadas ronda entre 600 y 3.000 milivatios,10 pero antes de que cunda el pánico, ten en cuenta que la cantidad que acaba dirigida hacia nuestras cabezas es mucho menor, porque la energía de estas señales se dispersa de manera esférica en todas las direcciones. Al tratarse de dispositivos que mantenemos cerca de nuestras cabezas, la radiación de los móviles se evalúa en función de la cantidad de energía medida en vatios que absorbe cada kilo de nuestro tejido (W/kg) cuando emite la señal con la máxima potencia posible, algo que solo ocurre en condiciones muy concretas, como cuando la cobertura es muy mala. Y, por lo que he podido averiguar, las diferentes marcas y modelos de móviles actuales nos pueden exponer a un máximo de entre 0,22 y 1,5 vatios por kilo durante una llamada, una cifra que se encuentra dentro de los límites que se consideran seguros de 1,6 vatios por kilo para el tejido del cerebro y de 4 vatios por kilo para las manos.

Humm... ¿Y qué hay del cáncer que producen los teléfonos móviles?

Es otro bulo más, porque, pese a que la gente ha utilizado estos dispositivos con una frecuencia cada vez mayor durante los últimos treinta años, no se ha observado ningún incremento en la incidencia de esta enfermedad que se pueda relacionar con su uso,11 lo que tampoco es ninguna sorpresa, porque la radiación de microondas que emiten los móviles tiene la misma longitud de onda inofensiva que el wifi.

O sea, que, como dice Ignacio Crespo, compañero divulgador, amigo y, más importante aún, médico, lo peor que te puede hacer una llamada de teléfono móvil es calentarte un poco la oreja. ¿Crees que ya podemos dejar tranquilos a nuestros lectores hipocondriacos, voz cursiva?

No, aún no. Si la radiación electromagnética de los móviles y el wifi es tan inofensiva como dices, ¿por qué hay gente a la que estas ondas le producen un gran malestar?

Ese es un tema más delicado, porque es cierto que hay gente que dice experimentar todo tipo de malestares cada vez que se encuentra cerca de los dispositivos electrónicos que emiten este tipo de radiación, como picores, dolores de cabeza o mareos, entre otras cosas. Pero, claro, el problema es que, como hemos visto, las ondas electromagnéticas que nos rodean en la vida cotidiana tienen una intensidad demasiado baja como para producir ningún tipo de efecto sobre el cuerpo.

Pero es que a lo mejor hay gente que es más sensible a estas radiaciones, ¿sabes?

Eso podría ser un argumento convincente, voz cursiva... Si no fuera porque esta posibilidad ya se barajó y se puso a prueba en su momento, pero los resultados de esos estudios indican que la gente que tiene «hipersensibilidad» a estos dispositivos solo desarrolla esos síntomas negativos cuando cree que está sometida a su radiación electromagnética, independientemente de si lo está o no.

Por ejemplo, me pareció curioso un estudio en el que participaron 147 personas en el que a la mitad de los participantes se les mostró un documental que hablaba de los efectos negativos del wifi, mientras que la otra mitad vio un vídeo que no tenía nada que ver con el tema. Tras la proyección, a cada uno de los participantes se le colocó una antena sobre la cabeza, con el pretexto de que se querían comprobar los efectos que tenía la radiación electromagnética del wifi sobre ellos y que la antena servía para «acercar la señal a su cuerpo lo máximo posible». A continuación, los participantes pasaron quince minutos con las antenas pegadas sin saber que, en realidad, todo era una farsa y no estaban recibiendo ningún tipo de señal electromagnética.

Aun así, pese a que no estaban siendo expuestos a ningún tipo de radiación, el 54 % de los participantes del estudio afirmaron que habían experimentado síntomas de malestar durante esos quince minutos, y, como era de esperar, la proporción de los participantes que notó estos efectos negativos era mayor en el grupo que previamente había visto el documental sobre los supuestos peligros del wifi. Por tanto, los autores de este estudio concluyeron que lo que produce los síntomas negativos no es la radiación electromagnética del wifi o del móvil, sino la ansiedad que producen los temores infundados a este tipo de tecnología, alimentados por los medios de comunicación alarmistas.12

Y este no es el resultado de un solo estudio, por supuesto, sino que está apoyado por la literatura médica. En las «Notas» dejo un metaanálisis de 46 estudios de doble ciego que se realizaron sobre el tema y que llegó a la misma conclusión: cada vez que este tipo de pruebas se llevan a cabo con gente que padece «hipersensibilidad electromagnética», los síntomas negativos solo aparecen cuando creen estar expuestos a un campo electromagnético.13 De hecho, si tienes algún amigo al que le incomodan los campos electromagnéticos y tiene ganas de comprobar si se trata de un fenómeno psicológico o no, puedes proponerle este experimento.

En primer lugar, entra en la habitación en la que se encuentra el rúter, di a tu amigo que se vaya lo más lejos posible y cierra la puerta. A continuación, deja el rúter en posición apagada o encendida y tápalo con algo que oculte las lucecillas. Pide a tu amigo que vuelva a entrar en la habitación y pregúntale si cree que el rúter está apagado o encendido, apunta su respuesta y el estado real del aparato. Vuelve a echarle del cuarto... Y repite este experimento diez o veinte veces más. O cincuenta. Cuantas más, mejor, desde el punto de vista estadístico.

La cuestión es que, si las ondas electromagnéticas tienen una influencia real sobre tu amigo, experimentará ese malestar siempre que el rúter esté encendido, independientemente de que sepa si lo está o no, y, como resultado, debería acertar al menos un 80 % o un 90 % de las veces que hagas la prueba. Ahora bien, si, tras hacer el recuento, te das cuenta de que ha acertado alrededor de un 50 %, que es el resultado que cabría esperar por pura estadística, eso significará que no está reaccionando ante ningún estímulo físico, sino ante la idea que él tiene de si ese rúter escondido está encendido o apagado.

Eso sí, no obligues a nadie a hacer este experimento en contra de su voluntad, porque, aunque sea un fenómeno psicológico, la gente que lo experimenta lo pasa mal de verdad. Pero, al menos, les podría resultar útil saber que la ayuda de un profesional sanitario es la única manera de deshacerse de estas sensaciones tan molestas y, en algunos casos, incapacitantes.

Humm... Bueno, lo voy a considerar. Una última cuestión: en el capítulo anterior te había preguntado si la radiación de fondo de microondas nos está friendo el cerebro, y aún no me has aclarado esa duda. ¿Debería preocuparme?

Perdona, voz cursiva. La irradiancia de la radiación de fondo de microondas es de unos 0,000000314 milivatios por metro cuadrado, una cifra tan baja que no tiene el más mínimo efecto sobre nosotros. Así que la respuesta a tu pregunta es que no; la luz que emitió el universo cuando se volvió transparente no está friéndote la mollera.

Captado. Pero, oye, ¿no ibas a hablar de por qué es mala idea meter metales en el microondas?

¡Ostras, tienes razón! Esta vez el rodeo se me ha ido de las manos.

Ahora que más o menos entendemos cómo se las apañan las microondas para calentar las cosas, hay que tener en cuenta que existen otras sustancias con moléculas polares que las microondas también son capaces de sacudir y calentar, aparte del agua, como el amoniaco o el etanol. Pero, ojo, que también existen sustancias que no se calientan en el microondas porque sus moléculas no son polares y no interaccionan con tanta intensidad con este tipo de radiación electromagnética, como el vidrio o el plástico de los recipientes especiales para estos aparatos.

Eso sí, existe otra familia de materiales que se comporta de manera bastante más violenta dentro del microondas: la de los metales.

Cuando metemos un trozo de metal en un horno microondas, los campos eléctricos y magnéticos oscilantes de su radiación electromagnética atraen los electrones libres del metal y tienden a concentrarlos en las partes más angulosas y puntiagudas del objeto. El movimiento de esos electrones libres a través del metal no solo produce calor, sino que, además, las regiones en las que se acumulan adoptan una gran carga eléctrica. O sea, que si prestaste atención en los capítulos 14 y 15, te imaginarás cómo puede acabar esta situación: esos electrones apiñados en el mismo sitio estarán ardiendo en deseos de formar un arco eléctrico para saltar sobre la estructura metálica del microondas... Y, si lo consiguen, existe la posibilidad de que chamusquen los componentes del aparato o, si se dan las circunstancias adecuadas, de que provoquen un incendio.

Si tienes mucha curiosidad por ver ese espectáculo de chispas cutre que se forma cuando metes un trozo de metal en el horno microondas, te propongo otro experimento: entra en YouTube y escribe en el buscador algo del estilo: «Microondas chispas metal» para que aparezca ante ti una gran cantidad de vídeos con diferentes grados de imprudencia en los que podrás observar este fenómeno sin arriesgarte a prender fuego a la casa.

Intuyo que hay algún significado oculto tras este experimento...

Sí, el significado es que no hay que meter metales en el microondas. Recordadlo siempre, niños.

Podría terminar el capítulo con esta lección de seguridad, pero, en su lugar, me gustaría contar una anécdota sobre microondas que me ha parecido bastante curiosa.

¿Te refieres a la forma de radiación electromagnética o al aparato?

A ambos, voz cursiva. En 1998, el radiotelescopio Parkes, de Australia, empezó a detectar unas señales de radio a las que bautizaron con el nombre de peritones y que parecían importantes, porque se asemejaban a los llamados pulsos de radio rápidos, unos destellos fugaces de onda larga que se observan de vez en cuando en el cielo y cuya causa aún es desconocida. Por tanto, esos peritones podrían llegar a revelar información sobre estos misteriosos eventos astronómicos.

Ahora bien, los astrónomos se empezaron a oler que los peritones no tenían un origen astronómico cuando se dieron cuenta de que casi siempre se detectaban durante el horario de oficina y predominantemente entre semana. Además, la longitud de onda de estas señales rondaba entre los doce y los trece centímetros, una cifra sospechosamente parecida a la que utilizan muchos aparatos electrónicos. Después de detectar estas misteriosas señales durante quince años, por fin se descubrió su verdadero origen: provenían de los magnetrones de los hornos microondas que había repartidos por las instalaciones, que producían un perfil de radiación similar al de un pulso de radio rápido cuando el aparato se apagaba.14

O sea, que, al final, el origen de estas señales no era un fenómeno astronómico desconocido, sino unos hambrientos astrónomos desprevenidos.

¿Se supone que eso es una especie de juego de palabras fonético?

Era un intento, sí. ¿No te ha gustado?

Para que te hagas una idea, ha sido tan malo que se podría considerar que el libro está defectuoso.

Vale, captado. En cualquier caso, aprovechemos que estamos hablando de calentar cosas para comentar otro fenómeno térmico cotidiano que determinadas personas nos intentan vender como si fuera un milagro.

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