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ABATIDO

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 ABATIDO

No tenía nada, pero de pronto podía tenerlo todo sólo si guardaba silencio. Durante días me sentí invadido por una perplejidad que me impedía concentrarme en lo que estaba haciendo. Había vuelto a mis investigaciones, sabiendo que nunca obtendría el resultado esperado. Sólo debía unirme a la farsa planeada por Martina con el apoyo de Foreman. Por las noches, inyectaba y mataba ratones sabiendo que todo era en vano, pero debía hacerlo para justificar no sólo mis ingresos sino también las donaciones que Foreman recibía de todos sus patrocinadores.

Ben había aceptado mi silencio con el suyo. Trabajábamos como antes, como si nuestro descubrimiento sólo hubiera sido un mal sueño. Me había convertido en un fantasma, un espectro que no hablaba con nadie y callaba cada uno de sus sentimientos. ¿Acaso ese no era un requisito para sobrevivir en Harvard?

Una tarde, mientras daba clases, uno de los alumnos comentó que había leído un paper sobre bioética. Era un chico joven, alto, con la cabeza llena del cabello que yo ya había comenzado a perder desde hacía unos años. Al verlo cargado de expectativas hablando sobre la función social de la ciencia, comencé a perderme en sus palabras. Pensé en mis épocas de la UBA, el orgullo de mi padre al saber que su hijo sería científico, los años en Montpellier, el apoyo de Marc, la satisfacción de llegar a Harvard…

Caminé hasta la ventana, que estaba abierta. Quinto piso. Miré la calle. Un niño caminaba de la mano de su padre. Pensé en mi abuelo, en la angustia que transmitía su diario cada vez que hablaba de su hijo y en esos últimos días, cuando se había convencido de contar su verdad, dejar atrás las mentiras y reconciliarse con mi padre. Pobre abuelo: lo mataron antes de que pudiera hablar. Quizá yo también estuviera escapando de mis sentimientos como Alex, como Tal… Aceptar el soborno de Foreman era lo mismo que renunciar a lo que yo era o había querido ser. El silencio también podía condenarme como le había sucedido a Alex. De pronto, el niño tropezó en la vereda y su padre lo alzó en brazos. Cuando me quise dar cuenta estaba llorando con medio cuerpo fuera de la ventana. ¿Y si me tiraba? ¿Y si terminaba con toda esa angustia de una vez por todas?

A mis espaldas, los alumnos murmuraban, incluso uno se acercó hasta donde yo estaba.

—Profesor, ¿está bien?

Me giré, y al verlo lo abracé con fuerza. Incómodo, el muchacho se deshizo de mí y salió del aula. Miré a los demás alumnos e, incapaz de decir nada, hice un gesto para dar por terminada la clase. Todos salieron de prisa, como si mi tristeza fuera una peste contagiosa que quisieran evitar. Me quedé solo. Realmente estaba solo, ¿desde cuándo? ¿Desde mi partida de Francia? No, desde hacía mucho antes. Pero, ¿cuándo? Comencé a sentir frío, un frío intenso que no se podía combatir con ningún abrigo. Crucé los brazos y me sujeté los hombros. Volví a mirar la ventana abierta. Pero no tenía valor para hacerlo, tan sólo quería llorar. Caí rendido en el suelo, incapaz de seguir con aquella angustia que venía ocultando desde hacía tanto tiempo. La muerte de mi padre, la distancia con mis afectos, mi soledad, las amenazas de McArthur, la tristeza de Tal, la falacia en la que podría cimentar mi carrera y asegurarme un futuro plácido en aquel lugar desolado donde, ahora lo sabía, jamás podría adaptarme ni lograr la comodidad suficiente para alcanzar una mínima felicidad en mi vida.

Necesitaba que alguien me abrazara, pero en la puerta del aula había dos hombres de seguridad que, junto con el alumno que los había llamado, me miraban como si fuera un extraterrestre abandonado.

—¿Qué necesita, doctor? —dijo uno.

—Quiero morirme… —dije, llorando como el día en que mataron a mi abuelo y mi mamá me abrazó porque yo tenía miedo de quedarme solo.

—Doctor… esto que está haciendo…

—¿Qué estoy haciendo, hijos de puta? —les grité, sin saber si les hablaba a ellos, a Foreman, a los hombres de McArthur o a los asesinos de mi abuelo.

Se acercaron y me obligaron a levantarme. Limpiándome las lágrimas, me zafé de ellos y salí corriendo. Todos me miraban, algunos se reían. Un profesor llorando en público, qué falta de profesionalismo. Ya no me importaba eso ni muchas otras cosas. Corrí hasta alcanzar la calle, buscando aire, buscando algo que sólo encontré en una cabina telefónica.

—Jorge, soy yo… vení a buscarme.

—¿Qué te pasa? ¿Qué te pasó? Calmate.

—No aguanto más, vení a buscarme. Por favor, vení a buscarme…

—Esteban, pará, tranquilizate… —dijo Jorge, y pude notar que él también lloraba—: Decime qué te pasó.

—Mi vida es una mierda, Jorge. Sacame de acá. Quiero ir a mi casa… no aguanto más esto, llevame a Chaco, llevame a cualquier lado pero sacame de acá… —dije, apretando los dientes.

—Quedate tranquilo. Por favor, quedate tranquilo que te voy a ir a buscar.

Corté y me quedé como estaba: llorando, sentado el piso de aquella cabina telefónica mientras la gente me miraba desde afuera.

Pasé dos días encerrado en mi casa. Ben venía a verme a la mañana y a la noche para traerme comida y los ansiolíticos que había conseguido robar del hospital. Nunca voy a poder agradecerle su silencio: no me preguntó nada, tan sólo se limitó a cuidarme hasta el tercer día, cuando me llevó en su auto al aeropuerto.

Mientras me acompañaba hasta la puerta de arribos, se ofreció a quedarse conmigo.

—No hace falta, Ben. Jorge está por llegar.

—¿Tenés plata? ¿Necesitás algo más?

—No, nada. Ya estoy mejor —dije con esfuerzo, ya que las mismas drogas que me habían tranquilizado también me habían entumecido el cuerpo, dificultándome el habla.

Lo despedí con un abrazo.

—¿Ya sabés cuándo te vas? —preguntó.

—No, primero tengo que resolver la renuncia y todo el papelerío.

—¿Me vas a avisar? Quiero venir a despedirte.

—Sí. Claro.

Cuando se fue, elegí un rincón apartado del aeropuerto que, desde aquel lejano 11 de septiembre de 2001, era recorrido permanentemente por policías, militares y perros entrenados para detectar explosivos. Una hora más tarde, las pantallas anunciaron que el vuelo 301 de American Airlines ya había aterrizado.

Poco a poco, los pasajeros comenzaron a salir luego de atravesar los estrictos controles de migraciones. Al ver a Jorge supe que al fin estaba a salvo. Nos abrazamos como sólo se abraza la gente que se quiere.

—Te estás quedando pelado —me dijo.

—Y vos estás viejo y gordo.

Volví a quebrarme, volví a llorar. Sin embargo, al sentir su abrazo algo se ordenó dentro mío. Respiré hondo y sonreí.

—Al final sigo siendo ese nene de once años al que tenés que cuidar.

—Sí, pero olvidate que te haga upa como cuando te quedabas dormido en el fogón de los guajos. Maresmu se puso contenta cuando le dije que venía a buscarte.

Salimos a la calle y tomamos un taxi hasta mi casa. Cuando llegamos, Jorge se dio una ducha, se cambió y festejó que lo estuviera esperando con una botella de whisky.

—¿Bourbon cuando se puede tomar escocés? Es como comerse una hamburguesa teniendo vacío en la parrilla —dijo, sirviendo en dos vasos.

—Yo paso —dije.

—No pensaba convidarte, son para mí.

Se produjo un silencio breve, durante el cual Jorge me miró por detrás del vaso que se llevaba a la boca.

—¿Me contás qué te pasó?

Hablé y lloré durante varias horas, contándole todo lo que había vivido desde mi llegada a Boston. Jorge se limitaba a escuchar, y de vez en cuando soltar un insulto. Al fin, cuando terminé, dijo:

—¿Estás seguro de tu decisión?

—Sí. Quiero volver a Argentina. No sé, quiero tomarme unos meses, pensar… ayudarte con la Fundación…

—¿Y puedo ver el diario de tu abuelo?

—Sí, acá está.

Al día siguiente, por la mañana, me despedí de Jorge para cumplir con las últimas obligaciones pendientes. Esta vez, al cruzar la ciudad, todo me parecía lejano, como si mi mente ya se hubiera marchado y sólo quedara el trámite de transportar mi cuerpo.

Estaba nervioso, y por eso me quedé en la puerta del Enders Building durante un buen rato. Después, entré y me dirigí a la oficina de Foreman dispuesto a terminar con aquello de una buena vez por todas.

—¿Lo pensaste? —dijo Foreman, sonriendo.

—Sí. Me vuelvo a Argentina.

—¿Estás loco? ¿Te vas a ir del paraíso para volver a ese país destruido por la crisis?

Lo miré, y por primera vez supe quién era en verdad aquella eminencia de la ciencia: un burócrata capaz de armar cualquier farsa con tal de seguir ganando dinero y poder. Entonces bajé los hombros, y en ese mínimo gesto comprobé que mi decisión era acertada. No quería convertirme en eso. No quería vivir una farsa. Para mí, la vida era otra cosa, tenía que ser otra cosa.

—Sí. Es mi lugar —dije.

—Te vas a arrepentir. Y va a ser tarde.

—Vos también. Debe ser duro saber que tantos chicos esperan una cura que no va a llegar. Me das lástima. Yo no quiero cargar con los fantasmas tuyos y de Martina.

—¿Te creés mejor que nosotros?

—No. Pero tengo algo claro: no quiero ser un cínico como vos.

Salí de la oficina con la satisfacción de haber hecho lo correcto. En el laboratorio, recogí mis cosas, que entraron en una pequeña caja. Ben me acompañó hasta la calle. Nos abrazamos.

—No sé si sos un gran científico, pero sos una de las mejores personas que conocí —dijo.

—Te aviso cuando sepa el día que me voy. Gracias por todo.

A medida que me alejaba del Enders Building sentía que se me aflojaba el cuerpo, como si estuviera recuperando la movilidad de unos músculos atrofiados por un largo tiempo. Alcancé el Science Center poco antes de mediodía. Losick no estaba, lo cual, debo aceptar, me alivió. No hubiera podido soportar renunciar frente a él, que tanto me había ayudado al darme la posibilidad de integrarme a su cátedra. Firmé varios papeles, me despedí de mis colegas que me miraban como a un bicho raro, tan raro como para exteriorizar sus emociones delante del resto. Cuando salía del edificio, la secretaria de Losick se acercó corriendo.

—Doctor Rach, hace unos días llegó esto para usted —me dijo, entregándome un sobre.

—Gracias, y dale las gracias también a Losick. Y decile que me perdone. Me voy por cuestiones personales.

Abrí el sobre esperando que fuera la carta de algún alumno, un certificado o cualquier cosa menos lo que encontré: los dos identikits y una nota escrita a mano que comenzaba diciendo: “Lo que buscás está en Ipswich”.

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