Reina

Reina


8 Keira

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Mount me precede para salir del despacho después de quitarme el vaso de whisky irlandés de las manos. Sigo sin poder creer que haya logrado robar un barril de Espíritu de Nueva Orleans de uno de los almacenes de Seven Sinners. Claro que ahora mismo no tenemos presupuesto para mejorar la seguridad. Estoy demasiado ocupada rumiando ese problema para percatarme de que los pasillos que recorremos no son los mismos por los que he pasado antes.

Mount abre una enorme puerta negra de dos hojas, y me detengo al entrar en la estancia.

—Esta no es mi habitación. Mejor dicho, no es mi celda.

Mientras que la decoración del dormitorio que había ocupado antes era superfemenina, lo que tengo delante es el polo opuesto, aunque el esquema cromático sea el mismo. La estancia lleva el sello masculino de Mount, desde los relucientes techos altos de color negro que me triplican la altura, hasta las gruesas molduras también negras. Un sofá enorme de cuero negro preside la zona de estar, enfrente de una tele de pantalla plana gigantesca que parece tener un mecanismo para ocultarse en la pared. La mesa auxiliar también está lacada en negro con toques dorados. Veo un mueble bar negro y dorado, en cuyo interior hay más botellas que en la biblioteca.

La biblioteca puede ser su refugio, pero esto es el hogar de Mount. Aquí es donde vive, donde nadie lo ve. Su perfume flota en el aire y se hace más intenso a medida que me acerco a otra puerta de doble hoja. Tras asomarme, descubro un dormitorio.

La cama es la más grande que he visto en la vida. En ella podría dormir parte de los Voodoo Kings más unas cuantas animadoras. El cobertor es de terciopelo negro con ribetes dorados. Las sábanas y los cuadrantes también son negros.

—¿Te gustan más colores además del negro, el blanco y el dorado?

Mount me mira mientras exploro su santuario.

—No.

Me alejo de la puerta, y el cosquilleo que siento entre los muslos me dice que no me acerque a esa cama, porque a saber qué puede pasar.

Mount me está convirtiendo en una adicta, me está arrebatando el control de mi cuerpo y me está convenciendo de que se lo entregue de forma voluntaria al mismo tiempo. Es una paradoja, pero esta noche no quiero analizarla más. Salgo del dormitorio.

Lo único que importa ahora mismo es cómo lograr sacar del banco la cantidad de dinero que me ha exigido Brett, entregársela y salir bien parada del asunto.

—Vale, voy a necesitar mi gabardina, unas gafas de sol de cristales oscuros y una bolsa de deporte. A ser posible que contenga un paquete explosivo de esos que llevan tinta y que lo manchan todo para que no pueda gastar ni un dichoso dólar —digo mientras paseo de un lado para otro en el salón de Mount, algo que últimamente hago con mucha frecuencia—. Y una pistola, definitivamente. He ido al campo de tiro varias veces y estoy segura de que no tendré problemas para apretar el gatillo si Brett me apunta otra vez a la cara.

Hasta ese momento Mount me ha dejado parlotear sin interrumpirme, pero al oír esa última frase, se acerca a mí y me agarra por el codo con fuerza.

—¿Te ha apuntado con una pistola?

Asiento con la cabeza.

—¿Y no se te ha ocurrido que puede ser relevante decírmelo, joder?

Me muerdo el labio porque el tono de voz de Mount me asusta más que en ningún otro momento de la noche. Mi falta de respuesta lo hace apretar los dientes.

—Te ha apuntado con una pistola y te ha amenazado con matar a tu familia.

—Sí —susurro.

—¿Y te asustó hasta el punto de acceder a llevar a cabo su plan?

Asiento de nuevo con brusquedad con la cabeza antes de poder hablar.

—Si Cicatriz te comenta que lo he atacado con un martillo y con un cuchillo de carnicero cuando entró, dile que he pensado que era Brett.

Mount pone los ojos como platos, pero afloja un poco la presión de los dedos en torno a mi codo y empieza a acariciarme la piel con el pulgar.

—Brett Hyde no tendrá la posibilidad de volver a hacer nada de eso.

Recuerdo lo que Mount dijo sobre lo de convertirme en viuda, pero una vez superado ese momento de autodefensa, no sé si soy lo bastante cruel como para ordenar su ejecución. En cambio, digo algo que me permitirá dormir por las noches.

—Tienes razón, porque voy a darle lo que quiere. Y después no lo veré nunca más.

Mount me suelta.

—No me puedo creer que estés pensando en darle un centavo siquiera.

Levanto las manos como si fueran una balanza.

—¿Dinero o familia? —Bajo la que representa a la familia y levanto la que simboliza el dinero—. La familia pesa más que todo el dinero que pueda ganar. ¿Para qué sirve el dinero si no puedo tener a mis seres queridos?

La expresión de Mount se torna inescrutable.

—Ni siquiera hablas con tus hermanas con regularidad.

No quiero preguntarle cómo lo sabe, porque estoy segura de que la respuesta va a conseguir que empiece a pasear de nuevo de un lado para otro mientras lo pongo de vuelta y media.

—Pero eso no hace que sean menos importantes para mí. Son familia, punto. ¿Tú no lo sacrificarías todo por salvar a la tuya?

Los ojos oscuros de Mount adquieren una expresión hosca mientras se saca el móvil del bolsillo y mueve los pulgares sobre la pantalla. Cuando lo guarda de nuevo, me mira.

—Tengo que irme.

—Vale. —Lo sigo hasta la puerta, dispuesta a marcharme con él, pero se detiene al llegar al vano.

—¿Adónde crees que vas?

—De vuelta a mi jaula dorada.

Él niega con la cabeza.

—Este es tu nuevo hogar. Acostúmbrate. V estará montando guardia aquí fuera, así que no te molestes en salir.

—Pero…

Cierra la puerta mientras yo protesto, atrapándome en el interior de otra lujosa prisión.

En cuanto Mount se va, abro la puerta de un tirón, porque he aprendido a ser concienzuda.

Efectivamente, tal como me ha prometido, Cicatriz está apostado al otro lado. Pero supongo que su nombre es V. Prefiero Cicatriz, la verdad.

—Mi chófer y ahora mi niñera. ¿Cómo es que tienes tanta suerte? —pregunto con evidente sarcasmo.

Le cierro la puerta en las narices antes de que pueda responder, y corro en busca de mi bolso en cuanto oigo el tono que indica la llegada de un mensaje de texto. Es del mismo número desconocido que ahora sé que pertenece a Cicatriz, así que lo guardo en contactos.

CICATRIZ: ¿Quieres cenar? El chef te preparará algo.

KEIRA: Me estoy planteando una huelga de hambre.

CICATRIZ: Al jefe no le va a gustar.

KEIRA: Me importa una mierda del tamaño de un elefante si le gusta o no.

CICATRIZ: Pues en ese caso te comerás lo que yo te traiga. Espero que te guste el hígado.

KEIRA: Qué asco. ¿Crees que le va a gustar que contamines su habitación con ese hedor?

CICATRIZ: Pues elige algo.

Me lo pienso un momento y me decido por el menú más ridículo que se me ocurre.

KEIRA: Sopa de tortuga, cola de langosta de Nueva Zelanda, un filete de ternera argentina alimentada con forraje, puré de patatas (peladas, pero con grumos) con trufa, judías verdes orgánicas salteadas con ajo y un suflé de chocolate con acompañamiento de compota de frambuesas frescas.

Esbozo una sonrisa triunfal mientras espero su mensaje de respuesta, pero no me llega ninguno.

Eso no merma mi satisfacción. Ya no puede culparme por no comer. He seguido sus instrucciones.

Recorro la estancia, no con ánimo de cotillear, pero no puedo evitar asomarme de nuevo al dormitorio y andar sobre la gruesa moqueta dorada y negra para llegar al lujoso cuarto de baño. El suave mármol blanco tiene vetas doradas y negras, y no puedo evitar preguntarme de dónde viene su obsesión por esos tres colores.

Destierro la curiosidad, porque no va a ayudarme a salir de la situación en la que me encuentro.

Con el teléfono aún en la mano, pienso en la única persona que puede ofrecerme algún tipo de consejo.

Busco el último mensaje de texto de Magnolia y le envío uno.

KEIRA: Necesito hablar lo antes posible. Follón que te cagas.

Espero durante un buen rato mientras inspecciono la grifería dorada de una bañera del tamaño de una piscina pequeña, y le echo un vistazo a la zona del inodoro, que es más grande que el cuarto de baño entero de mi apartamento. Si hasta tiene bidet… Admito que me genera curiosidad descubrir cómo se usa, porque nunca lo he probado.

El móvil me alerta de la llegada de un mensaje de texto, y miro la pantalla.

MAGNOLIA: Esta noche tengo reunión de trabajo. ¿Tan malo es el follón?

KEIRA: Fíjate cómo será que creo que se me va a ir la pinza.

MAGNOLIA: Pospondré la reunión. Te llamo dentro de diez minutos.

Salgo del cuarto de baño y me quito los zapatos de tacón con un par de puntapiés cuando regreso a la mullida moqueta y me hundo en ella.

El precio por metro cuadrado en el Barrio Francés es astronómico. Hablo de cantidades que yo no podría pagar en la vida y, sin embargo, Mount a saber la de propiedades que tendrá. La curiosidad que desterré antes regresa, y decido que ha llegado la hora de sonsacarle a Magnolia toda la información que me resulte posible sobre Lachlan Mount.

Le debo más de dos millones de dólares. La realidad de ese hecho me golpea con fuerza.

¿Cómo narices voy a devolverle ese dinero? Ni aun organizando todos los meses eventos similares al de los Voodoo Kings y cuadruplicando las ventas durante los siguientes dos años conseguiría pagarle. Y eso sin contar con el dinero que tendría que invertir para suplir esa demanda.

Claro que Mount no me ha exigido ni un solo pago en dinero, solo en términos sexuales.

El móvil suena, y me doy cuenta de que he perdido la noción del tiempo cuando veo el número de Magnolia en la pantalla. Acepto la llamada al instante.

—Hola.

—¿Qué narices pasa ahora?

—¿Por dónde empiezo?

—Te sugiero que por el principio. Ponme al día, Keke.

Eso hago, empezando por el regreso de Brett de la tumba.

—No me jodas —replica, enfatizando cada palabra—. Te estás quedando conmigo. Yo estaba allí, cubierta con aquel velo con el que no veía un pimiento, cuando enterraste sus cenizas.

Insistí en que no hacía falta que se tapara la cara, pero no quería ser la causante de lo que ella llamó un «berrinche maternal» durante el entierro.

—Sí, bueno, pues parece que aquellas cenizas no eran suyas, y alguien le pagó al forense para que dijera que eran sus restos.

—No hace falta ser un genio para saber quién fue. —No se equivoca—. Pero eso no explica quién murió en aquel coche.

—Ni idea. Y estoy segura de que no quiero saberlo.

—Me apuesto lo que quieras a que ahora mismo Brett está deseando no haber aparecido.

—Seguramente no, porque va a largarse con más dinero.

—No puedes ceder al chantaje —protesta Magnolia, con un deje indignado.

—No tengo alternativa.

Hablamos sobre Brett unos minutos más y después ella cambia el tema de conversación al ver que no claudico en lo de llevar a cabo mi plan de la bolsa de deporte, la gabardina, las gafas de sol oscuras y la tinta. Me parece un buen plan.

—Bueno, ¿qué pasó después de que Mount te rescatara?

—Te aseguro que no me rescató. Llegó después de que Brett se fuera y, además, su hombre de confianza llegó primero.

—Keke, déjate de detalles sin importancia y vamos al grano.

Magnolia siempre ha sido muy dominante, así que me preparo para la reacción que va a suscitar lo que estoy a punto de revelar.

—He descubierto que el hombre con el que estuve la noche del baile de máscaras era Mount, no Brett.

—¡No me jodas! —exclama Magnolia, asombrada—. ¿Cómo es posible?

Meneo la cabeza, aunque no puede verme.

—No lo sé, pero estoy acojonada. Aquella fue la noche que decidí que Brett era el hombre de mi vida. La noche que decidí que fugarme con él era lo mejor que podía hacer, porque era todo lo que yo buscaba en un hombre. Pero me equivoqué de parte a parte. Ni siquiera era él.

—Por Dios, Keke. Solo a ti se te ocurre casarte por un buen polvo. Te lo juro. Y ni siquiera te casaste con el tío con el que lo echaste.

Echo la cabeza hacia atrás para clavar la vista en el reluciente techo negro.

—¡Yo no tengo la culpa! Nada de esto tiene sentido.

—Y, después, ¿qué pasó? Tiene que haber algo más.

—Discutimos… —Hago una pausa y me muerdo la lengua para no confesar lo que todavía me cuesta admitir. Por raro que parezca, me resulta más difícil admitir eso que lo del baile de máscaras.

—¿Y? —insiste ella.

La única manera de soltarlo es decirlo abiertamente, así que eso es lo que hago.

—Me besó. Me prometió que no permitiría que mi familia sufriera y después… en fin, tú ya me entiendes.

—Espera un momento, joder.

Me imagino los gestos que está haciendo ahora mismo con las manos, mientras procesa la parte que yo no quería admitir.

—¿Cómo que te ha besado? —Magnolia parece más sorprendida por eso que por la resurrección de mi difundo marido.

Decido avanzar en la conversación.

—Sí, y después…

—No, no, espera. Tenemos que hablar de esto, porque… Mount no es así. No besa a las chicas. Tengo que asegurarme de que les queda clara esa línea roja antes de mandárselas.

La implicación de sus palabras me golpea con fuerza.

—Un momento. ¿Me estás diciendo que eres tú quien le manda a sus amantes? ¿Te estás quedando conmigo?

—Keke, ya sabes a lo que me dedico —responde con voz contrita.

—Pero…

—Pero quiere chicas extranjeras. Así que las busco, las examino, las traigo hasta aquí, me aseguro de que están perfectamente instruidas en lo que a él le gusta y de que entienden sus reglas, y se las entrego. Después, no las veo más.

El corazón me golpea con fuerza contra las costillas.

—¿Por qué no me lo habías dicho antes?

—Porque no hablamos de mi negocio. Cuando estamos juntas, fingimos que mi profesión no existe. Además, ya te he dicho todo lo que sé. Lo importante, se entiende.

—¿Y el hecho de que le envíes putas no es importante?

A esas alturas le estoy gritando, algo que hace años que no sucedía. Desde que la echaron del colegio y yo me cabreé porque había perdido la beca. Sin embargo, la culpa me asalta al mismo tiempo. Magnolia tiene razón. Nunca hablamos de su negocio. Jamás. Es ese secreto que está a la vista de todos, pero que nunca se reconoce.

«Muy bonito, Keira. Ahora eres tú la mala amiga», me digo.

—No son putas. Mis chicas tienen demasiada clase para que las llamen así, así que cuidadito con criticarlas de esa manera.

La culpa me invade de nuevo, y respiro hondo varias veces antes de decir:

—Lo siento. No pretendía decirlo con ese tono. Pero, por favor… tienes que contármelo todo, porque ahora mismo estoy en la habitación de este hombre y está claro que lo único que sé de él es lo poco que tú me has contado.

—Un momento. ¿Estás en su habitación? —me pregunta Magnolia, enfatizando las dos últimas palabras como si no me hubiera entendido.

—Sí. En su habitación.

—Pero ¿esto qué coño es? Siempre aloja a sus chicas en una casa separada. De fácil acceso, pero por lo que he oído, nunca las visita en otro lado. Nunca las saca a la calle ni mucho menos las lleva a su dormitorio. Keke, esto es muy fuerte. Necesitamos que la registres.

Me pongo el móvil delante de la cara como si así pudiera verla después de haber hecho esa sugerencia tan desquiciada.

—¿No decías que te preocupaba que hubieran pinchado esta línea?

Cuando me llevo de nuevo el móvil a la oreja, Magnolia ya lo está justificando.

—¿Qué hombre esperaría que no le registraras la habitación después de dejarte a solas en ella por primera vez? Esto es prácticamente un procedimiento habitual, así que ponte a ello. Mueve el culo. Empezaremos por el cuarto de baño.

Me dejo caer en el sofá de piel.

—Necesito beber más alcohol antes de echarle ovarios y registrar el armario de las medicinas de Mount.

—Pues ya puedes ir a por una botella y ponerte en marcha. No tienes toda la noche. —De fondo se escucha el tintineo de los cubitos en un vaso de cristal y más movimientos—. Yo también me estoy sirviendo una copa, así que lo haremos juntas. Una habitación, una copa.

Apoyo la frente en las rodillas.

—Puede que esta sea la peor idea que se te ha ocurrido en la vida. Por detrás de la que hizo que te expulsaran del colegio, claro.

—Keke, tengo todo lo que quiero, y todo empezó con aquella mamada en el cuarto de suministros. No me tengas lástima. He aprovechado al máximo una situación que podría haber acabado muchísimo peor.

A lo mejor tiene razón, pero no me gusta analizarlo.

Y… otra vez me siento culpable.

—Coge una botella y un vaso, porque no vas a decirme que no hay alcohol en la habitación de ese hombre.

Como siempre, Magnolia tiene razón.

—Vale. Un momento. —Me acerco a las estanterías de cristal donde se alinean las botellas de licor y les echo un vistazo—. Aquí no tiene Seven Sinners.

—Pues mejor, porque con eso no te emborracharías hasta el punto de echarle ovarios al asunto. Sírvete una copa ya, Keke. Date prisa.

—Vale. —Cojo una botella de vodka de la estantería superior. Es una idea terrible, la verdad, pero como no soporto el whisky escocés ni el tequila, que parecen ser mis otras dos opciones, eso es lo mejor. No me molesto en coger un vaso y empino la botella directamente—. Esto está asqueroso —digo cuando consigo tragármelo—. ¿Cómo es posible que la gente se beba esta porquería?

Le leo lo que pone en la etiqueta y ella guarda silencio.

—La mayoría de la gente no lo hace, porque esa porquería cuesta mil dólares por botella.

De repente, la idea de bebérmela entera mientras busco pistas sobre el verdadero Lachlan Mount no me parece tan de mal gusto.

—Vale, voy al cuarto de baño.

Una hora después, he registrado el cuarto de baño, el dormitorio y el salón, incluyendo todos los armarios y los cajones. He intentado abrir con una horquilla la única puerta que estaba cerrada, con un fracaso absoluto.

—Es inútil. Debería haber visto más vídeos en YouTube.

—Pues hazlo ahora y me llamas de vuelta.

Me arrojo a la cama más cómoda que mi cuerpo ha probado en la vida.

—No puedo. Todo me da vueltas, Mags.

—Mierda. No aguantas nada que no sea whisky irlandés. No tiene sentido, joder.

—¿Cuándo dejará todo de dar vueltas?

—Después de que te duermas o de que vomites.

—¡Puaj! No quiero echar la pota.

—Me alegro, porque no eres una niñata, así que no actúes como tal. ¿Estás acostada?

—Ajá.

—Pues baja un pie al suelo hasta tocarlo. Eso te ayudará con el mareo.

—Vale.

—Lo has dejado todo donde lo encontraste, ¿verdad?

—Ajá. Todo controlado, Mags.

—Mierda. Estás como una cuba.

—Verdad. —Bostezo—. Tengo que irme. El mareo va a más. Voy a probar lo del pie, a ver si las cosas dejan de dar vueltas. Estoy cansada.

—Sí, y por la lengua de trapo que tienes, te aseguro que te vas a odiar por la mañana.

—Ya te digo. Sobre todo, porque tengo que darle a ese cerdo de Brett todo el dinero que Mount ha metido en mi cuenta para que mi empresa no acabe en la bancarrota. Cabrón. —A estas alturas no sé de quién estoy hablando.

—No creo que Mount permita que eso suceda, Keke.

—No puede detenerme.

—Vale, cariño. Duérmete. Pon la alarma.

—Ya lo he hecho. Buenas noches, Mags. Te quiero.

—Yo también te quiero. Y antes de que te quedes frita, debes asimilar que la forma en la que te está tratando Mount no es normal. Me da que estás obligándolo a romper todas las reglas.

—Es Mount quien las impone. Pero para los demás, no para él.

Corto la llamada antes de que pueda replicar. O lo intento, porque el móvil se me cae en la cara y me golpea la nariz.

—¡Ay! Putos rusos. ¿Cómo es posible que les guste esa porquería más que el whisky irlandés?

Es mi último recuerdo coherente antes de quedarme dormida.

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