Relatos de ciencia ficción soviética

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La gravedad ha desaparecido

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La gravedad ha desaparecido

Alexander Beliaev

I - Una misteriosa quinta de verano

Durante mis paseos por las afueras de Simeiz, en Crimea, la solitaria quinta de verano que se erguía en la falda de una montaña llamó mi atención. Ningún camino conducía hasta ella y estaba muy bien vallada por todos los lados, con su única verja siempre cerrada. Por encima de la valla no asomaba ningún arbusto ni la copa de un solo árbol, y en torno a ella todo eran rocas amarillentas, con algún ocasional enebro de aspecto enfermizo o un retorcido pino aquí y allá.

¿A quién podía habérsele ocurrido vivir en aquel desierto? Suponiendo que viviera alguien allí… Solía preguntármelo mientras merodeaba alrededor de la misteriosa quinta de verano.

Nunca vi salir a nadie del lugar. Mi curiosidad fue en aumento, y debo confesar que traté de echar una mirada al interior de la valla trepando a las rocas más altas del contorno. Pero la quinta estaba situada de modo que, cualquiera que fuese mi observatorio, sólo podía divisar un rincón del patio.

Sin embargo, al cabo de unos cuantos días de observación, conseguí ver a una anciana vestida de negro que cruzaba el patio.

Aquello fue un nuevo estímulo para mi curiosidad.

Las personas que vivían allí debían tener alguna conexión con el mundo exterior. ¿Dónde efectuaban sus compras?

Realicé indagaciones entre la gente que conocía, y finalmente capté el rumor de que la quinta estaba habitada por el profesor Wagner.

¡El profesor Wagner!

Aquel nombre acrecentó todavía más la atención que dedicaba a la quinta de verano. Hubiese dado cualquier cosa por conocer al hombre cuyos inventos habían causado tanta sensación. A partir de entonces asedié el lugar. En mi fuero íntimo sabía que estaba haciendo algo que no debía, pero continué espiando el lugar durante horas enteras, de día y de noche, desde mi puesto de observación detrás de unas matas de enebros.

Dicen que quien la sigue la consigue.

Bien, una mañana, poco después del amanecer, oí chirriar la verja. Todo mi cuerpo se puso en tensión y, con el corazón palpitante, aguardé el desarrollo de los acontecimientos.

La verja se abrió. Un hombre alto, de mejillas sonrosadas, con una barba rubia y un bigote caído, cruzó la verja y dirigió una cautelosa mirada a su alrededor. ¡No cabía duda: era el profesor Wagner!

Tras asegurarse de que no había nadie a la vista, el profesor trepó lentamente por la colina hasta un espacio llano donde empezó a realizar lo que me pareció un ejercicio muy raro. En el suelo había varios pedruscos de diversos tamaños. Wagner trató de levantarlos uno por uno, pero eran tan grandes y pesados que ni siquiera un campeón de levantamiento de pesos hubiera podido moverlos.

«¡Qué extraño pasatiempo!», pensé. Pero inmediatamente quedé tan asombrado que no pude contener una exclamación de sorpresa. Era algo completamente irreal: el profesor Wagner se acercó a una enorme roca, más alta que un hombre, la agarró por un borde saliente y la levantó con el mismo esfuerzo aparente que habría empleado si la roca hubiese sido de cartón. Luego, extendiendo el brazo, empezó a balancear la roca de un lado a otro.

Yo estaba desconcertado, sin saber qué pensar. Una de dos, o el profesor Wagner poseía una fuerza sobrehumana —en cuyo caso, ¿por qué no había podido levantar otras rocas de menor tamaño?—, o…

No había completado mi pensamiento cuando un nuevo truco del profesor me privó incluso de la facultad de pensar: hasta tal punto me impresionó.

Wagner lanzó la roca hacia arriba como si fuera un guijarro, proyectándola a una altura de casi veinte metros. Muy nervioso, cerré los ojos esperando oír el estrépito que habría de producirse cuando la roca se estrellara contra el suelo. Pero, transcurridos unos segundos sin oír nada, volví a abrir los ojos. La roca descendía lentamente. Y, antes de que llegara al suelo, Wagner extendió su mano y la recogió, sin que su brazo acusara en lo más mínimo los efectos del impacto.

—¡Ja, ja! —rió Wagner con una voz profunda, al tiempo que volvía a lanzar la roca, esta vez paralelamente al suelo.

La roca recorrió medio centenar de metros y de pronto pareció perder impulso y cayó, haciéndose añicos.

—¡Ja, ja! —rió de nuevo, y dio un salto extraordinario.

Habiendo alcanzado una altura de unos cuatro metros, empezó a volar paralelamente al suelo en dirección a donde yo estaba; luego, posiblemente debido a un error de cálculo, inició una rápida caída. Se estrelló contra el suelo cerca de mí, al otro lado del enebro, gruñó, profirió una maldición y se frotó la rodilla. Luego trató de levantarse y volvió a gruñir.

Tras alguna vacilación decidí revelar mi presencia y prestar los primeros auxilios al profesor.

—¿Está usted herido? ¿Puedo ayudarle? —inquirí, saliendo de detrás del arbusto.

Mi aparición no pareció sorprender lo más mínimo al profesor. En cualquier caso, si le sorprendió no lo dio a entender.

—No, gracias —dijo con voz tranquila—. Puedo valerme por mí mismo.

Efectuó otra tentativa para levantarse, pero tuvo que renunciar, con el rostro contraído por el dolor. Su rodilla se estaba hinchando a ojos vista. Era evidente que no podría arreglárselas sin ayuda.

La situación requería una acción inmediata.

—Permítame que le ayude a salir de aquí antes de que el dolor le deje sin fuerzas —dije, y le ayudé a levantarse.

No formuló ninguna objeción, a pesar de que cada movimiento tenía que representar una tortura para él. Echamos a andar lentamente hacia la casa. Yo cargaba casi con todo su peso, y al final el que se estaba quedando sin fuerzas era yo. Pero me sentía feliz, ya que no sólo había visto al profesor Wagner, sino que incluso había trabado conocimiento con él. ¿Me permitiría entrar en su casa? ¿O me despediría al llegar a la verja, después de darme las gracias? Esto era lo que me preocupaba mientras nos acercábamos a la quinta. Sin embargo, el profesor no dijo nada y cruzamos la línea mágica. De hecho, no creo que el profesor pudiera decir nada. Sus sufrimientos parecían ser muy intensos. Yo también estaba mortalmente cansado, pero antes de entrar en la quinta conseguí echar una inquisitiva mirada en torno al patio.

Era muy espacioso, y en el centro había una especie de máquina parecida a un aparato de Maurain. En uno de los rincones había un agujero circular en el suelo, cubierto con un grueso cristal. Alrededor del agujero, unos arcos metálicos se extendían a intervalos hacia la casa y en otras varias direcciones.

No tuve tiempo de ver nada más, ya que la mujer vestida de negro el ama de llaves del profesor, —según supe más tarde—, salió alarmada de la casa y corrió a nuestro encuentro.

II - El círculo mágico

Wagner se encontraba en muy mal estado. Su respiración era dificultosa y deliraba.

Deseé con todas mis fuerzas que el cerebro del profesor Wagner, aquel maravilloso mecanismo, no resultara lastimado a consecuencia del golpe.

En su delirio, recitaba fórmulas matemáticas y gemía de cuando en cuando. El ama de llaves estaba completamente aturdida y no sabía qué hacer. Repetía sin cesar:

—¿Qué va a pasar? ¡Dios mío! ¿Qué va a pasar?

Tuve que prestarle al profesor los primeros auxilios y me quedé a cuidarle.

A la mañana siguiente Wagner recobró el conocimiento. Abrió los ojos y me miró.

—Gracias —murmuró débilmente.

Le di unos sorbos de agua y él hizo un gesto de reconocimiento y me pidió que le dejara solo. Fatigado por la ansiedad del día anterior y por una noche de insomnio, decidí dejar solo al paciente unos instantes y salir a tomar un poco el aire. El aparato instalado en el centro del patio volvió a atraer mi atención. Me acerqué a él y alargué la mano.

—¡No se acerque más! ¡Cuidado! —gritó la voz asustada del ama de llaves detrás de mí.

Y mientras oía aquella voz, noté que mi mano se hacía de pronto extraordinariamente pesada, como si soportara una enorme carga, hasta el punto de que tiró de mí hacia abajo con tal violencia que caí al suelo. Mi mano quedó pegada al suelo por aquel invisible peso. Con un supremo esfuerzo conseguí liberarla. Estaba amoratada y me dolía mucho.

El ama de llaves permanecía a mi lado, sacudiendo la cabeza con desaliento.

—¡Oh, querido, querido! Ha sido una torpeza por su parte. Será mejor que se mantenga alejado del patio, si no quiere que le suceda una desgracia, Dios me perdone.

Sin comprender nada, entré en la casa y me apliqué una compresa de agua fría a la mano.

Al despertar por segunda vez, el profesor parecía estar completamente despejado. Por lo visto, su organismo era excepcionalmente vigoroso.

—¿Qué es eso? —inquirió, señalando mi mano.

Se lo expliqué.

—Se ha librado usted por muy poco —dijo.

Ardía en deseos de obtener una explicación de Wagner, pero me abstuve de formularle preguntas para no fatigarle.

Aquella noche, después de que su lecho fue adosado a la ventana, de acuerdo con sus instrucciones, el propio Wagner sacó a relucir el tema que tanto me interesaba.

—La ciencia estudia las fuerzas elementales —empezó— y establece toda clase de leyes, pero en realidad sabe muy poco acerca de la naturaleza de esas fuerzas. Tomemos la electricidad o la gravedad. Estudiamos sus propiedades y las utilizamos. Pero no nos revelan el íntimo misterio de su naturaleza. Por lo tanto, no podemos utilizarlas plenamente. La electricidad resulta más asequible, desde luego. La hemos domesticado, por así decirlo. La almacenamos, la transmitimos de un lugar a otro, la utilizamos cuando y cómo la necesitamos. Pero la gravedad es más intratable. Tenemos que transigir con ella, adaptarnos a sus caprichos, en vez de adaptarla a nuestras necesidades. Si pudiéramos regular su poder a nuestra voluntad, acumularlo como la electricidad, dispondríamos de una fuerza maravillosa. Siempre he soñado en domesticar a la gravedad.

—¡Y lo ha conseguido usted! —exclamé, con repentina comprensión.

—Sí, lo he conseguido. He descubierto una técnica por medio de la cual podemos regular la fuerza de gravedad. Ha sido usted testigo de mis primeros éxitos. Y de lo que me han costado —añadió Wagner, frotándose la rodilla lastimada—. Como experimento, he reducido la fuerza de gravedad en una pequeña zona alrededor de esta quinta. Ya vio usted con qué facilidad levanté aquella roca. Lo conseguí a cambio de un aumento de la fuerza de gravedad en una zona de dimensiones equivalentes en el interior de mi patio. Su curiosidad ha estado a punto de costarle la vida cuando se acercó a mi «círculo mágico».

»—Mire —continuó, señalando a través de la ventana—. ¿Ve aquellos pájaros que vuelan por allí? Tal vez uno de ellos penetrará en la zona de gravedad incrementada…

Se quedó silencioso contemplando con aire excitado los pájaros que se acercaban a la quinta. Ahora estaban encima del patio…

De repente, uno de ellos cayó como una piedra. No se limitó a estrellarse contra el suelo, de un modo normal, sino que quedó aplastado y reducido al grosor de un papel de fumar, como si lo hubiese chafado una apisonadora.

—¿Ha visto?

Me estremecí al pensar que podía haberme ocurrido lo mismo a mí.

—Sí —Wagner adivinó mi pensamiento—, hubiera usted quedado reducido a papilla por el peso de su propia cabeza —Y con una sonrisa continuó—: Fima, mi ama de llaves, dice que mi invento es una maravilla para mantener a los gatos alejados de la despensa. Pero hay otras bestias mucho más peligrosas, que no están armadas con garras y colmillos, sino con cañones y bombas.

»—¡Imagine lo que podría hacer un arma defensiva que controlara la gravedad! Una barrera a lo largo de las fronteras del país impediría que el enemigo pudiera cruzarlas. Los aviones caerían como ha caído ese pájaro. Ni siquiera los proyectiles de artillería pasarían más allá. O podría aplicarse en sentido contrario: reducir la fuerza de gravedad en la zona enemiga, de modo que los soldados flotaran indefensos en el aire… Pero todo eso es un juego de niños comparado con lo que he conseguido. He descubierto un sistema para reducir la atracción de la gravedad en toda la superficie de la Tierra, a excepción de los polos.

—¿Cómo es posible eso?

—Haciendo que el globo gire con más rapidez, sencillamente.

—¿Cómo? ¿Hacer que el globo gire más aprisa?

—Sí. A medida que aumente su velocidad, la fuerza centrífuga será mayor y todos los objetos situados sobre la superficie de la Tierra se harán más ligeros. Si no le importa quedarse conmigo unos cuantos días…

—¡Me encantará!

—Entonces, iniciaré el experimento en cuanto pueda levantarme. Creo que le interesará.

III - «Está rodando»

Al cabo de unos días el profesor Wagner abandonó el lecho, aunque cojeaba ligeramente. Se pasaba muchas horas en su laboratorio subterráneo, situado en un rincón del patio. Me abrió las puertas de su biblioteca pero nunca me invitó a bajar al laboratorio.

Un día, me encontraba sentado en la biblioteca cuando se presentó Wagner, muy excitado, gritando desde el umbral:

—¡Está rodando! He puesto el aparato en movimiento. Ahora veremos qué pasa.

Yo esperaba algo extraordinario. Pero transcurrieron las horas sin que sucediera nada.

—Paciencia —dijo el profesor, sonriendo—. La fuerza centrífuga es directamente proporcional al cuadro de la velocidad angular, ¿sabe? Y la Tierra tiene un tamaño descomunal: no resulta fácil acelerarla.

A la mañana siguiente, al levantarme, experimenté la sensación de que era más ligero que de costumbre. Hice una prueba, levantando una silla: me pareció también mucho más ligera. De modo que la fuerza centrífuga estaba funcionando… Salí a la veranda y me senté a leer a la sombra. Pero no tardé en darme cuenta de que la sombra se movía con desusada rapidez. ¿Acaso se movía el sol más aprisa que antes?

—Se ha dado cuenta, ¿eh? —oí que decía Wagner, desde el lugar donde había estado observándome—. La Tierra gira más aprisa, y el día y la noche se están acortando.

—Pero, ¿a dónde nos llevará todo esto? —inquirí.

—Vivir para ver —se limitó a decir el profesor.

Aquel día, el sol se ocultó dos horas antes que de costumbre.

—Imagino la conmoción que el acontecimiento habrá producido en todo el mundo —le dije al profesor—. Pero, me gustaría saber…

—Vaya a mi estudio y lo sabrá —dijo Wagner—. Allí hay un aparato de radio.

Me dirigí apresuradamente al estudio y me enteré de que la población mundial se encontraba efectivamente bajo los efectos de una gran conmoción.

Pero aquello era sólo el comienzo. La Tierra continuó acelerando su movimiento, y los días se hacían cada vez más cortos.

—Todos los objetos que están sobre el ecuador han perdido ahora una cuadragésima parte de su peso —me dijo Wagner cuando el día y la noche duraban solamente cuatro horas.

—¿Por qué sobre el ecuador?

—Porque la atracción de la Tierra es más débil allí, en tanto que el radio de rotación es más largo: en consecuencia, la fuerza centrífuga es mayor.

Los científicos se habían dado cuenta ya del peligro que esto implicaba. Se había iniciado un éxodo desde las regiones ecuatoriales a latitudes más altas, donde la fuerza centrífuga era menor. La reducción estaba resultando beneficiosa: las locomotoras podían arrastrar enormes trenes, el motor de una motocicleta proporcionaba suficiente energía para un avión… y a una mayor velocidad. La gente era cada vez más ligera y más fuerte. Por mi parte, cada día que pasaba me encontraba más liviano. ¡Una sensación sumamente agradable!

Sin embargo, la radio no tardó en informar de los primeros desastres. Los descarrilamientos eran cada vez más frecuentes, aunque con escasas víctimas, ya que los vagones quedaban intactos aunque cayeran desde alturas considerables. Los vientos adquirían la fuerza de huracanes, levantando nubes de polvo que ya no volvían a posarse nunca más en el suelo.

Cuando la velocidad angular hubo aumentado setenta veces, los objetos y las personas del ecuador perdieron todo su peso.

Aquella noche, la radio difundió la terrible noticia: en el África ecuatorial y en América aumentaban los casos de personas que andaban cabeza abajo debido a la atracción de la fuerza centrífuga, siempre en aumento. Y no tardó en llegar otra noticia más aterradora del ecuador: la amenaza de asfixia.

—La fuerza centrífuga está desgarrando la envoltura de aire del globo terráqueo —explicó el profesor tranquilamente—. La atracción de la Tierra no puede seguir manteniéndola en su lugar.

—Pero… ¿significa eso que también nosotros nos asfixiaremos? —pregunté, en tono preocupado.

Wagner se encogió de hombros.

—Nosotros estamos preparados contra cualquier eventualidad —dijo.

—¿Por qué empezó todo esto? —inquirí—. Representará una verdadera catástrofe mundial, la destrucción de la civilización…

Wagner se quedó impasible.

—Más tarde sabrá por qué lo he empezado.

—No habrá sido por el simple placer de experimentar…

—No comprendo su excitación —dijo Wagner—. ¿Y qué, si se tratara de un simple experimento? No razonemos en un círculo vicioso. Cuando un huracán o un volcán en erupción mata a las personas por millares, a nadie se le ocurre formular reproches al huracán o al volcán. Considere esto como otro desastre natural.

No quedé satisfecho por la respuesta. Además, una sensación de mala voluntad hacia el hombre despertó en mi ánimo por primera vez.

Había que ser un monstruo, desprovisto de todo sentimiento, para sacrificar las vidas de millones de personas por un experimento científico, pensé.

Mi mala voluntad hacia Wagner se hizo más intensa a medida que yo mismo me sentía peor, y no era de extrañar: aquellos terribles informes acerca de la destrucción paulatina del mundo, la rápida sucesión de los días y las noches, bastaban para enloquecer a cualquiera. Apenas dormía, y era un manojo de nervios. Para moverme, tenía que adoptar infinitas precauciones. La más leve contracción muscular me haría salir despedido contra el techo. Las cosas perdían rápidamente peso y no había modo de manejarlas. Los muebles más pesados se desplazaban al menor contacto.

Fima, el ama de llaves, estaba tan exasperada como yo. El cocinar se había convertido en un espectáculo circense: las ollas y las cacerolas volaban por el aire, y la propia cocinera flotaba cómicamente tratando de alcanzarlas.

Wagner era el único que conservaba el buen humor, e incluso se burlaba de nosotros.

No me aventuraba a salir al exterior sin haber llenado previamente mis bolsillos de piedras, para no «caer en el cielo». El nivel del mar era cada vez más bajo, ya que el agua era arrastrada hacia el oeste, donde al parecer inundaba la costa… Además, padecía frecuentes ataques de vértigo y de asfixia. El aire era cada vez más enrarecido. El viento huracanado que había estado soplando del este parecía amainar. Pero al mismo tiempo descendía la temperatura del aire.

Intuía que se acercaba el final… Me sentía tan angustiado que empecé a pensar qué clase de muerte escogería: caer en el cielo, o esperar a quedar asfixiado. La asfixia era lo peor, pero me permitiría ver lo que ocurría en la Tierra hasta el último momento.

No, era preferible terminar de una vez, pensé, y empecé a descargar mis bolsillos.

—Un momento —oí que decía la voz de Wagner, apenas audible en aquella atmósfera enrarecida—. Vamos a bajar al laboratorio subterráneo.

Deslizó su brazo debajo del mío, hizo una seña al ama de llaves, que estaba en la veranda, jadeando, y los tres nos encaminamos a la gran «ventana» redonda practicada en el suelo del patio. Yo andaba como en un trance, perdida toda voluntad. Wagner abrió la pesada puerta que conducía al laboratorio subterráneo y me empujó a través de ella. Perdí el sentido y caí sobre el suelo de piedra.

IV - Cabeza abajo

No sé cuanto tiempo permanecí inconsciente. Mi primera sensación fue la de que estaba respirando aire fresco. Abrí los ojos y quedé sorprendido al ver una bombilla enroscada al suelo, no lejos del lugar donde yo estaba tendido.

—No le extrañe —oí que decía el profesor Wagner—. El suelo no tardará en convertirse en techo. ¿Cómo se encuentra?

—Mucho mejor, gracias.

—Arriba, entonces —dijo, cogiéndome de la mano.

Volé hasta la claraboya y luego descendí, muy lentamente.

—Vamos, le enseñaré mi cuartel general subterráneo —dijo Wagner.

Había tres habitaciones juntas: dos de ellas con luz artificial, y una tercera, de mayor tamaño, con un encristalado techo o suelo: no estoy seguro. Lo malo era que estábamos sometidos al estado de ingravidez.

Esto convertía nuestro recorrido en un paseo agotador. Girábamos y remolineábamos, agarrando y desplazando los muebles, saltando por encima de las mesas o chocando contra ellas, suspendidos a veces en el aire y extendiendo nuestras manos para cogernos. Sólo nos separaban unos centímetros, pero éramos completamente incapaces de franquearlos hasta que algún ingenioso truco rompía el equilibrio. Los objetos que tocábamos flotaban alrededor de nosotros. Una silla estaba colgada en el aire en el centro de la habitación. Unos vasos llenos de agua aparecían volcados sin que se derramara el líquido…

Luego vi una puerta que conducía a la cuarta habitación, de la cual surgía un sonido chirriante. Pero Wagner no me permitió entrar en ella. Al parecer, albergaba el mecanismo que aceleraba la rotación de la Tierra.

Sin embargo, nuestro «vuelo espacial» no tardó en acabar, y descendimos al techo encristalado, que a partir de entonces sería nuestro suelo. No tuvimos que mover las cosas porque ya se habían movido por sí mismas, y la bombilla eléctrica estaba ahora sobre nuestras cabezas, iluminando la habitación durante las brevísimas noches.

Wagner lo había previsto todo, desde luego. Disponíamos de una abundante provisión de botellas de oxígeno, de alimentos en conserva y de agua. Esto explica que el ama de llaves no salga a comprar, pensé.

Ahora que estábamos en el techo, descubrí que el andar resultaba bastante fácil, a pesar de que, en términos relativos, andábamos cabeza abajo.

Pero el hombre se acostumbra a todo. Yo me estaba adaptando rápidamente a la nueva situación. Cuando incliné la mirada hacia mis pies y vi el cielo debajo de mí a través del grueso cristal transparente, tuve la impresión de que estaba de pie sobre un espejo redondo que reflejaba el cielo.

Pero a veces reflejaba cosas anormales o espantosas.

El ama de llaves dijo que tenia que ir a la casa a buscar la mantequilla, que había olvidado allí.

—No podrá llegar —le dije—. Se caerá usted hacia abajo… quiero decir hacia arriba.

—Me agarraré a las anillas del suelo: el profesor me enseñó a hacerlo. Cuando todo era normal, aprendí a andar sobre mis manos en una habitación en la que había anillas en el techo.

Desde luego, el profesor Wagner había pensado en todo.

Me sorprendió que una mujer se mostrara tan valiente. ¡Arriesgar su vida, «andando sobre las manos» encima del espacio infinito, para que no nos faltara la mantequilla!

—De todos modos, es muy arriesgado —dije.

—Mucho menos de lo que imagina —declaró el profesor Wagner—. Nuestro peso es insignificante y se requiere muy poca fuerza muscular para esa maniobra. Además, voy a acompañarla: me he dejado arriba mi cuaderno de notas.

—Pero, en el exterior no hay aire…

—Tenemos cascos con aire comprimido.

Y así, vestidos como buzos, se alejaron. La doble puerta se cerró detrás de ellos. Luego oí el golpazo de la puerta exterior.

Tendido en el suelo, con el rostro pegado al grueso cristal, contemplé a la pareja con inquietud: dos figuras con la cabeza embutida en un globo que andaban rápidamente sobre sus manos, agarrándose a las anillas del suelo, con las piernas agitándose en el aire. ¡Resultaba difícil imaginar un espectáculo más fantástico!

Wagner y el ama de llaves desaparecieron en el interior de la casa.

No tardaron en salir de nuevo.

Se encontraban ya a medio camino del laboratorio cuando ocurrió algo que me dejó helado de espanto: el ama de llaves había dejado caer la jarra de la mantequilla y, en su esfuerzo por alcanzarla, se soltó de la anilla y empezó a caer al abismo…

Wagner intentó salvarla: desenrolló una cuerda que llevaba a la cintura, la ató a una de las anillas y descendió por ella detrás del ama de llaves. La desdichada mujer caía lentamente, y como Wagner había conseguido acelerar su caída por medio de un vigoroso impulso, no tardó en llegar a su altura. Extendió su brazo hacia ella, pero la fuerza centrífuga había hecho que la mujer se desviara un poco. Wagner no consiguió alcanzarla. Y la cuerda estaba ahora completamente desenrollada… Lentamente, el profesor trepó por la cuerda, iniciando el regreso a la tierra desde los abismos del cielo…

Vi que la desgraciada mujer agitaba sus brazos. Luego, la noche cayó como un telón sobre aquella escena de muerte.

Me estremecí al imaginar lo que ella sentía. ¿Qué sería de ella? Su cadáver, sin descomponerse en la frialdad del espacio, caería eternamente a menos de que un planeta lo atrajera al pasar junto a él.

Estaba tan absorto en mis pensamientos que no me di cuenta de que Wagner había entrado y estaba a mi lado.

—Una hermosa muerte —dijo tranquilamente.

El odio me cegó.

—¡Usted la ha matado! —escupí—. ¡Es usted un asesino! ¡Y tendrá que responder de esa muerte, y de la vida que ha destruido en la Tierra! Reduzca inmediatamente la velocidad de la Tierra, o…

Pero el profesor se limitó a sacudir la cabeza.

—¡Hable! —grité, apretando los puños.

—No puedo hacer nada. Probablemente, existe un error en mis cálculos.

—¡Entonces, pagará usted por ese error!

Me lancé contra él, enrosqué mis manos alrededor de su garganta y empecé a apretar… Y en aquel preciso instante noté que el suelo cedía bajo mis pies. Luego se rompió el cristal y me hundí en el abismo, con las manos cerradas sobre la garganta de Wagner…

V - Un nuevo auxiliar docente

Delante de mí, el rostro sonriente del profesor Wagner. Aturdido, le miré. Luego miré a mi alrededor.

El sol, bajo aún en el dosel azulado del cielo. A lo lejos, el mar. Dos mariposas blancas revoloteando cerca de la veranda. El ama de llaves, con un plato que contenía un gran trozo de mantequilla en las manos…

—¿Dónde estoy? ¿Qué significa todo esto? —le pregunté al profesor.

Wagner sonrió por debajo de sus largos bigotes.

—Debo disculparme —dijo— por haberle utilizado para un experimento, sin su permiso y sin haber tenido el placer de conocerle hasta ahora. Si sabe quién soy, estará enterado de que por espacio de muchos años he estado trabajando en la solución del problema que le plantea al hombre la necesidad de asimilar la inmensidad de los conocimientos modernos. Personalmente, por ejemplo, he logrado que cada una de las dos mitades de mi cerebro trabaje independientemente.

—Leí algo acerca de eso —dije.

—Entonces, ya sabe de qué va. Pero no todo el mundo puede hacer eso. De modo que decidí utilizar la hipnosis como auxiliar docente. Después de todo, la enseñanza convencional comporta también cierta cantidad de hipnosis. Esta mañana, cuando salí a dar mi acostumbrado paseo, le vi a usted oculto detrás del enebro. No era la primera vez que se apostaba usted allí, ¿verdad? —inquirió, con un brillo humorístico en los ojos.

Quedé confundido.

—Bueno, decidí castigarle un poco por su curiosidad, sometiéndole a la hipnosis.

—¿Qué? ¿Todo lo que he visto…?

—Pura hipnosis. Sin embargo, para usted fue muy real, ¿no es cierto? Y seguramente no olvidará la experiencia. Nada menos que una lección práctica sobre las leyes de la gravedad y de la fuerza centrifuga. Se comportó usted como un estudiante aprovechado, aunque al final de la sesión se excitó un poco…

—¿Cuanto tiempo ha durado?

El profesor Wagner consultó su reloj.

—Un par de minutos, aproximadamente. Una técnica muy productiva, ¿no le parece?

—¡Un momento! —exclamé—. ¿Y la ventana encristalada? ¿Y las anillas en el suelo? —Miré hacia el patio que se extendía delante de nosotros, completamente vacío—. ¿Fueron también producto de la hipnosis?

—Exactamente. Pero, con sinceridad, ¿encontró usted aburrida mi lección de física? No, ¿verdad? Fima —llamó—. ¿Está preparado el café? Vamos a desayunar…

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