Regreso a Encélado
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23 de enero de 2049, Semlya
—Delta-v a cuatrocientos cincuenta —dijo una voz robótica en ruso.
Martin leyó los números en la pantalla. Se quedó detrás de Francesca, quien estaba operando la única consola de ordenador, puesto que era una piloto adiestrada. Allí, a diferencia de en la nave ILSE, no había un monitor disponible para cada pasajero. La pantalla mostraba los parámetros de su rumbo actual en comparación con los del carguero a muchos kilómetros por delante de ellos.
El motor principal había estado arrancado desde el día anterior para disminuir la velocidad añadida que la maniobra lunar le había dado a Semlya. En ese momento su distancia con el carguero seguía siendo de cuarenta y ocho kilómetros, pero con el actual diferencial de velocidad, o Delta-v de cuatrocientos cincuenta metros por segundo, cubrirían la distancia en noventa segundos. Su objetivo ni siquiera podía detectarse a través del ojo de buey, pero ya estaban en la fase final del acoplamiento.
—Va a estar cerca —dijo Francesca.
El impulso alrededor de la luna había sido un poco demasiado exitoso. Aunque habían arrancado los motores a tiempo, se les estaba acabando el combustible. Cuando llegaran al carguero, el Delta-v tenía que ser de casi cero. No antes, porque entonces nunca llegarían a su objetivo, y no más tarde, o se pasarían. «Si los motores se quedan sin combustible mientras el Delta-v esté por encima de cero…», Martin ni siquiera quería pensar en ello. Francesca se ocuparía de ello.
—Otros treinta segundos —dijo ella sin mencionar el actual diferencial de velocidad.
Martin miró la pantalla. El sonido del ordenador estaba apagado. Aún seguían moviéndose demasiado rápido. Un diagrama en la pantalla mostraba cuándo alcanzarían al carguero, teniendo en cuenta su actual desaceleración. La curva era regular y verde, pero terminaba un kilómetro antes de llegar a su objetivo. Esto indicaba el momento en el que se apagaban los motores. Era demasiado pronto, y Martin se sujetó al respaldo del asiento de Francesca con tanta fuerza que se le pusieron los nudillos blancos.
Ella lo conseguiría. La piloto parecía tranquila y serena, aun cuando una catástrofe podía ser inminente. Las demás también sentían la tensión, pero nadie dijo nada.
—Valentina, el carguero tiene puertos de acoplamiento en la proa y en la popa, ¿verdad?
—Sí, para acomodar unidades más grandes que viajan de forma autónoma.
—Gracias. «Sí» es todo lo que necesitaba saber —dijo Francesca.
La mayoría de los números en la pantalla se estaban acercando a cero, y el nivel de combustible caía de un modo particularmente rápido.
—Los últimos kilómetros serán un poco moviditos —dijo Francesca—. Deberíais poder ver el carguero en el ojo de buey muy pronto.
Amy presionó su cara contra la ventana.
—Todavía no hay nada —dijo.
Francesca ajustó el rumbo una vez más. El ordenador seguía prediciendo sus muertes en el espacio y Martin señaló al diagrama. Francesca sacudió la cabeza. «¿Cuál es su plan?», se preguntaba Martin.
La piloto italiana pasó al programa de control de combustible. Martin comprobó los tanques principales; estaban casi vacíos. A la izquierda y a la derecha estaban los dos contenedores más pequeños que alimentaban los propulsores. Con unos simples clics, Francesca desvió el combustible de esos contenedores al motor principal.
—Chicos, por favor, levantaos y colocaros en el centro de la cápsula —dijo Francesca—. Puede que os necesite muy pronto; lo explicaré más tarde. Cuando dé la orden, todos tenéis que hacer lo que yo diga al instante. Podría ser una cuestión de vida o muerte.
Todos cumplieron su petición. Martin le echó un último vistazo a la pantalla y se dio cuenta de que el tanque principal no estaba vacío. La curva verde de predicción oscilaba, cambiando entre el verde, amarillo y rojo. El motor desaceleraba usando el combustible de los propulsores. Habría una colisión si no alcanzaban con exactitud el puerto de acoplamiento del carguero. Puede que Francesca fuera una piloto excelente, pero ¿podía acertarle a un disco de un metro de diámetro a una distancia de varios kilómetros… sin ni siquiera verlo?
—Delta-v en diez, nueve, ocho… —Francesca contó en voz alta—. Campo visual adquirido —susurró—. Desviación del objetivo a tres mil… dos mil quinientos… dos mil…
Esos debían ser valores en milímetros… iban a evitar su objetivo por dos metros. «Es un gran logro», pensó Martin, «pero no será suficiente. Vamos a morir». Se estremeció.
—Aviso… ¡todos a la derecha! ¡Ya! —gritó Francesca. Cuatro seres humanos saltaron hacia el lado derecho de la cápsula, apoyándose los unos contra los otros y respirando pesadamente.
«Un equipo de rescate se sorprendería de encontrar todos nuestros cuerpos aquí acurrucados así», pensó Martin, dándose cuenta de lo peligrosa que era esta maniobra incluso cuando sentía la aceleración hacia la izquierda.
Francesca empujó la palanca del propulsor derecho hasta el fondo.
—Por favor, Dios —la oyó exclamar, pero entonces se controló y comenzó una cuenta atrás de modo profesional.
—Delta-v en uno… cero coma cinco. Desviación del objetivo quinientos.
«¡Eso podría ser suficiente! ¡Sí!», Martin apretó los puños.
—Delta-v en cero coma cero cinco. Desviación del objetivo trescientos. Acelerando.
«¡Ja! Ahí está». Ella estaba acelerando una vez más para que el mecanismo se acoplara adecuadamente. Sin duda, era la mejor.
—Acoplándonos ahora —murmuró.
La nave espacial realizó un metálico chirrido. Oyeron un tono de aviso.
—Podéis volver a vuestros lugares —dijo Francesca, pero esta vez nadie obedeció. Todos se acercaron a abrazarla.
—Gracias —dijo Amy—. Tenemos a la mejor piloto del mundo. No, ¡de todo el sistema solar!
—Usarnos para cambiar la alineación ha sido una idea genial —dijo Martin casi sin respiración.
—No sé —respondió Francesca—. Cuatrocientos kilos contra treinta toneladas, pero tal vez nos dio los milímetros decisivos. Al menos quería intentarlo. No tuve tiempo suficiente para calcularlo.
Martin regresó a su asiento. Solo ahora se dio cuenta de lo sudoroso que estaba, aunque apenas se había movido durante los pasados días. Por primera vez desde que fuera rescatado de Ío, estaba impaciente por volver a estar a bordo de ILSE. Podría volver a darse una ducha, a experimentar la gravedad, a comer una comida medio decente y realizar ejercicio de un modo regular.
—¿Y qué pasa a continuación? —preguntó Francesca—. ¿Subimos a bordo?
—El carguero no tiene cabina —respondió Valentina—. No fue diseñado para transportar personas.
—¿Y eso qué significa?
—Alguien habilidoso con los ordenadores debería ponerse un traje espacial y entrar ahí.
Martin notó que todas le estaban mirando. Él se encogió de hombros.
—Si tengo que hacerlo, lo haré, pero ¿cómo me preparo para la descompresión?
—Eso no es necesario —dijo Valentina—. La bodega de carga está llena con un gas inerte, con más o menos la mitad de la presión terrestre. Es como estar en una montaña alta. Solo cierre el casco y camine hacia allí.
Martin comenzó a cerrar la cremallera de su traje.
—Espere. Tenemos que calentar el carguero un poco para que no muera congelado. Hay doscientos grados bajo cero ahí dentro.
—Bien —dijo Amy—. Entonces pospongamos esto hasta mañana. Aún nos queda suficiente tiempo hasta llegar al punto de encuentro con ILSE.
—Yo preferiría hacerlo cuanto antes —susurró Martin. Entonces sintió la mano de Jiaying sobre su hombro y la tensión remitió.