Regreso a Encélado

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17 de enero de 2049, (1566) Ícaro

En el exterior, una batalla por la vida o la muerte tenía lugar, pero allí no podía oírse ni verse nada. ¿Podría el láser minero cortar las dos agarraderas lo suficiente como para que la fuerza del motor principal hiciera el resto? Marchenko había tenido el láser funcionando casi sin descanso durante las pasadas setenta y dos horas. Normalmente, un ciclo de trabajo solo duraría doce, porque el material extraído también tenía que ser procesado.

Y entonces el circuito refrigerante falló. Como no hay aire para enfriar en el espacio, el nitrógeno líquido normalmente fluía alrededor del módulo láser. Cuando el sistema señaló un fallo tras veintiocho horas de operación, Marchenko se desesperó, pero enseguida recordó sus experiencias con la tecnología espacial rusa. Puede que no estuviera a la par de las últimas tecnologías, pero funcionaba bajo todas las circunstancias. Si no había refrigerante, tendría que trabajar sin él. Desde ese momento usó el láser hasta que casi se sobrecalentó, y entonces le dio un breve descanso.

El método funcionó y el láser estuvo funcionando casi el noventa por ciento del tiempo. Sin embargo, solo descubriría lo mucho que le había ayudado una vez arrancara el motor.

Marchenko vaciló. Si no funcionaba, todo seguiría igual para él; podía regresar por el mismo camino por el que había venido. Pero Francesca ya no estaría allí. En algún lugar en el helado espacio, la extripulación de la ILSE estaría esperando una nave espacial que estaba cayendo hacia el sol en vez de ir a recogerles. El hijo de Amy esperaría en vano el regreso de su madre, y Marchenko sería el responsable… doblemente responsable, porque se habían embarcado en ese viaje por su culpa, y porque en última instancia les había fallado. Amy le había enviado un mensaje encriptado hacía una hora, diciendo que la maniobra de impulso alrededor de la luna había sido un éxito.

«Contrólate, tío. Este no es el momento para tener dudas. El láser ha funcionado bastante tiempo».

Marchenko se concentró en el circuito de control del motor principal. Comprobó todos los parámetros de un solo vistazo: combustible, materiales auxiliares, electricidad… estaba todo allí. Dio la señal de lanzamiento. El motor arrancó. Secuencias de datos pasaron por su conciencia, una descripción visual de la potencia que iba en aumento y las fuerzas que se distribuían por toda la nave. Todo estaba funcionando sin problemas y el morro apuntó hacia arriba, hacia el espacio. En este punto, habría sido óptimo que las agarraderas se rompieran, pero no lo hicieron, aún no. Sujetaban la nave con firmeza y no les importaba que quedara un milímetro o un centímetro de material; la nave simplemente no se movió.

Marchenko aumentó la potencia mientras tenía cuidado de conservar el equilibrio de las fuerzas. El morro tenía que apuntar hacia delante y no hacia abajo; de otro modo, el carguero se estrellaría contra el asteroide, pero los anclajes aún lo sujetaban con fuerza. También estaban fabricados en Rusia; no eran elegantes, pero sí resistentes.

«Tshyort vosmi. ¿Ahora qué, Dimitri?». ¿Qué se hacía cuando la tapa de una lata no se abría? La retorcías. Las sujeciones de los laterales… podía usarlas para inclinar la nave. Era una pura cuestión de mecánica.

Romper ataduras moleculares mediante resistencia elástica era un método comprobado, como sabía cualquiera que supiera usar un abrelatas. Sin embargo, ¿rompería eso también el carguero como una lata? A la luz de las circunstancias, no importaba. Allí no había astronautas y en el vacío del espacio la aerodinámica era irrelevante. En el espacio, una lata desgarrada puede volar igual de bien que una cerrada. Solo tendría que asegurarse de que el morro apuntara hacia delante mientras realizaba las maniobras. «Siempre adelante, nunca hacia abajo», Marchenko recordó ese viejo dicho que su padre solía decir.

«Izquierda, derecha, izquierda, derecha». El metal de las agarraderas rechinó con un sonido horrible y desgarrador, peor que el de las uñas deslizándose por una pizarra, y se extendía por todo el carguero como sonido transportado por el cuerpo. «Izquierda, derecha, izquierda, derecha… ¡y vamos! ¡Sí!». Valores g en aumento parpadearon delante del ojo interno de Marchenko. El motor principal aceleraba Ícaro. Aún no había terminado porque, si no aplicaba contramedidas, la nave empezaría a volcarse. El último giro a la izquierda siguió actuando como un impulso sobre su masa, así que tuvo que compensarlo sin dar un golpe de volante.

Fue entonces, solo entonces, cuando pasó volando por el borde del asteroide. «Adiós, asteroide Ícaro», pensó. Ahora no había obstáculos entre él e ILSE, la nave que alcanzaría en unos días.

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