Regreso a Encélado

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Reclamaciones » 26 de diciembre de 2048, Tokio

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26 de diciembre de 2048, Tokio

«¡Preparados, listos, ya!».

Cuando la luz del semáforo para peatones cambió a verde, Martin y Jiaying atravesaron el aluvión de miles de personas mientras cruzaban la gran intersección en el lado oeste de la Estación Shibuya. Entre ellos había hombres con el típico traje de empresario, jóvenes japonesas con vestidos coloridos, ancianas vestidas con blusas y faldas, y montones de turistas, quienes eran fácilmente reconocibles porque se detenían justo en el centro de la calle para tomar fotos panorámicas. Martin se quedó allí con la boca abierta mientras su novia le miraba con diversión. El día anterior le había explicado que Tokio casi parecía pintoresca en comparación con la mucho más moderna Shanghái.

Jiaying tenía razón en cierto modo. Los letreros de neón de los edificios al otro lado de la calle parpadeaban con muchos colores, pero no eran tan elegantes como sus homólogos en Shanghái. Los de Tokio exudaban cierto encanto de principios del siglo XXI. En realidad puede que no fueran tan viejos, o incluso del milenio anterior, pero parecían serlo. En cualquier caso, ya no eran nuevos. A Martin le gustaba ese aspecto, ya que él se sentía igual. Se ciñó el abrigo aún más. Tokio era frío y húmedo. El hecho de que el tren de cercanías tuviera calefacción solo aumentaba la sensación, ya que te hacía sudar durante un breve instante y, luego, el frío parecía aún más frío.

¿Por qué eligió Amy este lugar para la reunión? Shibuya era fascinante, pero claro que había distritos más bonitos en la ciudad. Se alojaban en un mono hotelito en Ueno. Desde su ventana podían ver un gran parque con un lago. Tal vez, pensó, Amy no había tenido nada que ver con la elección del lugar de la reunión. Ella les había dicho el día anterior que iban a reunirse con un ruso que quería hacerles una oferta a todos ellos.

La noche anterior, Martin y Jiaying se habían preguntado de qué trataría esa reunión, y no consiguieron llegar a ninguna conclusión aceptable. Al final, no importaba de qué iba la reunión; les ofrecía una oportunidad de volver a reunirse con sus anteriores compañeros de tripulación, y Martin estaba deseando verlos. ¡Casi no podía creerlo! Jiaying tiró de su mano derecha para hacerle avanzar, pero se detuvo de nuevo y se giró en redondo sin reconocer su gesto.

—Pero no tenemos prisa, ¿verdad? —preguntó él.

—El semáforo acaba de ponerse en rojo y tenemos que salir de la intersección.

Él asintió y caminó más rápido, aun cuando ellos no eran los únicos que bloqueaban la intersección.

—Allí —apuntó Jiaying—, tenemos que seguir por esa calle.

Una zona peatonal, estrecha en comparación, se extendía delante de ellos. En el centro había árboles, lo cual le daba a la zona un aspecto casi europeo. Sin embargo, Martin no reconocía la mayoría de cadenas de comida rápida y tiendas de ropa que cubrían tres, y a veces hasta cuatro, pisos. El resto de los edificios de siete u ocho plantas estaban ocupados por oficinas. Estaban buscando el edificio número 4776. En Japón, los números de las direcciones no iban asignadas por calle, sino que estaban distribuidos por todo el distrito. Por suerte, la aplicación de navegación en el teléfono de Martin conocía todas las direcciones. «Debería ser la quinta entrada a la izquierda», supuso. Amy les había enviado una imagen digital de los letreros que deberían encontrar junto al timbre.

Llegaron al número 4776. Junto a la desgastada puerta principal había un panel con unos cincuenta timbres, y casi todos estaban marcados en japonés. «Menos mal que tenemos la foto de Amy», pensó. Los botones parecían como si hubieran sido instalados en algún momento durante los años cincuenta del siglo XX. Martin pulsó el que encajaba con la foto y se imaginó un timbre anticuado sonando arriba. Poco tiempo después hubo un distintivo zumbido en la puerta, y Jiaying reaccionó de inmediato empujando la puerta para abrirla. Amy les había dicho que subieran en ascensor hasta la sexta planta, donde alguien les estaría esperando.

La pareja entró en el ascensor, el cual comenzó a ascender con un sonido chirriante. Dentro olía a orina rancia y las paredes estaban manchadas de pintura. En definitiva, allí no había señales de la muy alabada limpieza japonesa. Cuando llegaron al sexto piso, tuvieron que empujar manualmente la reja de metal interna para poder abrir la puerta exterior. Un ascensor manual era algo que Martin no había visto desde hacía mucho tiempo. En el pasillo, fuera del ascensor, una persona miraba por la pequeña ventana. Una vez se abrió la puerta, se dio la vuelta. Era Amy. Primero abrazó a Jiaying y luego a Martin, quienes estaban muy contentos de ver a su anterior comandante.

—Bienvenidos —dijo Amy—. Los demás ya están dentro.

Martin le lanzó una mirada sorprendida.

—No, habéis sido bastante puntuales… incluso llegáis un poco temprano. Pero los demás llegaron aún más temprano que vosotros.

—Bueno, es un alivio —dijo Martin. Odiaba llegar tarde.

Dejó que las dos mujeres pasaran primero y todos caminaron por un largo pasillo. Una luz fluorescente parpadeaba en el techo, revelando una pintura sosa y amarillenta que se estaba descascarillando en las paredes. Sus pasos sonaban fuertes en el desgastado suelo de linóleo. Amy se detuvo frente a una puerta al final del pasillo y llamó con un ritmo inusual. Martin no pudo ver un escáner de retina ni un teclado para introducir un código de acceso. La puerta tenía un picaporte metálico y debajo había una enorme cerradura. Amy notó su curiosidad.

—A nuestro anfitrión le preocupa mucho la seguridad.

Solo comprendió lo que quería decir una vez hubieron entrado en la sala. Tenía unos seis metros cuadrados y no había ventanas, pero literalmente no se podían ver las paredes. El lugar se parecía a la habitación de recreo de un loco de los ordenadores. Armarios con ordenadores altos hasta el techo oscurecían por completo las paredes y desplegaban sus actividades por medio de miles de LEDs de colores. En el centro de la sala había una mesa redonda, donde Hayato, Francesca, y dos hombres desconocidos estaban sentados. Todos se pusieron de pie cuando vieron a los recién llegados.

Los hombres permanecieron discretamente en segundo plano mientras los cinco amigos se saludaban con felicidad.

—¿Dónde habéis dejado a Sol? —preguntó Jiaying, quien sonaba decepcionada.

—Está en la casa de los padres de Hayato —respondió Amy—. Se aburriría bastante aquí.

—Qué lástima. Me encantaría verle. Debe haber crecido mucho.

—¿Por qué no venís a Ishinomaki más tarde, donde viven los padres de Hayato? Tenemos sitio suficiente en nuestro coche.

—Es una idea genial. ¿Verdad, Martin? —Jiaying le miró. No le excitaba demasiado conocer a más gente nueva, pero no podía negarle su deseo.

—Claro —respondió—, pero escuchemos lo que estos hombres tienen que decir primero. Todo podría cambiar después.

El mayor de los dos desconocidos se acercó a ellos.

—Dejen que me presente. Me llamo Nikolai Shostakovich. Al principio había planeado que mi socio, Yuri Dushek, hablase con ustedes aquí primero, pero como la querida señora Michaels —dijo, señalando a Amy—, no escatimó esfuerzos para averiguar mi identidad, e incluso tuvo un éxito parcial en su investigación con la ayuda de un amigo de la NASA, decidí participar en nuestra primera reunión.

—Perdone —dijo Amy—, mi nombre es señora Masukoshi ahora.

Shostakovich hizo un movimiento con la mano para rechazar sus palabras.

—Seguiremos usando señora Michaels por el momento.

Amy se mordió la lengua, pero sus anteriores compañeros de tripulación sabían que no estaba contenta.

—Shostakovich… ¿cómo el compositor? —preguntó Jiaying, cambiando de tema y eliminando la tensión.

El hombre sonrió.

—En mi país, Shostakovich es un nombre común. Sin embargo, en realidad sí que soy pariente lejano de Dimitri Dimitriyevich.

—¿De qué va todo esto? —interrumpió Martin, moviendo su mano en círculo para abarcar todos los ordenadores—. Esas cosas deben de ser bastante potentes —dijo—. Y luego está este edificio que no llama la atención, aun cuando seguro que podría permitirse algo mejor.

—Seré franco —dijo Shostakovich—, para que se den cuenta de que pueden confiar en mí por completo. Escogimos a propósito este ambiente poco sofisticado para ocultarnos a ojos curiosos. Esta es una zona libre de IA, sin conexión a internet a excepción de una conexión por radio con otro edificio bajo nuestro control. Esta habitación está blindada contra cualquier transmisión electrónica que quiera entrar o salir. Una jaula de Faraday. ¿Entienden?

—¿Libre de IA? Entonces ¿para qué necesitan toda esta potencia de ordenadores? —preguntó Martin, escéptico.

—Eso no incluye nuestros propios IAs, por supuesto. Como bien sabrán, mi socio Yuri es un eminente investigador de IA.

Martin nunca había oído hablar de Dushek. Eso solo podía significar que el hombre hacía sus propias investigaciones o que trabajaba para un servicio de inteligencia.

—Esta es una pequeña sucursal de la empresa que poseo. Aquí planeamos nuestros movimientos para entrar en nuevos mercados, pero hasta ahora no hemos sido muy activos en Japón. Tengo que admitir que hemos encontrado dificultades en este país —dijo, mirando ahora a Jiaying—, ya que nuestros amigos chinos tienen un control casi completo del mercado local. Pero, por favor, siéntense. No perdamos más de nuestro valioso tiempo.

Los cinco se sentaron alrededor de la mesa. Junto a Francesca había una maleta grande. Uno de los armarios con ordenadores se movió hacia atrás de repente. Por la abertura que creó, entró un camarero vestido con librea. Portaba una bandeja redonda con copas de champán y dos botellas bulbosas. Dushek le hizo una seña para que se acercara.

—Brindemos por el éxito de esta reunión. ¡Este es genuino champán de Crimea, señoras y caballeros!

Francesca levantó las cejas, sabiendo que «champán», según los acuerdos internacionales, solo podía originarse en la región vinícola francesa de Champagne.

El camarero distribuyó las copas, abriendo con destreza la primera botella, y sirvió el líquido burbujeante. Dushek volvió a hacerle una seña y el camarero se marchó, por lo que el armario ocupó de nuevo su posición.

¡Sa Uspekh! ¡Por el éxito! —Dushek levantó la copa para brindar con todos—. Es una lástima que el tovarish Marchenko no pueda alzar una copa con nosotros. Al menos sitúenle sobre la mesa. Que esté en el suelo es muy humillante. —El ruso señaló a la maleta.

Martin notó la exclamación de Francesca, pero luego recuperó el control. Sonrió.

—No sé de qué están hablando, caballeros.

—Ya puedes terminar con el juego del ratón y el gato, Francesca —dijo Amy en voz baja—. Estos hombres saben lo de Marchenko.

La astronauta italiana palideció visiblemente.

—No hay motivos para el pánico, queridos invitados, no tenemos intención de hacerles daño. ¡Todo lo contrario! —dijo Dushek.

Francesca seguía con gesto tenso y Martin podía entenderlo. Ella sujetaba el asa de la maleta con tanta firmeza que los músculos de su brazo abultaron.

—Amy, ¿por qué no me mencionaste esto? —La mirada de Francesca pasaba de la excomandante a Dushek.

—No quise preocuparte.

Francesca abrió la boca pero no le respondió a Amy.

—Tenía razón, señora Michaels, en realidad no hay motivos para preocuparse. Nos gustaría sugerirles un trato del que todos nos beneficiaremos.

—Siento curiosidad por oírlo —soltó Martin. Normalmente no era tan brusco.

Ahora intervino Shostakovich:

—Dejen que primero les haga un breve resumen de mis actividades. Para que estén seguros de que podré cumplir mi parte del trato.

Una pantalla se deslizó hacia abajo directamente, delante de una pared de ordenadores, descendiendo desde una ranura en el techo que ninguno de los cinco había visto antes. En el otro lado de la habitación, un proyector se encendió y el logotipo del Grupo RB apareció al instante.

—Poseo el noventa por ciento del Grupo RB —explicó Shostakovich—. El restante diez por ciento pertenece al estado ruso. La empresa de Yuri, la cual yo también apoyaba considerablemente, es parte del Grupo RB. Gracias a Yuri conocí vuestro problema, y ese es el motivo por el que está aquí. Pero os contaré más sobre eso más tarde.

Ahora la pantalla mostraba la imagen de un asteroide, y Shostakovich señaló con un puntero láser a una nave espacial diminuta localizada sobre su superficie rocosa. Eso les demostraba lo enorme que debía ser el objeto espacial.

—Poseo derechos mineros en los asteroides más importantes cerca de la Tierra. Probablemente saben que, según las leyes actuales, es necesario aterrizar en el objeto que se reclama. En vez de apuntar a objetivos lejanos como Marte, que es lo que hacen algunos competidores, yo me concentré en proyectos factibles. Creo que explorar el sistema solar debería ser algo que hagan las agencias financiadas por los impuestos. Como empresario, no necesito visiones sino más bien planes que puedan ser realizados.

La imagen se alejó. Ahora veían la Tierra orbitando alrededor del sol. Unos treinta puntos parpadeantes acompañaban al planeta. Algunos se movían más allá de la órbita de la Tierra, y otros cruzaban su camino con el planeta.

—Primero me concentré en los asteroides del tipo Apolo, que cruzan la órbita de la Tierra durante su movimiento alrededor del sol. Ahora mismo se conocen unos ocho mil de tales objetos, así que nadie puede decir en realidad que tengo el monopolio.

Shostakovich hizo una pausa por un momento, luego continuó:

—Sin embargo, reclamé los asteroides basándome en lo fácil que resultaría llegar a ellos, cogiendo la meta más asequible primero, por así decirlo. Tienen que perdonarme por ello; aún así me cuesta una tonelada de dinero. Mi empresa estaba cerca de la bancarrota. Por suerte, los precios del petróleo subieron año tras año. Ahora me enorgullece decir que estoy ganando mucho dinero. Puedo proporcionar casi cualquier metal o tierra rara a un precio menor que las compañías mineras de aquí, en la Tierra.

—Sigo sin ver qué tiene que ver todo esto con nosotros —dijo Francesca.

Martin nunca la había visto con aspecto tan obstinado, casi enfadada.

—Espere un momento, señora Rossi. Lo entenderá pronto.

La imagen volvió a cambiar. Los treinta puntos desaparecieron y fueron sustituidos por otros cinco, cuyas órbitas eran claramente más extremas. Uno se acercaba al sol más que Mercurio, mientras que otro volaba más allá de Júpiter, en el sistema solar exterior.

—Como planeo por adelantado, invierto la mayoría de mis ganancias. Por lo tanto, hago investigaciones en varias áreas desatendidas por ciencias patrocinadas por el estado, como la genética y la nanotecnología, así como la inteligencia artificial. Me encantaría invitarles a mi institución de investigación. También he empezado a ocupar algunos de los asteroides más exóticos. Esos son los cinco puntos que ven aquí. No tenía un plan específico para ellos… al menos no lo tenía hasta que ustedes regresaron de Encélado en la ILSE.

—¿Y qué aspecto tiene este plan? —preguntó Amy.

—Y, en particular, ¿cuál es nuestro papel? —añadió Francesca.

Otro punto apareció en pantalla.

—Esta es la actual trayectoria de ILSE. La nave se está moviendo despacio hacia el sol, y tardará unos diez meses antes de que se acerque lo suficiente como para salir ardiendo. La razón de este retraso es que ILSE está desacelerando bastante despacio, y no se consideraba necesario acelerar el proceso. Esto es bueno, ya que ustedes saben cuánto costó la construcción de esta nave espacial. Los seis reactores de fusión directa, solo el resto del combustible de tritio… eso significaría quemar, literalmente, docenas de millardos de dólares. Esta suma ayudaría mucho a mi hoja de balance. Como empresario, no puedo condonar tal desperdicio.

—Un plan inteligente. —Oyeron decir a la voz de Marchenko desde la maleta.

Tovarish Marchenko ya lo entiende, por supuesto, a pesar de su actualmente limitado hardware. ¿Tal vez deberíamos proporcionarle una interfaz de los ordenadores en esta habitación?

Mientras Shostakovich hacía esa oferta, Dushek sacudía la cabeza vigorosamente para mostrar desaprobación.

—Oh, mi amigo Yuri parece estar en contra de esa idea. Parece preocuparle que pueda penetrar en sus cortafuegos. Un miedo comprensible, pero sé que usted nunca abusaría de una oferta de acceso como invitado tan generosa. He leído su expediente, Dimitri, y conozco personalmente a su mentor en Roscosmos.

—No, gracias, Shostakovich. Estoy bien aquí y no necesito nada de usted —dijo Marchenko.

—Ah, bueno. Puede que a usted le parezca así en este momento. Tal vez cambie de opinión dentro de sesenta segundos. Mi plan, Dimitri, es apoderarme de ILSE con su ayuda.

—No funcionará, porque toda forma de control remoto ha sido desactivada para evitar algo como eso.

—Lo sé. Tendremos que volar hasta allí.

—Actualmente no hay ninguna nave espacial que pueda alcanzar ILSE —dijo Marchenko.

—Sí, y no. Si partimos desde la Tierra, la verdad es que no tenemos ninguna posibilidad. Pero entre los asteroides que he reclamado está el (1566) Ícaro, el cual, fiel a su nombre, se acerca bastante al sol. Para recibir los derechos de prospección de Ícaro, tuve que aterrizar una nave espacial en él. La nave sigue allí y vuela hacia el sol… por así decirlo, como un autoestopista. Podemos reactivarlo y luego le transferiríamos a usted, Dimitri, al ordenador de a bordo. La nave volaría hacia ILSE, se acoplaría a ella, y entonces podría subir a bordo y tomar el control. ¿Qué tiene que decir sobre eso?

Todos en el grupo permanecieron en silencio. Martin se preguntaba qué tipo de trampa podría tener este plan. «Técnicamente, podría funcionar de verdad», pensó.

—Estoy bastante seguro de saber lo que usted saca de todo esto, Shostakovich —dijo Francesca—. Con una inversión bastante modesta, usted recibe, aunque de modo ilegal, nueva tecnología y una nave espacial que funciona. Podría distribuir los reactores de fusión directa entre sus naves mineras y estaría muy por delante de sus competidores. Pero ¿qué pasa con nuestra recompensa?

—Ahí está la razón por la que invité a todo el grupo aquí, no solo a Dimitri y a usted, señora Rossi. Me gustaría ofrecerles la nave ILSE para que realicen otro viaje a Encélado. Creo que he encontrado un modo de volver a transferir la conciencia de Dimitri a su cuerpo. Con ese propósito, primero tendrían que recuperar su cuerpo del océano helado.

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