Quemando Cromo

Quemando Cromo


Combate aéreo

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Combate aéreo

Michael Swanwick y William Gibson

lo que él quería era seguir, bajar directo hasta Florida. Pagarse el pasaje traficando armas, tal vez sumarse a un ejército de rebeldes mercenarios allá abajo, en la zona de guerra. O tal vez —pues el billete era válido mientras no dejara de viajar— sencillamente nunca se apearía… El Holandés Errante de los autobuses. Le sonrió a su débil reflejo en el vidrio frío y grasiento mientras las luces del centro de Norfolk pasaban deslizándose; el bus se inclinó sobre las ruedas gastadas cuando el conductor emprendió bruscamente una última curva. Al fin frenó sacudiéndose en la terminal, una superficie iluminada de hormigón gris, áspera como el patio de una cárcel. Pero Deke pensaba que se moriría de hambre, tal vez en una tormenta de nieve a la salida de Oswego, con la mejilla pegada a la ventana del mismo bus, y ya veía cómo un viejo balbuceante vestido con un descolorido mono de trabajo, echaba sus restos afuera, en la siguiente parada. De cualquier modo, concluyó, poco le importaba. Sólo que tenía la impresión de que las piernas se le habían muerto. Y el conductor acababa de anunciar una parada de veinte minutos: Tidewater Station, Virginia. Era un edificio de bloques de concreto con dos entradas para cada lavabo; remanente del siglo anterior.

Con las piernas como maderos, se acercó sin muchas ganas al mostrador de baratijas y novedades, pero la negra de detrás estaba muy alerta, custodiando el escaso contenido de la vieja caja de vidrio como si estuviese jugándose la vida. Tal vez así sea, pensó Deke, dándole la espalda. Al otro lado de los lavabos, una puerta abierta ofrecía JUEGOS, y la palabra titilaba endebles destellos de plástico biofluorescente. Desde donde estaba alcanzaba a ver un grupo de jóvenes vagabundos apelotonados alrededor de una mesa de billar. Sin ningún propósito, con el aburrimiento siguiéndolo como una nube, asomó la cabeza. Y vio un biplano, de alas no más largas que un dedo pulgar, una llama brillante y anaranjada. Cayendo en tirabuzón, dejando una estela de humo, se desvaneció al chocar contra el fieltro verde de la mesa.

—¡Eso es, Tiny —vociferó uno de los mirones—, agarra a ese hijo de perra!

—Ey —dijo Deke—. ¿Qué pasa?

El muchacho más cercano era un larguirucho con una gorra Peterbilt de red negra.

—Tiny está defendiendo el Max —dijo, sin quitar los ojos de la mesa verde.

—¿Ah, sí? ¿Y eso qué es? —Pero en seguida lo vio: una medalla de esmalte azul en forma de cruz de Malta, con el eslogan Pour le Mérite dividido entre los brazos.

El Blue Max descansaba sobre el borde de la mesa, justo frente a una masa enorme, perfectamente inmóvil, embutida en una silla de tubos cromados y aspecto frágil. La camisa caqui que llevaba el hombre colgaría de los hombros de Deke como una vela plegada, pero sobre aquel torso inflado abultaba tanto que los botones amenazaban con salir disparados en cualquier momento. Deke recordó a los soldados sureños que había visto en el viaje; aquellos endotipos de vientre pesado; se balanceaban sobre piernas escuálidas que parecían pertenecer a algún otro. Tiny podría tener ese aspecto, si se levantase, pero en mayor escala: un pantalón talla cuarenta que tendría que tener una banda de hilos de acero para soportar tantos kilos de vientre hinchado. Si Tiny llegara a levantarse alguna vez, pues Deke acababa de descubrir que el lustroso asiento era en realidad una silla de ruedas. Había en el rostro de aquel hombre algo turbadoramente infantil, una consternadora insinuación de juventud, y hasta de belleza, en facciones casi enterradas entre pliegues y papada. Sintiéndose incómodo, Deke apartó los ojos. El otro hombre, sentado frente a Tiny al otro lado de la mesa, tenía patillas pobladas y una boca fina. Parecía que tratase de empujar algo con los ojos, de donde partían arrugas de concentración…

—¿Eres idiota o qué? —El de la gorra Peterbilt se dio vuelta, y advirtió por vez primera los tejanos a lo proleboy, las cadenas de latón en las muñecas de Deke—. ¿Por qué no te pierdes de vista? Aquí no queremos tipos como tú. —Y volvió a observar el combate aéreo.

Se hacían apuestas. Los mirones sacaban el material fuerte, el antiguo, dólares con la cabeza de la Libertad, monedas de diez centavos de la época de Roosevelt, mientras que los apostadores más prudentes sacaban antiguos billetes plastificados. Un trío de aviones rojos surgió de la neblina volando en formación. Fokkers D VII. La sala quedó en silencio. Los Fokkers se ladearon majestuosamente bajo la órbita solar de una lámpara de doscientos vatios.

El Spad azul salió verticalmente de la nada. Dos más irrumpieron desde el techo sombrío, siguiendo de cerca al primero. Los mirones gritaron, uno se rió. La formación se rompió de golpe. Un Fokker se precipitó casi hasta el fieltro sin lograr deshacerse del Spad que tenía a la cola. Se puso a zigzaguear furiosamente por encima de las llanuras verdes, pero en vano. Por último se elevó, con el obstinado enemigo detrás, demasiado empinado, y no alcanzó a apartarse a tiempo.

Alguien recogió una pila de monedas de plata de diez centavos.

Los Fokkers habían sido superados en número. Uno tenía dos Spads en la cola. Un rocío de trazos puntiagudos le atravesó la cabina. El Fokker se dejó caer doblando a la derecha para ladearse sobre un Immelmann, y quedó detrás de uno de sus perseguidores. Disparó, y el biplano cayó revoloteando.

—¡Así se hace, Tiny! —Los mirones se apretaron alrededor de la mesa.

Deke estaba paralizado de asombro. Era como volver a nacer.

La Parada de Camiones de Frank estaba a unos tres kilómetros de la ciudad, en la carretera de Sólo Vehículos Comerciales. Deke se había fijado en ella, por la inercia del hábito, desde el autobús, poco antes de entrar en la ciudad. Ahora regresaba caminando entre el tránsito y las vallas de protección de cemento. A su lado pasaban en tromba camiones articulados, enormes, de ocho segmentos, desplazando cada vez una masa de aire que amenazaba con sacarlo del camino. Las paradas de SVC eran sitios fáciles. Cuando entró en la de Frank, nadie dudó que acabara de apearse de alguno de los camiones, y así pudo saquear la tienda de regalos con toda tranquilidad. La estantería de electrónicos, con los discos proyectivos de dotación líquida, se extendía entre una pila de camisas vaqueras coreanas y una exposición de guardabarros Fuzz Buster. Una pareja de dragones orientales se retorcía en el aire por encima de la estantería, luchando o fornicando, Deke no estaba seguro. El juego que quería estaba allí: un disco con la etiqueta de SPADS & FOKKERS. Le llevó tres segundos robárselo, y aún menos tiempo deslizar el imán —que la policía de D. C. ni siquiera se había molestado en confiscar— sobre la banda de seguridad magnética. Antes de salir, se birló dos unidades de programación y un pequeño facilitador Batang de control remoto que parecía un antiguo audífono.

Escogió un bloque de viviendas al azar y metió en el autoagente de alquiler la tarjeta que venía usando desde que perdiera la pensión por desempleo. Nadie verificaba la operación; el estado se limitaba a contar los cuartos ocupados y a pagar.

El cubículo olía un poco a orina, y alguien había garrapateado eslóganes del Frente Duro de Liberación y Anarquía. Deke desalojó a patadas la basura de un rincón, se sentó de espalda a la pared, y desgarró el envoltorio del disco.

Había una hoja de instrucciones con diagramas de circuitos, bobinas e Immelmanns, un pomo de pasta salina, y una lista computerizada de posibles operaciones. El disco era de plástico blanco, con un biplano azul y un logo de un lado, rojo del otro. Lo volvió una y otra vez en las manos: SPADS & FOKKERS, FOKKERS & SPADS. Rojo o azul. Se ajustó el Batang detrás de la oreja tras haber untado de pasta la superficie del inductor, conectó al programador la cinta de fibra óptica, y la enchufó en la toma neural. Luego introdujo el disco en el programador. Era un equipo barato, indonesio, y mientras ejecutaba el programa, sintió en la base del cráneo un zumbido molesto. Pero cuando hubo terminado, un Spad azul celeste se puso a revolotear en el aire, frenético, incansable, a pocos centímetros de su cara. Casi resplandecía, era tan real. Tenía esa extraña vida interior que suelen tener los minúsculos modelos de museo, pero mantenerlo activo le exigía una total concentración. Si se distraía una fracción de segundo, perdía nitidez y al fin se disolvía en el aire.

Estuvo practicando hasta que la pila del auricular se le acabó. Entonces se dejó caer contra la pared y se quedó dormido. Soñó que volaba en un universo de nubes blancas y cielo azul; no había debajo ni arriba, ni ningún campo verde donde estrellarse.

Despertó al rancio olor de tortas de krill fritas, y se retorció de hambre. No tenía dinero, tampoco. Bueno, en el edificio había muchos estudiantes. Era probable que alguno necesitara una unidad programadora. Salió al corredor con el otro juego que había robado. No muy lejos había una puerta con un cartel que decía: HAY TODO UN BUEN UNIVERSO EN EL CUARTO PRÓXIMO. Debajo había un paisaje estelar con un conglomerado de pastillas multicolores, arrancado del anuncio de alguna empresa farmacéutica y pegado luego sobre una atrayente foto de la «colonia espacial» que estaba en construcción desde antes que él naciera, VAMOS, decía el cartel bajo un collage de hipnóticos.

Llamó a la puerta. La puerta se abrió hasta el extremo de la cadena de seguridad y reveló una franja de seis centímetros de cara de muchacha.

—¿Sí?

—Vas a pensar que es robado. —Se pasaba el programador de una mano a otra—. O sea, porque es nuevo, virgo cien por cien, y todavía tiene el código de barras. Pero oye, no voy a discutir. No. Te lo voy a dejar por la mitad de lo que pagarías en cualquier sitio.

—No me digas, ¿en serio? —El fragmento de boca visible se torció en una extraña sonrisa. La chica extendió la mano, con la palma en vertical. Se la acercó al mentón—. ¡Mira!

Tenía un hueco en la mano, un túnel negro que le corría a lo largo del brazo. Dos lucecitas rojas. Los ojos de una rata. Corrieron hacia él, creciendo, brillando. Algo gris se precipitó hacia adelante y le saltó a la cara.

Gritó, alzó las manos para protegerse. Se le doblaron las piernas, y cayó aplastando al programador.

Se arrastró sujetándose la cabeza, esparciendo escamas de silicato. La cabeza le dolía… Le dolía mucho.

—¡Ay, Dios mío! —La cadena de seguridad cayó con un chasquido, y la chica apareció encima de él—. Oye, aquí, mira, ven. —Sacudió una pequeña toalla azul—. Agárrate y yo te alzo.

La miró a través de una película de lágrimas. Estudiante. Ese aspecto de bien alimentada, camiseta grande, dientes tan rectos y blancos que podían servir de referencia bancaria. Una fina cadena de oro en un tobillo (cubierto de pelusa, advirtió, fino pelo de bebé). Corte de pelo a la japonesa. Dinero.

—Esta imbécil va a ser mi cena —se dijo, compadeciéndola. Se aferró a la toalla y dejó que ella lo levantase.

La chica le sonrió, pero retrocediendo, apartándose de él, acobardada.

—Déjame indemnizarte —dijo—. ¿Quieres comida? Era sólo una proyección, ¿de acuerdo?

Entró detrás de ella, cauteloso, como un animal que entra en una trampa.

—No me lo puedo creer —dijo Deke—, esto es queso de verdad… —Estaba sentado en un destripado sofá, arrinconado entre un enorme oso de peluche y una desmoronada pila de flopis. Dos palmos de libros, ropa y papeles cubrían el suelo. Pero la comida que le sirvió (queso Gouda, carne enlatada y auténticas obleas de trigo de invernadero) venía directamente de las Mil y una noches.

—Ey —dijo ella—. Aquí sabemos cómo se trata a un proleboy, ¿eh? —Se llamaba Nance Bettendorf. Tenía diecisiete años. El padre y la madre trabajaban (maricones avaros) y ella estaba especializándose en ingeniería en la William and Mary. Sacaba las notas más altas excepto en inglés—. Supongo que tienes todo un problema con las ratas. ¿Te asustan?

Él miró la cama de soslayo. En realidad no se veía; era sólo un abultamiento en la colcha.

—No es eso. Me hizo pensar en otra cosa, nada más.

—¿En qué? —Se acuclilló frente a él; la camiseta dejó al descubierto buena parte de un muslo sedoso.

—Bueno… ¿alguna vez viste… —la voz se le hizo involuntariamente más alta y se comió las palabras— el monumento a Washington? ¿De noche? Tiene como dos… lucecitas rojas en lo alto, señales para la aviación o algo así, y yo, y yo… —Se puso a temblar.

—¿Le tienes miedo al monumento a Washington? —Nance ahogó un grito y se enrolló de risa, agitando unas piernas largas y bronceadas. Llevaba unas bragas bikini de color carmesí.

—Prefiero morirme antes que volver a verlo —dijo quedamente.

Entonces ella dejó de reírse, se incorporó, le estudió la cara. Dientes blancos y parejos consternados bajo el labio inferior, como si estuviera demorándose en algo en lo que no quería ni pensar. Por fin se atrevió.

—¿Bloqueo cerebral?

—Sí —dijo él amargamente—. Me dijeron que nunca volvería a D. C. Y los muy hijos de puta se echaron a reír.

—¿Por qué te detuvieron?

—Soy un ladrón. —No iba a decirle que el alegato real era robos reincidentes en tiendas.

—Muchos viejos programadores se pasan la vida programando máquinas. ¿Y sabes qué? Que el cerebro humano no se parece en nada a una máquina. No programan de la misma manera. —Deke ya conocía esa penetrante, chillona, desesperada conversación, esa cháchara interminable y circular que el solitario le suelta al raro oyente; la conocía de cien noches frías y vacías en compañía de extraños. Nance se perdió en un largo monólogo, y Deke, asintiendo y bostezando, se preguntaba si conseguiría mantenerse despierto cuando por fin cayeran en esa cama de ella.

—Construí esa proyección yo misma —dijo, recogiendo las rodillas hasta el mentón—. Es para los ladrones, ¿sabes? La tenía en la mano por casualidad y te la arrojé porque me pareció que era tan cómico, tú tratando de venderme esa pequeña mierda de programadora indojavanesa. —Se inclinó hacia adelante y estiró la mano—. Mira aquí. —Deke retrocedió—. No, no, no pasa nada. Te lo juro, ésta es diferente. —Abrió la mano.

Una llama azul y solitaria le bailaba allí, perfecta y siempre cambiante.

—Mira eso —dijo, maravillada—. Mira. Yo lo programé. No creas que es un montaje de siete imágenes. Es un circuito continuo de dos horas, siete mil doscientos segundos, nunca se repite, ¡cada instante es tan individual como un copo de nieve!

El núcleo de la llama era un cristal glacial, las aristas y las caras destellaban, se retorcían y desaparecían, dejando detrás imágenes cuasisubliminales, tan brillantes y agudas que lastimaban los ojos. Deke hizo una mueca de dolor. Gente, en su mayoría. Gente chiquita, bonita, desnuda, fornicando.

—¿Cómo diablos lo hiciste?

Nance se levantó; los pies descalzos le resbalaron en revistas brillantes, y con gesto melodramático se puso a apartar pliegos de papel continuo de un anaquel de madera terciada. Vio entonces una ordenada hilera de pequeñas consolas de aspecto austero y costoso. Hechas por encargo.

—Esto que tengo aquí es material de verdad. Facilitador de imágenes. Y esto mi módulo de barrido rápido. Y aquí un mapa cerebral, analizador de funciones. —Recitaba los nombres como una letanía—. Estabilizador de fluctuaciones cuánticas. Empalmador de programas. Un ensamblador de imágenes…

—¿Necesitas todo eso para hacer una llamita?

—Y que lo digas. Todo esto es lo último, equipo profesional de dotación líquida proyectiva. Está años por delante de cualquier cosa que hayas visto.

—Ey —dijo Deke—, ¿sabes algo de SPADS & FOKKERS?

Ella se echó a reír. Y entonces, porque le pareció que el momento era adecuado, él se acercó a tomarle la mano.

—No me toques, hijo de puta, ¡no me toques jamás! —chilló Nance, y se golpeó la cabeza en la pared al retroceder de un salto, blanca y temblando de terror.

—¡Está bien! —Deke alzó las manos—. ¡Está bien! Ni siquiera estoy cerca de ti. ¿De acuerdo?

Nance se alejó de él. Tenía los ojos redondos y bien abiertos; y unas lágrimas le bajaron rodando por las mejillas pálidas. Por fin, sacudió la cabeza.

—Perdona, Deke. Debería habértelo dicho.

—¿Haberme dicho qué? —Pero Deke se sentía inquieto. La forma en que ella se agarraba la cabeza. La forma débilmente espasmódica en que abría y cerraba las manos—. Tú también tienes un bloqueo cerebral.

—Sí. —Ella cerró los ojos—. Es un bloqueo de castidad. Los imbéciles de mis padres pagaron para que me lo hicieran. No soporto que nadie me toque, ni siquiera que se me acerquen. —Los ojos se le abrieron de odio ciego—. Ni siquiera hice nada. Un comino de nada. Pero los dos tienen empleo y están tan empeñados en que yo estudie una carrera que no pueden ni orinar recto. Tienen miedo de que descuide mis estudios si llego… ya sabes, a meterme con el sexo y esas cosas. El día que se me acabe el bloqueo cerebral buscaré al más vil, al más sucio, al más peludo…

Se había vuelto a agarrar la cabeza. Deke se levantó de un salto y se puso a revolver en el gabinete de medicamentos. Encontró un frasco de vitaminas de complejo B, se echó algunas al bolsillo por si acaso, y le llevó dos a Nance, con un vaso de agua.

—Toma —le dijo, cuidando de mantenerse lejos—. Esto te calmará.

—Sí, sí —dijo. Y luego, casi entre dientes—: Pensarás que soy una latosa.

La sala de juegos de la estación Greyhound estaba casi vacía. Un solitario quinceañero de quijada larga estaba inclinado sobre una consola, moviendo una colorida flota de submarinos en el sombrío reticulado del Atlántico Norte.

Deke entró, con su nuevo atuendo, y se apoyó en una pared de cemento, pulido por innumerables capas de esmalte verde. Había desteñido su remendada ropa de proleboy, el pantalón y la camiseta de la Buena Voluntad, y había encontrado un par de zapatones en el armario de un sauna con sistema de seguridad barato.

—¿Has visto a Tiny por ahí, amigo?

Los submarinos dispararon torpedos de neón.

—Depende de quién pregunte.

Deke se tocó el mando a distancia que llevaba detrás de la oreja. El Spad saltó sobre la consola, ágil y delicado como una libélula. Era hermoso; tan perfecto, tan de verdad, que hizo que toda la sala pareciese una ilusión. Lo acercó al reticulado, a milímetros del vidrio, aprovechando el efecto de fondo.

El chico ni se molestó en levantar la mirada.

—En Jackman’s —dijo—. Al final de la avenida Richmond, más allá de los excedentes.

Deke dejó que el Spad se desvaneciese a media altura.

El Jackman’s ocupaba casi toda la tercera planta de un viejo edificio de ladrillos. Lo primero que encontró Deke fue Los Mejores Excedentes de Guerra, y luego un anuncio de neón roto en lo alto de un vestíbulo a oscuras. La acera de la entrada estaba ocupada por otra clase de excedentes: veteranos damnificados, algunos de ellos de la época de Indochina. Ancianos que habían dejado los ojos bajo soles asiáticos estaban sentados en cuclillas junto a chicos espasmódicos que habían inhalado micotoxinas en Chile. Deke se alegró al oír las maltratadas puertas del ascensor se cerraban detrás de él con un suspiro.

Un polvoriento reloj Dr. Pepper en el otro extremo de la sala larga y espectral le dijo que eran las ocho menos cuarto. El Jackman’s había sido embalsamado veinte años antes de que él naciera, sellado tras una amarillenta película de nicotina, grasa y aceite para el pelo. Justo debajo del reloj, desde una foto enmarcada, los ojos chatos de un ciervo embalsamado miraban a Deke. La foto tenía el lustroso color sepia de las alas de las cucarachas. Se oían los ruidos secos y los susurros del billar, el chillido de una bota de trabajo que se doblaba sobre linóleo cuando un jugador se inclinaba sobre la consola. Poco más arriba de las lámparas verdosas pendía una tira de campanas navideñas de papel, de marchito color rosado. Deke miró de una pared a otra. Ningún facilitador.

—Tráete uno, por si nos hiciera falta —dijo alguien. Se volvió y se encontró con la mirada blanda de un calvo con gafas de montura de acero—. Me llamo Cline. Bobby Earl. Usted no tiene pinta de jugador de billar, señor. —Pero no había amenaza ni acritud en la voz de Bobby Earl. Se quitó las gafas y empezó a pulir las lentes con un pliegue de gasa. A Deke le recordó a un instructor de taller que con santa paciencia había tratado de enseñarle las técnicas de instalación de biochips invertidos—. Yo soy un apostador —dijo el calvo, sonriendo. Los dientes eran de plástico blanco—. Ya sé que no lo parezco.

—Estoy buscando a Tiny —dijo Deke.

—Bien. —El hombre volvió a ponerse las gafas—. Pues no lo vas a encontrar. Ha ido a Betsheda para que la A. V. le limpie la cañería. De todos modos él no volaría contra ti.

—¿Por qué no?

—Pues, porque no estás en el circuito, si no yo te conocería. ¿Juegas bien? —Y como Deke asintiera, Bobby Earl le gritó a alguien al fondo del Jackman’s—. ¡Ey, Clarence! Trae el facilitador. Tenemos aquí un joven volante.

Veinte minutos después, habiendo perdido el control remoto y el dinero que le quedaba, se alejó pasando junto a los soldados rotos de Los Mejores Excedentes.

—Y ahora déjame que te diga, muchacho —le había dicho Bobby Earl en tono paternal mientras, mano en el hombro, acompañaba a Deke hasta el ascensor—, tú no le vas a ganar a un veterano de combate… ¿me escuchas? Ni siquiera yo soy tan bueno; no soy más que un viejo soldado raso que pasó quince, tal vez veinte minutos hipercolocado. El viejo Tiny, en cambio, era piloto. Pasó todo el servicio colocado hasta la médula. Tiene la membrana atenuada al máximo… tú no le vas a ganar.

Era una noche fría. Pero Deke ardía de rabia y humillación.

—Jesús, qué cosa tan burda —dijo Nance cuando el Spad ametralló un montículo de calzones rosados. Deke, echado en el sofá, se quitó de detrás de la oreja el control remoto de Nance, un Braun pequeño y lustroso.

—No vengas ahora a burlarte de mí, señorita-rica-que-va-a-tener-un-empleo…

—¡Ey, tranquilo! No tiene nada que ver contigo… es sólo tech. Ese disco que tienes es de lo más primitivo. Tal vez para la calle sea de lo mejor. Pero comparado con lo que yo hago en la universidad es… uf.

Deberías dejar que te lo reprograme.

—¿Cómo dices?

—Déjame incrementarlo. Todas esas porquerías están escritas en hexadecimal, ¿entiendes?, porque los programadores industriales trabajan sólo con computadoras. Así es como ellos piensan. Déjame llevarlo al lector-analizador del departamento, le corro un par de cambios, lo traduzco a un licualenguaje moderno. Le elimino todos los intermediarios redundantes. Eso te recortará el tiempo de reacción, cortará el circuito de retroalimentación por la mitad. Así volarás mejor y más rápido. Te convertirás en un verdadero profesional, ¡en todo un as! —Nance dio un sorbo al bong y se dobló hacia adelante, ahogada de risa.

—¿Lo dices en serio? —preguntó Deke, incrédulo.

—Ey, ¿por qué crees que la gente compra remotos con cables de oro? ¿Por el prestigio? Una mierda. La conductividad es mejor, le quita unos cuantos nanosegundos al tiempo de reacción. Y tiempo de reacción es como se llama el juego, ¿sabes?

—No —dijo Deke—. Si fuera tan fácil, la gente ya lo tendría. Lo tendría Tiny Montgomery. Él sin duda tendría lo mejor.

—¿Pero es que no escuchas? —Nance dejó el bong; una lámina de agua parda cayó de plano al suelo—. El material con que trabajo está tres años por delante de cualquier cosa que encuentres en la calle.

—¿De verdad? —dijo Deke tras un largo silencio—. Quiero decir, ¿podrás hacerlo?

Era como pasar de un Modelo T a un Lotus noventa y tres. El Spad maniobraba como un sueño, respondía al menor pensamiento de Deke. Pasó semanas jugando en las videogalerías, sin gastar un centavo. Voló contra los adolescentes del lugar y de a uno y de a tres fue derribándoles los aviones. Hacía pruebas, jugaba a sorprender. Y los aviones caían…

Hasta que un día, Deke estaba guardándose el dinero ganado, y un negro larguirucho que estaba apoyado en una pared se enderezó para hablarle. Miró los billetes laminados en la mano de Deke y sonrió. Un diente de rubí le brilló en la boca.

—¿Sabes una cosa? —le dijo—. He oído decir que hay un tío que sabe volar, que está batiendo a los chicos.

—Jé —dijo Deke mientras untaba mantequilla danesa en una barra de pan de algas—. Barrí el piso con esos negros. Aunque eran buenos.

—Me alegro, cariño —balbuceó Nance. Estaba trabajando en su proyecto final, metiendo datos en una máquina.

—¿Sabes?, me parece que tengo mucho talento para esta clase de cosas. ¿Sabes? O sea, el programa me ayuda, pero yo tengo lo que hace falta para sacarle provecho. Me estoy haciendo toda una reputación ahí fuera, ¿sabes? —Impulsivamente, encendió la radio. Las trompetas de un rayado dixieland estallaron en la habitación.

—Ey —dijo Nance—. Si no te importa…

—No, es que estoy… —Movió el sintonizador hasta que encontró una música de pacotilla, lenta, romántica—. Ahí está. Vamos, ponte de pie. Vamos a bailar.

—Ey, ya sabes que no puedo…

—Claro que puedes, tonta. —Le arrojó el enorme oso de peluche y recogió del suelo un vestido de algodón a cuadros. Lo sujetó por la cintura y la manga, y apretó el cuello con la barbilla. Olía a pachulí, y más débilmente a sudor—. ¿Lo ves? Yo me quedo por aquí, tú te pones allí. Y bailamos. ¿Entiendes?

Parpadeando, despacio, Nance se levantó y abrazó el oso con fuerza. Bailaron, pues, lentamente, mirándose a los ojos. Después de un rato, ella se puso a llorar. Pero seguía sonriendo.

Deke soñaba despierto, imaginaba que era Tiny Montgomery, conectado a su avión de despegue vertical. Imaginó a la máquina respondiendo a la más imperceptible crispación de las neuronas, los reflejos aumentados al máximo, el hiper fluyéndole libremente por las venas.

El suelo del apartamento de Nance se convirtió en selva, la cama era una meseta de las estribaciones andinas, y Deke piloteaba el Spad a máxima velocidad, como si fuera una máquina interactiva de combate totalmente integrada. Jeringas hipodérmicas computarizadas le inyectaban lentamente en el torrente sanguíneo una efectiva mezcla intensificadora. Tenía unos sensores directamente conectados al cráneo, que provocaban un giro supersónico en el cuenco verdiazul del cielo que cubría la selva subtropical boliviana. Tiny habría sentido el paso del aire sobre las superficies de control.

Abajo, los soldados avanzaban a empellones por la selva, con bombas de hiper sujetas en los brazos; las bombas les darían una dosis extra de furia en la danza mortal del combate, una inyección de infierno líquido en una ampolla de plástico azul. Tal vez fueran diez minutos de una semana. Pero acercándose a ras de los árboles, con los reflejos potenciados al máximo, volando tan bajo, las tropas de tierra nunca te veían llegar hasta que te tenían encima, soltabas los agentes de fosgeno, te alejabas y desaparecías sin darles tiempo ni a levantar la punta del fusil… Era preciso pues un goteo constante de hiper. Y el interfaz neuronal directo que lo conectaba al jet era una calle de dos direcciones: las computadoras de a bordo llevaban un monitor bioquímico y decidían cuándo abrir las compuertas y proporcionar al componente humano un toque homicida de ansia de combate.

Dosis así te consumían. Te comían hasta el fondo, lentas, constantes, abrasando la superficie del cerebro, erosionando las membranas del cerebro. Si no te retiraban de la aviación a tiempo, terminabas con un debilitamiento de las células cerebrales; reflejos demasiado rápidos para tu cuerpo y el reflejo de lucha-o-escapa estropeado para siempre…

—¡Llegué al tope, proleboy!

—¿Ah? —Deke levantó la cabeza, asustado, al tiempo que Nance entraba en tromba tirando los libros y el bolso en el montón más cercano.

—Mi proyecto final… Me eximieron de los exámenes. El profe dijo que nunca había visto nada parecido. Eh, baja un poco las luces, por favor. Esos colores me irritan los ojos.

Deke la complació.

—Bueno, muéstrame. Muéstrame esa maravilla.

—Bien, de acuerdo. —Nance enarboló el control remoto, abrió a patadas un espacio en la cama para ponerse allí de pie, inmóvil un instante. Una chispa le estalló en la mano y se convirtió en llama. Como una línea de mercurio se extendió subiéndole por el brazo, enroscándosele en el cuello. Ahora era una víbora, de cabeza triangular y lengua intermitente. Colores fundidos, naranjas y rojos. Se le deslizó entre los pechos—. La llamo serpiente de fuego —dijo Nance con orgullo.

Deke se acercó un poco, y ella saltó hacia atrás.

—Perdona. ¿Es como tu llama, no? O sea que por dentro se ven esos minienanitos fornicando.

—Más o menos. —La serpiente de fuego se le escurrió hacia el vientre—. El mes próximo voy a empalmar doscientos programas de llamas, con justificación de fundido entre ellos para obtener las imágenes. Luego aprovecharé la imagen corporal mental para que se oriente a sí mismo. Así podrá recorrerte todo el cuerpo sin que tengas que pensarlo. Te lo puedes poner para bailar.

—A lo mejor soy algo tonto, pero, si todavía no lo has hecho, ¿cómo es que puedo verlo?

Nance soltó una risita.

—Eso es lo mejor: todavía falta la mitad. No tuve tiempo de ensamblar las piezas en un programa unificado. Enciende la radio, por favor. Quiero bailar. —Sacudió los pies para quitarse los zapatos. Deke sintonizó una música movida.

Luego, ante el pedido de Nance, bajó el volumen hasta casi un susurro.

—Conseguí dos dosis de hiper, ¿sabes? —Estaba dando saltos en la cama, moviendo las manos como una bailarina balinesa—. ¿Lo has probado alguna vez? Increíble. Te da una concentración absoluta. Mira esto. —Se puso en pointe—. Nunca lo había hecho.

—Hiper —dijo Deke—. De la última persona que fue descubierta con esa mierda encima sé que le cargaron tres años en infantería. ¿Cómo lo conseguiste?

—Se lo compré a la veterana de un colegio. Salió el mes pasado. La visualización es perfecta. Puedo mantener la proyección con los ojos cerrados. Me ensamblé el programa en la cabeza como si nada.

—¿Con sólo dos dosis?

—Una. La otra la guardo de reserva. El profe quedó tan impresionado que me va a concertar una entrevista. Un reclutador de la I. G. Feuchtwaren visitará el campus dentro de dos semanas. La ampolla de hiper le va a vender el programa y me va a vender a . Voy a salir de la universidad con dos años de adelanto, directamente a la industria, sin pasar por la cárcel ni pagar doscientos dólares.

La serpiente se enroscó y se alzó como una tiara ígnea. Deke tuvo una rara sensación de malestar al pensar que Nance se alejaba de él.

—Soy la bruja —cantó Nance—. La bruja del wetware. —Se sacó la camisa por la cabeza y la tiró al aire. Los senos, perfectos y alzados, se le movían libres, armónicos, al compás del baile—. A lo más alto —ahora entonaba una canción de moda— voy a… ¡llegar! —Tenía los pezones pequeños, rosados, endurecidos. La serpiente de fuego se los lamía y se retiraba en coletazos.

—Ey, Nance —dijo Deke, incómodo—. Cálmate un poco.

—¡Estoy celebrando! —Enganchó el pulgar en las bragas doradas y brillantes. El fuego la abrazaba en espirales de la mano a la entrepierna—. Soy la diosa virgen, nene, ¡y tengo el poder! —Cantando de nuevo.

Deke apartó la mirada.

—Tengo que irme —balbuceó. Tenía que irse a casa y masturbarse. Se preguntó dónde habría escondido esa segunda dosis. Podría estar en cualquier sitio.

El circuito tenía su protocolo, un orden tácito de deferencia y precedencia tan elaborado como el de la corte de un mandarín. No importaba que Deke estuviera de moda, que su reputación se estuviera extendiendo como un fuego desatado. Ni siquiera un chico-mosca de renombre podía desafiar a quien quisiera. Tenía que escalar las jerarquías. Pero si volabas todas las noches. Si estabas preparado para el reto de cualquiera. Y si eras bueno… la escalada podía ser rápida.

Deke llevaba un avión de ventaja. Era un torneo, tres aviones contra tres. No muchos espectadores, unos doce, quizá, pero era una buena refriega, y el público metía ruido. Deke estaba inmerso en la maníaca serenidad del combate cuando de pronto advirtió que habían callado. Vio que los mirones se movían inquietos. Los ojos miraron todos más allá de él. Oyó las puertas del ascensor que se cerraban. Fríamente, se deshizo del segundo avión de su adversario, y se aventuró a echar un rápido vistazo por encima del hombro.

Tiny Montgomery acababa de entrar en el Jackman’s. La silla de ruedas avanzó susurrando por el oscurecido linóleo, guiada por las levísimas crispaciones de una mano no del todo paralizada. La expresión de Tiny era severa, vacía, tranquila.

En ese instante, Deke perdió dos aviones. Uno por un fallo de resolución —se desenfocó y el facilitador lo quitó de escena— y el otro porque su contrincante era un auténtico luchador. Se lanzó sobre Deke en barrena a una velocidad asesina, se deslizó junto a él, y le ametralló el biplano. El aparato cayó en llamas. Los dos últimos aviones de cada bando compartían altitud y velocidad, y al volverse, buscando una posición adecuada, entraron por lógica en un movimiento circular.

Los mirones se apartaron al tiempo que Tiny se acercó rodando hasta pegarse a la mesa. Bobby Earl Cline caminaba detrás, larguirucho y relajado. Deke y su adversario se miraron y sacaron sus aviones de la mesa de billar para que el hombre hablase. Tiny sonrió. Tenía unas facciones pequeñas, apretadas en el centro de una cara pálida y fofa. Un dedo se le crispó levemente sobre el apoyamanos de cromo.

—He oído hablar de ti. —Miró a Deke a los ojos. Tenía una voz suave y extrañamente dulce, una voz de niña pequeña—. He oído decir que eres bueno.

Deke asintió con un lento movimiento de la cabeza. La sonrisa abandonó el diminuto rostro de Tiny. Los labios, blandos, carnosos, se le distendieron en un puchero natural, como si esperasen un beso. Los ojos, pequeños y brillantes, estudiaron a Deke sin malicia.

—Veamos qué sabes hacer, pues.

Deke se perdió en el frío juego de la guerra. Y cuando el enemigo cayó, envuelto en humo y llamas, para estallar y desvanecerse en la mesa, Tiny giró la silla, sin decir una palabra, rodó hasta el ascensor, y se marchó.

Cuando Deke recogía sus ganancias, Bobby Earl se abrió paso hasta él y le dijo:

—El hombre quiere jugar contigo.

—¿Sí? —Deke no estaba ni remotamente a la suficiente altura en el circuito como para desafiar a Tiny—. Explícamelo.

—Uno que iba a venir mañana de Atlanta canceló la cita. Y el viejo Tiny tiene ganas de volar contra alguien nuevo. Así que parece que ahora te toca a ti, en el Max.

—¿Mañana? ¿Miércoles? No me da mucho tiempo para entrenarme.

Bobby Earl sonrió amablemente.

—No creo que eso importe mucho.

—¿Por qué, señor Cline?

—Muchacho, tú no tienes jugadas, ¿me entiendes? No tienes sorpresas. Vuelas como un principiante, sólo que más rápido y con más habilidad. ¿Entiendes lo que trato de decirte?

—No estoy seguro. ¿Quiere ponerle un poco de emoción a la cosa?

—Para serte franco —dijo Cline—, estaba esperando que me lo dijeras. —Se sacó un cuaderno negro del bolsillo y lamió la punta de un lápiz—. Te doy cinco a una. No habrá apuesta mejor.

Miró a Deke casi con tristeza.

—Pero Tiny es por naturaleza mejor que tú, y es que nunca ha tenido otra cosa, muchacho. Vive para ese maldito juego, nada más. No puede salir de esa maldita silla. Si crees que puedes ganarle a un hombre que pelea por su vida, te engañas.

El retrato del coronel de Norman Rockwell miraba a Deke desapasionadamente desde el Kentucky Fried que estaba al otro lado de la avenida Richmond, frente a la cafetería. Deke sostenía la taza con manos frías y temblorosas. El cráneo le zumbaba de cansancio. Cline tenía razón, le dijo al coronel. Puedo volar contra Tiny, pero no puedo ganar. El coronel le devolvió la mirada con ojos serenos, quietos y no particularmente amables; su mirada abarcaba la cafetería, la tienda de excedentes y todo el reino de arrastrados de la avenida Richmond. Esperando a que Deke admitiera la cosa tan terrible que tenía que hacer.

—La zorra ésa está planeando dejarme plantado, de todos modos —dijo Deke en voz alta, lo que hizo que la negra del mostrador lo mirara con extrañeza y luego desviara rápidamente los ojos.

—¡Papi llamó! —Nance entró bailando en el apartamento y cerró de un portazo—. ¿Y sabes qué? Dice que si consigo el empleo y lo conservo seis meses, hará que me eliminen el bloqueo cerebral. ¿Puedes creerlo, Deke? —Vaciló un instante—. ¿Te sientes bien?

Deke se levanto. Ahora que había llegado el momento, le parecía irreal, como si estuviera en una película o algo así.

—¿Por qué no viniste a casa anoche? —preguntó Nance.

Tenía la piel de la cara anormalmente tensa, una máscara de pergamino.

—¿Dónde escondiste el hiper, Nance? Lo necesito.

—Deke —dijo, insinuando una sonrisa que en seguida se desvaneció—. Deke, es mío. Mi dosis. La necesito. Para mi entrevista.

Deke le sonrió despectivamente.

—Tú tienes dinero. Siempre podrás conseguir otra ampolla.

—¡No de aquí al viernes! Escucha, Deke, esto es muy importante. Toda mi vida depende de esta entrevista. Necesito esa ampolla. ¡Es lo único que tengo!

—¡Mira, nena, tienes todo el puto mundo! Mira un poco a tu alrededor: ¡seis onzas de hashish rubio libanes! Anchoas en lata. Seguro médico ilimitado, si lo llegas a necesitar. —Nance retrocedía, se apartaba de él, tropezando con las estáticas olas de las sábanas sucias y con las arrugadas, lustrosas revistas que se encrespaban al pie de la cama—. En cambio yo, yo nunca tuve ni el olor de todo esto. Nunca tuve los estímulos que hacen falta para salir adelante. Y esta vez lo voy a hacer. Tengo un jodido partido en dos horas y lo voy a ganar. ¿Me oyes? —Se estaba enfureciendo cada vez más, y eso era bueno. Necesitaba la rabia para lo que tenía que hacer.

Nance alzó un brazo, con la mano abierta, pero Deke estaba preparado y se la apartó de un golpe sin siquiera alcanzar a ver la entrada del túnel oscuro, y mucho menos los ojitos rojos. Entonces los dos rodaron al suelo, y él quedó encima de ella, y el aliento de Nance le llegaba a la cara, rápido y caliente.

—¡Deke! ¡Deke! Yo necesito esa mierda, Deke, es mi entrevista, es lo único… Tengo que… tengo que… —Volteó la cara, lloraba mirando a la pared—. Por favor, Dios mío, por favor, no…

—¿Dónde lo escondiste?

Clavada a la cama bajo el cuerpo de Deke, Nance comenzó a sacudirse en espasmos, todo el cuerpo en convulsiones de miedo y de dolor.

—¿Dónde está?

La cara de Nance era ya carne gris de cadáver, desangrada, y el horror le ardía en los ojos. Deke torció la boca. Ahora era demasiado tarde para detenerse; había traspasado la línea límite. Deke sintió asco y náuseas, sobre todo porque, a un nivel inesperado y desagradable, estaba disfrutando.

—¿Dónde lo tienes, Nance? —Y, despacio, con mucha suavidad, se puso a acariciarle la cara.

Deke llamó el ascensor del Jackman’s con un dedo que se movía tan rápido y recto como un avispón; delicadamente, como una mariposa, se posó en el botón de llamada. Deke estaba lleno de vigorosa energía, y la tenía toda bajo control. Mientras subía, iba manoteando sus propias sombras y le reía a su reflejo en el cromo manchado de dedos. Tenía las pupilas como puntas de alfiler, casi invisibles, y no obstante, el mundo brillaba como el neón.

Tiny estaba esperando. La boca del lisiado se le curvó hacia arriba en una dulce sonrisa al advertir los iris de Deke, la exagerada calma de sus movimientos, el vano intento por fingir una torpeza exenta de drogas.

—Bueno —dijo con esa voz aniñada—, parece que me espera todo un manjar.

El Max estaba apoyado en uno de los tubos de la silla. Deke saludó con una reverencia, no del todo burlona.

—A volar. —Como retador, volaría a la defensiva. Materializó sus aviones a una altitud moderada: bastante altos como para caer en barrena, bastante bajos para estar alerta cuando Tiny atacase. Esperó.

El público lo saludó. Un gordo de pelo con brillantina puso cara de asustado; un ojeroso sureño empezó a sonreír. Los murmullos subieron de tono. Los ojos se movían en cámara lenta en cabezas paralizadas por los tiempos de reacción del hiper. Le llevó tal vez tres nanosegundos detectar la fuente de ataque. Deke miró hacia arriba, y… ¡Hijo de puta, estaba ciego! Los Fokkers bajaban en picada desde una bombilla de doscientos vatios, y Tiny lo había obligado a mirarla de frente. La visión se transformó en luz blanca. Deke cerró con fuerza los párpados sobre ojos empozados de lágrimas y mantuvo frenéticamente el escenario visualizado. Dividió su escuadra llevando dos biplanos a la derecha, uno a la izquierda. Hizo que todos se torcieran en una media vuelta, una y otra vez. Tuvo que desviarse al azar: no sabía dónde estaban las hostiles aves de guerra.

Tiny soltó una risita. Deke podía oírlo entre los ruidos del público, los hurras y las maldiciones y las monedas que caían sobre la mesa en un momento sincopado al margen del flujo y reflujo del duelo.

Cuando recobró la visión, un instante después, un Spad caía en llamas. Los Fokkers mordían la cola de sus aparatos sobrevivientes, uno a uno y dos al otro. Tres segundos de juego y ya había perdido uno.

Esquivando las balas trazadoras de Tiny, bajó en barrena al solitario perseguido y llevó el otro hacia el punto ciego entre Tiny y la bombilla.

Las facciones de Tiny se distendieron. No había en aquella serenidad la menor sombra de desprecio o decepción. Siguió a los aviones con aire tranquilo, esperando el turno de Deke.

Entonces, justo antes del punto ciego, Deke arrojó su Spad en barrena, los Fokkers aceleraron, se ladearon abruptamente, y se torcieron buscando las posiciones de combate.

El Spad continuó su zambullida detrás del tercer Fokker, que había sido perseguido por el otro avión de Deke. La descarga alcanzó las alas y el fuselaje rojo. Durante un instante no pasó nada, y Deke pensó que había errado el disparo. Entonces la pequeña mariposa roja viró a la izquierda y cayó, dejando un rastro de humo negro y aceitoso.

Tiny frunció el ceño; unas diminutas líneas de desagrado le estropearon la perfección de la boca. Deke sonrió. Uno a uno.

Ambos Spads eran seguidos de cerca. Deke los apartó a los lados y los volvió a juntar desde las bandas opuestas de la mesa verde. De este modo neutralizaba la ventaja de Tiny, pero no podía disparar sin poner en peligro sus propios aviones. Deke lanzó las máquinas a velocidad máxima, y las enfrentó una contra otra.

Un instante antes de que chocasen, Deke hizo que los aviones se cruzaran, uno subiendo y otro bajando, mientras abrían fuego y viraban. Tiny estaba preparado. El fuego inundó el aire. Entonces un avión azul y otro rojo salieron rugiendo, disparados en direcciones opuestas. Tras ellos, dos biplanos se engarzaron en el aire. Las alas se tocaron, se golpearon, y los aviones cayeron juntos, casi en picada, al fieltro verde que se extendía abajo.

Diez segundos de juego y cuatro aviones derribados. Un negro veterano frunció los labios y silbó. Otro espectador meneó la cabeza, incrédulo.

Tiny se había erguido inclinándose un poco hacia adelante en la silla de ruedas: los ojos intensos y fijos, las manos blandas apretando débilmente los brazos de la silla. Se acabó la comedia de poses divertidas y relajadas; tenía la atención clavada en el juego. Los mirones, la mesa, el mismo Jackman’s, no existían para él. Bobby Earl Cline le puso una mano en el hombro; Tiny no se dio cuenta. Los aviones estaban en esquinas opuestas de la sala, ganando altitud trabajosamente. Deke pegó el suyo al techo, apenas visible tras la niebla de humo. Echó una rápida mirada a Tiny, y los ojos de los dos se encontraron. Frío contra frío.

—Vamos a ver hasta donde llegas —musitó Deke entre dientes.

Juntaron los aviones.

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