Regreso a Encélado

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Reclamaciones » 12 de enero de 2049, Tsiolkovsky

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12 de enero de 2049, Tsiolkovsky

—Hotel Amur… suena bastante romántico —dijo Francesca riéndose.

—No es amour… ni amore, si vamos al caso. Se refiere al río Amur —la corrigió Martin.

—Lo sé, sabihondo, pero sigue sonando gracioso que vayamos a pasar nuestros últimos días en la Tierra aquí.

El grupo estaba sentado en la furgoneta que les había recogido en el aeropuerto de Blagoveshchensk, la siguiente ciudad más grande. Acababan de recorrer doscientos kilómetros a través de la taiga siberiana. Su conductor, quien apenas había dicho ni una sola palabra durante todo el tiempo que duró el viaje, desapareció sin más explicación dentro del edificio prefabricado de dos plantas. Probablemente estaba intentando averiguar algo sobre su alojamiento. O al menos eso esperaba Martin.

Aguardaron. Cada vez hacía más frío sin la calefacción encendida, y las ventanillas del vehículo se empañaron por dentro.

—Francesca, mejor entra con Marchenko. Deben haberse olvidado de que estamos aquí —sugirió Amy.

—Espera un momento. Voy con vosotros —dijo Martin—. Me duelen las rodillas de estar sentado tanto tiempo.

—¿Precisamente tú te estás quejando por estar sentado aquí durante mucho tiempo?

Contestó a Jiaying con una mirada irritada, cerró la puerta corredera, y siguió a Francesca, quien se estaba dirigiendo ya a la entrada del hotel. Martin había subestimado el invierno ruso y se resbaló con la nieve compactada que cubría el camino, apenas manteniéndose en pie.

Mientras tanto, Francesca se estaba peleando con la puerta principal. No había picaporte visible y tampoco se abrió con un sistema automático.

—Ahí —dijo Martin, señalando a un botón.

Francesca lo pulsó y la puerta se abrió. Dentro hacía calor y olía a humo de tabaco rancio. Su conductor estaba sentado despreocupadamente en un sofá en el rincón, fumando y tecleando en un teléfono. Justo enfrente de la entrada había un nicho separado por un mostrador, ambos fabricados con la misma fea madera de imitación. Tras el mostrador se sentaba una rubia que estaba leyendo algo. No parecía perturbada por los huéspedes recién llegados.

—Las habitaciones no están preparadas aún —dijo en ruso. Cuando Marchenko la tradujo desde el interior de la maleta, la mujer levantó la vista sorprendida.

—¿Entienden lo que estoy diciendo? Eso es genial —dijo mientras dejaba una hoja de papel impreso sobre la mesa y señaló a un número: 14:00. Martin pudo reconocerlo sin saber mucho ruso.

—Empieza a las dos en punto —dijo la empleada.

Martin miró el reloj que había detrás de él. «Eso es otro cuarto de hora».

—Marchenko, ¿puedes decirle que solo son otros quince minutos? ¿Tal vez las habitaciones ya estén disponibles? El largo viaje…

¿Por qué tuvo que elegir Shostakovich un despegue desde el cosmódromo Vostochny en el noreste de Rusia, tan lejos de la civilización? Él les había explicado que este puerto espacial, que solo llevaba abierto unos treinta años, había sido toda una ganga. Sin embargo, las desventajas eran obvias. Si Martin pensaba en los bonitos hoteles de Florida… ¡y su clima! Hoy el termómetro apenas había subido de los veinte grados bajo cero.

—Es inútil, Martin —oyó decir a la voz de Marchenko—. Las dos en punto son las dos en punto. Pero podéis ir a recoger a los demás.

—Buena idea —respondió Martin con resignación. Se arrebujó más en su abrigo, se puso la gorra, y caminó hacia el autobús. Bien podrían empezar a llevar el equipaje al edificio.

Las habitaciones eran pequeñas y desastradas, así que Martin y Jiaying decidieron dar un paseo antes de cenar. Pero la ciudad de Tsiolkovsky, llamada así en honor del pionero de la teoría cosmonáutica (astronáutica), no era ninguna atracción turística. La pequeña ciudad solo tenía un propósito: aprovisionar al puerto espacial que había sido construido más al este, una vez que Baikonur se hubo convertido en parte de Kazajistán. La nieve se apilaba a varios metros de altura en las calles que seguían un patrón ajedrezado. Los edificios, en su mayoría prefabricados, eran generalmente funcionales y no tenían más de dos plantas, al igual que su hotel. No se veía a otros peatones. Tras media hora en el cortante frío habían tenido suficiente, y se refugiaron en el bar del hotel, donde pidieron cervezas.

—Shostakovich obviamente quiere que nos marchemos de buena gana —dijo Martin.

Una camarera gruñona dejó dos botellas de cerveza sobre su mesa, junto con un bol de cacahuetes.

Jiaying sonrió.

—¿Te he dicho lo feliz que me hace que vengas conmigo?

Martin acarició su antebrazo.

—Sí que me lo has dicho.

La puerta batiente del bar se abrió, y Francesca, Hayato y Amy entraron en la sala. Francesca llevaba la omnipresente maleta. Shostakovich llegaría por la noche y tendrían una reunión final.

El billonario envió fuera a los empleados y les dijo que cerraran con llave la puerta principal.

—De este modo no nos molestarán —dijo—. Primero, déjenme decirles lo feliz que soy porque todos hayan llegado aquí de forma segura. En su caso, señorita Li, tengo que admitir que fue particularmente complicado explicar una ausencia más larga. A cambio, voy a enviar varios cargamentos que pertenecen a su Ejército de Liberación Popular al espacio. No hay problema.

Jiaying asintió.

—Disculpen el alojamiento tan poco convencional. El cosmódromo Vostochny no está construido exactamente para visitas. Los proyectos de exhibición son lanzados en otro lugar, pero aquí trabajamos. Los cosmonautas a los que contrato no necesitan lujos. Tienen dormitorios en el sótano del cosmódromo, pero en realidad no quería ponerles a ustedes allí.

—¿Y cuándo empezamos? —preguntó Francesca, tamborileando con sus dedos sobre la mesa.

—Mañana a las ocho en punto de la mañana les recogerá un vehículo. Lleven consigo solo lo que necesiten a bordo y dejen todo lo demás en sus habitaciones. Primero enviaremos a Marchenko por medios electrónicos —dijo Shostakovich, señalando a la maleta—. Luego es su turno. Un probado cohete Angara 9b les transportará a ustedes seis, quienes irán a bordo de la cápsula Semlya que hemos desarrollado nosotros, y les insertará en una órbita lunar.

—Yo… yo no voy a ir —dijo Hayato, cogiendo a Amy de la mano.

—Ya veo. No importa, ya que mi hija Valentina irá a bordo como especialista de láser.

—Hablando del láser, ¿cuándo recogemos el módulo? —preguntó Martin.

—Ya lo hemos enviado. Les lleva una ventaja de dos semanas, así que no tienen por qué preocuparse por eso.

—¿Algo más que deberíamos saber?

—No, señora Michaels, creo que todo debería estar claro. En realidad solo quería reunirme aquí con ustedes para desearles un agradable viaje. Mañana tengo una reunión importante en Moscú, pero todo está preparado.

Amy se puso en pie.

—Entonces nos deseo a todos una misión exitosa.

—Si aún quieres renunciar. —Oyeron a Marchenko decir desde su maleta—, recuerda que en realidad no tienes por qué hacer esto. No siento que merezca tu sacrificio.

—No habrá sacrificio —dijo la comandante con firmeza.

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