Regreso a Encélado

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31 de enero de 2049, Semlya

«Oh, cielos; oh, cielos». Esta expedición era un claro ejemplo de mala planificación. Martin ya no consideraba que Shostakovich fuera un genio… ¿O era normal para el rumbo que los pasajeros siempre tuvieran que improvisar como parte de sus viajes espaciales? ¿Era demasiado pedir que alguien tuviera una visión completa del proyecto? Él había estado allí, en el ordenador, y podía haber informado fácilmente al sistema de que varios humanos iban a caballito en el carguero.

A fin de cuentas, tal vez fuera divertido. De todos modos, nos vemos expuestos a altas aceleraciones cuando montamos en la montaña rusa en la feria. Pero Martin no estaba tranquilo, ya que nadie sabía qué fuerzas de desaceleración usaría el carguero. Tal vez toda esa excitación fuera para nada y, en cualquier caso, en realidad no podían prepararse para ello. La tripulación comprobó que todo estuviera firmemente sujeto para que los objetos sueltos no se convirtieran en proyectiles. Tampoco había acolchado extra disponible para sus sillones, y no tenían ni idea de cuánto tiempo les quedaba antes de que la nave comenzara a desacelerar en serio.

—Según mis cálculos, no tenéis que preocuparos demasiado. —Se oyó la voz de Marchenko por los altavoces—. Os estáis acercando a un rumbo de interceptación ideal. No debería alcanzar más de diez g. Ya os estáis moviendo bastante despacio.

Bueno, diez g era dos veces y media más de lo que generaría una rápida montaña rusa, o un cuarto más de lo que los astronautas experimentaban durante la reentrada en la atmósfera de la Tierra. «Es soportable», pensó Martin, «sobre todo si ese es el valor máximo».

—Estoy notando un aumento en el flujo de combustible —les advirtió Marchenko desde lejos—. Los motores…

Martin ya lo había sentido él mismo. «Túmbate, amárrate, hecho». Miró en derredor y vio que todas estaban preparadas. Entonces comenzó la intensa presión. Fue como si un gigante se hubiera dejado caer sobre su estómago. Su cuerpo se vio presionado más y más profundamente en el asiento, como si estuviera intentando forzar un agujero en la nave espacial. «Fiu», pensó, y se recordó que todo era una ilusión creada por la inercia, nada más. A la masa de su cuerpo no le gustaba la desaceleración, pero el motor del carguero triunfó. La presión contra su pecho y estómago cesó y, por fin, pudo respirar hondo.

—Eso ha ido bien —dijo Marchenko—. Habéis experimentado seis g. El carguero se ha portado bien con vosotros.

Nadie respondió, y tampoco nadie intentó levantarse. La nave aún seguía moviéndose demasiado rápido, así que la tripulación tendría que experimentar otra fase de desaceleración. Era obvio que el sistema automático no quería confiar en que su objetivo mantuviera una velocidad constante. «Muestra algo de confianza, sistema automático», pensó Martin, «la nave está controlada por Marchenko, quien quiere lo mejor para nosotros».

—Atención —dijo Marchenko brevemente por radio.

Estaba empezando de nuevo, pero esta vez la presión ejercida por las fuerzas de frenado no fue tan fuerte. Martin sintió que casi podía respirar esta vez, aunque no imaginarse levantando las manos. Se dio cuenta de que podía manejar este reducido nivel de presión y soportar el estrés, así que solo se quedó allí tumbado y esperó a que pasara. Entonces oyó un fuerte y repentino ruido. Se giró en redondo, sorprendido de ver que la puerta del armario de metal que se hallaba tras ellos se había abierto de golpe. Pequeñas partes se estaban cayendo, pero nada parecía demasiado peligroso. Sin embargo, había un ominoso sonido chirriante que procedía de la única bisagra restante que sujetaba precariamente la puerta del armario.

De inmediato, la mente de Martin hizo unos cálculos: La puerta podría pesar cinco kilos, y si la nave volvía a desacelerar con diez g, el equivalente de cincuenta kilos tiraría de la bisagra que, con toda probabilidad, no seguiría sujetando la puerta. Entonces una pesada pieza de metal atravesaría la cápsula volando en la dirección contraria a su viaje, y el asiento situado junto al armario estaba ocupado por Jiaying. «Mierda», pensó Martin. Ella también pareció darse cuenta del peligro y seguía vigilando el lugar constantemente. Tal vez estuviera preparada para saltar de su asiento en caso de emergencia. ¿Tendría tiempo suficiente para hacerlo de un modo seguro?

Era inútil. Él tenía que usar la oportunidad mientras aún fuera posible. Ahora mismo no pesaba setecientos kilos, sino solo doscientos, estimó. Entonces Martin se rio porque sabía cómo debía sentirse un hombre gordo. Salió rodando de su asiento y ni siquiera intentó ponerse de pie. En vez de eso, gateó despacio hacia el armario y usó sus pies para alejarse de la base del asiento. «Es… es… tan… jodidamente… duro», pensó. «Ya casi está». Tiró de la puerta, pero eso no cambió nada. Se había separado de la bisagra inferior, aunque todavía quedaba un gancho en la superior. Si consiguiera sacarlo, la puerta caería. «Levántate, rápido, ¡necesitas levantarte!», se dijo a sí mismo.

Se apoyó en la puerta del armario para levantarse con todas sus fuerzas. El afilado borde de metal le cortó la palma de la mano. «Ahora a por el gancho». Estaba atascado y tenía que sostener el peso de la puerta, solo un momento, entonces… empujó con todas sus fuerzas y el gancho saltó. La puerta ya no estaba sujeta y él, que se agarraba a ella, tampoco tenía apoyo. La puerta cayó, Martin cayó sobre ella, y juntos se deslizaron hacia el asiento de Jiaying, el cual les detuvo. La puerta de metal era dura, fría y angulosa, pero nunca antes había tenido una cama más cómoda como esa a los pies de Jiaying, quien consiguió sonreírle a pesar de los tres o cuatro g.

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