Regreso a Encélado

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Reclamaciones » 17 de diciembre de 2048, Alta Baviera

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17 de diciembre de 2048, Alta Baviera

Martin se quedó mirando el camino de piedra que se curvaba empinado hacia arriba. «Da un paso, inhala, da un paso, exhala». ¿Cómo podía haber perdido su buen estado de forma en solo unos minutos? ¿Había sido provocado en realidad, como decía su madre, por pasar tanto tiempo en la cama con Jiaying? «Al menos entonces no estoy comiendo, y parte de ese tiempo debería contar como ejercicio, ¿no?», pensó con ironía. Se limpió el sudor de la frente. Su copiosa sudoración era provocada por algo más que el clima extremadamente cálido para estar a mediados de diciembre. Normalmente habría esperado un metro o más de nieve allí arriba, pero no había nieve. La altitud también era un factor para hacer que se sintiera acalorado. Esa excursión en la montaña le recordó el vértigo que pensaba haber superado ya. Pero gatear por el casco de una nave espacial, en medio del negro e infinito espacio, no era lo mismo que subir un estrecho sendero rocoso, al final del cual le esperaba la gigantesca cruz de la cima de la montaña Kampenwand.

—¡Vamos, vamos! —gritó Jiaying.

Martin miró hacia arriba, usando una mano para proteger sus ojos del sol. Su novia estaba a bastante distancia delante de él, y le esperaba en una especie de meseta por debajo de la cima. Jadeando, subió tras ella. Durante su vuelo a Alemania, él había leído sobre este sendero, así que sabía que lo peor aún estaba por llegar: una parte completamente expuesta, asegurada con cables, que comenzaba más allá de la meseta. ¿Cómo podía contarle a Jiaying que tendría que escalar hasta la cima ella sola? Martin sacudió la cabeza y sabía que no aceptaría ninguna excusa. Jiaying era más estricta que cualquier instructor de la NASA. Esa mentalidad no solo se aplicaba a ella misma, sino también a cualquiera que fuera de excursión con ella. Tal vez debería intentar ver qué pasaría si se negara. «Pero mejor, hoy no», pensó. Iban a reunirse con su madre más tarde, y no quería tener que lidiar con su enfadada novia china.

Martin pensó en intentarlo de todos modos, quizás ella estuviera de buen humor hoy. Antes habían observado la salida del sol juntos desde la terraza del chalé de montaña. Había sido muy romántico, sosteniendo a Jiaying entre sus brazos bajo la tenue luz del amanecer. Notó que ella se sentía muy ligera —como una mariposa— y que casi tenía que sujetarla con más firmeza para que no se la llevara una repentina ráfaga de viento. Así que Martin se abrazó con felicidad a Jiaying, y podría haberse quedado así todo el día, en la terraza con ella, si hubiera dependido de él. Tenía que evitar quemarse con el sol bajo el clima veraniego, a pesar de que era invierno. Se caló la gorra de béisbol, respiró hondo y continuó su camino. Evitó cuidadosamente mirar a derecha o izquierda, donde el abismo y sus miedos le esperaban.

—Ya era hora —dijo Jiaying cuando él llegó a la meseta, y le dio un puñetazo en el costado.

—No debería haberme comido ese trozo de tarta antes —contestó. Pero el pastel de frutas que les habían servido en el chalé Steinlingalm había sido demasiado tentador como para rechazarlo.

—No deberías haber comido tarta durante los últimos meses —dijo Jiaying.

Martin tuvo que reírse cuando ella le dio un pellizco en los michelines sobre sus caderas.

—Oh, bueno, perderé esos tres kilos con rapidez —dijo.

Jiaying le miró sin decir palabra. En vez de hablar, señaló un cartel indicador que había sido pintado sobre una piedra plana.

—Quince minutos más —dijo Jiaying.

Martin asintió. No intentaría convencerla para no acabar la escalada. Jiaying levantó su pequeña mochila y se la colocó sobre los hombros.

—Yo voy a ir delante, ¿vale? —dijo.

Martin volvió a asentir. Tenía miedo de que le fallara la voz. Jiaying caminó despacio hacia la izquierda. Él la siguió y la vio alargar la mano hacia una cadena de hierro que bordeaba el camino que bajaba unos metros. Directamente bajo sus pies estaban las tierras altas bávaras, cuya belleza no pudo admirar porque tuvo que desviar la mirada, ya que de otro modo casi habría caído con toda seguridad. Se concentró más bien en los cordones de sus botas de montaña.

—Despacio y con firmeza —dijo Jiaying.

Solo iba dos pasos por delante de él. Levantó la vista y la vio entrecerrar la mirada, algo que siempre hacía cuando estaba preocupada. Estaba preocupada por él, y un repentino calor le recorrió el cuerpo. En ese instante, a Martin le habría gustado abrazar a Jiaying, aun cuando no podía imaginar un momento menos adecuado que ese.

«Pues vaya», pensó, y pasó el final de la cadena.

El resto de la escalada no estaba asegurado, pero también era menos peligroso. El camino subía y giraba a la derecha, seguido por un corto puente de hierro, y finalmente ya estaban allí.

Martin sintió ganas de soltar un grito triunfante, pero había otros excursionistas allí, mirando el paisaje en silenciosa admiración.

Miró alrededor y vio que la vista era ciertamente arrebatadora. Jiaying se quedó junto a él y la cogió de la mano. Podía ver fértiles tierras verdes hasta el horizonte. El lago Chiemsee brillaba con un color azul oscuro allí abajo, con veleros apareciendo como puntos blancos en su superficie. Olía a verano, algo que Martin apenas podía creer.

—¿Puedes olerlo tú también? ¿No es como verano? —preguntó.

Jiaying sonrió y otra cálida oleada fluyó por el cuerpo de Martin.

—Sí, es… —estaba buscando la palabra alemana—, hierba seca… eh… heno.

—Muy bien. Exacto… heno —respondió Martin.

Jiaying había estado asistiendo a un curso intensivo de alemán durante varios meses e iba mucho más adelantada que Martin, quien estaba estudiando mandarín. Su madre se quedaría sorprendida.

Dejó que su mirada vagara por el amplio paisaje. El horizonte parecía curvarse. Allí arriba podía sentir claramente como si estuviera en una esfera, en este lugar llamado Tierra que no había visto durante mucho tiempo, y que era ciertamente único en el espacio. ¿Cuán estúpido tienes que ser para abandonar un lugar así durante tanto tiempo? ¿Y por qué se daba cuenta justo ahora de esto?

—Vamos —dijo Jiaying—. Tu madre debe estar esperándote. Venga.

—Y a ti también —dijo él.

El descenso fue incluso peor que la subida para Martin. Dejó que Jiaying fuera primero y se concentró en el pequeño panda que colgaba de la cremallera de su mochila. El panda sonreía. Era posible que se estuviera riendo de él ahora mismo. ¿Cómo podía quejarse tanto, solo porque caería varios cientos de metros si la suela de su bota se resbalara? En algunas zonas tenía que cruzar por roca desnuda suavizada por la corriente de senderistas. Allí no le dio vergüenza deslizarse sentado, incluso aunque los escaladores que venían de la dirección contraria le lanzaban miradas de lástima. Sí, no debería haber ido a esa escalada, pero los otros senderistas no sabían lo duro que era negarle algo a Jiaying. Martin sintió punzadas en el estómago y los músculos de sus muslos temblaban de agotamiento.

Para mayor sorpresa, sin embargo, llegaron al valle antes de lo esperado. El estrecho sendero se convirtió en una amplia carretera de gravilla. Si se resbalara allí, solo acabaría tendido de espaldas. Martin respiró hondo. Abajo podía ver los pocos edificios de Steinlingalm. Los bancos de madera delante de ellos estaban llenos de excursionistas que comían Wurstsalat: tiras de salchichas, cebollas rojas, y pepinillos troceados en una vinagreta. Estaban bebiendo Radler, una mezcla de cerveza y refresco de limón. Notó que su apetito volvía despacio. Se quitó la mochila y la sostuvo en la mano por el tirante. La espalda de su camiseta estaba empapada. Si no se daba una ducha pronto, comenzaría a apestar como una mofeta.

Jiaying señaló al restaurante del chalé de montaña. Sacudió la cabeza y Jiaying sonrió. Ella señaló a la izquierda, donde la estación del funicular estaba oculta tras un risco. Martin asintió y le devolvió la sonrisa. Era maravilloso comprenderse sin palabras. Su madre estaría preparando comida de todas formas… al menos una tarta.

Media hora más tarde estaban apretados en el teleférico, deslizándose hacia abajo sobre la cima de los árboles. Casi la mitad de la gente a bordo también venía de una excursión agotadora, así que el sistema de ventilación no tenía oportunidad contra el olor colectivo a transpiración. Pero el viaje era corto, y era mejor que bajar la montaña caminando durante otra hora y media.

Jiaying había enlazado su brazo con el de Martin, y este se sujetaba a los raíles de apoyo del techo. Estudió con cuidado a la gente a su alrededor. La mayoría estaban juntos como grupos familiares, y los niños en particular miraban con curiosidad a su acompañante. Turistas del lejano oriente no eran poco comunes allí, pero normalmente viajaban en grupo. ¿Podéis creerlo? Justamente él tenía una hermosa mujer de la lejana China a su lado. Sintió que sus mejillas se ruborizaban.

El viaje en coche duró unos noventa minutos. El vehículo eléctrico de alquiler zumbaba en modo automático mientras viajaban por la carretera estatal. La madre de Martin vivía en una pequeña aldea, lejos de la ciudad, donde había comprado una casita. Él se preguntaba cuándo había sido su última visita…

«Deben de haber pasado casi tres años ya».

Tras su regreso desde Encélado, su madre le había visitado durante varias semanas en los Estados Unidos, pero él nunca había encontrado el tiempo para visitarla a su vez.

Desde su aborto, Jiaying había estado viajando siguiendo las órdenes del gobierno chino, y él había continuado con su trabajo como analista de sistemas para la NASA.

El acoso de la prensa de las primeras semanas tras el aterrizaje de regreso había hecho la transición hacia una tranquila normalidad agradable. Estos días, los periodistas apenas le pedían entrevistarle, e incluso los estudiantes de periodismo parecían haber perdido interés. Martin se alegraba por ello, aunque al principio se preguntaba si echaría de menos esa excitante época. No era así. A la luz de sus pasadas aventuras, se sorprendió de seguir encontrando emocionante escanear códigos en busca de errores que otros habían cometido.

Jiaying le puso una mano en el muslo.

—Que paisaje más bonito —dijo en alemán—. Me recuerda un lugar en las montañas de mi hogar que visité de niña.

Martin miró por la ventana.

—En primavera y verano es incluso más bonito —dijo—, porque los árboles no están tan desnudos entonces.

—Entonces volveremos en primavera.

—Tu alemán ya es bastante bueno.

—Gracias.

—Pero no te sorprendas si no puedes entender a nadie en la aldea. No es culpa tuya.

—Lo sé. El dialecto local. Lo sé por China también. Incluso yendo de Pekín hasta Shanghái… pero ¿qué hay de tu madre?

—Ella habla alemán estándar. No te preocupes. No somos de esta zona.

—¿Y cómo son las gentes de por aquí?

—Son amistosos y directos. Quizá sea el entorno rural. Pronto tienes la sensación de que perteneces aquí. Y al mismo tiempo, no es cierto.

—Comprendo. Estoy familiarizada con ello. Eres aceptado, pero de todos modos sigues siendo un forastero. No es diferente en mi país natal.

—Sí, es algo así —dijo Martin—. Normalmente es genial para los visitantes, pero resulta diferente para la gente que vive aquí todo el tiempo.

Miró el mapa en la pantalla de la consola central. Vio que solo quedaban otros diez kilómetros hasta su destino. Delante había un atajo por un camino de tierra que el IA de navegación no conocía. Colocó las manos en el volante.

—Control, voy a hacerme con el volante —dijo.

El software comprobó que estuviera mirando hacia delante y tuviera las manos sobre el volante. Entonces, tras una corta cuenta atrás, pasó a modo manual. Jiaying retiró su mano. Martin esperaba que el atajo no hubiera sido víctima de alguna nueva urbanización. Puso el intermitente y giró a la derecha para entrar en el camino de tierra. La carretera tenía baches, pero los amortiguadores del coche absorbían la mayoría. Cruzaron una vía de tren y llegaron a un pequeño bosque que consistía principalmente de abetos. El sol lanzaba puntos coloreados de luz en la estrecha carretera que ahora estaba dominada por la crecida hierba.

—Cuidado, vía sin salida delante —anunció el IA del sistema de navegación, pero Martin sabía la verdad.

Jiaying volvió a ponerle una mano sobre el muslo.

—¿Por qué no paras por un momento? —preguntó.

Martin la miró a su derecha y luego detuvo el coche. Jiaying sonrió misteriosa y colocó el dedo índice de su mano derecha sobre sus labios.

—Me gustaría besarte una vez más antes de llegar a casa de tu madre —murmuro ella—. Ya sabes lo tímida que soy.

Martin le dedicó una amplia sonrisa.

«Por supuesto, tímida… claro». Martin desabrochó su cinturón de seguridad y se giró hacia ella. Sus labios se encontraron en un prolongado beso.

—¿Qué habéis estado haciendo en el bosque durante tanto tiempo?

Martin se ruborizó mucho cuando su madre le planteó la pregunta. Se le había olvidado el modo de localización compartida del piloto automático del coche que había activado para que su madre no tuviera que preguntarle repetidas veces cuándo iban a llegar.

—Solo pretendíamos coger unos champiñones para usted, señora Neumaier —respondió Jiaying en un alemán casi perfecto—, pero desgraciadamente no encontramos ninguno por allí.

Su madre se giró hacia ella y sonrió.

—Elizabeth. Por favor, llámame Elizabeth. Me alegro de que estés aquí.

—Yo soy Jiaying. Y también me alegro de conocerla, señora Neumaier. —La china tardó un momento en darse cuenta de su error—. Elizabeth. Por supuesto. La forma alemana de dirigirme a usted de un modo educado no es fácil.

—Nada comparado con el cuidado que tienes que tener en chino —intervino Martin.

Durante la visita a los padres de Jiaying, él había trastabillado con el idioma tanto que su padre, al final, le pidió que hablara en inglés.

Elizabeth abrió sus brazos y abrazó a la novia de su hijo. Jiaying se rindió al afectuoso saludo y luego le llegó el turno a Martin de hacer lo mismo. Al menos su madre no se quejó de que no le hubiera visitado durante tanto tiempo. Probablemente tendría que darle las gracias a la presencia de Jiaying por ello.

—Entrad —dijo su madre mientras abría la puerta principal.

Martin fue el último en pasar al recibidor, y se vio asaltado de inmediato por un olor largamente olvidado. Era extraño. Aunque no había pasado su infancia en esta casa, su nariz le decía que estaba en casa. Olía al famoso perfume cítrico de su madre y al ligero olor a cloro de un fuerte limpiador, mezclado con el aroma de un pastel recién horneado. ¿Podía un aroma tan característico ser empaquetado y acarreado cuando te mudas de una casa a otra, o era algo que ocurría automáticamente?

El recibidor era pequeño. Se quitaron los zapatos.

—¿Queréis zapatillas? —ofreció Elizabeth.

Jiaying sacudió la cabeza.

—No —dijo Martin, pero entonces recordó la excursión que acababa de terminar y el aspecto que tendrían sus calcetines—. En realidad, sí —se corrigió.

Elizabeth señaló hacia abajo, y debajo del perchero para los abrigos estaban sus viejas zapatillas. Ella las había guardado todos esos años. Se las puso, ya que al menos protegerían algo sus pies del mundo exterior.

Del recibidor salían tres puertas.

—Este es el dormitorio —dijo su madre, señalando hacia la derecha—. Ahí atrás está el cuarto de baño. El viaje ha sido largo, ¿verdad?

Jiaying asintió y desapareció detrás de la puerta.

La restante llevaba al salón.

—Ven conmigo, ¿o quieres esperar fuera del cuarto de baño a que salga tu novia?

Martin sacudió la cabeza. Elizabeth abrió la puerta del salón y le invitó a entrar.

—Después de ti —dijo él.

Su madre solo sonrió, así que él cruzó el umbral. La habitación parecía sorprendentemente pequeña, pero tal vez le dio esa impresión por las tres abarrotadas librerías que llegaban desde el suelo hasta el techo. Otra puerta, en el lado estrecho de la sala y que llevaba hacia la cocina, estaba enmarcada por más estanterías. Solo una pared estaba libre de libros, y había una gran ventana que dejaba entrar la luz del día. Era el lado oeste. El sol aún entraba brillando en la habitación aunque ya era casi de noche.

Martin examinó las estanterías y vio sus viejas lecturas favoritas. De niño había leído casi todos los libros de su madre, y solo unos cuantos parecían haber sido añadidos desde entonces.

Su madre le lanzó un movimiento de cabeza casi avergonzado cuando le vio mirando las librerías.

—Sí, apenas compro libros nuevos y he empezado a releer los antiguos. Ha pasado mucho tiempo… Casi no me acuerdo de los argumentos.

Martin sonrió. Esperaba que ella no hubiera dejado de comprar libros por falta de dinero. Se sentía un poco avergonzado por no haberle preguntado nunca por su situación económica, y ahora él ganaba suficiente dinero como para mantenerla fácilmente. Durante su infancia, ella le había comprado cualquier libro por el que él mostrara interés.

Al principio se había sentido fascinado por la arqueología; Schliemann había sido su héroe. Pero Martin pronto aprendió que las excavaciones arqueológicas eran muy diferentes ahora, y cada descubrimiento requería que un gran equipo empleara años de trabajo sistemático. Entonces su madre le había comprado un libro ilustrado sobre el espacio, y se había quedado asombrado por el universo. Ese libro podría haber sido el factor clave para que él acabara trabajando para la NASA.

Echó un vistazo por la ventana. El sol ya estaba muy bajo a esa hora del día, después de todo era invierno. Junto a la ventana había fotos colgadas en la pared. Eran fotos de él, de su hermana, y de los hijos de su hermana, pero ni su madre ni su padre aparecían por ninguna parte. A la izquierda del todo vio retratos de aspecto antiguo de sus tías, quienes habían muerto hacía mucho tiempo, y debajo de ellas una foto de bodas de sus abuelos, que ya estaba bastante descolorida.

«Esto sería una buena idea para un regalo de cumpleaños», pensó; hacía mucho, antes de que él se mudara, había digitalizado todas las fotos de familia. Si imprimiera copias y las hiciera enmarcar, su madre apreciaría el esfuerzo.

Las bisagras de la puerta rechinaron cuando Jiaying entró en la sala. Martin notó que su madre se ponía nerviosa y actuaba muy tensa.

—Sentaos —dijo Elizabeth, señalando hacia la mesa en mitad del salón. Sus gestos parecían como si estuviera intentando pastorear un rebaño de ovejas en un prado. Luego, se giró en redondo y atravesó la puerta entre las estanterías para pasar a la cocina.

—Voy a por el café —les dijo.

Martin se sentó y Jiaying inspeccionó brevemente la habitación, justo como había hecho Martin antes. Se preguntaba qué podría estar pensando su novia. En la mesa vio una tarta marmoleada redonda con un agujero en el centro. Una cubierta metálica la protegía contra las moscas, aunque no había visto ninguna.

—Muy acogedor —dijo Jiaying—. ¿Era así cuando eras niño?

—Los libros, sí —contestó—. Siempre he estado rodeado por montones y montones de libros.

—Eso debe haber sido genial. Nosotros nunca pudimos permitirnos muchos libros, aun cuando eran mucho más baratos en mi país.

Eso era cierto. Incluso durante su propia juventud, los libros se habían convertido en un artículo de lujo, sobre todo en su forma impresa. Pero nunca tuvo esa impresión, porque parecía haber un número infinito de ellos disponible.

—De niño, nunca los consideré un lujo —dijo—. Los libros estaban simplemente allí. Como la hierba que cubría el prado detrás de la casa, o los árboles en el bosque.

Jiaying se sentó y le cogió una mano. La puerta de la cocina se abrió y su madre llevó una cafetera de cristal. Podían oler el café recién hecho.

—¿Alguien quiere leche o azúcar? —preguntó Elizabeth.

—No, gracias —dijo Jiaying con educación.

Martin sacudió la cabeza.

—Ya sabes que no —dijo.

—Bueno, pensé que quizás te gustaría con leche ahora.

Soltó una carcajada ante el comentario de su madre.

—¿Leche? No. Puedes apostar a que nunca lo beberé con leche.

—A muchos chinos no les gusta la leche —añadió Jiaying—. Tal vez seas medio chino.

Su madre sirvió el café. Entonces retiró la cubierta de la tarta y puso un trozo en cada uno de sus platos.

—Gracias —dijo Jiaying con una sonrisa.

—Pastel marmolado —comentó Martin—. Qué nombre más extraño. El color marrón es por el cacao. Pero el mármol no es marrón.

—De niño te gustaba mucho el pastel marmolado, pero solo las partes marrones —dijo Elizabeth.

—Luego tú cogías las partes blancas, que eran las que preferías.

Su madre sonrió. Martin lo entendió de repente. ¿Podía haber sido tan estúpido de niño?

—No preferías las partes blancas de la tarta, ¿verdad?

No recibió respuesta por parte de ella. Elizabeth pinchó un trozo de su pastel con su tenedor y se lo metió en la boca. Le dio un sorbo a su café y masticó mientras miraba a alguna parte, pero Martin no sabía dónde. Sonrió.

—Claro —dijo él—, ya entiendo. Yo habría hecho lo mismo.

—En realidad el pastel marmolado no me gusta tanto —soltó Elizabeth—, pero te ponías siempre muy contento cuando hacíamos uno.

Martin se acordaba de las visitas a sus abuelos. La abuela siempre horneaba una tarta de cerezas con cobertura de natillas. No le gustaban las natillas, pero su madre siempre disfrutaba de ese tipo de tarta. Tomó nota mental de que tendría que encontrar una receta para hacer una y luego conseguir guindas.

El silencio reinó durante varios minutos. No fue un silencio agradable, sino más bien la ausencia de ruido, el tipo de quietud que te deja adormilado.

Una mosca zumbaba por algún lugar de la sala. De vez en cuando podía oír un ligero tintineo cuando alguien soltaba la taza del café.

—¿Y qué va a pasar con vosotros dos? Tanto en lo profesional como en lo personal, quiero decir.

Martin había esperado que su madre le preguntara eso, esperando que evitara el tema de los niños. Miró a Jiaying, quien estaba sentada junto a él.

—He vuelto a trabajar en mi oficina en la NASA —dijo él—. No necesito nada más. Jiaying está actualmente viajando por todo el mundo, así que no nos reunimos muy a menudo.

—La agencia espacial china está muy orgullosa de nuestros descubrimientos —dijo Jiaying.

«Bueno, los chinos están orgullosos de su astronauta», pensó Martin, «pero Jiaying nunca lo diría».

—Por lo tanto, a menudo represento a mi país en conferencias internacionales, ferias de muestras, y otros eventos —continuó diciendo Jiaying.

—¿Y te gusta? —preguntó Elizabeth.

—Sí. Me gusta ser la representante de mi país —explicó su novia.

Ella se lo tomaba en serio, aunque se daba cuenta de que estaba reforzando el poder del aparato del Partido Comunista al hacerlo. Hacía unas semanas, Martin y ella habían discutido ese mismo tema. Jiaying creía que era necesario que ella le diera las gracias a la nación en la que había nacido por financiar su viaje al espacio.

El hecho de que sus padres hubieran sido maltratados era un tema completamente diferente para ella. Aun cuando nunca hubo una acusación oficial, los responsables no escaparon al castigo, y probablemente se pasarían los próximos años en centros de detención. No obstante, Jiaying era una patriota, una actitud que le resultaba extraña a Martin. Él prefería ser su propio representante, pero tampoco era un problema entre ellos. Hablaron sobre ello, entendieron lo que motivaba al otro, y eso fue suficiente.

—Entonces está bien —dijo Elizabeth—. Lo más importante es que disfrutéis de lo que estáis haciendo. Y los dos sois jóvenes y aún os queda mucho tiempo.

Martin se encogió cuando oyó esas palabras. Por aquel entonces cuando su padre quería hacer lo que disfrutaba, investigar con un radiotelescopio gigante, su madre no se había sentido igual. Ella le había planteado a su exmarido un ultimátum, y su padre optó por su carrera y en contra de su familia. Pensativo, Martin limpió una mota de polvo del mantel. «Ese no debería ser el tema hoy».

—Como probablemente quieres saber si vamos a casarnos… no, no lo tenemos planeado. Y si lo hiciéramos, lo haríamos nosotros solos y todos los demás lo sabrían después.

—Lo entiendo, Martin —dijo su madre—. Tal vez sea mejor así, estar juntos sin presiones externas. ¿Y queréis tener hijos?

Él se quedó helado y miró a Jiaying. Como siempre, ella sonrió de un modo que él nunca comprendería. ¿Cómo conseguía siempre hacer eso? Incluso después del aborto solo la había visto llorar una sola vez. En una ocasión ella le había explicado que no pensaba en sí misma de un modo demasiado serio. Él era bueno en el arte de reprimir cosas, pero en Jiaying había encontrado a una auténtica maestra.

—Para ser sincera, un niño no encaja en nuestras vidas —dijo—. Yo viajo mucho y aún me gustaría volver al espacio varias veces más. Acabo de cumplir cuarenta, así que podría permanecer en el Cuerpo de Taikonautas al menos otra década.

—Y luego está el tema de la radiación a la que hemos estado expuestos. Dos años en el espacio conlleva un alto riesgo de daño en nuestro material genético —añadió Martin. Eso, les había explicado los médicos, podría haber sido la razón para el aborto. Después, ambos acordaron rápidamente no intentarlo una segunda vez. Con esa decisión, Martin experimentó una extraña sensación de alivio, tal vez debido a su latente miedo a no poder convertirse en buen padre.

Pero el deseo de Jiaying de volver al espacio era más problemático, y Martin no lo compartía en absoluto. Ahora, el rostro de su novia era mucho más valioso para China, por motivos propagandísticos, por lo que su gobierno no consideraría permitirle el regresar al servicio activo. Los viajes espaciales siempre resultaban peligrosos; sería horrible para ellos si su heroína muriera en un accidente. Pero en dos o tres años, el mundo se cansaría de ver la cara de Jiaying. Entonces, como ella ya le había explicado, llegaría el momento de que pusiera sus incuestionables méritos sobre la mesa para que el gobierno no pudiera negarle otro vuelo al espacio. Martin decidió que no pensaría en ello hasta entonces. Quién sabía lo que pasaría en dos años.

—Lo comprendo —dijo Elizabeth con mucha calma. Martin seguía teniendo la impresión de que su madre tenía que esforzarse para ocultar su decepción, pero tal vez estuviera equivocado—. Muchas gracias por ser tan abiertos respecto a todo esto —añadió—. Aunque es probable que pienses diferente, Martin, mi principal preocupación es que los dos seáis felices. Yo tengo un bonito hogar aquí —comentó mientras miraba alrededor—, y no tengo por qué convertirme en abuela otra vez. Creo que las mujeres que quieren ser abuelas tantas veces como sea posible intentan compensar los errores que cometieron al criar a sus propios hijos.

Martin tuvo de repente un mal presentimiento. Sospechaba —o más bien temía— la dirección que tomaría esa conversación. Y no quería hablar de ello.

—Lamento que no podamos darle nietos, señora Neumaier… lo siento, Elizabeth —dijo Jiaying—. Tuve que explicárselo a mis propios padres hace unos meses, y fue mucho más difícil. En nuestra cultura, tener descendencia es muy importante. Mi padre tendrá que aceptar que su rama de la familia morirá, porque no tengo hermanos. Nunca pudimos permitírnoslos.

—Eso es duro —dijo Elizabeth—. Me gustaría conocer a tu familia en alguna ocasión. Eres muy amable, Jiaying, así que debes tener padres muy buenos.

«Qué alivio», pensó Martin. «Parece que a mi madre le gusta Jiaying de verdad. Eso es bueno, así que no me veré pillado entre ellas».

—Gracias, Elizabeth. Ciertamente se lo contaré a mis padres. Estoy segura de que podremos reunir a las familias de algún modo, y mi madre ya se siente mucho mejor.

—Sigo creyendo que tendrías que volar a Shanghái —dijo Martin—. La madre de Jiaying sufrió mucho durante su secuestro en Guantánamo.

—¿Secuestro? ¿Qué quieres decir? —preguntó Elizabeth.

Jiaying y Martin se miraron sorprendidos. Hasta ahora, parecía que su madre solo conocía la versión oficial de la historia. ¿No le habían contado ya lo que había pasado en realidad?

—Déjeme que le cuente —dijo Jiaying, y Martin se sintió agradecido por ello. Estaba empezando a sentirse cansado. Su cuerpo estaba reaccionando a haberse levantado temprano y toda la excitación de después. Las palabras de Jiaying, mientras contaba la historia que conocía tan bien, le calmaron y le dieron sueño.

Entonces la superficie de la mesa comenzó a parpadear. Lo que Martin había tomado por una mesa de madera era en realidad una gran pantalla, la cual se encendió de pronto. Le dedicó a su madre una mirada sorprendida.

—¿Qué? ¿Te crees que vivo en el culo del mundo aquí? —preguntó.

El coche de alquiler mostraba un mensaje en la pantalla. Su IA pedía permiso para que el IA de la casa desviara una videollamada a la pantalla de la mesa. La llamada estaba marcada como de alta prioridad y procedía de Tokio. Elizabeth lo confirmó de un modo rutinario, tras mirar a Martin para pedirle permiso. Le sorprendió lo experta que era en los aspectos técnicos.

De repente, apareció el rostro de Amy.

—¿Amy?

—Sí, Martin, me alegro de que aún me reconozcas —dijo en tono jocoso—. Te he localizado al fin. Has hecho que fuera muy difícil encontrarte estos últimos días.

—Estamos viajando por Europa. Jiaying y yo no tenemos tiempo libre al mismo tiempo muy a menudo, así que quisimos aprovechar la oportunidad.

—Aún mejor. Si os he encontrado a los dos, puedo hacer esto con una sola llamada. Me gustaría invitaros a una reunión en Tokio.

—Espera un momento, Amy. Tengo que comprobar mi agenda. No sé cuándo tendré tiempo el año que viene…

—No, el año que viene, no —respondió Amy—. Dentro de nueve días, el 26 de diciembre.

Martin miró a Jiaying, quien estaba tan sorprendida como él.

—Entonces debe de ser…

—Sí, lo es. Importante y urgente —dijo Amy—. Por desgracia, no puedo contaros más ahora mismo.

—Vale, estaremos allí —intervino Jiaying—. Por favor, dinos la localización exacta de la reunión.

—Lo descubriréis a su debido tiempo. Estoy deseando reunirme con vosotros.

La pantalla se apagó.

—¿De qué iba todo eso? —preguntó Martin.

—Una petición de Amy —respondió Jiaying—. Siento haber respondido espontáneamente por los dos. Amy nos pidió que nos reuniéramos con ella y no hay más alternativa que hacerlo. Tendremos que volar hasta allí. Ahora tenemos que reservar un vuelo y un hotel.

—Entonces no tendré que preguntaros dónde vais a pasar las navidades —dijo Elizabeth. Su madre sonaba más neutral que decepcionada.

—Sí, viajando —contestó Martin.

Ni siquiera habían mencionado las navidades aún. Las fiestas no significaban nada en realidad para Jiaying, y al mismo Martin solo le gustaban cuando había niños pequeños presentes.

—Ha sido una llamada sorprendente, ¿verdad? —observó su madre.

—Sí que lo ha sido, Elizabeth. Y todavía no sé qué pensar de ello. —Jiaying se frotó la frente suavemente con los dedos.

—Creo que deberíamos irnos entonces —dijo Martin—. ¿Te parece bien?

—Por supuesto, cariño —dijo Elizabeth—. Estoy muy contenta de que hayáis venido. Y si alguna vez estás en una conferencia en el sur de Alemania, Jiaying, me alegraría que pudieras visitarme.

—Te contaré por teléfono lo que Amy quería de nosotros —dijo Martin.

Su madre asintió. Cogió unas servilletas de papel de la cocina y envolvió el resto del pastel con ellas.

—Toma, llévatelo.

—Gracias —dijo él, y sintió un nudo en la garganta. Cuando Martin abrazó a su madre para despedirse, parecía mucho más pequeña y ligera de lo que recordaba. Era como si estuviera desapareciendo gradualmente de este mundo.

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