Recuerdos tras las paredes

Recuerdos tras las paredes

🤘Gilberto Lázaro 🎸

Recuerdos tras las paredes.


"El hedor que percibía no era el de los cadáveres putrefactos, sino el de los recuerdos podridos y eso era, de algún modo, peor." 

Stephen King. It.



1


José Ricardo era un joven cubano como cualquier otro, egresado de la Universidad de Ciencias Informáticas, trabajaba en la empresa de tecnología Sigmatel y vivía en un cuartico algo más grande que un armario, en las entrañas de la vieja Habana, legado de un socio que había emigrado a los Estados Unidos. En ese lugar residía con su novia. 

Rosario Jiménez era su nombre, ella había escogido la carrera de gastronomía, el mayor error de su vida, afirmaba cuando tras su graduación había sido ubicada en una cafetería estatal frente al cementerio de Colón. Buscando una mejora a su situación económica se trasladó al sector cuentapropista como camarera en un paladar en Diez de Octubre y como hobbie esquivaba a diario al lobo de su jefe que la trataba como la caperucita del cuento, o sea, que se la quería comer. 

Se conocieron en esta cafetería y tras una breve y sugerente conversación, él le pidió su número de teléfono. Al día siguiente la invitó a salir y como se suele decir: "el resto es historia". Ella se mudó junto con él, pero era más que evidente que necesitarían más espacio si querían llevar su relación al siguiente nivel.

A pesar de que tenían cierto desenvolvimiento económico en lo concerniente a ropa y comida les era imposible adquirir una vivienda en condiciones para cumplir así su sueño de formar una familia algún día. Por lo que aquel inolvidable día la sorpresiva llamada del tío abuelo de José, del que no sabía absolutamente nada sería un punto de inflexión en las vidas de ambos.

Estaban abrazados mirando en la televisión a la doctora Ana María Polo resolver otro de sus estrambóticos casos en el despojo que tenían por sofá cuando el móvil de José sonó. Pone pausa al video y alarga la mano hacia el teléfono.

-Quién es? - pregunta Rosario sin levantar la cabeza apoyada en el pecho del joven.

-No sé, no conozco el número. - pero como la llamada era gratis deslizó el dedo para contestar. - Oigo?

Una voz cascada responde del otro lado de la línea.

-José Ricardo Fernández?

-Sí soy yo. ¿Y quién pregunta?

-Soy tu tío abuelo por parte de madre, nunca nos hemos conocido personalmente, pero quisiera encontrarme contigo.

José queda en silencio unos segundos sin saber que responder, la forma directa del anciano lo toma por sorpresa, pero pronto el escepticismo se impone.

-Escuche, yo a usted no lo conozco y...

-Llama a tu madre, ella te lo confirmará, estoy viejo y enfermo, toda mi vida he sido un egoísta y quiero enmendar eso. Cuando confirmes que no soy un estafador- emite un graznido que podría describirse como una risa- nos veremos. - cuelga sin despedirse y José baja el teléfono y lo observa con expresión algo consternada como si fuera un objeto extraño.

-Jose? - inquiere Rosario, intrigada.

-Espera, tengo que llamar a mamá.

Se levanta y tras unos segundos de conversación mientras caminaba en círculos se dirige a ella con expresión divertida.

-Pues que tengo a un tío que no conocía y que quiere verme.

-Vas a ir?

-No sé, nunca se ha interesado por mi madre o por mí, y ahora después de viejo...

Rosario se había incorporado y le tira los brazos sobre los hombros, acercando sus rostros.

-Ve, puede que te vaya a dejar una herencia. - ambos ríen y él le besa la boca.

-Sí, cómo no, y una casona de dos pisos en Playa.

Sonriendo todavía la carga y la lleva en brazos hacia la cama, esa noche no dormirán demasiado.


2


Resuelven en una llamada posterior reunirse en la propia casa del viejo. Escogieron un día franco para ambos ir, el domicilio, sito en Centro Habana, en un edificio de principios de siglo era una imponente construcción de tres pisos de puntal alto decorada con un estilo clásico tipo romano. La pintura ya desaparecida hace tiempo de sus paredes, el aspecto generalmente ruinoso de su carpintería externa y sumado a esto el clima nublado provocado por el frente frío que se cernía sobre la capital de todos los cubanos le concedía un toque de película de misterio.

-Es aquí, segundo piso.

Rosario desde el primer momento sintió una predisposición que rayaba en lo supersticioso hacia esa edificación, más apartó ese pensamiento de su mente, no era un sentimiento acorde a su modo pragmático de ver el mundo.

El anciano los recibió atentamente en su residencia. Lo primero que uno notaba era lo ordenada y limpia que se encontraba, dada la avanzada edad de su propietario. El mobiliario denotaba una buena posición social, las paredes, por el contrario, estaban prácticamente desiertas, sólo unas pocas fotos en blanco y negro enmarcadas mostraban a una pareja de otra época sonrientes en el día de su boda, presuntamente el viejo y su esposa. Actualmente este hombre se veía como cualquier viejo que uno podría encontrar por la calle. Iba ataviado con un pijama rayado blanco y verde y pantuflas con la parte delantera desgastada, poco y totalmente blanco era el pelo que poblaba su cabeza cubierta por las marcas de sus ocho décadas de vida. Unos espejuelos fondos de botella cubrían unos ojos cansados pero suspicaces. Su particularidad más destacable era su forma de comportarse. Los invitó a sentarse en un sofá y se posicionó en un sillón de madera frente a ellos. Pronto dejó claras sus intenciones, no manifestó ningún interés en particular de los años perdidos de su sobrino nieto o su madre y manejó la conversación como un asunto de negocios.

-Ya estoy viejo y enfermo, - manifestó en tono lastimero y poco convincente que pronto cambió- no puedo cuidar de mí mismo y mi principal temor es morir solo. Es cierto que nunca tuve hijos y he sentido más que nunca esa falta desde que murió mi esposa, así que te quiero proponer algo, que espero que no rechaces.

José trataba de ocultar su desprecio hacia ese sujeto, que a pesar de los lazos de consanguinidad que los unían no era más que un extraño, no, algo más: un miserable, ahora vulnerable por su vejez. Recordó las dificultades que afrontó su madre sola para criarlo tras el accidente de su padre. Por otra parte, Rosario miraba alternativamente a uno y al otro, su sexto sentido preveía el desenlace de la propuesta del viejo, no se equivocó.

-Hay habitaciones suficientes, pueden trasladarse desde ya si así lo prefieren para cuidar de mí el tiempo que me quede de vida, a cambio, testificaré a favor de ustedes esta casa y todas mis posesiones.

José disimuló lo mejor que pudo su sorpresa, cosa que no escapó a la percepción del anciano, que dejó escapar una fugaz sonrisa.

-No tienes que darme la respuesta ahora, es más- se levantó despacio ayudándose con los brazos y haciendo una mueca por el esfuerzo- voy a traerles un cafecito y mientras tanto lo discuten con calma. 

Se dirigió con paso lento hacia la cocina y desapareció tras la cortina de cuentas que marcaba la división de esta y el comedor.

José y Rosario se acercan desde sus respectivos extremos del sofá.

-Qué crees? - le pregunta ella.

-Yo? 

-Es tu tío, estoy seguro que ya sabes mi opinión, siempre me lees los pensamientos, pero tú eres el afectado en este asunto.

-Sé que otro chance como este no vamos a tener, no importa mi pasado, vamos a aceptar, esto lo vale.

Ella le besa la mejilla pues no sería correcto lanzársele al cuello como quisiera en presencia del anciano que acaba de aparecer en ese preciso instante con una bandeja plástica y sobre esta, tres tacitas de café.

Todos se sirven y tras consumir el estimulante las depositan sobre la mesita de centro.

-Mire...

-Santiago, nunca te había dicho mi nombre.

-Santiago, aceptaré, pero quiero ver los papeles primero, no se ofenda, pero no lo conozco y tampoco confío del todo en usted.

-No, para nada, así me he comportado toda mi vida y estos son los resultados, como sabrás tu abuela, mi hermana, y yo peleamos y nos dijimos cosas muy hirientes, después de eso no nos volvimos a hablar, eso repercutió en dos generaciones de esta familia y quiero enmendarlo en la medida de lo posible y acercarme un poco más a sus vidas.

Ni José ni Rosario le creyeron, pero se guardaron sus comentarios por interés propio.

-Ya contraté a un notario para los papeles, - continúa- voy a depositar mi confianza en ustedes y no les impondré ninguna cláusula. Cuando firmen todo lo mío será de ustedes.

Los jóvenes se miraron sintiéndose algo culpables por desconfiar de Santiago, mientras este para sus adentros reía.

Poco más duró la visita después de esto. Mientras se despedían el voltaje fluctuó y las luces, que a propósito de la oscuridad por las nubes estaban encendidas, parpadearon dos o tres veces. Rosario se encontraba en el umbral de la puerta de entrada y en los brevísimos instantes de penumbras sus ojos le jugaron una ilusión óptica, o eso se dijo a sí misma. Todo a su alrededor cambió en los momentos que la luz abandonó, los muebles, moderno mobiliario de vinil se transfiguraron en antiguos asientos de madera tallada con detalladas formas. El televisor Panda y la mesa que ocupaba desapareció y su lugar lo ocupa un arcaico aparato cuadrado de por lo menos el doble de tamaño de mueble y un retorcido altavoz de tocadiscos en forma de cuerno de caza, todo el mueble de madera yacía sobre cuatro patas negras de metal. La luz fría del techo fue reemplazada por una imponente lámpara de lágrimas de cristal de otra época similar a las de los museos de la Habana Vieja. Incluso la pintura de las paredes pasó del tono amarillo claro a un diseño de empapelado con flores coloridas sobre un fondo beige. Pero como un sueño, una vez que la luz dejó de parpadear todo recobró su realismo, pero Rosario había perdido su aplomo, se frota las sienes y aprieta los párpados.

-Te duele la cabeza? - le inquiere su novio.

-No, no es nada.

-Quieres una aspirina? - le ofrece Santiago.

-No, gracias. - ahora mismo su mayor deseo era salir de allí.

Ambos van bajando la escalera y antes de salir de la vista José se voltea para dar un último saludo.

Rosario lo imita, y se arrepentirá de eso por muchos años, pues cuando vuelve la vista y mira al viejo la electricidad vuelve a fallar, en la penumbra, una sombra con un sombrero, igual a los que usaban los hombres de aquellos vídeos de manifestaciones de los años 30, materializaba su figura translúcida detrás de Santiago al tiempo que apoyaba su mano derecha sobre su hombro. 

Quedó paralizada con la boca abierta, a duras penas logró contener el grito que le subió desde el estómago como vómito ácido. Apartó la vista y bajó a toda la velocidad que se podía permitir sin exteriorizar el pánico que la embargaba.


3


Pronto salen a la calle.

-Ño, Rosi, ¿quién lo diría, mira que suerte… Rosi?

A la luz grisácea del encapotado día la tez de la muchacha estaba ceniza, su cara empapada en sudor y le temblaban los labios.

-Rosi que tienes? - la tomó por los hombros con suavidad.

-Eh? Nada, no es nada, es que vi a un ratón en la escalera, ya sabes que les tengo terror.

José sonrió y le dio un beso en la mejilla, tomados de las manos se dirigieron a la parada del P9 para volver a su casa, de camino el joven no paraba de hablar de los planes que tenía para cuando se mudaran definitivamente, pero ella no lo oyó, trataba de desterrar de su mente lo que vio repitiéndose una y otra vez: "Tiene que haber sido mi imaginación".

En dos días ajetreadísimos trasladan todas sus pertenencias a su nuevo hogar. La casa, de dos habitaciones, la del viejo y otra que estaba actualmente en desuso y llena de muebles y otros pertrechos inservibles, además del correspondiente baño y la cocina-comedor.

Mientras la limpiaban a conciencia Rosario vio en una esquina, muy deteriorado por el tiempo, pero claramente identificable, aquel tocadiscos de su visión. Había decidido no decirle nada a su novio para no instigar malos pensamientos hacia su nueva morada, pero aquello era demasiado, una visión así es ya suficientemente perturbadora, pero verla materializada... El sólo recuerdo de ese mal momento le atenazó las sienes y necesitó sentarse sobre una caja de madera abandonada en una esquina para recuperar fuerzas para no sucumbir ante el repentino mareo, quería deshacerse de esa cosa y dejar todo rastro de ese día atrás. José había salido a comprar algo de pintura para cuando terminaran las labores de limpieza, así que ella estaba sola en la casa con Santiago, que miraba tranquilamente "A otro con ese cuento" por la televisión.

Cuando recuperó la entereza para incorporarse nuevamente se apoyó en la tapa de la caja y esta cedió, con un ruido crujiente, dejando ver el contenido a través de una hendidura de lado a lado.

Sólo había un montón de ropa vieja toda manchada de algo negro que parecía alquitrán, pero por alguna razón le hizo sentir una punzada fría en la espalda, sensación que alcanzó su máxima expresión cuando, tras sacar todo el contenido, descubre un sombrero como el de la sombra que vio aquel día tras el anciano.

-Veo que has encontrado el sombrero canotier de mi padre.

Rosario suelta una exclamación ahogada y suelta la prenda. Santiago estaba de pie en el umbral proyectando una sombra alargada que cubría su posición agachada sobre la caja. En ese momento se sintió como una niña a quien hubiera descubierto un padre tirano registrando sus cosas y ahora le esperara una reprimenda terrible.

-Espero no haberte asustado. - se disculpa Santiago con una sonrisa que dejaba bien claro que no era así.

-Era de su padre? - pregunta en un hilillo de voz sin hacer caso a su disculpa.

-Sí, esas son las pertenencias que llevaba el día de su muerte.

-Su muerte. - repite maquinalmente.

-Sí- suspira- fue en esta casa, estaba en el techo haciendo unos arreglos cuando cayó y se mató, fue en 1936, yo apenas tenía 3 años. - alarga su delgado brazo culminado por una mano que a Rosario le pareció una garra- Mira- señala una gran mancha negra que tiñe el borde interior del sombrero- esto es su sangre.

En ese instante llega José y se rompe el trance provocado por el horror y la repulsión que ahora más que nunca sentía hacia ese anciano. Ella casi se abalanza sobre él y lo abraza. Trata de poner su mejor cara.

-Resolviste?

-Sí. - dice en tono triunfal mientras levanta el balde de pintura Vitral color mamoncillo.

-Me encanta ese color. - se emociona.

-Lo sé, y con lo que sobre podemos darle algunos retoques a otro cuarto. ¿Qué le parece, Santiago?

El aludido se acerca, ha dejado la siniestra prenda sobre la caja.

-Es de las buenas, bien escogido, el cuarto les quedará perfecto, después podrán usarlo para los niños, cuando se pasen al mío.

-No hable de eso. - le pide el joven- Gracias a usted tenemos un lugar decente para vivir.

El viejo se encoje de hombros.

-Era lo menos que podía hacer.

José deja la pintura en el cuarto y su atención se desvía a la caja que ahora tiene todo su contenido desparramado a su alrededor.

-Y esto? - dice levantando una elegante guayabera, otrora blanca, ahora muy deteriorada y toda manchada de negro.

-Sólo ropa vieja. - se la arrebata con suavidad de las manos- voy a botarla.

La arroja dentro junto con el sombrero y se la lleva al basurero de la esquina. Cuando la lanza dentro del latón una idea surca su mente como un relámpago en una noche nublada.

"Santiago dijo que su padre murió con esa ropa cuando cayó del techo mientras hacía unas reparaciones, entonces que hacía con guayabera y sombrero de vestir?"

Sacó la caja de la basura y vertió su contenido sin preocuparse por las miradas de extrañeza de los transeúntes. Además de la guayabera y el sombrero había un pantalón y unos zapatos de vestir.

-"Esto no tiene sentido, ¿quién se iba a subir al techo vestido así? Santiago me mintió, ¿pero por qué, qué propósito tiene?"

Meditando esto regresa a su nueva casa sin percatarse que el viejo la observaba desde la ventana de la sala.

Con el decursar de los días todo se fue normalizando. Los jóvenes convivían bien con Santiago, quien a pesar de haber clamado que necesitaba ayuda para valerse, era perfectamente capaz de atender sus asuntos por sí mismo. José no había tenido ningún encuentro paranormal y Rosario fue olvidando poco a poco todo el asunto, o al menos trataba de no pensar en eso. Pero la tranquilidad estaba destinada a no durar. Un día la pareja llegó tarde de una fiesta con unos amigos, a eso de las 3 de la mañana. Un poco tomados, pero con los pensamientos claros, José se adelantó un poco a su novia y abrió la puerta con cuidado para no despertar a Santiago, pero en vez de entrar permaneció quieto mirando con cara de consternación.

-Pero qué coño es esto?

Rosario llegó a su lado y observó por encima de su hombro.

La casa había cambiado completamente, todos los muebles, el decorado, era como la visión de la joven unas semanas atrás, el decorado de otra época.

-Puedes verlo también Rosi o me volví loco? Sólo estuvimos fuera unas horas, ¿qué coño pasó aquí?

Entra mirando en todas direcciones, como embobado. Se dirige a su habitación, su cama, sus cosas, todo ha desaparecido dejando en su lugar una decoración de cuarto de niño, cuna incluida.

-Jose, esto no lo hizo Santiago. - le dice Rosario desde el umbral con las manos cruzadas sobre el pecho, negada a entrar a ese portal al pasado, o a otro mundo.

Él se voltea, mirándola como si hubiera enloquecido.

-Y quién sino? 

Ella se le aproxima y le habla en tono muy bajo, como para que no la oiga más nadie.

-Yo vi esto mismo la primera vez que vinimos, pero no lo puedo explicar.

-De qué hablas, ¿crees que esto es una visión o qué?

-No lo sé, no.…- se tapa la boca con las manos ahogando un chillido y mira con los ojos como platos a un punto detrás de su novio.

Este se gira y da un respingo como si se le hubiera lanzado encima un perro rabioso. En el centro del suelo de la sala donde estaban parados, una gran mancha de sangre crecía a gran velocidad debajo del sillón de Santiago.

-Jose!!- gime la joven.

- ¡Mierda, mierda! - él se interpone entre ella y la sangre y retrocede hacia la puerta.

De pronto la luz del techo se enciende y toda esa dantesca escena desaparece para dar paso al hogar que ellos ya conocían.

-Vaya fiesta, ¿eh? - Santiago estaba de pie en el umbral de su habitación con la mano aún sobre el interruptor de la luz.

-Sí, ¿te despertamos? - le responde Rosario, José aún no había recuperado la capacidad de hablar, ambos sudaban profusamente y apenas parpadeaban.

-No, sólo me levanté para ir al baño, es está condenada próstata, más grande que una pelota de playa. - y se dirige al mencionado retrete.

Rosario toma de la mano a su novio y lo conduce a su cuarto. El joven se deja caer pesadamente sobre la cama.

-Qué coño acaba de pasar? Ya lo habías visto, ¿por qué no me lo dijiste?

-Cómo te lo iba a decir? ¿Tuve una visión en la sala de tu tío, vi a un tipo transparente con sombrero?

-Qué tipo?

-Ay, no te lo había dicho. - baja la vista, como si estuviera avergonzada- Es que vi también algo como una sombra.

-Ahora?

-No, la primera vez que vinimos.

-Por eso estabas tan nerviosa, coño Rosi. - la atrae hacia sí con un brazo.

-Sí, pero pensaba que eran ideas mías, y todavía no me lo creo.

-Santiago sabrá algo de esta locura?

-No lo sé, pero me dijo que su padre murió en un accidente, y no le creo. ¡De él era la ropa que boté aquel día, estaba toda llena de sangre! Ese hombre no me gusta nada Jose, esta casa ya no la soporto.

-Con estos ruidos a mí tampoco me atrae ya demasiado pero no tenemos adónde ir, recuerda que pusimos en venta el cuartico. Tratemos de no quemarnos la cabeza con todo esto y vamos a dormir, ¿eh?

-Cómo puedes decir eso tras todo esto que acaba de pasar? - se exaspera ella.

-No tiene sentido darle vueltas al asunto- le dice él en tono tranquilizador y le toma su mano- sinceramente no creo que esto sea más que un truco...- hace una pausa y agrega con tono resuelto- seguro que debe ser eso. Vamos a acostarnos Rosi, dale.

Ella suspira y se mira las manos, que aún tiemblan ligeramente. Pero resuelve no dejar que eso la afecte.

-Ok, déjame cambiarme y nos acostamos, yo también estoy muerta de sueño.

Cuando abre la puerta corrediza del escaparate para tomar su ropa de dormir, se enfrenta a un sombrero canotier ensangrentado junto a una camisa y pantalón, todos enganchados en un extraño perchero de madera, y entre el sombrero y el cuello de la camisa, como si estuvieran en una cabeza invisible, un par de ojos en blanco flotando. Ella retrocedió inmediatamente, chillando, cubriéndose la cara con las manos, completamente horrorizada. José de un salto se pone de pie y la detiene antes de que tropiece y se caiga. Dirige su mirada hacia el escaparate, justo a tiempo para ver como las puertas se cierran por sí mismas, por acción de una fuerza invisible. Corre hacia el mueble y lo abre bruscamente, no hay nada más que sus ropas de siempre. En la otra habitación, Santiago sonreía mientras escuchaba los gritos de horror de la joven. Esa noche ninguno de los dos pudo dormir.


4


Lentamente las tinieblas nocturnas dan paso a la claridad matinal. Ni Rosario ni José han podido descansar. Están agotados tanto física como mentalmente, y con los nervios a flor de piel. Son un polvorín al lado de un incendio.

-No puedo soportar esto ni un día más. - le dice ella mientras se viste para ir a su trabajo, dos bolsas negras crecen bajo sus ojos de la misma forma que se expandía el charco de sangre de la noche previa.

-Y que quieres que haga? Para bien o para mal este es el maletín que nos toca.

-Ya lo sé! ¡Y tremendo embarque! - se voltea hacia él.

-Acaso me culpas de esto? - él se levanta de la cama, desafiante.

-No es culpa de nadie, y si no fuera por ese tío tuyo... Mira, no voy a discutir contigo, me tengo que ir, pero no estoy dispuesta a vivir en una casa de "Historias de Ultratumba", Jose, si esto no para me voy de aquí, contigo o sin ti. - toma su bolso de la mesita de noche y se marcha, José cae sentado en la cama, aún en ropa interior y se echa hacia atrás, se queda mirando al techo, reflexivo.

-Mierda! - gritó lleno de rabia e impotencia al vacío de su habitación y resolvió no quedarse ni un minuto más allí.

Se encasquetó lo primero que encontró y salió a la calle mientras el viejo Santiago lo observaba desde el umbral de su habitación, detrás de este, el observador atento hubiera reparado, a pesar de la oscuridad en un contorno aún más negro con forma de persona.

Rosario en su trabajo no se sentía menos enojada por la situación tan bizarra a la que se enfrentaba, y la actitud de José. En una de las horas lentas del día, cuando jugaba en su teléfono móvil se le "alumbró el bombillo". La cafetería quedaba cerca de un parque con WIFI, así que le pidió a una compañera que la cubriera por un momento. 

Se llega al parque en cuestión y busca en Google la dirección en la que viven ahora sin muchas esperanzas, pero cuando una imagen escaneada de un periódico antiguo con la fachada de su edificio aparece sabe que ha dado con algo interesante cuando menos.

"La capital estremecida por un asesinato-suicidio". Anunciaba con grandes letras en mayúsculas, justo debajo, la foto de su casa 80 años atrás, la fecha era de junio de 1936. Rosario pulsa el hipervínculo hacia el artículo digital y una sucesión de fotos tomadas por la policía de un cadáver estrellado en medio de la calle desfilan antes sus aterrados ojos. "Justo Álmena, vecino del barrio .... en un arrebato homicida asesina a su esposa y su propio hermano y se quita la vida arrojándose desde el balcón de su hogar. Su hijo de sólo tres años de vida fue encontrado vivo dentro de un armario, aparentemente puesto a resguardo ahí por su difunta madre." Rosario regresa a las fotografías del muerto y hace zoom a su cabeza, estaba destrozada por el golpe contra el contén, y, bajo esta el sombrero canotier que sostuvo entre sus manos salpicado con los sesos expuestos del hombre. No había más detalles, por supuesto, tampoco es que hubiese testigos presenciales que pudieran prestar declaración.

Rosario comprende ahora por qué no encajaba la vestimenta del muerto con la historia del viejo, pero ahora surgían más interrogantes. ¿Qué papel representa Santiago en esta ecuación? ¿Nunca llegó a conocer verdaderamente a su padre así que por qué inventarse ese cuento?...

Tiene un mal presentimiento respecto a José y, olvidando por completo el trabajo, decide regresar a la casa.

José regresa casi al anochecer, eran pasadas las 6 de la tarde, las luces de la calle ya arrojaban sus destellos anaranjados sobre el paisaje urbano, el sol se asomaba por última vez ese día por detrás del Capitolio. Usa una de sus dos llaves para abrir la puerta principal de la edificación y apenas entra, todo el ruido de la calle desaparece, como si hubiese ingresado a una cámara a prueba de sonidos.


De momento ni siquiera se percata, pero la ausencia de sonido alguno no es el único cambio que se ha suscitado. A medida que sube las escaleras de madera dura, otrora desgastadas y descoloridas, ahora se pueden apreciar y hasta palpar como si acabaran de salir de la carpintería. El solitario bombillo ahorrador, suspendido de un socket, y este a su vez de un alambre precariamente atado, ha sido sustituido por una pequeña lámpara de cuentas de cristal que ahora ilumina claramente todo el espacio con el brillo amarillento de los filamentos de 60 watts. Pero todo esto es ignorado hasta que acerca la llave a la cerradura de la puerta y advierte que esta no servirá, pues ni son la misma puerta o cerradura. 

José levanta la vista, incrédulo ante un portón de madera tallado con detalles florales y con una imponente aldaba de hierro forjado que emula la cabeza de un león. El joven desplaza su confundida vista por todos los detalles de la puerta sin acabar de comprender lo que ve, su confusión se acrecienta hasta el infinito cuando titila la luz del techo y la pieza de madera contrachapada que hacía las veces de puerta, regresa a su antigua ubicación y como por arte de magia, así como todo lo demás, también el murmullo de la calle consistente en el ronroneo de los autos, la risa esporádica de los niños o el ladrido inconforme de algún perro.

Se masajea la sien en un intento vano de alejar un punzante dolor en el sentido. Permanece unos segundos palpando la puerta, asegurándose de alguna forma que sea real hasta que se decide a abrirla. La casa se encuentra vacía, Santiago parece que duerme en su cuarto. Cierra la puerta tras de sí con un movimiento del pie derecho y cae pesadamente sobre el sillón de mimbre que siempre ocupa su siniestro tío y cierra los ojos.

De repente un agudo grito de mujer proveniente de su cuarto lo sobresalta, se levanta precipitadamente y tropieza con un reposa-pies salido de la nada. Trastabilla un poco, pero se logra apoyar en un enorme trasto justo delante de él, evitando por poco una aparatosa caída.

Cuando repara en su situación la impresión lo deja completamente atónito. Todo el mobiliario de la casa ha cambiado, incluso la pintura de las paredes, en un estilo de antaño. Apenas se percata que está apoyado en un tocadiscos del tamaño de un Polski, o eso le parecería. Otra vez el desgarrador grito de dolor, aunque ahora más debilitado y acompañado por un sonido gorgoteante. Se queda estúpidamente de pie ahí donde se incorporó sin atinar a nada y en ese preciso momento llaman a la puerta. 

De la habitación un hombre ataviado con una guayabera blanca, ahora salpicada de manchas escarlatas, un pantalón beige en las mismas condiciones y un sombrero canotier surcado por un listón negro. Sostiene un cuchillo de cocina, con el filo enrojecido apuntando al suelo y de su punta pequeñas gotas de sangre dejan un rastro a su paso, una tétrica versión del rastro de migajas de Hansel y Gretel. Su mirada parece ida, como si estuviera dormido con los ojos abiertos. Toques enérgicos en la puerta, se dirige hacia la entrada de la casa con la cabeza gacha y un andar de borracho, abre la puerta y en el umbral, otro hombre, similar en apariencia, posiblemente algún familiar, lo mira con ojos como platos y una mueca de terror se apodera de sus facciones cuando el otro alza el brazo del cuchillo y lo descarga como un rayo sobre su pecho. La sangre sale despedida en un chorro, casi a presión y le empapa la cara, que no cambia su expresión inerte.

El recién llegado ni oportunidad de gritar tuvo, colapsó al instante mirando fijamente los ojos muertos de su verdugo y cayó hacia atrás rodando por las escaleras hacia el primer piso, con el cuchillo todavía clavado en su corazón.

Justo, el padre de Santiago que ese día quitó la vida a su madre y a su tío, sin más emociones que las que experimentaría un exterminador rociando veneno sobre cucarachas, dirige sus pasos directamente hacia José, que retrocede temblando convulsivamente sin mirar atrás y tropieza con el reposa-pies tan atravesado. Cae de espaldas sin apartar su vista del asesino, que a pesar de que ya no porta ningún arma, intenta seguir retrocediendo, pero tiene las manos tan sudadas que resbalan sobre el suelo. Justo Álmena lo atraviesa como la voluta de humo de un habano en su camino hacia el balcón. José se vuelve mientras aún yace ahí en el suelo justo a tiempo para ver cómo se inclina sobre el barandal, sus pies subiendo hasta quedar apuntando al cielo para luego desaparecer. No se oye el ruido del golpe contra el asfalto, supuestamente, ese es el límite del poder ilusorio de esa casa, de los recuerdos que albergan sus paredes. Su corazón late con tanta fuerza que siente que la respiración le duele, el sudor le nubla la vista. Se enjuga los ojos y en el balcón vacío hasta hace un instante, en el mismo lugar desde donde su padre se lanzó hacia su muerte hace 82 años, Santiago mira tranquilamente en dirección a la calle, vestido con su pijama de rayas y sus pantuflas gastadas.

En ese preciso momento Rosario llega y se queda de pie en el umbral, muy pálida, completamente aterrorizada por su descubrimiento. Renuente a entrar al principio, pero al ver a José en el suelo se acerca cautelosamente, entonces el anciano se voltea.

-Saben una cosa? Las paredes tienen oídos, seguro ya lo habrán escuchado de boca de alguien mayor que ustedes. Pero estas cuatro paredes tienen algo más, tienen recuerdos en su interior.

Rosario avanzó un poco más con paso dubitativo hasta llegar a José, que acaba de ponerse en pie, le toma su mano y el responde al gesto apretando a su vez la suya. El viejo continúa.

-Esta casa es algo especial. No sólo almacena los sucesos trascurridos tras sus muros, sino que los usa a su conveniencia para sus propósitos.

-Que propósitos? ¿¡Que quieres de nosotros!?- grita Rosario.

-Yo? Jajaja. - ríe sarcásticamente- Yo ya no quiero ni ansío nada, querida niña, pues, como puedes ver...- extiende su brazo más allá del balcón y este desaparece a medida que trasciende el barandal.

Rosario y José quedan con la boca abierta. 

-Cómo puedes ver yo sólo soy un agente de los deseos de la casa. Morí hace años, sólo y olvidado en un charco de mis propios desechos, mi familia me olvidó hace mucho, tanto que ni siquiera tu madre sabía si vivía o no, José. Un recuerdo que nadie recuerda es todo lo que queda de lo que una vez fui. En cuanto a lo que quiere esta casa de ustedes, es simplemente que vivan aquí, sólo eso. Que sigan creando memorias. Yo fui el último propietario de este lugar, el último recuerdo de una vida tras sus paredes. Pero la historia aún no termina, y no puede terminar para ella, así que...- extiende un brazo delgado con una mano semejante a una garra deformada por la artrosis en su extremo prometiendo un cálido hogar donde formar una familia. Rosario recuerda la sensación que le provocó cuando tomó el sombrero de su padre y se estremece como la primera vez, aunque ahora algo es diferente: será la costumbre?

Ambos jóvenes se miran sin saber que responder, que decisión tomar, en tanto el brazo del anciano permanece extendido ante ellos, ligeramente translúcido por un rayo de sol vespertino que incide sobre su etérea superficie, que ya no es más que un recuerdo en la casa.

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