Relatos de ciencia ficción soviética

Relatos de ciencia ficción soviética


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Iván Efrémov

I

—¡Aleksej Petrovic! ¿Cuándo ha llegado? Muchas personas han preguntado por usted.

—Hoy. Pero aún no estoy para todos. Por favor, cierre la ventana de la antecámara.

El recién llegado se quitó un viejo impermeable de tipo militar, se secó la cara con un pañuelo, alisó sus finos y claros cabellos, ya fuertemente disminuidos en la cima de su cráneo. Tomó asiento en una butaca, encendió un cigarrillo, luego se levantó, caminando arriba y abajo por la habitación, llena de armarios y de mesas.

—¿Será posible? —pensó, en alta voz.

Se acercó a un armario para abrir con fuerza la alta puerta de encina. En la penumbra del interior aparecieron las blancas extremidades de los travesaños de los estantes. Sobre uno de ellos había una caja cúbica de fuerte cartón amarillo: la cara vuelta hacia el exterior llevaba pegada una tira de papel amarillo cubierta de ideogramas chinos; esparcidos sobre toda su superficie, se veían numerosos circulitos de sellos postales.

El hombre acarició el cartón con sus largos dedos pálidos.

—¡Tao Li, desconocido amigo! Ha llegado el momento de actuar.

Cerró dulcemente las puertas del armario. El profesor Satrov tomó una vieja bolsa, de la que extrajo un cuaderno enmohecido con la tapa de color gris. Volviendo con cuidado las páginas, empezó a examinar con una lupa largas series de cifras, haciendo a veces ciertos cálculos sobre un grueso bloc.

El cenicero se llenó de colillas de cigarrillo y de cerillas quemadas. El aire, lleno de humo, se coloreó de azul.

Los ojos excepcionalmente claros de Satrov brillaban bajo las espesas cejas. La alta frente de pensador, las cuadradas mandíbulas y el marcado perfil de la nariz, reforzaban una impresión de fuerza mental poco común y daban al profesor aspecto de fanático.

Al fin, el científico apartó el cuaderno.

—Sí. Setenta millones de años.

Con un gesto brusco, Satrov extendió el brazo como para traspasar algo ante sí, miró a su alrededor con ojos maliciosos y dijo de nuevo, en voz alta:

—Setenta millones… Pero no hay que tener miedo… Satrov puso en orden el escritorio metódicamente, sin prisas; se puso el impermeable y volvió a casa.

Satrov lanzó una mirada sobre los «bocetos», como llamaba a su colección de bronces artísticos, esparcidos por todos los rincones de la habitación. Se sentó ante una mesa cubierta con un encerado negro, sobre la que un cangrejo de bronce sostenía un enorme tintero, y abrió un álbum.

—Quizá estoy cansado…, envejecido… Me salen canas, me quedo calvo y… chocheo —murmuró.

Hacía tiempo que se sentía desganado; le parecía como si tuviese el cerebro enganchado en una tela de araña, tejida durante años por una cotidiana monotonía. Su pensamiento ya no volaba lejos con alas potentes; como un caballo sujeto a un pesado carro avanzaba con seguridad, pero despacio y con la cabeza gacha. Satrov comprendía que su estado era debido al cansancio. Los amigos y los colegas le aconsejaban retirarse, pero el profesor no sabía descansar ni interesarse en otra cosa,

—¡Dejadme en paz! Hace veinte años que no voy al teatro y desde mi nacimiento no he estado en el campo —acostumbraba a afirmar, con aire sombrío.

Pero, al mismo tiempo, el científico era consciente que el largo aislamiento, la consentida limitación de su interés, le costaría una pérdida de fuerzas y de valor intelectuales. Su retiro voluntario le daba la probabilidad de concentrarse más, pero le mantenía, por otra parte, sepultado en una oscura habitación lejos de todas las cosas del mundo.

Estupendo aficionado, siempre había encontrado la serenidad en la pintura. Pero tampoco una composición compleja y estudiada en todos los detalles conseguía ahora vencer su tensión nerviosa. Satrov cerró el álbum con violencia, se levantó y tomó un paquete de usadas partituras. Poco después, el viejo armonio llenó la habitación con las notas melodiosas del intermedio de Brahms. Satrov tocaba mal y raras veces, pero elegía valerosamente las piezas de más difícil ejecución, tai vez porque solía tocar en soledad y para sí mismo. Mirando las notas con los ojos miopes semicerrados, el profesor recordó todos los detalles de su reciente viaje, un viaje extraordinario para una persona sedentaria como él.

Un antiguo alumno suyo pasado a la sección de astronomía había elaborado una original teoría sobre el movimiento del sistema solar en el espacio. Entre el profesor y Viktor (tal era el nombre del ex alumno) se habían establecido firmes relaciones de amistad. Al estallar la guerra, Viktor se había enrolado como voluntario y fue enviado a la Escuela de Carros Armados, donde siguió un largo curso de adiestramiento. Por aquella época había completado su teoría. A principios de 1943, Satrov había recibido de Viktor una carta, en la que el ex alumno le comunicaba haber conseguido llevar a buen término su trabajo, prometiendo enviarle un cuaderno con la exposición detallada de su teoría, en cuanto tuviese tiempo de hacer una copia. Pero aquélla había sido su última carta; pero después, su ex alumno murió en una grandiosa batalla de tanques.

Por eso, Satrov nunca recibió el cuaderno prometido.

Las activas gestiones emprendidas para recuperar un eventual pliego expedido a su nombre no dieron ningún resultado. El profesor se convenció por fin de que Viktor, enviado al frente con gran urgencia, no había tenido tiempo material de mantener su promesa. Inmediatamente después de la guerra, Satrov consiguió localizar al comandante del grupo de Viktor. Este había participado en la misma batalla en la que el ex alumno perdió la vida, y se encontraba hospitalizado en Leningrado, donde trabajaba Satrov. El militar le aseguró que el tanque de Viktor, pese a haber sido alcanzado de lleno, no se había incendiado; si, efectivamente, los papeles del difunto estaban allí, aún existía la esperanza de recuperarlos. Según el comandante, el tanque seguiría aún en el campo de batalla, porque la zona fue abundantemente minada.

El profesor se trasladó, junto con el comandante, al escenario de la muerte de Viktor.

Y ahora, como si salieran de las ajadas partituras, desfilaban delante de sus ojos las imágenes del viaje apenas terminado.

—¡Quieto, profesor! ¡No dé un paso más! —gritó el comandante, a su espalda.

Satrov obedeció.

El campo, batido por el sol, estaba cubierto de gruesas yerbas. Gotas de escarcha brillaban sobre las hojas, sobre los pétalos aterciopelados de las blancas flores de olor dulzón, sobre las cónicas fiorituras de los epilobios. Con el calor del sol matutino, los insectos zumbaban atareados sobre el follaje. Más lejos, el bosque mutilado por los proyectiles tres años atrás extendía la sombra de su verdor, rota por desiguales y frecuentes claros, recuerdo de las heridas de guerra en lenta curación. El campo era un completo fermento de vida vegetal, pero bajo la hierba vigorosa, se escondía la muerte, aún no borrada, no vencida por el tiempo y por la naturaleza.

La hierba crecida rápidamente escondía la tierra herida, cubierta de proyectiles, minas y bombas, arada por las cadenas de los carros armados, sembrada de astillas y bañada de sangre…

Satrov vio los tanques destrozados. Semicubiertos por la hierba, aparecían mustios en medio del campo en flor, con chorros de herrumbre roja sobre la coraza destrozada, con los cañones apuntados hacia el cielo o inclinados hacia el suelo. A la derecha, en un pequeño declive, se perfilaban las masas negras de tres máquinas quemadas e inmóviles. Los cañones alemanes apuntaban a Satrov, como si un odio ya muerto todavía les obligase a apuntar rabiosamente sobre los blancos y jóvenes abedules del margen del bosque.

Más allá, sobre un pequeño alto, un carro se había volcado al embestir una máquina caída sobre un costado. Entre las matas de epilobios sólo se veía una parte de su torre con la cruz blanca sucia. A la izquierda, la manchada masa gris oscura de un «Ferdinand» doblaba hacia abajo su cañón, cuya boca se hundía en la espesa hierba.

El florido campo no estaba atravesado por ningún sendero; entre la espesa hierba no aparecía la menor huella de hombre o de animal, no se escuchaba ningún rumor. Sólo una garza, asustada, dejaba escuchar su grito estridente desde algún lugar indeterminado. Lejano, roncaba un tractor.

El comandante se subió a un tronco de árbol caído y permaneció inmóvil largo rato. También su chofer callaba.

A Satrov le vino involuntariamente a la memoria, en su solemne tristeza, la inscripción latina que los antiguos solían esculpir en la entrada del teatro anatómico: «Hic est locus ubi mors gaudet sucurrere vitam», que significaba: «Este es el lugar en el que la muerte se complace en venir en socorro de la vida.»

Un sargento de baja estatura que mandaba la escuadra de zapadores se acercó al comandante. Su euforia le pareció a Satrov fuera de lugar.

—Camarada comandante, ¿podemos empezar? —preguntó el sargento, con voz sonora—. ¿Desde dónde?

—Desde aquí. —El comandante hundió el bastón en un arbusto de espino blanco—. En dirección hacia aquel abedul…

El sargento y los cuatro soldados que le acompañaban empezaron a localizar las minas.

—¿Dónde está el tanque de Viktor? —Preguntó Satrov, en voz baja—. Aquí sólo veo tanques alemanes.

—Venga, mire —el comandante indicó con la mano a la izquierda—, allí, cerca del grupo de álamos. ¿Ve aquel pequeño abedul de arriba? El carro está a la derecha.

Satrov se fijó en el punto indicado. Un pequeño abedul, aún en pie por milagro, en el que había sido campo de batalla, parecía palpitar apenas con el temblor de las tiernas hojas nuevas. Y sobre la hierba, a unos dos metros de distancia, despuntaba una masa metálica deforme que, desde lejos, parecía una gran mancha roja con estrías negras.

—¿Lo ve? —preguntó el comandante. Tras el gesto afirmativo del profesor, añadió—: Más a la izquierda está el mío. Allí está, está quemado. Aquel día yo…

En aquel momento llegó el sargento, que había terminado su trabajo.

—Terminado. El sendero está dispuesto.

El profesor y el comandante se pusieron en marcha. A Satrov, el carro le pareció como una calavera deformada, surcada por las negras sombras de grandes heridas. La coraza, retorcida y fundida en muchos sitios, presentaba rojas manchas de óxido.

Con ayuda del conductor, el comandante se encaramó sobre la máquina destruida, observó el interior largo rato con la cabeza metida por la escotilla abierta. Satrov se encaramó tras él y quedó a la espera, de pie sobre la coraza.

El comandante sacó la cabeza de la escotilla y dijo áspero, cerrando los ojos, deslumbrados por el sol:

—Es inútil que baje. Espere aquí. El sargento y yo lo buscaremos. Si no lo encontramos, aunque sólo sea para que se convenza, podrá bajar si lo desea.

El sargento se metió ágilmente en la máquina y ayudó al comandante a hacer otro tanto. Satrov se inclinó, preocupado, sobre la escotilla. En el interior del carro, el aire era sofocante, impregnado de podredumbre, con un ligero olor de aceite mineral y grasa. Aunque a través de las rasgaduras de la coraza penetrase un poco de luz, el comandante había encendido, para mayor seguridad, una linterna eléctrica. Inclinado, intentó, dentro del caos de metal retorcido, descubrir lo que no hubiese sido totalmente destruido. Intentó colocarse en el lugar del comandante, imaginando que se veía obligado a esconder algo valioso. El sargento se había metido en el habitáculo del conductor, donde estuvo largo rato revolviéndose y jadeando.

De improviso, el comandante descubrió sobre un asiento intacto una bolsa de reconocimiento colocada tras la almohadilla en el travesaño del respaldo. La sacó rápidamente. La piel, desteñida e hinchada, parecía aún en buen estado. Bajo la funda de celuloide, deteriorada por el tiempo, se veía un plano. El comandante arrugó la frente, presintiendo una desilusión, y forzó los oxidados botones automáticos. Satrov siguió sus movimientos con clara impaciencia. Bajo el plano topográfico, doblado varias veces, había un cuaderno con una gruesa tapa de color gris.

—¡Lo he encontrado!

El mayor llevó la bolsa de reconocimiento hasta la escotilla.

Satrov sacó con premura el cuaderno, abriendo con cuidado sus arrugadas páginas. Al ver series de cifras y reconocer la escritura de Viktor, lanzó un grito de alegría.

El comandante salió del carro.

Se había levantado un ligero vientecillo que traía el dulce perfume de las flores. El delgado abedul temblaba, inclinándose sobre el carro como presa de enorme tristeza. Sobre el cielo flotaban espesas nubes blancas, y a lo lejos, somnoliento y rítmico, se oía el canto de un cuclillo…

…Satrov no advirtió que la puerta se había abierto y que en la habitación había entrado su mujer. Esta miró con amables ojos azules, orlados de una sombra de preocupación, al marido, absorto en sus pensamientos.

—¿Comemos, Alesa? Satrov cerró el armonio.

—Otra vez tus pensamientos, ¿verdad? —le preguntó, dulcemente, su esposa, sacando los platos del aparador.

—Pasado mañana iré dos o tres días al observatorio para visitar a Belskij.

—No te reconozco, Alesa. Tú, siempre metido en casa…, durante meses sólo he visto tu espalda inclinada sobre la mesa, y ahora… ¿Qué te ha pasado? Aquí veo la influencia de…

—¿De Davydov? —Se rió Satrov—. No, no, Oljuska, él no tiene ninguna relación. No le he visto desde el cuarenta y uno.

—¡Pero si os escribís cada semana!

—No exageres, Oljuska. Davydov está ahora en América, en el congreso de geólogos… Por cierto, me haces recordar que vuelve dentro de unos días. Hoy mismo le escribiré.

El observatorio había sido reconstruido hacía poco, tras la bárbara destrucción provocada por los hitlerianos.

Satrov fue acogido con cordialidad y cortesía. Le recibió el propio director, el académico Belskij, quien puso a su disposición una habitación en su no muy espaciosa casa. Durante dos días, Satrov observó todo cuanto le rodeaba, tomó contacto con los instrumentos, los catálogos de las estrellas y los mapas celestes. Al tercer día le proporcionaron uno de los más potentes telescopios, por cuanto aquella noche era favorable a las observaciones. Belskij se brindó para servirle de guía en los sectores del cielo citados en el manuscrito de Viktor.

La sala en la que estaba dispuesto el telescopio parecía más el taller de una gran fábrica que un laboratorio científico. Las complejas construcciones metálicas superaban cumplidamente el alcance de los conocimientos técnicos de Satrov, quien pensó que su amigo, el profesor Davydov, apasionado por cualquier clase de máquinas, seguramente las habría apreciado más. En la gran torre circular destacaban algunos paneles con aparatos eléctricos. El ayudante de Belskij maniobró con rapidez y habilidad diversos interruptores y botones. Se escuchó el ruido sordo de los motores eléctricos, la torre giró sobre sí misma y el gran telescopio, semejante a un cañón con el tubo tapado, se abatió sobre el horizonte. El rumor de los motores cesó, seguido de un ligero silbido. El movimiento del telescopio se hizo casi imperceptible. Belskij invitó a Satrov a subir por una ligera escalerita de aluminio. Sobre la plataforma estaba fijada una cómoda butaca, lo suficientemente ancha como para albergar a los dos científicos. Al costado había una mesita con algunos instrumentos. Belskij atrajo hacia sí una barra metálica que llevaba en su extremo dos binoculares, semejantes a los que solía usar Satrov en su laboratorio.

—Este instrumento permite la observación simultánea a dos personas —explicó Belskij—. Los dos veremos la misma imagen proporcionada por el telescopio.

—Ya lo sé. También nosotros, los biólogos, lo utilizamos —contestó Satrov.

—Hoy recurrimos raramente a la observación visual —continuó Belskij—; el ojo se cansa en seguida y no conserva la imagen. Todo el trabajo astronómico moderno se basa en la fotografía, especialmente la observación de las estrellas, que es la que le interesa… Para empezar, puede ver alguna estrella. Aquí tiene una bonita pareja, azul y amarilla, en la constelación del Cisne. Regule el foco, como de costumbre… Espere; será mejor apagar la luz, para que sus ojos se acostumbren…

Satrov acercó los ojos al binocular y con mano experta reguló rápidamente los tornillos. En el centro de la negra circunferencia del campo visual brillaban claramente dos estrellas muy próximas. Satrov se dio cuenta inmediatamente de que el telescopio no estaba en situación de aumentar las estrellas tanto como la Luna o los planetas, a causa de las inmensas distancias que las separan de la Tierra. El telescopio recogía y concentraba sus rayos, haciéndolos más brillantes, más nítidamente visibles, y permitiendo ver mejor millones de estrellas de menor tamaño, absolutamente invisibles a simple vista.

Ante Satrov, sobre un fondo intenso, brillaban dos puntos luminosos de un bonito color azul y amarillo, incomparablemente más espléndidas que las más bellas piedras preciosas. Aquellos minúsculos puntos luminosos proporcionaban una indecible sensación de luz purísima y de infinita distancia, sumergidos en el insondable abismo de las tinieblas atravesadas por sus rayos. Satrov quedó fascinado por aquella palpitación de mundos lejanos, hasta que Belskij, apoyándose cómodamente contra el respaldo de la butaca, le distrajo al decirle:

—Continuemos nuestras observaciones. Difícilmente tendremos otra noche tan buena, y además, el telescopio ya no estará libre. ¿Quiere ver el centro de nuestra galaxia, el eje sobre el que gira esta rueda de estrellas?

Los motores volvieron a funcionar. Satrov sintió cómo se desplazaba la plataforma. En las lentes del binocular apareció un enjambre de veloces luces. Belskij aminoró la marcha del telescopio y la enorme máquina se movió imperceptible, silenciosamente. Ante los ojos de Satrov desfiló la parte de la Vía Láctea situada en los sectores de las constelaciones de Sagitario y de Escorpión.

Las breves aclaraciones de Belskij le ayudaron a orientarse en el acto y a comprender lo que veía. La cinta lechosa de la Vía Láctea estaba rociada de innumerables puntos luminosos, que se espesaban en una gran nebulosa oblonga dividida por dos zonas oscuras. Aquí y allá, sendas estrellas más cercanas a la Tierra brillaban con mayor intensidad, como si hubiesen salido de las profundidades del espacio.

Belskij paró el telescopio y amplió los aumentos del ocular. El campo visual apareció casi enteramente ocupado por una nube de estrellas, una densa masa luminosa en la que ya no se distinguían las estrellas separadas. A su alrededor hormigueaban millones de estrellas en grupos compactos y enrarecidos. A la vista de esta abundancia de mundos, no inferiores a nuestro Sol en dimensiones y luminosidad, Satrov notó una cierta opresión.

—En esta dirección se halla el centro de la galaxia —explicó Belskij—, a una distancia de treinta mil años luz. El verdadero centro es invisible para nosotros. Hasta hace poco no se ha logrado fotografiar con rayos infrarrojos el indistinto y vago contorno de este núcleo. A la derecha, esta mancha negra de enormes dimensiones es la masa de materia oscura que cubre el centro de la galaxia. En torno suyo giran todas las estrellas, así como el Sol, a una velocidad de doscientos cincuenta mil kilómetros por segundo. Si no existiera esa cortina oscura, aquí, la Vía Láctea sería muchísimo más luminosa y por la noche nuestro cielo no parecería negro, sino de color ceniza… Sigamos adelante…

En el telescopio, entre los enjambres de estrellas, se veían intervalos negros a distancias de millones de kilómetros.

—Aquélla es una nube de polvo oscuro y de fragmentos de materia —explicó Belskij—. Las estrellas las atraviesan con sus labios infrarrojos, como se ha demostrado al fotografiar con placas especiales… Aunque hay también numerosas estrellas que no brillan. Nosotros hemos comprobado sólo la presencia de las más próximas gracias a las ondas de radio que éstas emiten.

Satrov contemplaba una gran nebulosa. Semejante a una espira de humo luminosa, surcada con profundos vacíos negros, se cernía en el espacio como una nube embestida por un torbellino. En lo alto y a la derecha se veían copos más lúcidos, amarillentos, lanzados en los infinitos espacios interestelares.

Daba miedo pensar en las inmensas dimensiones de aquella nube de polvo cósmico que reflejaba la luz de las estrellas lejanas. En una cualquiera de sus negras zonas de vacío, todo nuestro sistema solar resultaría una entidad imperceptible.

—Echemos ahora una mirada más allá de los confines de nuestra galaxia —dijo Belskij.

El campo visual se engrandeció. Sólo en muy escasos momentos aparecían en lo profundo del cielo puntos luminosos apenas perceptibles, tan débiles que su luz moría en el ojo, sin conseguir casi provocar una sensación visual.

—Este es el espacio que separa nuestra galaxia de las otras islas de estrellas. Son mundos estelares parecidos a nuestra galaxia, pero excepcionalmente lejanos. Allí, hacia la constelación de Pegaso, se halla la zona más profunda del espacio que conocemos. Ahora miramos la galaxia más vecina a nosotros, que tiene dimensiones y forma semejantes a nuestro gigantesco sistema. Está formada por miríadas de estrellas de diverso tamaño y luminosidad, presenta los mismos cúmulos, la misma faja de materia oscura que se extiende sobre el plano ecuatorial y está también rodeada de cúmulos estelares esféricos. Es la llamada nebulosa M 31, en la constelación de Andrómeda. Está inclinada oblicuamente con respecto a nosotros, de forma que así la vemos en parte ladeada y en parte plana…

Satrov vio una nebulosa pálida de alargada forma oval. Observándola con atención, pudo distinguir haces luminosos dispuestos en espiral y separados por zonas oscuras.

En el centro de la nebulosa era visible una masa de estrellas más compacta y luminosa, que se fundía en un único grupo a una distancia abismal. De esta partían ramificaciones en espiral apenas perceptibles. Alrededor de la masa compacta, separados por anillos oscuros, se extendían haces más claros y pálidos, rotos en las extremidades por una serie de pequeñas manchas redondas, en particular hacia el límite inferior del campo visual.

—Mire… Para un paleontólogo como usted, esto le resultará particularmente interesante. La luz que llega ahora a nuestros ojos ha salido de aquella galaxia hace un millón y medio de años. Cuando aún no existía el hombre sobre la Tierra…

—¿Y aquélla es la galaxia más próxima? —preguntó Satrov, maravillado.

—¡Exacto! Conocemos otras, situadas a distancias del orden de centenares de miles de millones de años luz, La luz ha tenido que correr durante miles de millones de años a la velocidad de diez trillones de kilómetros al año para llegar hasta nosotros. Hemos observado estas galaxias en la constelación de Pegaso…

—¡Inconcebible! Apenas cabe imaginar distancias semejantes. Espacios infinitos, inconmensurables…

Belskij le mostró aún durante largo rato los astros nocturnos. El profesor dio las gracias calurosamente a su Virgilio celeste y volvió a su habitación. Más tarde, se acostó, pero se quedó fantaseando sin conseguir dormirse.

En sus ojos cerrados saltaban enjambres de miles de astros, aparecían colosales nebulosas, negras cortinas de materia fría, gigantescos copos de gases luminosos…

Durante billones, trillones de kilómetros, todo estaba esparcido a distancias inimaginables en el vacío monstruoso y frío, en la eterna tiniebla, surcada sólo por arroyos de potentes radiaciones.

Las estrellas…, enormes masas de materia que se mantienen compactas por la gravedad que una desmesurada presión lleva a una altísima temperatura. La elevada temperatura provoca reacciones atómicas que aumentan la emisión de energía. A fin de poder resistir, para no explotar y conservar el equilibrio interior, las estrellas deben liberar cantidades enormes de energía, que es irradiada en el espacio bajo forma de calor, luz, rayos cósmicos. Y como si fueran centrales atómicas, alrededor de las estrellas giran los planetas, a los que éstas dan su calor.

En las monstruosas profundidades del espacio, los sistemas planetarios, junto a miles de millones de estrellas aisladas y de materia oscura y fría, forman un colosal sistema semejante a una rueda: la galaxia. A veces las estrellas se acercan, luego se alejan de nuevo por millones de años, naves de una misma galaxia. A distancias aún mayores navegan las galaxias, también parecidas a enormes navíos que se cambian los saludos de sus luces en un océano interminable de tinieblas y de hielo.

Observando el universo de modo tan vivo y directo, con sus espacios helados, las masas de materia incandescente, llevadas a temperaturas inconcebibles, haciéndose una clara idea de las distancias inaccesibles, de la increíble duración de los procesos celestes, en los que granitos de arena como la Tierra tienen una importancia insignificante, Satrov había notado una sensación casi desconocida.

Al mismo tiempo, la orgullosa admiración hacia la vida y su más alta conquista, la mente humana, superaba en él todo extravío. La pequeña llama de la vida, tan fugaz, tan frágil, en grado de existir sólo sobre planetas semejantes a la Tierra, debe arder también en diversos puntes de aquellas muertas y negras profundidades del espacio.

Toda la estabilidad y la fuerza de la vida residen en su compleja organización, que apenas hemos empezado a comprender. Una organización alcanzada gracias a millones de años de evolución, de lucha de las contradicciones internas, de infinito sucederse de fuerzas nuevas más perfeccionadas que las antiguas. En esto reside la fuerza de la vida, su superioridad sobre la materia inerte. La terrible hostilidad de las fuerzas cósmicas no puede obstaculizar la vida, la cual engendra, a su vez, el pensamiento susceptible de comprender las leyes y (con su ayuda) de vencer las fuerzas de la naturaleza.

Aquí, sobre la Tierra, y allí, en las profundidades del espacio, florece la vida, poderosa fuente del pensamiento y de la voluntad, en el futuro capaz de transformarse en un torrente que se verterá sobre todo el universo. Un torrente que unirá los arroyos aislados en un inmenso océano de pensamiento.

Satrov comprendió que las sensaciones de aquella noche habían despertado la fuerza adormecida de su pensamiento creador. Le empujaba el descubrimiento encerrado en la caja de Tao Li…

Continuaría actuando sin temor a lo nuevo, por increíble que fuese.

El segundo del vapor Vitim estaba negligentemente apoyado en la baranda, brillante al sol. Sobre el agua verde, la nave parecía adormecida, acunada por el ritmo del oleaje, rodeada por movedizos fulgores luminosos. Junto a él, un largo barco inglés de alta proa ondeaba perezosamente en el aire las dos blancas cruces de los gruesos mástiles, soltando por la chimenea volutas de denso humo.

La extremidad meridional de la bahía, casi recta y negra a causa de la espesa sombra, estaba interrumpida por una pared de montañas rojo oscuras estriadas de violeta.

El oficial oyó desde abajo un rumor de pasos pesados y vio en la escalerita de la plancha la maciza cabeza y las anchas espaldas del profesor Davydov.

—¿Ya levantado, Ilja Andreevic? —saludó el científico.

Davydov entrecerró los ojos, volvió en silencio la mirada hacia la soleada bahía, luego miró al segundo, que le sonreía.

—Quiero ir a las islas Hawai. Un sitio bonito, agradable… ¿Salimos en seguida?

—El capitán ha ido a tierra para las formalidades, pero todo está dispuesto. En cuanto llegue, partiremos. ¡Directamente a casa!

El profesor asintió, mientras metía una mano en el bolsillo en busca de cigarrillos. Gozaba del descanso, esos días de ocio obligado, tan raros en la vida de un pobre científico. Davydov volvía de San Francisco, donde había asistido como delegado al congreso de geólogos y paleontólogos, los estudiosos del pasado de la Tierra.

El científico deseaba hacer el viaje de regreso en una nave soviética, y el Vitim le había proporcionado la ocasión. Era agradable la parada en las Hawai. Davydov conocía aquellas islas, rodeadas por grandes extensiones de agua del océano Pacífico. Ante la inminente partida, se sentía aún más satisfecho. En aquellos días de calma y de lenta reflexión, se habían amontonado en su mente muchos pensamientos interesantes, suponían nuevas consideraciones y sentía la necesidad de controlar, confrontar, desarrollar sus ideas. Pero esto le era imposible en la cabina de una nave, le faltaban los instrumentos necesarios, los libros, las notas, las colecciones…

Davydov se pasó la mano por una sien, lo que revelaba en él cierta irritación…

A la derecha del ángulo saliente del muelle de cemento se abría casi de improviso una amplia avenida de palmas. Las espesas copas cubrían las graciosas casitas blancas rodeadas de parterres multicolores, dejando filtrar una luz broncínea. Más allá, a lo largo de un promontorio, el verde de los árboles se hundía en el agua, sobre la que flotaba casi imperceptiblemente una barca azul con bandas negras. En la barca, algunos chicos y chicas exponían su esbelto cuerpo bronceado al sol y reían ruidosamente antes de zambullirse.

A través del límpido aire, los ojos présbitas del profesor distinguían todos los detalles de la cercana costa. La atención de Davydov fue atraída por un parterre redondo, que tenía en el centro una extraña planta: de un espeso cojín de hojas plateadas de forma de cuchillo, se levantaba, alta como un hombre, una flor roja fusiforme.

—¿Conoce aquella planta? —preguntó, con interés, el profesor al segundo.

—No —contestó, distraído, el joven marino—. La he visto, he oído decir que la consideran una rareza… Ilsa Andreevic, ¿es verdad que en su juventud fue usted marino?

Molesto por el imprevisto giro de la conversación, el profesor arrugó el ceño.

—Sí, pero ahora, ¿qué importa? —gruñó.

Desde un punto impreciso, más allá de las construcciones que sobresalían a la derecha, llegó el silbido de una sirena, que se reflejó en el agua inmóvil.

La cara del segundo adquirió entonces una expresión alarmada. Davydov miró, perplejo, a su alrededor.

Sobre la pequeña ciudad, y sobre la bahía abierta a la azul inmensidad del océano, reinaba, como antes, la calma. El profesor volvió su mirada a la barca de los bañistas.

Una muchacha morena, evidentemente hawaiana, saludó, erguida sobre la proa, a los marineros rusos, agitando una mano, y se zambulló. Las flores rojas de su traje de baño atravesaron el espejo esmeralda del agua y desaparecieron. Una lancha a motor atravesó velozmente la rada. Un minuto después apareció en el muelle un automóvil, del que descendió rápidamente el capitán del Vitim, que se dirigió corriendo hacia su nave. Una fila de banderas empezó a palpitar sobre el mástil de señales. El capitán se precipitó ansioso sobre la plancha, secándose el sudor que le caía sobre la cara con la manga de la blanca guerrera.

—¿Qué ha pasado? —empezó a decir el segundo.

—¡Listos para la maniobra! —Gritó el capitán—. ¡Listos para la maniobra!

Inclinado sobre el megáfono, tras un breve intercambio de palabras con el oficial de máquinas, dio una serie de órdenes.

—¡Todos a cubierta! ¡Cerrad las mamparas! ¡Despejad el puente! ¡Aflojad las amarras!

– Russians, what shall you do? —preguntó una voz, alarmada, desde una nave cercana.

Go ahead! —contestó inmediatamente el capitán del Vitim.

– Well! At full speed! -contestó el inglés con tono firme.

Bajo la popa, el agua empezó a burbujear sordamente. El Vitim vibró y por la derecha, el muelle se alejó lentamente. Viendo a los marineros correr presurosos arriba y abajo por el puente, Davydov se sintió turbado. Lanzó varias miradas interrogativas al capitán, pero éste, totalmente absorbido por la maniobra, parecía no darse cuenta de nada.

El mar continuaba tranquilo y en el cielo terso y tórrido no se veía ni una nube.

El Vitim salió y puso proa en dirección al mar abierto.

El capitán recobró el aliento y sacó un pañuelo del bolsillo. Al pasear su penetrante mirada sobre el puente, comprendió que todos esperaban con ansia una explicación.

—Está llegando por el noroeste una gigantesca ola. Creo que el único modo de salvar el barco es salirle al encuentro en mar abierto, a toda máquina…, lo más lejos posible de la costa.

Lanzó una mirada al muelle que se alejaba, como para estimar la distancia.

Davydov miró hacia proa y vio una serie de grandes olas que se acercaban amenazadoras a la nave. Detrás, al igual que el grueso de un ejército sigue a sus vanguardias, se levantaba una gris montaña liquida, cuya mole cubría el azul del horizonte.

—¡Tripulación bajo cubierta! —ordenó el capitán, empuñando con gesto brusco el megáfono.

Junto a la costa, las primeras olas se hinchaban y se hacían más escarpadas. El Vitim embistió la primera. La proa de la nave se levantó para hundirse en seguida tras la cresta de la segunda oía. La barandilla de la cubierta, a la que Davydov estaba fuertemente agarrado, vibró con fuerza. El puente desapareció bajo el agua, mientras la cubierta fue envuelta por una nube de espuma brillante. Un segundo después, el Vitim volvió a salir con la proa apuntada hacia el cielo. Sus potentes máquinas rugían dentro del casco, resistiendo desesperadamente a la fuerza de las olas, que frenaban la nave y querían empujarla a la costa.

Ni una sola mancha de espuma blanqueaba sobre la cima del gigantesco caballón, alzado con un rumor siniestro y que se hacía cada vez más escarpado. El sombrío esplendor de aquella muralla líquida impresionante, maciza e impenetrable, recordaba a Davydov los flancos escoceses de las rocas basálticas, cortados a pico sobre el mar. Pesada como lava, la ola se levantaba cada vez más, oscureciendo el cielo y el sol; su cumbre, cada vez más veloz, sobrepasaba el mástil de proa. Una penumbra siniestra se condensaba a los pies de la montaña de agua, donde se iba formando una profunda fosa negra, en la que la nave se hundía en espera del golpe mortal.

Las personas que se encontraban sobre la cubierta bajaron instintivamente la cabeza ante los elementos, prontos a desencadenarse. La nave se sacudió bruscamente detenida en su avance. Los seis mil caballos de vapor que movían la hélice bajo la popa habían sido anulados por una fuerza monstruosa.

El primer golpe aplastó a los hombres contra las barandillas; un instante después, el agua se revolvió con furia, ensordeciéndolos y cegándolos.

Agarrado a la barandilla, medio asfixiado, el profesor sintió que la nave se doblaba sobre el flanco izquierdo, para luego enderezarse y doblarse sobre el flanco derecho; finalmente, se enderezó de nuevo para salir del abismo de agua que la había engullido. Poco a poco, el Vitim huyó del turbulento caos gris hacia el cielo claro y sereno.

El ensordecedor rugido terminó con desconcertante rapidez. El barco empezó a descender dulcemente a lo largo de la espalda del caballón, que huía hacia la costa. Del mar llegaban nuevas filas de olas, pero no parecían ya temibles. El capitán suspiró ruidosamente y estornudó con satisfacción. Davydov, empapado hasta los huesos, vio a su derecha al barco inglés, que surcaba velozmente las olas; acordándose de algo, corrió al extremo de la cubierta. Desde allí podían divisar el muelle y la ciudad abandonados poco antes. Con horror, el científico observó cómo la ola aún más gigantesca, al llegar a la costa, cubría con su mole el verdor de los jardines, las casitas blancas y la línea recta y clara de los muelles…

—¡Otra! ¡Otra! —gritó el segundo, casi en la oreja de Davydov.

Efectivamente, una segunda ola enorme se echaba sobre la nave. Su llegada no había sido advertida, como si hubiese brotado de improviso del fondo del océano.

La montaña líquida de la cima redondeada se alzaba rugiendo, como para desahogar la ira que hervía en ella. Y de nuevo la nave fue frenada, sacudida por el peso del alud de agua, y luchó desesperadamente para sobrevivir. El caballón se deslizó hacia popa, mientras el Vitim se enfrentaba con una serie de olas menores. Después de dos o tres minutos, una tercera ola gigantesca se levantó del mar. Esta vez, las máquinas, obedientes al teléfono del capitán, dieron marcha atrás a tiempo; el choque fue menos fuerte y la nave se encabritó con mayor facilidad sobre la montaña líquida.

La lucha contra aquellas misteriosas olas, que surgían sin que soplase un hálito de viento y en un día tranquilo, continuó algún tiempo. El Vitim salió por fin de la aventura completamente empapado, pero con pocos daños; se mantuvo un rato al largo, y hasta que el capitán no se persuadió de que el peligro había pasado, no volvió a entrar en el puerto.

Había transcurrido apenas una hora desde el momento en que Davydov admiró la bella ciudad desde el puente del barco. Ahora, la costa estaba desconocida. Los parterres floridos, las lindas veredas, habían desaparecido. En su lugar se veían montones de maderos; fragmentos de techos deformados y ruinas mezcladas con largos troncos retorcidos indicaban el lugar en el que se derrumbaron las casas vecinas al mar. El espeso bosquecillo en el límite de la bahía, allí donde Davydov había visto a los jóvenes bañistas reír y bromear, quedó transformado en un pantano lleno de troncos arrancados. Las pocas casas de mampostería edificadas a lo largo del muelle parecían mirar tristemente a través de los vacíos ojos de sus ventanas. A sus pies yacían los restos de las casas más pequeñas y de las tiendas de madera destrozadas por la furia de las aguas.

Una gran lancha motora volcada sobre la orilla completaba el pavoroso cuadro como un monumento en recuerdo de la victoria del terrible mar.

Riachuelos de agua salada, que se abrían paso tortuosamente entre estratos de arena apenas depositados por el mar, brillaban al sol. Entre las ruinas hormigueaban míseras sombras en busca de los muertos, ansiosas de salvar los restos de sus bienes.

Emocionados, los marineros soviéticos se agolpaban sobre el puente y miraban silenciosos la orilla, incapaces ahora de alegrarse por su triunfo ante el peligro. En cuanto el Vitim atracó de nuevo en el muelle, milagrosamente intacto, el capitán exhortó a la tripulación a que acudiese en socorro de los habitantes, disponiendo que en la nave quedaran sólo los hombres de guardia.

Davydov volvió a bordo con los tripulantes hacia la noche. Tras lavarse con aire sombrío, se vendó una mano herida y empezó a pasear por cubierta, donde permaneció largo tiempo fumando.

La isla aún no había desaparecido en el horizonte, cuando se presentó al científico el oficial de máquinas, que presidía el comité de a bordo, para pedirle que «explicase a los muchachos lo que había pasado». Se decidió organizar una reunión en cubierta. El profesor nunca había tenido ocasión de dirigirse a un auditorio tan singular. Los marineros estaban reunidos junto a la primera bodega, unos sentados, otros en pie, otros tumbados por el suelo, mientras Davydov se apoyaba en el forro del cabestrante que le servía de cátedra. El océano, tranquilo y silencioso, ya no detenía el curso de la nave, que regresaba a la patria.

El profesor habló a los marineros del océano Pacífico, gigantesca depresión ocupada por la mayor masa líquida del planeta. A su alrededor, no lejos de los continentes, surgen cadenas de gigantescos plegamientos de la corteza terrestre, que emergen lentamente desde el fondo de profundísimas cavidades. Todas las cadenas de islas, las Aleutianas, las islas japonesas, el archipiélago de la Sonda, son precisamente pliegues de la corteza terrestre en vía de formación.

El proceso de formación de los pliegues es continuo: cada uno de ellos, cuya cima no es otra que la propia isla, se alza continuamente, a veces con una velocidad de dos metros anuales; al mismo tiempo se inclina siempre en dirección al océano.

—Imaginaos que por un instante las aguas del océano se retiran… —explicó el profesor—. En ese caso, veríais, en vez de las islas, cadenas de altas montañas inclinadas hacia el centro del océano y peligrosamente pendientes sobre las cavidades inferiores, parecidas a inmensas olas petrificadas. El declive opuesto, frente al continente, es menos fuerte, pero forma también una cavidad bastante profunda, ocupada por el mar. Tal es, por ejemplo, la estructura del mar del Japón. A lo largo de las vertientes situadas de cara al continente se forman cadenas volcánicas. En el interior de los plegamientos, la presión es tan grande que funde las rocas del núcleo interno; la materia fundida irrumpe por fisuras bajo la forma de lava incandescente. Las cavidades frente al océano se hacen cada vez más profundas bajo la presión de la base de los pliegues, y en ellas se sitúan los centros de los grandes terremotos.

»Precisamente uno de esos terremotos fue la causa de la desgracia de ayer. En un punto indeterminado del Norte, probablemente en la fosa de las Aleutianas, en la base de los plegamientos aleutianos, la fuerte presión de que he hablado ha roto un sector del fondo del océano, provocando un fuerte terremoto submarino. El empuje provocó una ola gigantesca que se ha extendido en el océano, hacia el Sur, a miles de millas del punto de origen, y pocas horas después alcanzó las islas Hawai. En mar abierto, nuestro Vitim hubiese pasado por encima de ella sin darse cuenta siquiera; en efecto, el diámetro de la ola era tan grande —cerca de 150.000 kilómetros- que la nave hubiese podido remontarla hasta su máxima altura sin notarlo siquiera. Pero frente a tierra firme es muy diferente. Cuando la ola halla un obstáculo, se levanta, crece y se lanza sobre la costa con inaudita violencia. No es preciso hablar de ello porque todos vosotros habéis visto ya los efectos. El aspecto y el carácter de las olas vienen determinados por los bancos de arena existentes en las proximidades de las costas.

»Estas olas no son raras en el océano Pacífico, precisamente porque en el fondo de este mar están en curso procesos de formación de nuevos plegamientos en la corteza terrestre… Durante los últimos ciento veinte años, las islas Hawai han sufrido la violencia de las olas en veintiséis ocasiones. Las olas provenían de distintas direcciones: las Aleutianas (como la nuestra), el Japón, Kamchatka, las Filipinas, las islas Salomón, América del Sur, incluso la costa de México. Esta última se remonta a noviembre de 1938. La velocidad media de estas olas se calcula en trescientos a quinientos nudos…

Los marineros, interesados, hicieron a Davydov numerosas preguntas, y la conversación se hubiese prolongado mucho tiempo, de no provocar el cambio de guardia la disolución del auditorio. El profesor se entretuvo en la cubierta, reflexionando intensamente, con la frente arrugada y los dientes apretados.

La inesperada destrucción de la bella isla había dejado una profunda huella en el corazón del científico. Y casi todas las preguntas realizadas por los marineros coincidían, en cierto sentido, con sus propios pensamientos. Era preciso descubrir no sólo cómo se producía la formación de los pliegues del océano Pacífico, sino también las causas de tal proceso. ¿Por qué en el corazón de la Tierra se provocan estos lentos y poderosos movimientos que arrugan enormes estratos de rocas, empujándolos siempre más arriba sobre la superficie de la tierra? ¡Qué insignificantes son nuestras informaciones acerca de las vísceras de nuestro planeta, el estado de la materia, los procesos físicos o químicos que se desarrollan bajo presiones del orden de millones de atmósferas, bajo estratos de miles de kilómetros, cuya estructura se desconoce!

Basta el desplazamiento de pocas moléculas, basta un insignificante aumento del volumen de estas masas inimaginables, para que sobre el sutil velo de la corteza terrestre conocida por nosotros se produzcan desplazamientos enormes, para que la corteza rota se levante en decenas de kilómetros. Sin embargo, sabemos que si estos desplazamientos faltasen, si estas fuertes sacudidas no se produjesen, significaría que la materia del interior del planeta se encuentra en estado de quietud, de equilibrio.

Únicamente en ocasiones, con intervalos de millones de años, algunos estratos de naturaleza rocosa se retuercen, se pliegan y, en parte, se funden, para salir a la superficie durante las erupciones volcánicas. Luego el conjunto emerge en la superficie, dando lugar a una enorme meseta en la que, más tarde, erosionada por las aguas y los agentes atmosféricos, se forman valles, montañas; en resumen, lo que solemos llamar un paisaje montañoso.

El hecho más sorprendente es que los focos volcánicos y las zonas de plegamiento de los estratos rocosos se hallan en profundidades relativamente pequeñas, a pocas decenas de kilómetros de la superficie terrestre, mientras que las partes centrales del planeta, cubiertas por un estrato de materia de treinta kilómetros de espesor, están en permanente estado de quietud…

La materia dura, enfriada, de nuestro planeta está constituida por elementos químicos constantes: los noventa y nueve ladrillos sobre los que se alza todo el Universo. Estos elementos, sobre la Tierra, son casi todos constantes e inmutables, a excepción de los pocos radiactivos que se transforman por si solos, entre los que se cuentan el famoso uranio, el torio, el radio, el plutonio. A éstos, según parece, hay que añadir los elementos 43°, 61°, 85° y 87° de la tabla de Mendeleev (masurio, florencio, ekaiodio y ekacesio), enteramente transformados.

En las estrellas sucede de forma diferente. Por la acción de presiones y temperaturas gigantescas, se produce la transformación de un elemento en otro: el hidrógeno, el litio, el berilio, se transforman en helio; el carbono se convierte en oxígeno, el cual, a su vez, pasa a carbono, desprendiendo colosales cantidades de energía en forma de calor, luz y otras radiaciones no menos potentes.

Pero sea cual fuere la hipótesis que se quiera aceptar sobre la formación de nuestro planeta, es evidente que hubo una época en la que la materia constitutiva de la Tierra se encontraba en un estado de fuerte calentamiento, era una masa de materia incandescente, semejante a la que forma las estrellas. ¿Y si en la masa enfriada del planeta hubiesen quedado aún elementos inestables, desconocidos por nosotros, resto de los procesos atómicos de aquella época, parecidos a los producidos artificialmente en nuestros laboratorios con los elementos uránicos?

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