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CONFUNDIDO
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CONFUNDIDO
Al fin había llegado la noche de la fiesta. Estaba nervioso, excitado por lo que podía esperarme en la reunión de los nazis del nuevo siglo. ¿Cómo debía vestirme? ¿Y si me atacaban? ¿Debía llevar un cuchillo, gas pimienta? En un punto, pensaba que estaba viviendo una de esas películas de acción que veía con mi hermano los sábados por la tarde, cuando éramos chicos. Aquello parecía una excursión en medio de mis avances en el laboratorio. ¿Era cierto? Hirault había sido claro: una fiesta especial, especialmente antisemita… ¿qué otra cosa podía esperar de un tipo que tenía tatuada una esvástica? Pero, ¿era realmente una esvástica lo que había visto hacía unos meses en la estación del tranvía? ¿Y si era uno de esos íconos aguerridos de una banda de heavy metal? No pensaba quedarme con la duda.
Después de mucho pensarlo, decidí vestirme de negro y afeitarme completamente. Salvo por mi nariz torcida, mi tez blanca y mis ojos claros podían resultar rasgos típicos del ario que no era. Antes de salir me miré al espejo. Si Alex me viera, pensé.
Crucé el Harvard Yard bajo una fría llovizna que comenzaba a tomar otra textura, anunciando una inminente nevada. Era viernes y los estudiantes poblaban Harvard Square sin reparar en el frío. Músicos callejeros, malabaristas, chicas con minifaldas que bebían alcohol para disfrutar de ese limbo extraño llamado juventud sin recordar que estaban viviendo en Boston, una ciudad condenada por el frío.
Al subir a la línea T roja dirección inbound, la calefacción sobredimensionada me ahogó y tuve que quitarme el abrigo. ¿Por qué en los Estados Unidos la calefacción era tan fuerte y sofocante, y el aire acondicionado te congelaba los huesos? Parecía un complot de los servicios privados de asistencia médica o de un empleado depravado pegado a las cámaras de seguridad, alternando la temperatura para ver cómo la gente se vestía y se desvestía.
Al bajar, otra vez el frío.
Northend estaba lleno de parejitas que buscaban un lugar para el café de sobremesa. Preguntando, al fin encontré la dirección de la casa donde se realizaba la fiesta. Una enorme mansión, con escalinata, columnas sosteniendo un porche y una puerta señorial cerrada a canto. Pregunté la hora. Era temprano. Me senté en la entrada de una casa en la vereda de enfrente cerrándome el abrigo hasta el cuello y cubriendo mis orejas con el gorro de lana negra. De fumar, habría encendido un cigarrillo. En cambio, me puse a tararear una vieja canción que había aprendido en Chaco, junto a Maresmu, en los meses que había pasado escondido en el monte luego de la muerte de mi abuelo. Maresmu. ¿Cuántos hijos habría tenido? ¿Se habría casado con alguno de los niños de su tribu que, celosos del porteño visitante, me habían ignorado durante aquellos meses en que debía estar “callado y alerta”, como me había repetido Jorge?
Habían pasado casi veinte años, pero yo seguía “callado y alerta”, mirando la puerta de aquella casona de Northend, en Boston. De pronto, dos hombres bien vestidos y afeitados con pulcritud entraron a la casa, seguidos por otros hombres que, al parecer, no se conocían entre sí, dado que ninguno saludó a otro. ¿Guardarían las formas delante del resto de la gente? ¿O todos eran novatos como yo? No había mujeres. ¿El nazismo era cosa de hombres, nada más? No me animaba a entrar, como si por primera vez fuera consciente de lo que había ido a hacer o conocer en aquella fiesta que ahora comenzaba a asustarme.
Pensé en Alex, en Boulard, en Hirault. Y al fin crucé la calle.
Fingiendo despreocupación, apoyé una mano sobre un poste de luz que estaba helado. Ese frío intenso que mis neuronas motoras sensitivas recibieron en la palma de mi mano fue como una descarga eléctrica. Respiré profundo varias veces y antes de decidirme a entrar fui abordado por otra pareja de hombres de alrededor de cincuenta años. Cabellos peinados con precisión, ropas costosas, perfume de free shop.
—No te asustes —dijo uno en inglés—, cuando cruces esa puerta van a desaparecer tus miedos. No somos tan extraños como parece.
No podía renunciar a eso. Y decidí seguirlos.
Dentro, luces indirectas de color azul bañaban un salón inmenso, con una escalinata que se bifurcaba en un descanso y conducía, a derecha e izquierda, a un balcón interno que daba al enorme salón donde me encontraba. Por sobre todos los invitados, un hombre vestido con esmoquin cantaba “I’m your man” de Leonard Cohen. A mi alrededor, decenas de parejas de hombres bailaban, conversaban y bebían cócteles de distintos colores. Ni una sola mujer. Tampoco había banderas nazis, ni fotografías de Hitler ni nada que se le pareciera. Tan sólo gays pasando un buen rato. La tensión sexual era evidente en la sala, donde algunos se besaban, otros se acariciaban, y unos pocos bailaban solos. “Una fiesta especial”. Sin dudas lo era. Me sentí un estúpido. Me había confundido con Hirault. Lo había tratado de nazi cuando su distancia había sido sólo una cuestión de sensualidad. ¿Y si ahora venía a sacarme a bailar? ¿Qué podía decirle? De todas formas, sentía una especie de alivio. Era mejor estar rodeado de aquella gente que quería pasarla bien sin ser molestada que rodeado por la escoria racista del siglo XXI. Intenté relajarme y, de paso, ver si podía encontrar a Hirault para explicarle que se había confundido.
Mientras esperaba ser atendido en la barra, fui abordado e invitado a tragos, bailes y otras proposiciones que rechacé con una cordialidad forzada. Camareros en ropa interior ofrecían bandejas con foie du canard, fromage de chevre, olives aux amandes, milanesas de muzzarella, una muy buena variedad de vinos y quesos. Me serví una enorme copa de vino tinto y me aparté de todos. Varias cámaras de seguridad controlaban cada rincón de la casona. La decoración era costosa: alfombras orientales, cuadros originales, flores exóticas en floreros de cristal trabajado. Entonces se me ocurrió una respuesta para todo aquello: ¿y si Hirault me estaba probando? Miré directamente hacia una de las cámaras y sonreí. Si el francés quería probarme, no podía desaprovechar la oportunidad para ganarme su confianza.
Durante unos minutos, esperé que viniera a mí. Pero no apareció. Aquello comenzaba a inquietarme. Me acerqué a uno de los hombres de seguridad privada que controlaban el lugar. Le di el nombre de Hirault, pero dijo no conocerlo. Vacié la copa y la cambié por otra llena, que me ofreció un solícito camarero vestido con un taparrabos de cuero. Recorrí el salón y terminé apoyado sobre una ventana. Desde allí vi el mundo, la calle. ¿Qué estaba haciendo?
Había querido sugerirle a Hirault que era un nazi y él me había confundido con un gay. A cada segundo que pasaba todo dejaba de resultarme sospechoso. Ya ni siquiera confiaba en haberle visto un tatuaje nazi. Evidentemente, esa pista había fracasado. Me reí solo, en medio de la fiesta, y al fin decidí marcharme.
De regreso en mi casa, pasé por Longwood Avenue y vi que las luces del laboratorio de Foreman seguían encendidas. Era la 1 am. Yo estaba perdiendo el tiempo siguiendo a un gay al que había confundido con un nazi mientras mis compañeros de trabajo avanzaban en sus investigaciones. Fernando me había dicho que el asesino de Alex estaba siendo buscado por Interpol desde la época de los Juicios a las Juntas y que lo más probable era que estuviera escondido en la Triple Frontera. Boulard me había empujado a hacer algo para lo que, evidentemente, no estaba preparado y me excedía a mí, a él, a Fernando, e incluso a la Justicia argentina. El episodio de la fiesta me había abierto los ojos: me había dejado llevar por mis prejuicios. Hirault y los hombres del Grafton Bar no tenían nada que ver con el nazismo, el neonazismo o como se llamara el antisemitismo del siglo XXI. Lo mejor era concentrarme en mi trabajo y tratar de no perder la carrera frente a esos investigadores que dejaban todo de lado y aún seguían en el laboratorio.