Relatos de ciencia ficción soviética

Relatos de ciencia ficción soviética


Cuento de año nuevo

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Cuento de año nuevo

Vladimir Dudincev

Yo vivo en un mundo fantástico, en un país de fábula, en una ciudad creada por mi imaginación. En ella suceden aventuras asombrosas, y yo también he tomado parte en ellas. Les contaré algo aprovechando el hecho de que en Año Nuevo los hombres se muestran propicios a escuchar, confiados, cualquier fábula. Les hablaré de algunas jugarretas que nos juega el tiempo. El tiempo no conoce límites, es ubicuo. Pero en mi mundo imaginario es posible, si se quiere, regular los relojes con la señal horaria de Moscú. Es por eso por lo que me he decidido a contar mí historia. Puede suceder que para algún lector ciertos pasos de mi fábula crucen su vida verdadera y no imaginaria.

Llegó volando a nuestra ciudad un pájaro misterioso, una lechuza, y visitó a algún afortunado. El primero fue mi jefe superior, director del Laboratorio de Investigaciones Solares donde trabajo. El segundo, un médico, especialista en neuropatología, compañero mío de colegio. Para tercero, la lechuza me eligió a mí. Es un pájaro singular. No estaría de más que se estudiasen sus costumbres y que su imagen se reprodujese en las enciclopedias.

En aquella época yo había publicado trabajos científicos sobre ciertas propiedades de la luz solar. Era ayudante de cátedra de ciencias, tomaba parte, en calidad de consejero, en diversas comisiones e intentaba convertirme, lo más pronto posible, en una persona situada. Imitando los modales de nuestros ilustres ancianos, aprendí a mantener, con ellos, la cabeza alta; como ellos meditaba largamente las preguntas que se me formulaban y, como ellos, alzando una ceja, emitía con voz musical mi preciosa y ponderada respuesta. Otro de mis rasgos característicos era el cuidado que dispensaba a mi abrigo. Teníamos armarios en nuestras habitaciones de trabajo y, tal como hacían los viejos, dejaba el mío en un colgador de madera marcado con mis iniciales.

Dada mi condición de hombre no privado de talento, tomé la costumbre, por consejo de un académico, de anotar las ideas que se me ocurrían. Ya es sabido que las ideas más brillantes no son las que llegan con fatiga, tras horas y horas de trabajo en la mesa. A veces, las ideas brillantes llegan como empujadas por el viento. Te pueden sorprender caminando por la calle. Anotaba aquellos pensamientos y luego los olvidaba. En compensación, la mujer que encendía nuestras estufas, recordaba muy bien que en los cajones de mi escritorio se hallaban mágicos papeles que ardían como la pólvora. Tenía el detalle de limpiar mi mesa y con aquellos papeles encender todas las estufas del laboratorio.

Dentro de mí había un ingeniero nato. Y —¿por qué no?— un profesor de ciencia. Un científico de mejillas mofletudas que a veces hacía novillos, especialmente por la tarde, cuando nosotros, los solteros, nos sentábamos frente al televisor de nuestra habitación e, inmóviles, como hipnotizados, con los ojos abiertos, observábamos durante horas las piernas de los futbolistas que relampagueaban en la azulina pantalla.

Como veis, no me adulo a mí mismo. Exhibo y continuaré haciéndolo, muchos aspectos de mi carácter, para que podáis juzgarlos con pleno conocimiento. Yo soy mi primer juez. De un tiempo a esta parte, es como si se me hubieran abierto los ojos. Justo desde aquel día en que la lechuza me hizo la primera visita. Ha sido ella la que me los ha abierto. Y se lo agradezco.

Por ejemplo, he podido ver desde un ángulo distinto mi polémica con un tal S., miembro correspondiente de una academia científica de provincias. Hace cinco años, en un artículo suyo, definió un trabajo mío como «fruto de ociosas elucubraciones»… Debía replicar. En un nuevo artículo refuté, como por casualidad, las tesis fundamentales de S. e inserté —a propósito— palabras como éstas: «Es precisamente lo que en vano intenta demostrar el ayudante S.» (Sé con certeza que, como miembro correspondiente, S. es igual que yo, un ayudante). A este ataque mío, S. contestó al punto con un opúsculo, donde, casi de pasada, afirmaba que yo forzaba los resultados de mis experimentos, para darles estado de teoría, colocando la palabra teoría entre comillas. Poco después, publiqué un ensayo sobre mis observaciones sobre el sol, que confirmaba la teoría puesta entre comillas y destruían por completo los cálculos de S. «El crucero ha recibido un torpedo en plena santabárbara», observaron por aquel entonces mis compañeros. No había mencionado el nombre de S. en mi artículo. Sabía que mi adversario no soportaría este segundo torpedo. Me había limitado a decir: «Ciertos autores…» Pero el crucero resistió y contestó…

Y así sucesivamente. Esta escaramuza, empezada cinco años atrás, había sacudido notablemente mis nervios. Y no sólo los míos…

Pero volvamos a los hechos. Una mañana nos reunimos todos en nuestro laboratorio, colgamos nuestros capotes en los percheros y, antes de ponernos a investigar, iniciamos, como de costumbre, la conversación matutina de preparación. Fue nuestro anciano y reverendísimo director, titular de ciencias, el que empezó. A ratos perdidos se dedicaba a las antigüedades, coleccionaba hachas de la edad de piedra, monedas antiguas y libros. Creo que todo el sentido de su plácida vida reposaba más en estas aficiones que en nuestro trabajo.

—¡Qué curioso! —Dijo, invitándonos a prestar atención—. Hace poco tiempo, al descifrar una inscripción en una lápida de piedra, encontré esta figura.

Y nos enseñó una hoja blanca sobre la que estaba dibujada, con tinta china, una orejuda lechuza.

—También he podido leer la inscripción —continuó el director con orgullo—. Decía: «Y los años de su vida eran novecientos».

—Ya… —murmuró pensativo uno de mis compañeros de grupo, seductor y burlón—. A mí me bastaría con cuatrocientos.

—¿Para hacer qué? —intervino, de improviso, un hombre de mediana edad, seco y rechoncho, habitualmente silencioso. Se sentaba junto a mí y se distinguía de todos nosotros por una marcada dejadez en el vestir, por un carácter taciturno y una inaudita capacidad de trabajo.

»Esos cuatrocientos años no le servirían de nada —replicó—. Ni siquiera ahora tiene usted prisa.

—Quiero hacerles observar —el director levantó la voz, como reproche por haber sido interrumpido—. Quiero hacerles observar que tales lechuzas han sido halladas, en distintas épocas, en muchos países. En un desierto existe una gigantesca lechuza de granito. Pero en nuestra localidad es la primera que se ha encontrado. Puedo sentirme orgulloso de ello.

En este momento se iluminó con una amplia sonrisa.

—Esta lechuza y esta inscripción son un descubrimiento mío, personal. He encontrado la lápida al excavar en mi jardín.

Nos alegramos con el afortunado descubridor, miramos, una vez más, la lechuza y cada uno volvió a su sitio.

—Haré todo lo posible para comprender el significado de este dibujo —aseveró el jefe—. Luego escribiré un informe.

—¿Este jeroglífico no pretendería señalar al hombre que mejor hubiera sabido aprovechar el tiempo? —supuse yo..

—Es posible. Pero hay que confirmarlo.

—¡Pero novecientos años de vida…! No pude contener la exclamación. ¿Había sido posible alguna vez tal longevidad?

—Todo es posible —graznó mi vecino rechoncho, siempre atareado, sin interrumpir su trabajo.

—Y con esto, ¿qué quiere dar a entender? —preguntó cortésmente el director.

—El tiempo es un enigma —fue la enigmática respuesta.

—Sí, el tiempo es un enigma —recalcó el jefe, logrando, al vuelo, la idea. Descolgó de la pared una clepsidra, le dio la vuelta y la colocó sobre su mesa—. Transcurre —dijo, mirando la arena—. Y miren el resultado: el instante en que vivimos puede compararse a un minúsculo granito, a un punto infinitamente pequeño… Desaparece en seguida…

Noté de improviso una dolorosa punzada en el pecho. Durante algunos meses de mi vida gocé de un inesperado, maravilloso amor, y al recordarlos, con dolor, se me aparecen fundidos en un solo instante, se han convertido en un granito de arena caído en el fondo de la clepsidra. No me queda ninguna huella de ellos. Como si nunca hubiesen transcurrido… Suspiré. Si hubiera podido darle la vuelta a la clepsidra…

—Perdóneme. —El jefe de personal interrumpió mis pensamientos—. ¿Cuál es la consecuencia de su teoría? Si el tiempo es un punto, ¿significa esto que no existe nuestro heroico pasado? ¿No existe un brillante porvenir?

Le gustaba formular en voz alta preguntas directas, que parecían acusar al interrogado de algún horrendo crimen.

—Mis disculpas si he dicho algo incorrecto —replicó nuestro pacífico director—. Me parece que no he tenido el tiempo de formular ninguna teoría. Todo era una fantasía…

—Extraña fantasía. También existen algunos límites…

—¡Lo nuevo, lo que buscamos, está casi siempre fuera de los límites! —gritó de repente uno de nuestros compañeros, y lanzó una carcajada. Descubrimos así un aspecto inédito en su carácter.

Hacía dos años que estábamos sentados con él en la misma habitación y apenas le conocíamos. Sólo veíamos que se afeitaba a veces y que tiraba el abrigo sobre la mesa, al que le faltaban la mitad de los botones. Trabajaba como cuatro de nosotros, pero no habíamos tenido ocasión de tratarle más a fondo.

—Les contaré ahora una historia curiosa —oímos de nuevo la voz del hombre, hasta entonces perennemente ensimismado en su trabajo.

Todos se quedaron atónitos. Era la primera vez que se había decidido a abrirse, a permitirse el lujo de una conversación con nosotros. Resultaba en verdad inesperado que el discurso sobre la longevidad le hubiese conmovido hasta tal punto.

—Un momento, voy al subterráneo para poner en marcha los aparatos, a fin de que funcionen sin desperdicio de tiempo —dijo, y salió rápidamente.

—¿Es un hombre solitario? —preguntó alguien.

—No lo creo —replicó el burlón—. De vez en cuando viene a verlo una señora. Les veo desde la habitación contigua. Una mujer joven. Una vez me he cruzado con ella por las escaleras. Caminaba sin ver nada. Cegada por el amor.

—Tiene un reloj antiguo, rarísimo. Funciona con una regularidad extraordinaria y se le da cuerda una vez al año —esto lo explicó el jefe.

—Así es, amigos.

Nuestro canoso y desgreñado compañero entró y se sentó en su sitio, tomando la regla de cálculo.

—Novecientos años dicen… Pero, ¿saben que el tiempo puede detenerse y correr con gran rapidez? ¿Han tenido que aguardar durante una cita?

»Sí, el tiempo puede pasar con enorme lentitud —remachó el director.

»Hasta puede detenerse. Recuerden la comunicación hecha por ciertos científicos, que consiguieron hacer crecer semillas de loto que habían permanecido durante dos mil años en una tumba de piedra. Para ellas el tiempo se había detenido. El tiempo puede ser retrasado y acelerado.

Diciendo esto, hizo deslizar la regla y anotó alguna cosa. Incluso hablando se las ingeniaba para trabajar.

—Ahora ilustraré cuanto he dicho con un cuento que, independientemente de su moraleja, escucharán con interés.

Y, al empezar su relato, se volvió, o así me lo pareció, hacia mí, como si sus palabras fuesen dirigidas a mí personalmente.

—Érase una vez…, bien, sucedió en nuestra ciudad hace algunos años el caso siguiente. Un domingo, en uno de los rincones más sombríos del parque de la cultura se reunieron unos sesenta personajes, o quizá un centenar, bien vestidos, para una cierta conversación que habían decidido mantener al aire libre. Más tarde se supo que en nuestro parque se había realizado, durante más de dos horas, una asamblea de bandidos y de ladrones que estaban, como ellos dicen, «en la ley». Estos señores tienen ciertas reglas propias muy severas. Quebrantarlas significa la muerte. El que es recibido dentro de la «ley» debe ser necesariamente recomendado por otros, que se convierten en sus fiadores. Al nuevo miembro de la hermandad se le tatúa en el pecho una o varias palabras, por las cuales se puede reconocer en el acto que es uno de ellos.

—¿Qué tiene que ver esta historia con nuestra discusión sobre el tiempo? —Preguntó el director con curiosidad—. O quizá no haya terminado aún.

—En efecto, aún no he terminado. Tiene que ver. Estoy a punto de entrar en materia. La reunión de los bandidos «legítimos» pronunció seis sentencias de muerte, de las cuales cinco fueron ejecutadas. Pero el sexto condenado continúa libre, porque las cosas se han complicado para ellos. Antes les diré quién era y cuál fue su culpa. Era el jefazo, el presidente, el capitoste, como dicen ellos, de toda la sociedad, el más viejo y astuto de todos los bandidos. Cautivo en una lejana prisión, quizá allí, aislado, concibió la idea de que, a fin de cuentas, había hecho poco o nada en la vida, y poco o nada había sacado de ella. Y la vida que le quedaba era breve. Razonaba así: el sentido de la vida de un bandido consiste en apropiarse, con el menor esfuerzo posible, de las riquezas ajenas. Oro y piedras preciosas. Pero, mientras tanto, el valor y el peso de las cosas está bajando catastróficamente en el ámbito de la sociedad humana.

—Por lo tanto, era un teórico ese bandido —se oyó la voz irónica del jefe de personal.

—Sí, era un hombre serio —afirmo nuestro original amigo–. Yo sentía hacia él una creciente simpatía. Este criminal, que había estado a las duras y las maduras, en sus últimos años halló la paz y se puso a leer libros. Los libros representan una fuerza terrible. Leyó una gran cantidad de ellos. No tenía prisa por salir de la cárcel. Para él era cómodo leer y meditar, mientras los hermanos «legítimos» proporcionaban a su señor, desde el exterior, cualquier clase de libro, aunque estuviese guardado en los subterráneos del tesoro del Estado, bajo siete llaves. Se dio cuenta, por lo tanto, que el prestigio de los objetos de valor disminuía de modo catastrófico.

»En un pasado lejano, algunos ricachos, ciertos príncipes, preparaban depósitos en algunas bahías marinas para cultivar murenas. Las alimentaban con carne humana, echando esclavos al mar. Servir una de aquellas murenas en un banquete estaba considerado como el colmo de la elegancia. Sin embargo, hoy no podemos pensar, sin estremecernos, en estas diversiones de nuestros antepasados.

»En un tiempo, el oro era un metal sin nombre, que dormitaba en la tierra. Luego los humanos le dieron un nombre y un valor. El colmo de la elegancia fue exhibir el brillo del oro sobre los trajes, sobre las armas. Pero hoy ninguno de nosotros se atrevería a mostrarse en público con una cadena de oro sobre la panza, ni con un imperdible de oro en la corbata. El prestigio del oro está en decadencia. ¿Y dónde fue a parar el prestigio de las telas preciosas? Puedo asegurarles que los más preciados tejidos actuales se hallan a punto de pasar definitivamente de moda. Presumir de cosas costosas es hoy índice de atraso espiritual.

—Vaya, vaya, con que ese bandido ha sabido deshacerse de los valores materiales. Y bien, ¿qué sustituirá a los objetos? —preguntó el jefe de personal.

El relato le había herido en lo vivo, porque presumía, precisamente, de ir trajeado con lujo y su mujer había venido una vez al laboratorio con un costoso zorro plateado bajo el brazo.

—¿A qué objetos se refiere? Hay objetos y objetos. El bandido se había dado cuenta de ello y reflexionó. Comprendió que, en lugar del culto a lo material, se afirmaba inexorablemente la belleza del alma humana, que no puede ser comprada con dinero ni robada. No puedes obligar a nadie a amarte con la fuerza de las armas. La belleza del alma es libre. Por ello se ha situado en primer plano. Pero el oro y el terciopelo han perdido posiciones. Hoy, las cenicientas vestidas de percal vencen a las princesas ataviadas con sedas. Porque la belleza del talle es lo que confiere valor a un vestido barato, y esta belleza ya no es un valor material. El modelo del vestido representa el gusto, el carácter del que lo ha creado y escogido para sí. Por esto muchas princesas, que han conservado su alma, imitan a las cenicientas en el vestir. Y si encontramos alguna envuelta en pieles y en tejidos caros, ya no admiramos la riqueza de su ropaje, sino que retrocedemos ante su deformidad espiritual, que la señala ante la opinión de los hombres.

»Y, por fin, nuestro hombre recogió todos sus pensamientos en una larga carta dirigida a sus «hermanos», declarando que renunciaba a su grado, que volvería a la sociedad de los hombres normales que vivían de su trabajo, y que intentaría, con algún acto de relieve, conquistarse una vida hasta entonces fuera de su alcance, que anhelaba, como se suele decir, con todo su corazón. La administración de la prisión publicó aquella carta en un folleto. Comprenderán que se trataba de un documento de enorme eficacia. Era importante aprovecharlo.

»Pero no olviden su situación. Sumando las varias condenas, había merecido doscientos años de prisión sin amnistía. El Estado no le perdonaría ese tiempo. Por otra parte, al conocer mejor que nadie las reglas de la hermandad, sabía que su traición no sería consentida, y que ya se estaba afilando un cuchillo para él. Sin embargo, quería gozar, por lo menos un año, de la nueva vida que había elegido. Antes de que se reuniese el tribunal de la hermandad, llevó a cabo su última evasión. Era lo suficientemente rico para que, como en las novelas, los médicos cambiaran por completo su apariencia. Transformaron hasta su voz. Eran grandes maestros.

»El ladrón obtuvo documentos irreprochables y se convirtió en otro hombre. En tres años obtuvo tres títulos. Ahora está llevando a término su propia obra. Tiene en la mente una empresa muy grande. Quiere hacer un regalo a la humanidad…

—Pero, bueno —le interrumpí, ya que me miraba continuamente–. Pero, ¿qué relación tiene esto con nuestra conversación? ¿Con el hecho de que el tiempo pueda estar inmóvil o corra, o con la inscripción de la lápida?

—La relación más directa. Los ejecutores de la condena están a la caza de ese hombre. Siguen sus huellas sin piedad. Sin duda alguna le descubrirán. No le queda más que un tiempo brevísimo. Tiempo, ¿comprenden? Cuando, en un par de años, intenta vivir de golpe toda su vida. ¿Qué sucedería de haber vivido así durante toda su existencia? Los años de su vida serían quizá más de novecientos.

—¿Se refiere entonces al contenido de su vida, no a la duración? —preguntó el director.

—¡Se nota que no economizan demasiado el tiempo! —Exclamó mi vecino—. Pues sí, es a eso a lo que me refiero, a eso con lo que llenamos el recipiente de la vida. Que hay que llenar únicamente con los goces más fuertes, con las alegrías más intensas…

—¡Escúchenlo! —Se oyó otra vez la voz del jefe de personal—. Predica el egoísmo más puro. Todo lo que pretende es su propia satisfacción. Me parece a mí que también se debe trabajar por el bien del pueblo. ¿Eh? ¿Qué le parece?

—Que su retraso mental es lamentable. Supone usted que la alegría y el gozo son pecado, al que se abandona, cuando trabajar por la humanidad es su público deber. Nuestro bandido, por el contrario, es un hombre de vanguardia. Ha gozado de todas vuestras alegrías y ya no las aprecia. Ahora sólo reconoce una alegría: la que usted considera un duro deber.

—Dígame… —titubeó, tras un largo silencio, el director—. ¿Cómo ha llegado a conocer tantos detalles? Ese hombre ha cambiado de rostro y de personalidad… No será tan estúpido como para confiarse con el primero que llegue.

—Yo no soy para él el primero que llega.

—Si es usted un hombre de conciencia debe denunciarlo —observó de improviso el jefe de personal—. Tiene que hacerlo. Ha cometido delitos y se ha evadido de la cárcel…

—No —contestó nuestro compañero—. Absolutamente no. Ya no es un bandido. Ahora no es peligroso. Aún más, es útil. Cuando haya dado fin a su trabajo, él mismo se denunciará.

En aquel momento sacó del bolsillo su famoso reloj, una especie de pesada cebolla con una cadenita de acero.

—Perdónenme. Debo controlar los aparatos —salió. Bajo el dintel de la puerta se detuvo—. Todos deberían reflexionar acerca de esta historia. Sobre todo usted. —Me miró fijamente—. Si aprovecha la experiencia de ciertas personas, dejará de preocuparse por bagatelas, y pondrá fin a su infructuosa polémica con ese miembro correspondiente.

Nunca hubiera imaginado que la vida fuera a ligarme a aquella historia, que hubiese hecho de mí su segundo protagonista, el sosias.

Para asegurarme de una duda imprevista, una hora más tarde bajé al subterráneo e hice girar la puerta, tras la cual se hallaba el hombre, rodeado de brillantes aparatos de vidrio y de cobre. La puerta casi no había chirriado, pero él sufrió un violento sobresalto, rompiendo algunas probetas.

—Discúlpeme —le rogué.

—¿Quiere aclarar sus dudas? —repuso, calmándose.

—Es usted un imprudente —contesté.

—No le tengo miedo. —Y se volvió hacia sus aparatos. Lo que había sido sólo una sospecha, era ahora certidumbre. Comprendí lo que hasta entonces había sido un misterio.

Poco antes de estos acontecimientos, había notado que mi persona provocaba un incomprensible interés en alguien. Una sombra me seguía, de lejos, por todas partes, por las calles de la ciudad. Pero nunca había conseguido ver una sola vez el rostro del perseguidor, aunque no tuviera prisa en ocultarse. El desconocido escogía como punto de observación un arco o un portón oscuro. Salía a plena luz del sol, pero apenas me llevaba la mano al bolsillo, donde guardaba mis gafas, se escondía en un portal. Muchas veces me había acercado a la cancela o a la entrada por donde había desaparecido aquel individuo, pero sin hallar a nadie. Hacía pocos días que cayó la primera blanda y purísima nieve. Caminaba, ya de noche, por la desierta calle, cuando oí pasos a mis espaldas. Antes de que tuviese el tiempo de volverme, comprendí: era él, o ella. Giré la cabeza y adiviné algo como una capa o una cola de frac, que se esfumaba tras la esquina. Me puse a seguirlo, pero al llegar al otro lado de la calle vi una callejuela blanca completamente desierta. Miré la nieve y no encontré ninguna huella. Más tarde recordé que en aquella ligera y espumosa nieve se adivinaban algunas huellas cruciformes, semejantes a las de una inmensa pata de gallina.

Expliqué todo esto con un susurro a mi compañero. Me estrechó la mano y contestó:

—Gracias. Yo también he comprendido algo. Y ahora váyase. Debo darme prisa. Como ve, el tiempo me aprieta. Tampoco haría usted mal en acelerar los tiempos. No sabemos qué puede suceder.

Ambos trabajábamos en el mismo problema, pero desde puntos de vista diferentes. Uno de nosotros tenía razón, el otro se equivocaba. Pero el problema era de tal magnitud, que justificaba un error mientras indicase a los otros el justo camino. Buscábamos el modo de condensar la luz solar. El producto que hubiésemos obtenido habría asegurado meses y años de fúlgida luz solar y de calor al lejano continente cuyos habitantes no sabían lo que era el sol. Porque una parte de nuestro planeta nunca es iluminada por el sol. Allí reinan eternos la noche y el invierno. El hecho de que mi compañero hubiese afrontado precisamente este esencial problema constituía para mí una prueba suplementaria de su verdadera identidad: el extraordinario jefe de bandidos que tenía prisa por vivir.

¿Sería capaz de realizar en un año, incluso en dos, su plan?

Siempre he considerado las cosas con sobriedad, contando el paso de cada año, pensando continuamente por dónde había que empezar, pues el inicio de una investigación significa dejar a un lado cualquier otro trabajo y encerrarse en el laboratorio durante una buena docena de años. Si hubiese podido movilizar al laboratorio entero con este objetivo… Pero por ahora podíamos agradecer a Dios que nos hubieran permitido, por lo menos a nosotros, ocuparnos de esta idea. Teníamos muchos oponentes. Casi todos los miembros del consejo científico nos consideraban como unos visionarios. Esto significaba diez años. ¿Cómo podría él hacerlo sólo en dos?

Pero ni siquiera le quedaban dos años, sino unas pocas horas. A la mañana siguiente me telefonearon desde el hospital. Mi singular amigo había aparecido, desangrado, la noche anterior, cerca de nuestro portal (vivíamos en la misma casa). Presentaba profundas heridas de cuchillo en la espalda. Todo el instituto estaba alborotado. Se pidió consejo a los más célebres médicos del policlínico. Demasiado tarde. Hacia mediodía los empleados del instituto dieron ya aviso a la funeraria.

Su muerte, que en cierto modo él mismo había predicho, nos conmovió por la mañana, cambiábamos miradas significativas. Descubrí mi carácter pusilánime: desde un principio cedí ante el pánico, hasta adelgacé. No podía soportar ningún diálogo que no se refiriese estrictamente al trabajo, al que me entregué con ensañamiento durante una semana. Pero transcurrida ésta, al recibir el último número de nuestra revista científica y leer en el índice el nombre del miembro correspondiente, S., me sentí enrojecer y olvidé todo lo que no fuera aquel trozo de papel cubierto de signos impresos.

Hojeé nerviosamente la revista y vi en seguida la nota, compuesta en menudos caracteres (las expresiones más cáusticas siempre están compuestas en tipos minúsculos). Rodeado de palabras corteses y venenosas, leí mi apellido. Mi vida volvió a su curso habitual. ¡Papel, papel, quién te ha inventado! Abandoné mi trabajo. Instigado por mis partidarios, escribí un artículo e incluí en él no una, sino tres notas. Estaban destinadas a anonadar a mi adversario. Todo el personal participó en la redacción de aquellas notas. Si quieren ver ustedes aquel trabajo, les sugiero que vayan a la galería Tretjakov y den una ojeada al cuadro de Repin, Los Zaporojci, En aquel cuadro está pintado todo nuestro grupo: nuestro director, que se ríe aguantándose el vientre, y yo, sentado a la mesa, con gafas y pluma en mano.

Olvidé completamente a aquel individuo que me había seguido, escondiéndose tras las esquinas, bajo los arcos y en los portones. Después de las penosas jornadas que ya conocen y que finalizaron con el funeral, no volvió a aparecer. Comprendí que me había seguido uno de los miembros de la hermandad, cuya misión era ejecutar la condena.

Pero, poco después de haber recibido el periódico con el artículo de respuesta a mi inveterado enemigo S., un día en que salí de la redacción en donde se me había encargado un nuevo artículo, me di cuenta de que se me espiaba. Me giré, pero no vi a nadie. Al mirar más atentamente, descubrí en una casa semidestruida que demolían unos obreros, en una brecha oscura del primer piso una figura que se alejó en seguida, desapareciendo tras el muro.

Justamente aquel día iba a celebrar mi trigésimo cumpleaños. Quería invitar a mis compañeros con tal motivo, pero como verán, aún no se había hecho de noche que ya sobre mi fiesta caía la primera sombra.

Volví a casa, subí al primer piso. En la sala común, donde por la noche mirábamos todos la televisión, me esperaba un compañero: el petimetre amante de las bromas.

—Bueno, ¿hay juerga hoy?

—Me siento un poco indispuesto —contesté—. Lo dejaré correr.

—No hay que poner esa cara en un día como hoy. Treinta años es la mejor edad para un hombre, Y me regaló una chillona corbata.

—¿Y si organizásemos una fiestecita? Te juro que pescarás una castaña… —prometió—. He conseguido un vino estupendo.

Pero, mientras hablaba, divisé en el rincón más alejado a una mujer desconocida. Parecía esperarme desde hacía rato, no sé cómo lo adiviné. Se levantó, dio unos pasos hacia mí, y ya no oí nada más de lo que decía mi compañero. Era una mujer que frisaba la treintena, de hombros muy torneados, bellísima. Su belleza residía en ciertas atrayentes irregularidades del rostro y, sobre todo, en su mirada recta y melancólica. Esa misma belleza se reflejó al punto, como un eco, en la voz baja y tranquila de la mujer. Recordé de repente a la otra el granito de oro, que hacía ya mucho tiempo cayó en el fondo de la clepsidra. Aquélla yacía olvidada, inexistente, mientras ésta salía a mi encuentro.

—Me han pedido que le entregue esto para su cumpleaños —dijo —con voz casi oficial y me entregó el ya familiar reloj, pesado, con la cadenita de acero—. Y además esto otro…

Sacó del bolso un pliego y me lo entregó.

—¿De parte de él? —preguntó.

—Sí —contestó la mujer.

¿Pensé en asegurarme por precaución de que el amigo que ya no existía hubiese conocido totalmente el amor de otro ser humano, un amor que no se pudiera comprar ni robar? No tuve tiempo para ello. Ella leyó la pregunta en mi rostro y con un gesto de la mano me detuvo.

—En efecto, así ha sido —susurró—. Y es. ¡Y será! Pero él no estaba seguro… Yo jugaba. ¿Me entiende…? Cuando me permitieron entrar en el hospital, le estuve gritando una hora entera. ¡Sí, sí, sí! Pero ya no me oyó.

Incliné la cabeza. Pobre compañero. Sí, yo sabía bien de qué se trataba.

Me metí el reloj en el bolsillo y acompañé a la mujer hasta el vestíbulo. Luego regresé.

—Es ella —murmuró nuestro petimetre—. La que venía a visitar al bandido. No se fijaba en nadie. Si te cruzabas en su camino, seguía en línea recta, como si pretendiera traspasarte. Ciega de amor.

Y añadió, sonriendo:

—Pero sí se ha fijado en ti. ¡Permanece al tanto!

Me encerré en mi habitación y rompí el sobre.

«Esta carta le será entregada si me matan —escribía mi difunto amigo—. Es usted un hombre de talento. Por eso le escribo, porque sabe más de mí que los otros y quizá sabrá valorar el tiempo en mayor medida que los demás. Sólo se vive una vez. Hay que apurar la vida sin perder el aliento, a grandes sorbos. Hay que aferrar lo que tiene de más precioso. No es el oro, ni los adornos. Desearía que viviese hasta la gran alegría. Deberá recordar el continente oscuro donde hoy viven millones de hombres. Puede que el día en que reciba esta carta sea el día de su verdadero nacimiento…»

No terminé de leer la carta. Un pensamiento vigoroso, feliz, me sacudió de improviso, interrumpiéndome.

«Soy más feliz que él —se me ocurrió pensar—. Ahora tengo media vida ante mí, dos tercios como máximo. No necesito apresurarme. Habrá tiempo para todo.»

En aquel momento una densa masa oscura cubrió mi ventana. Seguramente los pintores habían subido un andamio hasta aquel nivel del edificio. Volví la página para seguir leyendo, acercándome a la ventana otra vez con luz.

«¿Pero qué hacen los pintores fuera, en invierno?», pensé de repente. Alcé la vista y sentí un escalofrío. Al otro lado de la ventana, sobre un hierro clavado en la pared, se posaba una gigantesca lechuza de orejas peludas, con mechones grises y, hecho extraño, muy deformada, como si hubiera sido esculpida por un hombre primitivo. Era mi lechuza. Fue entonces cuando la vi por primera vez, viva. Con toda mi fuerza, agité el brazo con la carta. Pero mi gesto no la impresionó lo más mínimo.

Una duda fulminante y profunda me asaltó, y me sentí inundado de sudor a causa de imprevisto dolor y miedo. Recobré la respiración a duras penas y me sequé la frente. La lechuza seguía en su sitio, inmóvil, vertical, como todas las lechuzas. Respiré otra vez, me enjugué de nuevo la frente y salí con cautela de la habitación. No recuerdo cómo llegué a la calle, cubierto de hielo. ¿Adónde ir? Ah, sí, allí abajo, donde trabaja mi compañero de colegio, neuropatólogo experto, hombre de espíritu dinámico. Mi caso le interesará, se ocupará de mí.

Caminé rápidamente a lo largo de la calle envuelto en el crepúsculo violáceo hasta que, a mis espaldas, oí unos pasos saltarines. Giré la cabeza. Alguien estaba detrás del árbol más cercano. Por fin vi claramente una oreja peluda y un ala levantada. ¡La lechuza era tan grande como yo!

El médico estaba ocupado. Esperé largo tiempo sentado cerca de la puerta blanca del estudio, mientras oía más allá rápidos pasos medidos. Finalmente la puerta se abrió, y apareció mi compañero de colegio, con camisa blanca, un sombrero hundido hasta las cejas, adelgazado y empalidecido por las insomnes noches de trabajo.

—¡Muy bien! —oí gritar no sé dónde.

—Siempre lo mismo —murmuró él con una mueca nerviosa, mirando sin verme—. Tampoco esta vez es nada importante.

Me incorporé. El médico giró lentamente sobre sí mismo. Advirtió mi presencia. Al reconocerme, tendió la mano.

—Si vienes a visitarme, no es el momento.

—No estoy para visitas.

—Acércate un poco —me tomó la mano, observando la punta de los dedos—. ¿Cuántos años tienes?

—Treinta…

—Ya, me olvidaba de que tenemos la misma edad. ¿Qué te preocupa? ¿Te persigue alguien?…

—¡Si supieras quién! Un ser muy extraño… Te vas a reír.

—Lo conozco. ¿Quieres que te lo enseñe? Ven conmigo—.

Me acompañó al estudio y me hizo volver hacia la ventana.

—Mi lechuza —murmuré.

Estaba encaramada allí afuera.

—No sólo es tuya —explicó el médico—. Es mía también. Ahora dame las manos, quiero verlas.

Dio un paso hacia el escritorio, volviéndose de espaldas durante un cierto tiempo. Luego se dirigió hacia mí.

—De todos modos más tarde o más temprano lo sabrás. Bien, es mejor que lo sepas ahora. Te queda un año de vida.

El suelo se hundía bajo mis pies, y me habría caído si no me hubiese sujetado, dejándome sobre una silla.

Sé que hay hombres que no temen a la muerte; son valientes que no tienen nada que perder. Os lo confieso, me puse a temblar de miedo. Al terminar mi trabajo hubiera aceptado la muerte. ¡Pero ahora no!

—No te creo —susurré.

—Harías mejor en levantarte y correr —replicó, levantando una ceja, visiblemente nervioso—. Tienes un año de vida.

—No te creo.

—¡Vete! —Gritó de repente—. No me hagas perder el tiempo. Yo también estoy enfermo, sólo me queda un año y medio de vida…

Sin embargo, en la puerta me detuvo y me habló muy excitado:

—Es una vieja enfermedad y sólo la padecen los hombres de ingenio. En ellos adquiere una forma aguda. Tiene un proceso más lento para los perezosos, y la muerte sobreviene sin que se den cuenta.

—¿Y aún no habéis descubierto nada?

—Sí, pero aún no sabemos curar. Sin embargo, hemos descubierto algo…

Y me dijo las siguientes e incomprensibles palabras:

—Quien vea claramente a la lechuza está medio salvado.

Luego la puerta se cerró detrás de mí.

«¿La distingo con toda claridad? Será preciso que mire», pensé.

Entonces oí un tictac en el silencio: el reloj cumplía su trabajo. Marcaba claramente los segundos. Al escuchar aquel sonoro latido, saqué la pesada cebolla de acero, metí la clavija cincelada y le di cuerda. Giré la llave una veintena de veces hasta notar que resistía. El reloj tenía cuerda para un año.

—¡Debo apresurarme! Hay que meditarlo todo —dije para mí. Por primera vez en mi vida, me apresuraba de veras, con plena sangre fría.

La pura y helada noche me acogió con las alegres luces, con el ruido de los automóviles, con el lejano brillo de las estrellas.

—Meditaré mientras miro las estrellas —decidí. Y el cielo estrellado pareció acercarse a mí para que pudiese ver mejor en el grandioso infinito.

—Muy bien. La carne morirá. Que muera. Pero el pensamiento. ¿Es posible que desaparezca el pensamiento? —cerré los ojos.

«¡No desapareceré!» —gritó en la oscuridad mi pensamiento. Era modesto, cosa que no ocurre con las ideas.

—Mira —resonó su voz—. El mundo de los hombres existe desde hace miles de años. Pero, ¿cuánto viven las cosas hechas por los hombres? Máquinas, muebles, objetos… Todo se desvanece en unos pocos años. ¿Cómo hemos acumulado todo lo que nos rodea? Muy sencillo. Hemos reunido los pensamientos: los secretos de la fusión de los metales, las fórmulas de las medicinas, el misterio de la solidificación del cemento… Quema los libros, destruye los secretos de los oficios, permite que pasen los años necesarios para que se olviden definitivamente, y la humanidad reemprenderá el camino de siempre, empezando por el hacha de piedra. Y tu hijo, tu hijo, recuérdalo bien, no tu nieto, desterrando el engranaje que habías fabricado en tu juventud, la adorará como un milagro creado por los dioses.

Un altavoz invisible dispersaba sobre la ciudad las notas fuertes y puras de un vals. No conocía a su compositor. Ni siquiera me parecía escuchar una música. No era una orquesta, y las trompetas no eran trompetas ni los violines eran violines, pero si lo eran las voces de mis sentimientos. Y cuando se pusieron a cantar los instrumentos, cuando cantaron las maderas, todo quedó claro: eran los deseos, seguros bajo llave, que cantaban en voz baja en su cajita de madera, limitados por los confines de mi breve vida.

—Tú quieres vivir —me decía el desconocido compositor—. Mira lo que han hecho de ti esas pocas notas que firmé hace cien años, durante mi breve y penosísima permanencia entre los hombres. Escucha: a quien se le ha concedido poco tiempo, ama la vida con un amor más fuerte, más consciente. Es mejor no poseer y desear, que poseer y no desear. Amé mucho la vida y te transmito ese amor.

Luego bajó la voz:

—Y ahora escucha. En la misma brevedad de mi vida encontré la máxima felicidad. Sabes de qué hablo. ¿Y tú? ¿Nunca te ha estrechado la mano un hombre agradecido como para conmoverte el corazón? ¿Nunca has visto, dirigidos precisamente a ti, ojos llenos de lágrimas de amor?

Aquellos pensamientos me impresionaron. Nunca había sentido nada semejante. Sí, había amado, pero nunca vi tales ojos. No conocí una gran amistad, nunca merecí el agradecimiento de los hombres… Incliné la cabeza; ya no escuchaba la música, y las luces de la ciudad se apagaban a mí alrededor. Oí una sola cosa: un alegre tictac. Era el reloj, regalo del bandido, que cumplía su trabajo, contaba el tiempo, mis segundos:

—¡Tienes toda la vida por delante! ¡Un año entero! ¡Apenas has nacido! ¡Ahora eres más joven que antes! ¡Corre hacia tu trabajo! ¡Todo está allí, la amistad y el amor! —Eché a correr, cogí un taxi.

—¡Pronto, pronto, al laboratorio!

Y el taxista, embragando la tercera, se volvió, perplejo para observar al insólito pasajero.

Subí corriendo las escaleras. En el corredor, cerca de la estufa al rojo, dormía sobre una silla la vieja que se encargaba de la calefacción. La desperté a empujones,

—¡Pronto, pronto, déme todos mis papeles! Esta mañana le he dado una papelera llena…

—¿Ahora se acuerda?

Empecé a gruñir y a escarbar entre las cenizas de la estufa.

—Lo he quemado todo…, todo. Arden bien…, no hay papeles que ardan así. Me he calentado tan bien que hasta me entró sueño…

—Tictac, tic… —cantó el reloj del bandido en mi bolsillo.

Apretando los labios, abrí la habitación de trabajo y empecé a llevar al taxi algunos aparatos. Había decidido trabajar de noche en mi casa. Y podía merecer el más alto reconocimiento de los hombres, pero aún no había empezado nada…

Al aparecer con un maletín bajo el brazo en nuestro alojamiento de solteros, encontré ya reunidas junto al televisor unas cuantas personas, las de costumbre.

—Entonces está decidido. ¡Los festejos se han aplazado! —rió el burlón.

Estaba manejando los botones del televisor. De pronto, sobre la pantalla aparecieron las piernas de los futbolistas. Todos los espectadores se inmovilizaron. Sus ojos fijos se hicieron más grandes de lo normal. Escuché el sonido de mi reloj y comprendí: si nuestro televisor funcionase continuamente durante dos mil años, estos cinco hombres permanecerían así, inmóviles, sin separar la mirada de la pantalla, y serían conservados para la posteridad como semillas de loto.

Aparté a alguno, junto con las sillas, para que no estorbasen el paso de mis cajas, llevé a la habitación todos los aparatos y despedí al chofer.

Mi lechuza se hallaba en el lugar de costumbre, más allá de la ventana. Ahora me dejaba indiferente. Desde mi habitación, una lamparita la iluminaba de lleno. ¿La veía con claridad? Me acerqué a la ventana. Durante un cierto tiempo nos miramos recíprocamente. Luego la lechuza se deslizó a lo largo del hierro, como hacen las de su especie, por entre las ramas del parque zoológico. Plegó su amarillenta garra, que parecía sembrada de manchas de cera, y se rascó con enorme rapidez el pico, al igual que las gallinas. Luego, tranquila, se encaramo verticalmente y fijó sobre mí dos círculos acerados, los ojos. Veía perfectamente a mi lechuza.

Volviendo en mí, abrí con celeridad las cajas y dispuse los aparatos. Cinco minutos más tarde mi habitación brillaba; gracias a cristales y niquelados, se había convertido en un laboratorio.

«¿Qué haré? —pensaba—. ¡Necesitaré por lo menos diez años!»

Intenté recordar algo de las notas quemadas en la estufa del laboratorio. Intenté escribirlas de nuevo, pero no lo conseguí.

—¡Hubiesen acortado el trabajo a la mitad! —golpeé la mesa con el puño.

Vi entonces en el suelo la carta del bandido, que había dejado caer aquella tarde. No tuve tiempo de leer los últimos renglones, precisamente los que ahora se me ofrecían desde el suelo.

—Puedo serle útil. ¿Entendió lo que le he contado acerca del bandido? Si se lo pide a la mujer que tiene delante, le entregará el cuaderno donde he anotado, en secreto, sus ideas, las que durante dos años ha echado a la estufa. Deseaba aprovecharlas, ya que a usted no le servían.

—¿Y dónde puedo encontrarla? —grité, también sin terminar la lectura esta vez. Pero al punto vi las palabras: «Su teléfono…»

Pocos instantes después estaba, como en la fábula, entre hombres a los que el televisor había hundido en el sueño, que respiraban rítmicamente con los ojos abiertos. Apoyando el aparato telefónico en la espalda de uno de ellos, marqué el número. Oí algunas señales y luego su voz.

Desde aquel momento empezó en mi nueva y breve vida, un nuevo capítulo. Se inició por mi culpa con malentendidos.

—¡Dése prisa! —Estas palabras se me escaparon antes que me diera cuenta de su insolencia—. ¿Dónde está el cuaderno? ¿Por qué no me lo ha dado?

—No me lo ha pedido —contestó su voz—. Ni siquiera ha leído la carta. La nota decía…

—¡Por lo visto usted no valora el tiempo! —se me escapó otra vez.

—Perdóneme…

El receptor enmudeció de golpe.

—¿Por qué se calla? —Grité de nuevo—. ¡El cuaderno, el cuaderno!

—Ahora voy —respondió en voz baja y acariciante.

Al escuchar sus pasos, comprendí al punto que no era sólo el cuaderno lo que yo esperaba. Desde el instante en el que la había visto por primera vez, fui atraído por aquella mujer, lenta, insensiblemente, como una ramita es arrastrada gradualmente por el agua hacia una cascada. ¿Era yo quizá un segundo ramito dorado que se acercaba al orificio de la clepsidra, para caer como un relámpago en su fondo?

Entonces ella abrió la puerta y entró, serena, bellísima, no muy alta, con sus hombros torneados.

—¡Te amo! —gritó todo lo que había de vivo en mí.

Comprendí que en mi nueva vida ya había terminado la infancia y estaba comenzando la adolescencia. Pero de pronto oí un golpecito en los cristales que me dejó helado. No tuve necesidad de mirar hacia la ventana. Todo estaba claro.

Apenas saludé a la mujer. Le arranqué el cuaderno de las manos y, volviéndole la espalda, lo abrí. Vi los esquemas, los apuntes y los cálculos que durante años había arrojado por doquier y quemado. Hojeé las páginas.

—¡Ah! Trabajaré en el instituto y en casa; esto me dará otros dos años. Organizaré el trabajo de forma tal que los experimentos se desarrollen simultáneamente en más de una dirección, de día y de noche —exclamé.

—¿Por qué esa prisa? —preguntó la mujer, viendo con cuánta precipitación conectaba los cables conductores y preparaba los aparatos.

—Me queda muy poco… —dije. Y corté la frase—. La vida es breve, el trabajo largo. Tengo prisa.

Puse todos los aparatos en funcionamiento, alegres luces se encendieron entre matraces y retortas, por los tubos de cristal corrieron burbujas de ebullición, tierras raras empezaron a fundirse en los crisoles.

Mi lechuza dormía fuera de la ventana, con la cabeza escondida bajo el ala. Decidí comprobar una cosa, disipar mi última duda.

—¿Qué hay allí afuera? —pregunté de improviso a la mujer, señalando a la lechuza.

Apenas hube pronunciado esas palabras, que el inmenso pájaro levantó la cabeza y movió con celeridad las lentes amarillas de sus ojos. La mujer se acercó a la ventana y apoyó la frente en los cristales, protegiéndose los ojos con ambas manos.

—No hay nadie —dijo, sonriendo.

Luego calló. Sus ojos me siguieron atentos. Se mordió el labio como golpeada por una imprevista revelación.

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