Regreso a Encélado

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Reclamaciones » 16 de diciembre de 2048, San Francisco

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16 de diciembre de 2048, San Francisco

—¡Arriba las manos, viejo!

La víctima, un alienígena gordo, se mantenía sobre dos patas con la espalda contra la pared, obedeciendo la orden con ojos bien abiertos. Con un sonido restallante, levantó sus dos miembros delanteros, cada uno de los cuales tenía cuatro garras afiladas en los extremos. Respiraba con dificultad, y gotas de sudor cubrían la parte del cráneo de la criatura que correspondería a la frente de un ser humano. ¿El sudor del alien estaba provocado por el miedo, o era una consecuencia del aire caliente y húmedo en la nave espacial? ¿O tal vez no era sudor, sino lágrimas? Era obvio que la aterrada criatura estaba buscando una forma de escapar, mientras que los dos tallos que eran sus ojos miraban frenéticamente en todas direcciones.

Marchenko sintió una automática compasión por el ser, y su primer pensamiento fue que probablemente fuera un turista de un sector diferente, aunque el hecho de que hubiera reaccionado a una orden pronunciada en inglés no encajaba en esta teoría.

—¡No te muevas! —gritó el oponente del alien, un chico larguirucho que apenas aparentaba tener dieciocho años.

El joven llevaba un traje espacial ligero y sujetaba un cuchillo de plasma, grande y oxidado, cerca de la cavidad abdominal del alien. Miraba a la criatura de un modo provocador, como si quisiera que su víctima desobedeciera la orden. Usando su mano izquierda, el muchacho cacheó la parte inferior del cuerpo del alienígena, que estaba cubierto por un delgado paño, pero no encontró nada. Luego pasó el cuchillo a su mano izquierda y usó la derecha para examinar el contenedor, a modo de bolsa, que estaba adherido a la cintura de la criatura. Con júbilo, sacó un objeto que parecía una cartera antigua y, en realidad, lo era.

Marchenko sacudió la cabeza.

Con tono de profesor que alabara a un estudiante, el adolescente dijo con excitación:

—Buen trabajo.

Y procedió a mirar dentro de la cartera, sacó las tarjetas de crédito, y las metió en la bolsa de herramientas de su traje espacial. Le echó un breve vistazo al material de la cartera y notó que el cuero estaba gastado, así que la tiró con gesto disgustado.

Marchenko se encogió de hombros cuando vio tanta ignorancia. ¡Vaya puto novato! Esa cartera, con toda probabilidad, se habría vendido en el mercado negro por varios cientos de dólares.

«Ahora ya sería el momento», pensó Marchenko, quien observaba la escena sin que los implicados le vieran. El atraco había iniciado una cuenta atrás, y el larguirucho tenía unos sesenta segundos para finalizar su misión. Marchenko ya oía las pesadas pisadas de las botas de los policías, que indicaban el comienzo de la inevitable persecución. En un momento, los dos oficiales responsables de la seguridad en esta base comercial aparecerían por la esquina.

El atraco había tenido lugar en una calle sin salida que acababa con una valla metálica. El atracador oyó a los oficiales de policía, quienes eran humanos como él. Ni siquiera se dio la vuelta, pero dejó caer el cuchillo, dio tres rápidos pasos, y comenzó a trepar por la valla. Era increíblemente fuerte y ágil, escaló con rapidez, y eso que la valla tenía más de dos metros de altura.

—¡Alto, policía! —gritó uno de sus perseguidores, una vez en inglés y, de nuevo, en un idioma que Marchenko no reconoció.

En ese momento el joven ladrón se dejó caer al otro lado de la valla. Aterrizó en el suelo como un gato y comenzó a correr. Uno de los agentes de policía, el que no había gritado la orden, echó mano a su arma. Apuntó y apretó el gatillo de la pistola láser. Con enorme energía y a la velocidad de la luz, un haz invisible se proyectó silenciosamente desde el cañón. El siguiente sonido fue un golpe y, en ese mismo instante, el chico larguirucho se derrumbó a mitad de zancada al otro lado de la valla, su cuerpo sin vida moviéndose por su impulso.

«Mierda», pensó Marchenko. «Se acabó el juego».

Para entonces ya había jugado la escena cientos de veces, con diferentes variantes, pero el IA del juego no permitía que el jugador humano tuviera la oportunidad de controlar al criminal. Las inteligencias artificiales se habían vuelto demasiado buenas, y eso a menudo era un problema para los desarrolladores de videojuegos. Este avance frustraba a los jugadores, pero incluso en tareas típicas de consulta el perfeccionismo de las IAs disgustaba a los clientes humanos. ¿Quién quería tener un agente de seguros que fuera más inteligente que Einstein?

Francesca se había dado cuenta rápidamente de que podían ganar dinero gracias a ese problema. ¿Quién mejor que Marchenko, cuya conciencia era tanto humana como digital, para enseñarles a las inteligencias artificiales a comportarse como humanos? Por supuesto que eso no lo anunciarían, ya que su presencia en la Tierra seguía siendo ilegal y solo unos pocos lo sabían. Sin embargo, pronto se corrió la voz de su éxito y, al final, a los clientes no les importaba cómo conseguían su objetivo. El foco de atención principal estaba en su software, en el cual habían empleado mucho dinero y tiempo para desarrollarlo, que finalmente eran capaces de comprender a los usuarios bastante bien sin perder en inteligencia.

La firma de consulta en IA estaba oficialmente operada, controlada, y era propiedad de Francesca. La pareja bien podía usar el dinero que ganaban así. Cada día de la vida de Marchenko, en ilegalidad digital, era caro. Aunque Francesca había ganado un salario durante los dos años de su viaje de ida y vuelta a Encélado, no podía tocar la propiedad de Marchenko porque él estaba considerado como «desaparecido» por las autoridades oficiales. A menudo discutían si deberían declararle muerto. Marchenko decía que no le importaría que ella decidiera hacer justo eso, pero Francesca simplemente no podía.

Su exitoso negocio les permitía pagar con facilidad las tarifas de alquiler desgravables para el poderoso hardware de Marchenko. La combinación de ordenador cuántico y superordenador era tanto su hogar como su terreno de juego. Sus excursiones a internet eran peligrosas, ya que los algoritmos de seguridad podrían notar su presencia. Cuando Marchenko se aventuraba allí, siempre llevaba múltiples disfraces digitales y fingía ser un clásico IA.

Una paloma blanca voló por encima de la escena, una señal que indicaba que Francesca quería hablar con él. Mientras él estaba entrenando IAs, apagaba todos los sensores externos… excepto el botón de llamada de su novia. La idea de un pájaro como su icono había sido de Marchenko, porque él nunca había visto ningún sencillo pájaro blanco en ninguno de los programas que editaba. Marchenko salió del mundo virtual. En realidad, habían pasado una hora y catorce minutos, mientras que él se había pasado semanas dentro del código del programa. Entrenar a los IAs era un proceso largo; había que hacer que intentaran una tarea una y otra vez hasta que encontraran el mejor modo. Marchenko entonces solo tenía que asegurarse de que el modo óptimo no resultara demasiado bueno.

Activó el módulo de habla. Unos meses atrás, habría investigado cuál podría ser la razón para la llamada de Francesca; se le daba fenomenalmente bien hacer eso. Había tenido buenas intenciones, ya que eso ahorraba tiempo que podían pasar atendiendo a temas más importantes. Sin embargo, Francesca le dejó claro lo siniestro que era tener un compañero omnisciente. Desde entonces, Marchenko se reprimió conscientemente de reunir información concerniente a ella y se permitió sorprenderse. Aunque no era muy práctico, era más humano.

—Amy nos ha enviado un mensaje —oyó decir a Francesca.

El espectro de frecuencia de su voz era inusualmente amplio. «Debe de estar excitada», pensó, pero luego se enfadó consigo mismo. Quería evitar este tipo de análisis y confiar en su propia intuición, pero seguía siendo tentador hacerlo.

—¿Y qué ha dicho? —preguntó Marchenko, encendiendo su cámara.

Una luz roja le dijo a su novia que estaba mirándola.

—Ha recibido una extraña oferta y le gustaría hablar con nosotros sobre ello.

—¿Te ha dicho algo más, Francesca?

—No, dijo que tendríamos que reunirnos para discutirlo.

—Si ella cree que es lo bastante importante como para contactar con nosotros, debe de ser algo grande. Por supuesto, deberíamos aceptar su invitación.

—Eso pensaba yo también. Sabía que reaccionarías así, de modo que ya he aceptado ir.

—Ya veo. —En realidad debería estar enfadado con ella, pero Francesca sonrió de un modo tan encantador que no pudo enfadarse—. ¿Cuándo y dónde?

—Nos reuniremos en Tokio dentro de diez días.

—Yo pensaba que se habían mudado a Seattle.

—Están visitando a los padres de Hayato durante unas semanas. Se supone que Sol tiene que conocer a sus abuelos y absorber cultura japonesa.

Cada vez que Francesca mencionaba al hijo de Amy y Hayato, siempre omitía su primer nombre, Dimitri; nombre que le habían dado en honor al sacrificio que Marchenko había hecho para salvar a Francesca y a Martin en Encélado. Ella le dijo una vez a Marchenko que no quería recordarle ese suceso. Pero él pensaba que era más bien Francesca quien no quería pensar en la muerte de su cuerpo por aquel entonces, y que había llevado a su existencia en forma puramente digital.

—Es un largo vuelo. ¿Debería comprarte un billete? ¿Cuándo quieres volar allí? —preguntó Francesca.

Él mismo podía llegar a Tokio a la velocidad de la luz por medio de los cables de fibra óptica transoceánicos. Solo tenía que asegurarse de que nadie notara su excursión en internet. Aún así, una cantidad de datos bastante grande y pesadamente encriptados fluirían por los cables bajo el mar.

—¿Dos días antes? Así podríamos aclimatarnos un poco y buscar un lugar para que te alojes.

—Tal vez Amy puede ayudarnos a encontrar el hardware adecuado.

«Estoy bastante mimado», pensó Marchenko. «No hace mucho tuve que existir en un módulo con una sola memoria, y ahora me quejo por no tener un ordenador cuántico. ¡Problemas del lujo!».

—¿Has dicho algo? —preguntó Francesca.

¿Ahora podía oírle pensar? A veces tenía la impresión de que sí. ¿Era normal cuando dos personas habían estado juntas durante un tiempo?

—No —dijo él. Luego hizo un sonido como si se estuviera aclarando la garganta—. Veamos, dentro de ocho días… eso sería el 24 de diciembre. ¿De verdad te parece bien? ¿Quieres volar ese día?

—Claro. Podemos celebrar la Nochevieja nosotros solos con Ded Moroz[1], según la tradición rusa. Esa es una ventaja de no tener hijos.

«Sin hijos». Esas dos palabras golpearon a Marchenko con inesperada fuerza. Siempre se había sentido demasiado viejo como para tener hijos, aun cuando solo había pasado de los treinta años. Francesca había llegado recientemente a su cincuenta cumpleaños, y era improbable que se quedara embarazada incluso bajo condiciones óptimas. Le dolía no tener esa opción. Francesca sonaba como si no pensara en el tema. Eso era bueno, aunque todavía le resultaba extraño. Tendría que hablar con ella al respecto. Pero no hoy.

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