Reina

Reina


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No voy a mirarlo.

No voy a mirarlo.

No… voy… a… mirarlo.

Fallo y alzo la vista por enésima vez durante este interminable vuelo para contemplar al hombre que tengo delante.

He usado tantas veces la palabra «nunca» refiriéndome a Mount para acabar rompiendo mis propias reglas, que ya no sé qué pensar.

¿Por qué tiene que ser quien es? Eso es lo que no puedo comprender. Durante este viaje, me he convencido de alguna manera de que todo sería distinto, de que por fin había encontrado al hombre que podría darme lo que quiero y lo que necesito. Un compañero.

Pero según pasan las horas en este avión, siento que la oscuridad lo rodea como una nube tangible, extrayendo la relajación que ha demostrado durante los días que hemos pasado en Dublín.

Quiero repetirlo todo.

Quiero tener la oportunidad de disfrutar de las diferencias que no he apreciado como se merecían mientras estábamos allí.

Pero eso también es imposible.

Cuando lleguemos al aeropuerto de Nueva Orleans Lakefront y las ruedas del avión pisen la pista, volveré a ser Keira Kilgore, endeudada hasta las cejas con Lachlan Mount, que usa mi cuerpo a placer a modo de pago.

Nada habrá cambiado, pero al mismo tiempo, tengo la impresión de que todo lo ha hecho.

Me sumerjo en el trabajo y abro todas las notas que redacté después de la visita guiada por la destilería. Escribo un mensaje de correo electrónico para Deegan Sullivan, dándole las gracias en persona e invitándolo a visitar Seven Sinners si algún día va a Nueva Orleans.

Después empiezo a trazar un plan para ver cómo podemos implementar medidas de seguridad de la forma más económica posible y así poder abrir la destilería al público con visitas guiadas. Sin que sirva de precedente, ni siquiera pienso en lo que opinará mi padre cuando se entere.

El galardón que descansa a mi lado me dice que lo que estamos haciendo en mi pequeña destilería importa, y que es mi trabajo seguir avanzando en la medida de lo posible.

Me digo que no voy a tocar el dinero del banco a menos que sea absolutamente necesario, porque quiero saldar la deuda.

Pero si lo hago, ¿qué me unirá al hombre que tengo enfrente? Nada.

Hace una semana, habría celebrado esa idea.

Lo mío no es normal. Es imposible que sienta esto que estoy sintiendo.

Cuando las ruedas pisan la pista del aeropuerto y el avión se detiene delante del hangar, he asimilado algo que me aterra más que nada en la vida.

No odio a Lachlan Mount.

Mount baja en primer lugar la escalerilla y me ofrece una mano cuando llega abajo. Antes de salir, me he quitado el vestido y me he puesto una blusa blanca y unos pitillos negros. Él no se ha molestado en quitarse el traje. A estas alturas, ya lo considero su uniforme natural.

Espero encontrar a Cicatriz con el coche de siempre, pero Mount echa a andar hacia la puerta del hangar.

—¿Llega tarde? Pero si nunca lo hace.

—V no va a venir. Conduzco yo.

Entramos en el enorme edificio de paredes metálicas, y veo el coche negro con rayas blancas en el capó, en el techo y en el maletero que está aparcado en el interior.

—Hala. ¿De dónde ha salido?

Mount me mira por encima del hombro mientras se acerca a la pared para introducir una contraseña en un panel situado al lado de una caja metálica.

—De mi colección.

La puerta de la caja se abre y coge unas llaves, tras lo cual la cierra de nuevo. Usa una llave para abrir el maletero y retrocedo un paso.

—¿Qué? ¿Te asusta que pueda haber un cadáver dentro?

—¿Eso es una broma? ¿Acabas de hacer un chiste?

Un empleado del aeropuerto llega corriendo con nuestro equipaje antes de que Mount pueda responder. Una vez que está todo en el maletero, abre la puerta del copiloto para que yo entre.

—Yo no bromeo.

—Y una mierda —replico, incapaz de contenerme.

Él me mira con los ojos entrecerrados.

—Las reglas han cambiado ahora que…

—¿Ahora que hemos vuelto? Ya lo he pillado. —Me acomodo en el asiento y suelto una risotada—. No esperaría menos de ti. Al fin y al cabo, tienes una reputación que mantener y no se sabe quién podría estar mirando.

Su expresión se vuelve amenazadora, y yo aparto la vista para clavarla en el premio que descansa en mi regazo. Una prueba tangible que puedo conservar de este viaje.

Mount cierra la puerta con fuerza y rodea la parte delantera del coche. Una vez que se sienta al volante y mete la llave en el contacto, sé que he dado en el clavo.

Aunque quisiera ser el hombre que ha sido en Irlanda, aquí es imposible.

El motor cobra vida, y su rugido encaja a la perfección con el hombre que lo conduce. Deja que se caliente unos minutos, que ambos pasamos sumidos en un tenso silencio antes de echar marcha atrás y salir del hangar.

Clavo la vista en el paisaje, pero en vez de fijarme en todos y cada uno de los detalles de la ciudad, como hice en Dublín, no veo nada mientras volamos por las conocidas calles.

Estoy segurísima de que está conduciendo por encima del límite de velocidad, pero ¿qué policía va a ponerle una multa? Es posible que los tenga a todos comprados.

Llegamos al Barrio Francés y en vez de tomar una de las tortuosas rutas a las que estoy acostumbrada con Cicatriz, Mount se dirige a casa directamente, atravesando el centro.

A casa.

Resoplo para mis adentros. Eso no es lo que es, y soy tonta si pienso que es otra cosa en vez de la cárcel lujosa que era antes de que nos marcháramos.

Ya no vamos a bailar más en Dublín.

Mount aminora la velocidad en una señal de STOP para que pasen unos peatones, pero después pisa a fondo el acelerador y da un volantazo a la derecha. El coche sale disparado hacia delante, con un chirrido espantoso de los neumáticos, al tiempo que su cuerpo se inclina hacia el mío.

—¡Joder!

¿Qué pasa?

Su cuerpo se inclina todavía más hacia mí mientras el caos se apodera del momento.

La gente dice que cuando pasa algo traumático, el mundo se ralentiza para que puedas verlo todo a cámara lenta.

En mi caso, no es así.

La ventanilla del conductor se hace añicos y los trozos de cristal vuelan hacia todos lados. Lo único que mi cerebro atina a asimilar es «dolor» mientras Mount da otro volantazo, y me golpeo la cabeza contra la ventanilla. El coche se estrella contra una farola, que acaba doblando antes de detenerse.

Pum. Pum. Pum.

Veo agujeros en la luna delantera, que del golpe está agrietada.

—¡Keira!

Los gritos de Mount parecen cada vez más distantes mientras el mundo que me rodea se desvanece.

Parpadeo un par de veces, pero me pesan los párpados cada vez más. Inclino la cabeza hacia delante y parpadeo de nuevo.

¿Cuándo me he manchado la camisa de rojo?

—¡Mírame! ¡Keira, mírame!

Intento levantar la cabeza, pero me pesa mucho.

Mount forcejea con el cinturón de seguridad y acaba arrancándolo para inclinarse sobre mí. Me acerca las manos a la cara, y veo más manchas rojas.

¿Es sangre? No puedo pensar con claridad.

—Keira, quédate conmigo. Por favor, quédate conmigo, joder.

Oigo sus órdenes, pero su voz se escucha cada vez más distante con cada palabra que pronuncia. Cierro los ojos.

—¡No! —Es como un león susurrando en la sabana.

Alguien me levanta la cabeza, y me obligo a abrir los ojos otra vez, aunque solo sea por un segundo. Me basta para ver el dolor, la ira y la desolación en su mirada.

—¿Lachlan?

—Quédate conmigo. ¡No voy a perderte ahora, joder!

—No puedo… respirar. —Cierro los ojos de nuevo y oigo sirenas a lo lejos. Lachlan Mount pronuncia mi nombre de nuevo, antes de que todo se quede en silencio.

La historia de Lachlan y Keira concluirá en

DESEO

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