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NIVEL TRES » 0029

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Una gruesa capa de abandono lo cubría todo. Las calles, los edificios, la gente. Incluso la nieve parecía sucia. Caía en copos grises movidos por el viento, como ceniza tras una erupción volcánica.

La cantidad de gente sin techo parecía haber aumentado notoriamente. Las calles eran una sucesión de tiendas de campaña y cajas de cartón, y los parques públicos que vi se habían convertido en campos de refugiados. A medida que el vehículo se adentraba en el corazón del distrito de los rascacielos, vi gente apretujada en todas las esquinas, en todos los estacionamientos vacíos, acurrucada alrededor de fuegos encendidos en barriles abiertos, de estufas de gasóleo. Otros hacían cola junto a las estaciones gratuitas de recarga eléctrica, ataviados con visores y guantes hápticos aparatosos, anticuados. Mientras, a través de alguno de los puntos de acceso gratuitos a las conexiones wireless que GSS tenía repartidos por el centro, interactuaban con las realidades mucho más agradables de Oasis y hacían pequeños movimientos de manos, gesticulando como fantasmas.

Finalmente, llegamos al IOI Plaza, en el número 101, el corazón de la ciudad.

Miré por la ventanilla y vi, asustado y en silencio, la sede de Innovative Online Industries aparecer ante mí: dos torres rectangulares que flanqueaban una tercera, redonda, para formar el logo de la empresa. Los rascacielos de IOI eran los edificios más altos de la ciudad, moles impresionantes de acero y espejo unidas por pasadizos y raíles. La parte más alta de los dos se perdía más allá de las nubes. Eran idénticos a sus réplicas en Oasis, pero allí, en el mundo real, su aspecto imponía bastante más.

El vehículo accedió a un garaje situado en la base del edificio circular y, desde allí, descendió por una serie de rampas de cemento hasta alcanzar una gran zona abierta que recordaba a un muelle de carga y descarga. En un cartel, sobre una hilera de portones, podía leerse: CENTRO DE RECLUTAMIENTO DE TRABAJO FORZOSO IOI.

A los otros reclutas y a mí nos bajaron del vehículo. Un escuadrón de guardias de seguridad armados con rifles de aturdimiento nos esperaba para custodiarnos. Nos quitaron las esposas. Después, un agente empezó a someternos a un escaneado de retina mediante un aparato portátil. Contuve la respiración cuando me lo acercó al ojo. A continuación, la unidad emitió un pitido y él leyó en voz alta la información que aparecía en la pantalla: «Lynch, Bryce. Veintidós años. Ciudadano con plenos derechos. Sin antecedentes penales. Reclutamiento por impago de deudas». Asintió y pulsó una serie de iconos en su pizarra digital. Después me condujeron hasta una habitación caldeada, bien iluminada, ocupada por otros nuevos reclutas. Todos pasaban a través de un laberinto de cintas-valla, como si fueran niños crecidos haciendo cola en medio de un parque de atracciones de pesadilla. Parecía haber el mismo número de hombres que de mujeres, pero era difícil determinarlo con exactitud. Casi todo el mundo compartía conmigo la palidez del rostro y una falta total de vello corporal, y todos llevábamos los mismos monos grises y zapatos de plástico. Se diría que éramos extras de THX1138.

La cola desembocaba en una serie de controles de seguridad. En el primero de ellos, a los reclutas se los sometía a un escaneado exhaustivo con un Metadetector de última generación que garantizaba que nadie ocultara dispositivos electrónicos, bien en la ropa, bien en el cuerpo. Mientras esperaba mi turno, vi apartar a varios de la fila por llevar miniordenadores subcutáneos o teléfonos activados por voz en los empastes de las muelas. Se los llevaban a otra sala para extraérselos. Un tipo que me precedía en la cola llevaba una consola Oasis en miniatura de la marca Sinatro en una prótesis de testículo. Eso sí era tener huevos.

Una vez que hube pasado unos cuantos controles más, fui conducido a la zona de pruebas, una sala gigantesca ocupada por centenares de cubículos pequeños e insonorizados. Me sentaron en uno de ellos y me entregaron un visor barato y un par de guantes hápticos más baratos todavía. Aquel equipo no me permitía el acceso a Oasis, pero aun así sentí cierto alivio al ponérmelos.

A partir de ahí, empezaron a someterme a una batería de tests de dificultad creciente pensados para medir mis conocimientos y mis habilidades en todas las áreas que pudieran ser de utilidad a mi nueva empresa. Aquellos exámenes, claro está, tenían que ver con la información falsa sobre mi formación académica y mi vida laboral que yo había proporcionado al crear la identidad fraudulenta de Bryce Lynch.

Deliberadamente, me esforcé por responder a la perfección todas las pruebas relacionadas con el software, el hardware y las redes de Oasis, pero no las que tenían que ver con James Halliday y el Huevo de Pascua. No quería que me asignaran a la División de Ovología, porque era posible que allí me encontrara con Sorrento. No creía que pudiera reconocerme —nunca nos habíamos visto en persona, y yo ya no me parecía a la imagen que figuraba en mi expediente escolar—, de todos modos no quería correr el riesgo. Con lo que estaba haciendo, ya estaba tentando a la suerte mucho más que cualquier persona en su sano juicio.

Horas después, cuando terminé el último test, me trasladaron hasta una sala de chats virtuales para que conociera a mi consejera de aprendizaje. Se llamaba Nancy y, en un tono hipnótico y monocorde, me informó de que, gracias a la excelente puntuación que había obtenido en los tests y a mi impresionante currículum laboral, me habían «premiado» con un puesto de Representante II de Asistencia Técnica. Me pagarían veintiocho mil quinientos dólares al año, de los que deducirían el coste del alojamiento, la manutención, los impuestos, la atención médica, dental, oftalmológica y los servicios recreativos, que se descontarían automáticamente de mi sueldo. El importe restante (si lo había) se destinaría a saldar la deuda que había contraído con la empresa. Una vez abonada, mi reclutamiento forzoso terminaría. Entonces, en función de mi rendimiento laboral, era posible que me ofrecieran un empleo fijo en IOI.

Todo aquello era, claro está, una broma de mal gusto. Los reclutas no llegaban nunca a saldar su deuda y, por tanto, jamás recobraban su libertad. Cuando te aplicaban todas las deducciones, intereses de demora y penalizaciones, terminabas debiéndoles más y no menos cada mes. Si cometías el error de dejarte reclutar, lo más probable es que siguieras esclavizado de por vida. De todos modos, a mucha gente parecía no importarle, pues lo veían como un trabajo fijo. Además, de ese modo sabían que no iban a morir de hambre ni de frío en plena calle.

Mi «contrato de trabajo forzoso» apareció en una ventana de mi visualizador. Contenía una larga lista de condiciones y advertencias sobre mis derechos (o, mejor dicho, mi renuncia a ellos desde ese momento en adelante), en tanto que empleado reclutado. Nancy me pidió que lo leyera, lo firmara y me dirigiera al Área de Reclutamiento. Acto seguido se desconectó de la sala de chat. Bajé hasta el final del contrato, sin molestarme en leerlo. Tenía más de seiscientas páginas. Lo firmé con el nombre de Bryce Lynch y confirmé mi firma con el escaneado de retina.

Aunque usaba un nombre falso, no estaba seguro de si aquel contrato sería, de todos modos, legalmente vinculante. Lo cierto es que no me preocupaba demasiado. Tenía un plan y lo que estaba haciendo formaba parte de él.

Me condujeron por otro pasillo hasta el Área de Reclutamiento. Me colocaron en una cinta transportadora que me llevó por una larga sucesión de estaciones. En primer lugar, me quitaron el mono y los zapatos para incinerarlos. Después me hicieron pasar por una especie de túnel de lavado de coches: con distintas máquinas me enjabonaron, frotaron, desinfectaron, aclararon, secaron y desparasitaron. Después me entregaron otro mono de trabajo gris y otro par de zapatos de plástico.

En la siguiente parada, un panel de máquinas me sometió a una completa revisión médica y a varios análisis de sangre. (Afortunadamente, la Ley de Privacidad Genética prohibía que IOI me tomara muestras de ADN). Después me inyectaron diversas vacunas con una sucesión de jeringuillas automatizadas que, simultáneamente, me pincharon los dos hombros y las dos nalgas.

A medida que avanzaba por la cinta, unos monitores planos situados a cierta altura proyectaban sin parar una película formativa de diez minutos de duración, en una secuencia infinita: «¡Reclutamiento de Trabajadores Forzosos: el camino más rápido para pasar de las deudas al éxito!». Los participantes eran estrellas de la televisión que, con voz alegre, vomitaban propaganda de la empresa al tiempo que exponían los detalles de la política de reclutamiento forzoso de IOI. Después de verla cinco veces, había memorizado toda aquella mierda. Cuando llevaba diez, movía los labios a la vez que los actores.

«¿Qué debo esperar una vez completado mi proceso inicial y situado ya en mi puesto de trabajo?», preguntaba Johnny, el personaje principal del cortometraje formativo.

«Debes esperar la esclavitud permanente, Johnny», pensaba yo. Pero seguía mirando una vez más al representante de recursos humanos de IOI, que con voz amable le contaba a Johnny cómo era el día a día de un recluta.

Finalmente llegué al estadio final, donde una máquina me anilló el tobillo con una banda metálica acolchada, un poco por encima de la articulación. Según la peliculita explicativa, gracias a él mi posición espacial quedaba monitorizada en todo momento, además de que autorizaba o denegaba mi acceso a las distintas áreas del complejo de oficinas de IOI. Si intentaba escapar, quitarme la anilla o crear problemas de cualquier clase, el mecanismo estaba diseñado para proporcionar descargas eléctricas paralizantes. Y, si era necesario, también podía administrar una dosis elevada de tranquilizante que llegaba directamente al torrente sanguíneo.

Cuando me instalaron la anilla, otra máquina me introdujo un pequeño dispositivo electrónico en el lóbulo de la oreja derecha, anclándolo en dos puntos. Me estremecí de dolor y solté varios tacos. Sabía, por la película explicativa, que acababan de colocarme un DOC, es decir, un Dispositivo de Observación y Comunicación, al que casi todos los reclutas llamaban «el audífono». Me recordaba a los dispositivos que los conservacionistas instalaban en animales en vías de extinción para controlar sus movimientos en libertad. El audífono incorporaba un diminuto comunicador por el que el ordenador principal de Recursos Humanos podía realizar anuncios y emitir órdenes directamente al oído de la persona en cuestión. También contenía una pequeña cámara que permitía a los supervisores de IOI controlar todo lo que el recluta tenía delante. En las habitaciones había instaladas cámaras de vigilancia, pero al parecer no era suficiente, pues habían decidido montar cámaras en las cabezas de los reclutas.

Pocos segundos después de que me introdujeran y activaran el audífono, empecé a oír la voz plácida y monocorde del ordenador central de Recursos Humanos recitando órdenes y demás informaciones. Al principio creí que iba a volverme loco, pero lentamente fui acostumbrándome. No tenía otro remedio.

Al bajarme de la cinta transportadora, el ordenador de Recursos Humanos me indicó que me dirigiera a una cantina que parecía sacada de una película antigua de prisiones. Allí me entregaron una bandeja verde lima que contenía comida: una hamburguesa de soja insípida, una cucharada de puré de patatas aguado y un postre que era algo vagamente parecido a una tarta de fruta. Lo devoré en poco tiempo. El ordenador de Recursos Humanos me felicitó por mi buen apetito. Después me informó de que se me autorizaba a realizar una visita de cinco minutos al baño. Cuando salí me condujeron hasta un ascensor sin botones ni indicador de plantas. Cuando las puertas se abrieron, leí lo que estaba grabado en la pared:

HAB. RECLUTAS-BLOQUE 05-REP. ASIST. TEC.

Salí del ascensor y avancé por el pasillo enmoquetado. Estaba en silencio, oscuro. La única iluminación provenía de dos hileras de luces piloto empotradas en el suelo. Yo había perdido la noción del tiempo. Me parecía que habían transcurrido días desde que me habían sacado de mi apartamento. Caminaba como un autómata.

«Tu primer servicio de asistencia técnica empieza dentro de siete horas —me informó el ordenador al oído, con su voz monótona—. Hasta entonces puedes dormir. Dobla a la izquierda en la intersección que tienes delante y avanza hacia la unidad habitacional asignada, la número 42G».

Hice, una vez más, lo que me pedían. Me parecía que no lo estaba haciendo nada mal.

El Bloque Habitacional me recordó a un mausoleo. Se trataba de una red de pasillos abovedados, cada uno de ellos flanqueado a ambos lados por hileras de dormitorios-cápsula en forma de nicho de diez plantas que llegaban hasta el techo. Cada columna de unidades habitacionales estaba numerada y la puerta de cada cápsula se identificaba con una letra de la «A» a la «J». La A correspondía al nivel inferior.

Tardé unos minutos en alcanzar mi unidad, situada en la zona superior de la columna 42. Al acercarme a ella, la escotilla se levantó emitiendo un silbido, y una luz tenue, azulada, se encendió en su interior. Subí por la estrecha escalera de mano instalada entre las dos torres de nichos y apoyé los pies en la escueta plataforma que sobresalía bajo cada uno de ellos. Cuando entré en mi cápsula, la plataforma se retrajo y la trampilla, a mis pies, se cerró.

El interior de mi unidad habitacional era una urna blanca moldeada a inyección, de un metro de altura y un metro de anchura por dos metros de longitud. El suelo estaba cubierto por un colchón de espuma-gel y una almohada. Olían a goma quemada, de lo que deduje que debían de ser nuevos.

Además de la cámara que llevaba a un lado de la cabeza, había otra instalada en lo alto de la puerta de mi unidad. La empresa no se molestaba en camuflarlas. Quería que sus reclutas supieran que los observaban.

La única distracción en la cabina era una consola de entretenimiento; una pantalla táctil, grande y plana encajada en la pared. Junto a ella, un visor sin cables en un colgador. Toqué la pantalla para activarla. Mi nuevo número de empleado y mi posición aparecieron en lo alto del visualizador: Lynch, Bryce T. Representante Técnico II de Oasis - Empleado IOI N.° 338645.

Debajo apareció un menú con los programas de entretenimiento a los que podía acceder. Tardé apenas unos segundos en revisar mis limitadas opciones. De hecho, solo podía ver un canal: IOI-N, que era de la propia empresa y emitía noticias las veinticuatro horas. En realidad, las noticias estaban relacionadas con IOI y más que de información se trataba de propaganda. También tenía acceso a una mediateca de películas formativas y simulaciones, la mayoría de ellas relacionada con mi nuevo puesto como representante de asistencia técnica de Oasis.

Al intentar acceder a una de las otras mediatecas de entretenimiento, Vintage Movies, el sistema me informó de que no podría conectarme a una selección más amplia de opciones de ocio hasta que hubiera recibido una puntuación superior a la media en tres informes consecutivos sobre eficacia empresarial. Y, acto seguido, el sistema me preguntó si deseaba más información sobre el Programa de Premios de Entretenimiento para Reclutas Forzosos. No. No lo deseaba.

El único programa de televisión que podía ver era una comedia de costumbres producida por la propia empresa, Tommy Queue. Según la sinopsis, se trataba de una «comedia desternillante que relataba las desventuras de Tommy, un representante técnico de Oasis recién reclutado que se esforzaba para alcanzar la independencia económica y… ¡la excelencia en el trabajo!».

Seleccioné el primer episodio, descolgué el visor y me lo puse. Como suponía, la serie no era más que un documental formativo con risas enlatadas de fondo. No me interesó lo más mínimo. Solo quería dormir. Pero sabía que me controlaban y que escrutaban y archivaban todos los movimientos que hacía. De modo que permanecí despierto todo lo que pude, ignorando un episodio de Tommy Queue tras otro.

A pesar de todos mis esfuerzos, mi mente regresaba una y otra vez a Art3mis. Por más que me dijera a mí mismo, yo sabía que ella era la verdadera razón por la que me había expuesto a ese plan descabellado. ¿Qué me pasaba por la cabeza? Era muy probable que no lograra salir de allí nunca más. Me sentía enterrado bajo una avalancha de dudas. ¿La combinación de mis dos obsesiones —el Huevo de Pascua y Art3mis— era la que me había llevado al delirio? ¿Por qué me exponía a semejante riesgo para ganar a una persona a la que no había visto nunca en mi vida? ¿A alguien que parecía no tener el menor interés en volver a hablar conmigo?

¿Dónde se encontraba ella en ese momento? ¿Me echaba de menos?

Seguí torturándome mentalmente hasta que, al fin, el sueño me venció.

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