Queipo de Llano: gloria e infortunio de un general

Queipo de Llano: gloria e infortunio de un general


CAPÍTULO XI. El alzamiento

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CAPÍTULO XI. El alzamiento

«De vuelta de la guerra de Cuba luché contra los molinos de viento de aquella generación del 98. Me sublevaban las injusticias contra el Ejército, que siempre fue generoso de su sangre. Se me dice [que soy] un espíritu inquieto, díscolo, pero sólo soy amante de mi Patria, del orden y de la justicia. Por serlo, he tomado actitudes que parecían antitéticas. Luché por la caída del Gobierno Montero Ríos, para que se aprobase la Ley de Jurisdicciones; combatí las Juntas de Defensa, luché contra aquella Monarquía que perdió un Imperio. Y cuando vi la República fría, muerta, sumergida en la vergüenza y el crimen, me alcé contra ella.

Pero nunca pertenecí a partido alguno ni vestí otra librea que la de la Patria. Imitando a Cambó digo: ¿Monarquía? ¿República? ¡España!»

Por cientos se cuentan los libros publicados sobre la guerra civil española y es mucha la tinta vertida a este propósito con más o menos acierto. No intento emular a historiadores que tantas horas han dedicado a la investigación de aquel fenómeno de repercusión mundial. Sin embargo, quedan aún muchas lagunas que completar y falsedades que desmentir.

Parte de lo que podría haber aportado este libro, sobre la base de los testimonios recogidos de labios de mi madre, ha sido recogido, tras exhaustivas investigaciones, en el del coronel Blanco, titulado La incompetencia militar de Franco. Se desvela en él cómo lo que se concibió como un golpe de Estado contra el gobierno del Frente Popular y que debió haber durado de cuarenta y ocho a setenta y dos horas («si Franco hubiera arribado a Tetuán veinticuatro horas antes, posibilidad que tuvo perfectamente al alcance de su mano, la situación sin duda habría variado de forma notable») se convirtió en una cruenta guerra civil, y cómo ésta, que pudo haber durado entre dos y tres meses, llegó a alcanzar una duración de casi mil días: «Se trataba de avanzar desde Sevilla hasta la capital de España y había que hacerlo con la mayor rapidez posible. Pero Franco, en lugar de elegir el camino más corto, se inclinará por dar un gran rodeo por el oeste [...]. La misión que a Franco se le había asignado consistía en avanzar, con la mayor rapidez, sobre la capital de España para tratar de conquistarla. Como no fue capaz de cumplirla, el conflicto que debería haber concluido en la caída de Madrid se prolongaría durante casi tres años en una absurda guerra.» El tiempo perdido en la toma de Badajoz y en la liberación del Alcázar de Toledo hizo inviable el triunfo de la ofensiva sobre Madrid y el temprano final de la contienda.

Pero aún quedan muchas preguntas por contestar y lagunas que llenar en lo que a Queipo de Llano respecta; cabe plantear las siguientes, entre las múltiples que se me ocurren:

¿Por qué los historiadores de la época de Franco silencian todo mérito en torno a la figura de Gonzalo Queipo de Llano?

¿Por qué se presenta la toma de Sevilla como un paseo militar, sin luchas ni esfuerzos?

¿Por qué se habla del general Queipo de Llano como el General Radio olvidando su condición de magnífico estratega?

¿Por qué se le considera como el gran propagandista de Franco, cuando la enemistad existente entre ambos hacía esto imposible?

¿Por qué se silencia la relevancia trascendental, preponderante y decisiva de la toma de Sevilla para el triunfo del alzamiento?

¿Por qué se ignora el papel desempeñado por Sevilla en todos los terrenos, desde las armas y hombres hasta los medios económicos suministrados, que fueron decisivos para el triunfo del bando nacionalista?

¿Por qué se ha dado al general Queipo de Llano la imagen de un sádico sediento de sangre cuando la represión fue mucho más dura y cruel en otros lugares de España?

¿Por qué los historiadores posteriores al franquismo o extranjeros estudiosos de aquella contienda han aceptado las tesis de los biógrafos oficiales de Franco, empeñados en hacer desaparecer y privar de todo mérito la figura de Queipo de Llano o en convertirlo en el general sanguinario por excelencia? ¿Por qué cada nuevo libro que sale al mercado inspirado en algún general de los que participaron en el alzamiento versa sobre la figura del abuelo para denigrarla aún más? Si bien la contestación a alguna de estas preguntas está implícita en la falta de entendimiento entre el Caudillo y Queipo, aún quedan las suficientes incógnitas como para que alguien se apreste a profundizar sobre ellas y darles la adecuada respuesta, dado que no acaba de comprenderse la aplicación de tantos a la tarea de hacer que desaparezca de la historia su figura, primero minimizándola y arrebatándole cualquier atisbo de mérito y humanidad, y después convirtiéndola en la imagen típica y tópica del fascista, asesino y represor. Las memorias de Queipo de Llano habrían sido decisivas para echar por tierra tanta falsedad.

Junto a la sarta de falacias y mistificaciones vertidas en tantos libros cuya lectura he abandonado con pena y rabia, tengo entre las manos una obra de don Nicolás Salas, titulada Sevilla fue la clave, en la que he encontrado algunas de las verdades silenciadas durante tantas décadas; el autor se atiene a los hechos como éstos acaecieron. Amén de la formidable labor de estudio y búsqueda realizada en antiguos documentos, periódicos y archivos, ha tenido acceso a las memorias, expedientes y cartas guardadas por mi abuelo durante tantos años y obrantes ahora en poder de su hijo Gonzalo. Me veo en la necesidad de citar continuamente su obra para completar los recuerdos de mi madre y hacer más exacto cuanto se contiene en este capítulo, por su buen hacer, su objetividad y su conocimiento de la actuación del general Queipo de Llano durante la guerra civil, así como por la multitud y veracidad de los datos que aporta.

Dice mi madre en un escrito:

«El derrotero de la República cambió y en lugar del patriotismo, las buenas intenciones y el deseo de alcanzar la salvación de España, en el país reinaba el caos: asesinatos, violencia y separatismo más radical, unidos a la amenaza de un comunismo que pretendía hacer de España su cabeza de puente para su penetración en Europa.

Mi padre comprendió que se había equivocado, como tantos, en ese cambio que había dado a su vida; que España, lo que mas quería en el mundo, por encima de cualquier cosa o consideración, iba a la ruina, y uniéndose a los conspiradores a primera hora, inició sus viajes por España para compulsar el ánimo del estamento militar de cara a un golpe de Estado contra el gobierno que permitía tales desmanes.

En los tiempos anteriores a su determinación de unirse al, entonces, embrionario golpe de Estado, en innumerables ocasiones, cuando llegaba a casa, se dejaba caer desalentado en una butaca: tras conocer algún nuevo desmán cometido, ya en las calles, ya en círculos más elevados, sacudía la cabeza o la inclinaba entre sus manos crispadas: “No era esto, no era esto lo que buscábamos”».

El desconcierto primero, la preocupación ante la peligrosa situación después, llevaron a su ánimo la necesidad de devolver a su patria la estabilidad y la paz, de la que se sintió siempre garante.

Antes del alzamiento del 18 de julio de 1936 se produjeron varios intentos de golpe de Estado, de los que se le dio conocimiento y de los que formó parte, hasta que considerándolos poco fiables o condenados al fracaso por su mala organización, prefirió mantenerse al margen.

Pero en su corazón sabía que la situación era insostenible.

Por lo tanto, y pensando siempre en el bien de su patria, amparado en la libertad de movimientos que tenía como inspector general de Carabineros con jurisdicción en toda España, pudo visitar muchas guarniciones y pulsar su ambiente.

El general Fanjul le dijo que la junta quería que hiciera un viaje por Andalucía. Les llevó su impresión, que no pudo ser más negativa.

Era Sevilla una ciudad de aluvión, en la que se reunían y a la que emigraban todos los sin empleo y desheredados de las zonas adyacentes, por la necesidad que ésta tenía de mano de obra barata para los trabajos más duros. Llevaban éstos una vida infrahumana, hacinados en corralas o, aún peor, en barriadas miserables en el extrarradio; así, Amate, Triana la Roja y el Moscú sevillano. Aquella Sevilla sin esperanzas, sumida en la miseria material y moral, abandonada por los gobiernos, sin nada que perder y todo por ganar, fue el principal objetivo de los propagandistas pagados por el Komintern, que plagaron la ciudad de carteles comunistas y otros en los que figuraba la leyenda «Muera España, viva Rusia». Los comunistas sevillanos, aunque ahora moleste este apelativo, se llamaban con orgullo rojos; así, había milicias rojas, bandera roja, ejército rojo, socorro rojo, prensa roja, etc.

Se convirtió Sevilla y su provincia en la más conflictiva de España y foco de preocupaciones para el gobierno de Madrid. Entre la primavera de 1931 y la de 1936 hubo 238 huelgas. Durante este tiempo, los ataques a la propiedad, la destrucción sistemática de maquinaria agrícola, las ocupaciones de fincas, incendios de cosechas, hurtos, agresiones físicas, robos, daños materiales y enfrentamientos a tiros entre obreros y patronos estuvieron a la orden del día.

En este período, Sevilla, no sólo fue incapaz de hacer frente a la situación socioeconómica heredada, sino que se empobreció más como consecuencia de la anarquía imperante. Nadie en sus cabales invertía una peseta, con lo que el desempleo aumentaba de manera alarmante.

Con este panorama, los conjurados sabían que no podían contar con Sevilla y menos aún después del fracaso de la sanjurjada, es decir del intento de golpe de Estado protagonizado por el general Sanjurjo en 1932, y de la dura represión que sufrió la guarnición, que arruinó muchas carreras militares y familias civiles. Quedó esta plaza marcada y fueron separados de ella cuantos jefes y oficiales eran sospechosos de anti republicanismo.

En los cuarteles donde había conjurados para el alzamiento, la situación era difícil: el gobierno dio vacaciones al máximo posible de personal, aun dejando diezmadas las guarniciones, y muchos de aquéllos se vieron forzados a disfrutarlas, especialmente los vinculados a la Falange y a la Unión Militar Española.

La Falange estaba prácticamente desarticulada. Treinta y ocho de sus miembros estaban encarcelados, incluidos los jefes. Otros habían tenido que huir. De los mil quinientos falangistas que se consideraba que podían acudir a la llamada en el momento del alzamiento, sólo quedaban unos cincuenta. Los carlistas eran los que tenían la mejor organización, pero actuaban de manera independiente. De hecho, hasta el 15 de julio no recibirían la orden de unirse a los militares, aunque diezmadas sus fuerzas y mandos por las mismas razones que lo estaban el ejército y la Falange

Los primeros contactos en Sevilla los realizó Queipo de Llano a finales de abril, en un momento en el que aún era una incógnita quién se haría cargo de la sublevación de esta plaza en nombre de la junta militar.

Tras varias conversaciones y cartas cruzadas con el general Mola, se entrevistó con éste por primera vez, personalmente, el 12 de abril, en Pamplona, reunión en la que aprovechó para informarle de los contactos que había ido estableciendo por su cuenta, con diversos mandos, en las visitas que en las últimas semanas había efectuado a varias ciudades, para tantear la reacción y las adhesiones con las que podía contar el alzamiento militar, visitas que, dado su cargo de inspector general de Carabineros, no podían levantar sospechas en el gobierno.

Con el alzamiento se intentaba restablecer el orden público y el Estado de derecho conculcado mediante un golpe de Estado que establecería un directorio militar, presidido por el general Sanjurjo, con el fin de crear una situación que permitiera imponer de nuevo la ley y el orden.

Tuvo otra entrevista con Mola y con el coronel García Escámez, en una venta de Irurzun. Tras ésta, se le asignó la misión de hacerse cargo de la séptima Región en Valladolid. De su visita en Zaragoza al general Cabanellas salió lleno de optimismo.

La asignación para levantar Sevilla no se la insinuó Mola a Queipo hasta la reunión que ambos generales mantuvieron el 1 de junio en las afueras de Pamplona y en la que aquél expuso la necesidad de que se hiciera cargo de esta plaza, por considerarla vital, aunque, dadas sus peculiaridades, se había decidido no contar con ella en el plan inicial del alzamiento. Queipo quedó dudoso, puesto que ya había expuesto sus preferencias sobre las ciudades en las que quería levantarse: Valladolid, por ser su patria chica, y Madrid, por las dificultades que comportaba y el papel trascendental que su conquista tendría en el golpe de Estado. Pero en la reunión del 23 de junio en el puerto de San Miguelcho, Fanjul le comunicó, de manera inexcusable, que no se ocupara más de Valladolid, donde iría el general Saliquet y que él se encargaría de liberar Andalucía.

A su pesar, aceptó la designación que se le hacía, la cual fue refrendada por Mola y Fanjul el 7 de julio en Pamplona.

Varios días antes de la visita de Queipo a esta plaza se personó en Sevilla, como enviado personal del general Mola, el teniente coronel García Escámez, para tomar contacto con los militares adeptos al Movimiento; pero no fue hasta su segunda estancia en esta ciudad cuando planteó a los comandantes José Cuesta Monereo y Eduardo Álvarez Rementería la designación de Queipo de Llano para dirigir la sublevación en Sevilla. Esta causó la máxima sorpresa, ya que su figura, por la trayectoria seguida en los años de la República, despertaba muchas reticencias; por ello, ambos comandantes tomaron la decisión de no informar a sus compañeros del nombramiento de Queipo de Llano hasta el 10 de julio y sólo a unos cuantos de los comprometidos, por miedo a la reacción de los grupos falangista y tradicionalista. De hecho, la elección de Queipo para sublevar Sevilla sorprendió a todos; a los falangistas, porque era aún muy reciente y vivo en la memoria de todos el enfrentamiento con José Antonio Primo de Rivera en el café Lyon D'Or, y a los tradicionalistas, por la postura decididamente antimonárquica adoptada por el general. En realidad, muchos creyeron, hasta el propio interesado, que su nombramiento, dadas las condiciones imperantes en Sevilla, que suponían enviarle a una muerte casi segura, era un intento de «quitárselo de encima».

En la cuarta visita que Queipo realizó a esta ciudad, a finales de junio, informó a los conjurados de su designación para llevar el mando de la sublevación en Andalucía y les manifestó que él había solicitado levantarse en Valladolid o Madrid, pero que, puesto que el plan de Mola así lo requería, aceptaba la misión encomendada, aunque dejó claro que la consideraba un reto casi imposible.

En los primeros días de julio, García Escámez volvió a Sevilla; llevaba una carta del general Mola en la que se confirmaba el nombramiento de Queipo de Llano. Este fue consciente del peligro al que iba a enfrentarse, pero su arrojo le hizo aceptarlo y luchar hasta el límite de sus fuerzas, y logró ganar Sevilla para la causa nacional, pese a las inmensas dificultades que debía afrontar. Consideró que era su deber y que, a fin de cuentas, se trataba de mantenerse durante unas horas, hasta que se tomara Madrid y triunfara el alzamiento.

De un escrito de mi madre:

«No era fácil, no, apoderarse de Sevilla la Roja. Ya mi padre lo había comunicado así a la Junta de generales, como resultado y conclusión de sus viajes. Nadie quería arriesgarse después de lo ocurrido al general Sanjurjo.

Los militares o estaban con la República o atemorizados y, como todos sabían, había muchos miles de obreros anarquistas y comunistas armados, preparados para la sublevación proyectada para unos días después del 18 de julio. Sí que hizo falta audacia para que un hombre sin más compañía que un ayudante llegara a Sevilla, donde sólo había cinco o seis oficiales comprometidos, con la intención de sublevarla contra el poder constituido. Quizá le ayudó en esa tarea su valor, hasta su estatura, su arrogancia y decisión, y esa voz fuerte, ronca, para que Villa Abrille y su Estado Mayor y los jefes y oficiales del Regimiento de Granada se achicaran ante sus amenazas».

Esto pareció a todos, y lo fue, un milagro de energía personal [a los que lo presenciaron y vivieron aquellos días]. Muchos años después, mucha gente parece querer considerarlo una especie de farsa.

«Al volver de mis viajes de exploración por esta bendita tierra andaluza, había hecho presente en Madrid que en Sevilla no había nada que hacer, que no se contaba con los elementos más indispensables para triunfar.

Sin embargo, se me ordenó que fuese para sublevar la guarnición de Andalucía y salí de Madrid sin hacer una objeción, sin oponer la más pequeña dificultad; pero consciente de la magnitud del empeño y decidido a perecer en él si era preciso.

No hay en esto alarde de ninguna clase. De carácter un poco analítico, había observado la marcha de las cosas en Madrid. Me había dado cuenta de la timidez del coronel Peñamaría, que era el que manejaba los hilos de toda la trama en la capital, como había observado el espíritu de los jefes de los regimientos de Madrid, que estaban dispuestos a “ver venir” los acontecimientos, creyendo que desencadenado el torrente, iban a poderlo dominar...

Sólo estando ciego podría uno no haberse dado cuenta de que los extremistas avanzaban en organización y en atrevimiento, hasta el punto de que me parecía cada vez más peligroso andar por la calle. Tenía la certeza de que, una vez lanzadas a ella las turbas, lo que creía inminente, entre las innumerables víctimas, yo sería una más, y por eso se había apoderado de mi espíritu un ansia indefinible de adelantarme a ellos; de que nos adelantásemos a ellos. ¡Cuántas veces envié emisarios al pobre general Mola para hacerle conocer este estado de mi ánimo, para inducirle a dar cuanto antes el salto que muchos creían en el vacío!

En tal estado de espíritu, con la persuasión de que seríamos asesinados, queda reducido a sus justos términos el valor de mi decisión de ir a Sevilla y de mi manera de proceder en el alzamiento».

Tras la reunión celebrada entre varios militares en Madrid, en el domicilio del diputado señor Delgado, se entrevistó con Franco, antes de que éste se marchara a su puesto en Santa Cruz de Tenerife; allí conoció sus dudas y contradicciones. El general Sanjurjo dijo de él: “Franco no hará nada que le comprometa y estará siempre a la sombra porque es un cuco.” A una comunicación enviada por Queipo llegó a contestar que si le volvía a hablar del golpe de Estado, “daría cuenta al gobierno de Azaña”. Y de hecho, el 23 de junio escribió una carta al jefe del Gobierno, Casares Quiroga, en la que veladamente insinuaba la posibilidad de un alzamiento militar, pero se había redactado en tal forma que nadie podía decir si estaba advirtiendo al gobierno de la conjura de la que formaba parte o si comunicaba un hecho incuestionable: exponía la situación dramática que se vivía en España y el descontento del ejército, a fin de que el ejecutivo tomara las medidas oportunas para poner término al desorden reinante.

Convencido Queipo de Llano de su deber de participar en el movimiento militar que restituiría la paz interna a España, salió con su familia, su mujer y sus hijos Maruja y Gonzalo, el día 11 de julio, a primera hora de la mañana, de Madrid, con el fin de ponerla a salvo en Málaga, donde vivía su hija Mercedes con su marido, ya que consideraba que esta ciudad era absolutamente segura. Se basaba en su convencimiento de estar el general Francisco Patxot incondicionalmente unido a la sublevación. Con ellos iba el ayudante del general, César López Guerrero, en el “Hispano Suiza” de Gonzalo y el chófer de éste.

A la tarde de ese mismo día, dejando atrás a sus seres queridos, llegaba a Sevilla, donde se alojó en el hotel Simón. Allí se reunió con los comandantes Cuesta y Álvarez-Rementería, quienes le informaron de la situación: no se podía contar con ningún jefe de cuerpo, ya que todos eran afectos a la República. Una vez conocidas las circunstancias, les informó a su vez de que la junta militar no contaba con Sevilla la Roja, ya que

«[...] aquí se trata de resistir hasta que caiga Madrid, según el plan previsto por la Junta. Es cuestión de días. He asumido la responsabilidad de hacerme cargo de esta plaza porque vamos a jugarnos el todo por el todo, vamos a jugarnos la vida, ya que no contamos con el apoyo de los Jefes de Regimiento ni con el Aeropuerto de Tablada, además en la ciudad hay cuarenta o cincuenta mil milicianos dispuestos a todo, pero vamos a luchar como leones hasta que lleguen los refuerzos y nos liberen».

De Sevilla volvieron a Málaga, y de allí, él y López Guerrero acudieron de nuevo a Sevilla, pero antes decidió pasar por Huelva con el fin de entrevistarse con el general Villa Abrille, general jefe de la II División, que se encontraba allí de maniobras, para convencerle de que se uniera a la sublevación. La ida a Huelva fue peligrosa y accidentada. Iban Queipo y sus acompañantes, el comandante Cuesta y el capitán Alonso Carrillo, en un automóvil cuando se percataron de que la policía sevillana los seguía. Al apercibirse de ello, su primera reacción fue disimular su identidad, por si se trataba de un incidente fortuito; como primera medida, el general se despojó de la gorra de uniforme, calándose una boina y unas gafas de sol que le pasó Alonso Carrillo, y se hundió en el asiento para disimular su estatura. Todos ellos afectaron un comportamiento de compañeros de juerga, algo pasados de copas, en un intento de pasar desapercibidos. La procesión iba por dentro. Pero la policía sabía muy bien quiénes eran los ocupantes de aquel coche, por lo que el seguimiento continuó, sin perderlos nunca de vista. Intentaron todos los trucos, acelerar, dejar pasar a sus hostigadores, pero no conseguían nada; el coche de vigilancia seguía tenazmente a sus espaldas. Entonces, al llegar a La Pañoleta, encontraron el camino que llevaba a Castilleja de la Cuesta, y lo tomaron a toda velocidad; después, pararon el coche tras unos matorrales, con lo que consiguieron despistar a la policía.

Llegados a Huelva el día 12 por la tarde, se instalaron en una venta; pero el intento de ganar a Villa Abrille para la causa nacionalista resultó un rotundo fracaso.

«En mis viajes a Sevilla había visto al general Villa Abrille, con quien me unía antigua amistad, para hablarle en la única forma en que podía hacerlo, al no saber la actitud en que podría recibir mis palabras. Durante las entrevistas que con él sostuve, siempre saqué la misma impresión: no pensaba en el bien del obrero; no se le ocurría pensar en la labor social que podría hacerse en bien de los desheredados, librándolos de la tiranía a la que los dirigentes los tenían sometidos. El general Villa Abrille no tenía otra aspiración que ser grato a los obreros, fingiéndoles una camaradería que no sentía, conducente a tenerlos propicios para, en el caso de que llegase lo que todos temíamos, tener probabilidades de salvar la piel [...] cubierta en envoltura de indignidad.

A los temores que yo le exponía contestaba que él estaría siempre del lado del gobierno, sin salirse del cumplimiento del deber. ¡Cumplimiento del deber! Servilismo manso, otorgado a un gobierno de malhechores que destruía al Ejército y sus principales esencias, para consumar con mayor facilidad la ruina de España y de la civilización occidental.

Cada vez que le vi, estuve durante algunos días pendiente del resultado, temiendo pusiese al gobierno al corriente de mi manera de pensar. Alguna tranquilidad me dio cuando, por tercera vez, pretendí verle en Huelva, en entrevista preparada por Cuesta con Gutiérrez Flores y terminó por decir a aquél:

—Dile a Gonzalo que no pretenda verme, porque si le viese tendría que dar cuenta al gobierno.

Debo decir, en honor a la verdad, que entre las cosas que tenemos que agradecerle al general Villa Abrille, tuvo especial importancia que no diese cuenta al gobierno de mis visitas a Sevilla. De haberlo hecho, seguramente, yo no hubiera podido intervenir en los acontecimientos que aquí se desarrollaron».

Llevó, pues, este general su caballerosidad y su simpatía por el conjurado hasta el punto de no informar a los superiores que hubieran dado al traste con todo el alzamiento.

A la vista del resultado negativo obtenido, emprendió ese mismo día el viaje de vuelta a Madrid, donde en su despacho oficial de inspector general de Carabineros fue informado de las muertes del teniente José Castillo y de Calvo Sotelo.

Previamente, el día 13, recibió la noticia de que Franco se negaba a adherirse al Movimiento, que le comunicó el general Mola. Éste, enfurecido y exasperado ante tantas dudas, gritó: “Nos alzaremos con Franco y sin él, y con los tradicionalistas y sin ellos.”

Después tomaría las medidas oportunas para cambiar los planes iniciales: Franco quedaba fuera del Movimiento, y el general Sanjurjo pasaba a hacerse cargo de las tropas de África.

No obstante y ante el asesinato de Calvo Sotelo, el general Franco cambió por enésima vez su postura. Decidió unirse al alzamiento, lo que comunicó también al general Mola, y se volvió así a los planes primitivos. En la correspondencia mantenida durante la guerra entre Franco y Queipo de Llano, que se conserva en la Academia de la Historia, en las cartas que éste le dirige, bajo una apariencia de respetuosa subordinación, son incesantes las pullas y las veladas referencias a esta actitud dubitativa y cambiante mantenida por el primero en los tiempos de la preparación del Movimiento o en otras de épocas posteriores.

El alzamiento, al que se había dado el nombre de Operación Numancia, se fijó para el día 18 a las seis de la mañana en África y para el día 19 en las primeras horas de la madrugada en la Península.

El día 17, a primera hora de la mañana, llegó Queipo a Sevilla. Dos días antes había estado en su tertulia madrileña de Bellas Artes. De allí salió con su ayudante, López Guerrero, a Fuente la Reina para almorzar tranquilamente, burlando vigilancias. Desde Fuente la Reina, por un camino de travesía abandonó Madrid y embocó la carretera de Andalucía. Queipo iba a cumplir su misión. En las carreteras patrullaban los elementos del Frente Popular. En Carmona estuvo a punto de ser detenido. Ocho guardias de asalto los detuvieron y les pidieron violenta y nerviosamente su identificación.

Uno de los agentes se acercó al coche.

—Documentación.

Queipo se identificó.

—General Queipo de Llano.

—¿Eh? Bien, ¿y qué hace aquí sin el salvoconducto necesario?

—Cuádrese. —Y esto lo dijo con su voz más firme y arrogante—. Y ahora, le ordeno, primero, que me trate con el debido respeto a mi jerarquía; después, que sepa, aunque parezca ignorarlo, que en mi condición de jefe de Carabineros no preciso de salvoconducto para salir de mi guarnición, y en último lugar, que salgan todos del paso.

—Mi general —hay cierta sorna en su voz—. Permítame ver su documentación.

—Mi documentación está en mi maleta, y ésta, en el maletero, y yo no voy a perder mi tiempo buscándola entre mis efectos personales, habida cuenta de la rapidez con que debo llegar a mi destino. Por tanto, en este mismo momento, mi chófer va a arrancar y estoy dispuesto a arrollar a cualquier indisciplinado que se cruce en mi camino. Si estas razones no le satisfacen, en el maletero también llevo mi pistola, que puede, a lo mejor, convencerle más que mis palabras. Y en último extremo, si quieren ustedes, pueden disparar contra mi coche.

El guardia de asalto se apartó amedrentado ante la voz airada y firme del que así se le enfrentó, e incomprensiblemente no comunicaron a sus superiores la llegada del general.

Hay que reconocer aquí que la suerte y la providencia velaron especialmente sobre Queipo de Llano en estos días, en que fue al encuentro de la muerte más de una docena de veces y en todas las cuales debió encontrarla. No era su hora, y su valor, la seguridad en sí mismo, su arrojo, su valentía y el convencimiento de la importancia de la misión que le había sido confiada fueron factores decisivos a la hora de conseguir el triunfo tan inesperado para todos.

El asesinato de Calvo Sotelo hizo que la fecha del golpe se adelantara en África. En una reunión que se celebró en la mañana del día 17 de julio en el casino militar de Melilla se acordó el alzamiento en la plaza. Al frente de los militares estaba el coronel Solans. De la zona francesa llegó el teniente coronel Telia, jefe de la I Legión, que había sido destituido por Casares Quiroga. El laureado Telia era uno de los sublevados del 10 de agosto de 1932, hecho por el que fue objeto de penas y deportación, durísima, en Villa Cisneros. A la cinco de la tarde, Solans y Barrón, con sus regulares, y Telia, con sus legionarios, iniciaban el Movimiento y se hacían dueños de la plaza.

A la noche, en Ceuta, se alzaba el entonces teniente coronel Yagüe, y en Tetuán, Sáez de Buruaga. Al amanecer, la bandera de Castejón ocupaba la Alta Comisaría. África se había alzado en armas, mientras que en la Península aún no se había dado el primer paso, aguardando a los plazos y horarios prefijados. Este se produjo en las primeras horas de la mañana del 18 de julio, cuando el teniente Vara del Rey, en la base aérea de Tablada, derramaba, al ser herido, la primera sangre del conflicto que se iniciaba. Su heroicidad inauguró con valor y abnegación el Movimiento.

¿Cuál era la situación en la Península? ¿Cuáles las plazas más conflictivas?

Madrid y Sevilla, según todas las probabilidades, se perderían para la causa nacional. Tanto en Madrid como en Sevilla era conocido el predominio de los rojos en el momento de la sublevación militar. ¿Qué podría hacer el general Villegas? ¿Qué podría hacer el general Queipo de Llano? Enigmas de Madrid y de Sevilla. Enigmas para los más optimistas, para los medianamente enterados, certeza del triunfo rojo, pese a considerar que la fulminante intervención del ejército colonial debería ponerles fin en un plazo de entre cuarenta y ocho y setenta y dos horas.

Dentro de Madrid, la colaboración civil en toda la ciudad estaba reducida a 180 hombres en el cuartel de la Montaña y a siete en la división.

Sevilla, como Madrid, estaba minada por la propaganda roja; unos mandos obedientes a poderes secretos; un cuerpo de asalto, numerosísimo y bien dotado; unas juventudes militarizadas, adiestradas en el manejo de las armas, temibles por su número, y un ambiente social corrompido.

En Sevilla, en la noche del 17 de julio, el Frente Popular preparó hombres, armas y cuantos elementos tenía disponibles. Ya se sabía que en África había comenzado un movimiento militar. Acudieron al despacho del gobernador republicano los marxistas más exaltados: fueron a pedir armas. En la Maestranza había cerca de cincuenta mil fusiles, según dicen. “¡Armas para el pueblo!” era la consigna. Afortunadamente, para Queipo, el gobernador no se mostró propicio. Conferenció largamente con Madrid.

Casares Quiroga anunció que de Cuatro Vientos salía un avión para bombardear Rifién. En Sevilla debía proveerse de bombas. El avión llegó al aeródromo de Tablada. El comandante Vara del Rey, al verlo, supo cuál era la misión que iba a cumplir en África.

Al filo de la medianoche, unas descargas de pistola rompieron el silencio. Cerca del puente de Triana fueron asesinados dos muchachos falangistas.

En el cuartel de la Guardia de Asalto velaban los guardias, numerosos y bien pertrechados. Disponían de coches blindados y de armas automáticas. Los cuarteles del ejército estaban casi vacíos.

Vara del Rey iba de un cuartel a otro. En Tablada no había aviones. El gobierno había concentrado todos los aparatos en Getafe y Cuatro Vientos como medida previsora. Cuando rayaba el día, Vara del Rey volvió a la base de Tablada; solo, pero no desalentado. Allí estaba el aparato de Madrid que a poco iría a bombardear Rifién. No lo dudó. Tomó un mosquetón del armero. Cruzó el campo y disparó contra los motores. La guardia del aeródromo reaccionó y disparó contra el audaz comandante. Vara del Rey cayó herido. Reparado con materiales y medios improvisados, éste fue el primer bombardero con el que se contó en la zona nacional. Por su acto heroico se le concedió la cruz laureada de San Fernando, que le impuso el general Queipo de Llano. Vara del Rey, concluida la ceremonia, se acercó al general; en su pecho la insignia, en sus manos una pequeña caja: “Mi general —dijo cuadrándose—, usted la merecía más que yo. Permítame demostrarle mi admiración y mi cariño. Ya que no se la han concedido a usted, guarde el recuerdo de la mía.”

En la caja hay una esclava de plata con una placa. En uno de sus lados, la cruz laureada, la de las espadas. En el otro, una leyenda: “Sevilla, 18 de julio de 1936.” Como tantos objetos considerados familiarmente sin valor, hoy obra en mi poder. No es la gran cruz, luego concedida al abuelo, pero tiene una significación especial, de reconocimiento y afecto por un lado, y de un hombre tratado injustamente por otro. De vez en cuando, la saco de su caja y me la pongo.

Arden las casas de la burguesía de la calle de los Reyes Católicos. Arden los templos. El pueblo que pedía armas está en la calle.

Suena un nombre entre los conspiradores: Queipo de Llano.

Esto va a generar entre ellos un momento de desconcierto. Queipo es inspector general de Carabineros, consuegro del que fue presidente de la República, Niceto Alcalá-Zamora, y uno de los hombres que más ha hecho para implantar este régimen en España. ¿Qué hace dirigiendo el alzamiento en Sevilla? La primera sorpresa que todos sienten irá cediendo y convirtiéndose en entusiasmo según vayan produciéndose los acontecimientos.

Amaneció el 18 de julio en Huelva: la noticia de la sublevación de las tropas de Marruecos ya se había extendido por todas partes, y temiendo una posible orden de detención contra él que viniera a malograr los planes establecidos, decidió efectuar una visita de cortesía al gobernador civil vestido de paisano, alegando que iba a comunicarle su marcha, ya que debía hacer entrega de una bandera al cuartel de Carabineros de Isla Cristina. Y el resultado fue sorprendentemente bueno, ya que se aceptó la excusa sin problemas.

Junto a él, López Guerrero no daba crédito a sus ojos mientras lo veía dirigirse a la boca del lobo.

—Pero ¿dónde vamos, mi general?

—Al Gobierno Civil, a ver al gobernador.

—Pero mi general, es seguro que va a ordenar que le detengan.

—No, César, se equivoca usted. Vamos allí para evitar que me detengan.

Eran las nueve de la mañana cuando llegaron al Gobierno Civil. Hubo Queipo de esperar un buen rato antes de ser recibido por el gobernador. Cuando se sentó frente a éste, él, incapaz de mentir, supo fingir la mayor seriedad manifestando su preocupación.

—Señor gobernador, he tenido noticias de una algarada en Marruecos y es tanto lo que me inquieta, en la actual situación del país, que he considerado mi deber acudir a usted para ponerme a sus órdenes y a las del gobierno.

—Sus noticias son buenas, general; en efecto, las tropas de Marruecos se han sublevado.

—No suponen ningún peligro, señor gobernador —contestó Queipo sin inmutarse, fingiendo el mayor enojo—, se tratará tan sólo de un reducido grupo. Deben estar locos para meterse en una aventura semejante. En cualquier caso, están perdidos, solos y no cuentan con ningún apoyo.

—Espero que sea como usted dice, general, y le agradezco su ofrecimiento de ponerse de inmediato a las órdenes del gobierno, por si fuera precisa su intervención en alguna manera. Quizá lo más conveniente sería que hablara directamente con el ministro, en lugar de esperar sus órdenes a través mí. Puede usted llamarle directamente desde mi teléfono oficial.

—Se lo agradezco, gobernador, pero es quizá demasiado temprano para telefonear al ministro, que debe estar sumamente ocupado tomando las disposiciones pertinentes, las cuales, como es lógico, comunicará a usted de inmediato. Usted sabe que marcho ahora mismo para Ayamonte e Isla Cristina, donde puede localizarme en cualquier momento, pero de no recibir noticias suyas, a la vuelta de los actos programados pasaré a visitarle de nuevo y a recibir así las instrucciones que el señor ministro decida impartir en lo que a mí concierne.

—Tiene razón, general, es una hora intempestiva, máxime teniendo en cuenta el problema que se nos ha planteado. Vuelva usted a verme o yo le enviaré un mensaje, de ser preciso. En cualquier caso, conversaremos esta tarde.

Y se despidieron amistosamente.

Cuando salieron, Queipo comentaba a López Guerrero cómo, en los momentos desesperadamente cruciales, todo parece fácil, hasta engañar y mentir.

A las pocas horas, el gobernador fue alertado desde Madrid de los propósitos de Queipo. Recibió la orden de detenerle de inmediato, por lo que envió la policía en su busca, pero... a Isla Cristina, donde suponía que debía encontrarse en el acto previsto en el cuartel de Carabineros. Queipo había salido a las diez de la mañana rumbo a Sevilla.

En Huelva esperó, sin despertar sospechas, la llamada de Cuesta, que le confirmaría con absoluta seguridad que en África se había producido la sublevación, momento en el que volvería a Sevilla para sublevar y hacerse cargo de la II División Orgánica.

Fue curiosa la manera como se fraguó este pretexto. En una de sus estancias en Sevilla, el general se encontraba agotado y cayó en la cama, profundamente dormido. Poco después, la puerta de la habitación se abría, y, aletargado aún, creyendo que había entrado el comandante Cuesta, comenzó a exponer cómo había pensado organizar la toma de Sevilla.

Una voz le hizo salir de su estado de semi-inconsciencia.

—Mi general, se equivoca usted de interlocutor. Soy el coronel de Carabineros Luis Pilar López y no tengo noticias de ningún tipo de sublevación contra el gobierno de la República, ni participación en ella, y si me encuentro aquí, es en razón de mi cargo, como jefe de la séptima zona, ya que el comandante Cuesta me indicó que usted se encontraba en su habitación y podía visitarle en ella.

Queipo saltó de la cama para enfrentarse a su visitante.

—Bien, coronel; no es usted evidentemente la persona a la que yo creía estarme dirigiendo, pero no me cabe duda de que sí es un hombre de honor y un caballero, incapaz de aprovechar la situación de ventaja en que le ha colocado encontrarme medio dormido, razón por la que ha escuchado usted cosas que no eran para sus oídos; mas por la forma en que ha tenido conocimiento de ellas, está en la obligación de callarlas, y yo le exijo su promesa de hacerlo así.

—Mi general, yo estoy con el gobierno de la República...

—Y yo también estoy con la República, pero contra las autoridades del Frente Popular que están destrozando nuestra patria, hasta el punto de que considero mi deber como militar alzarme contra ellas en bien de España.

Y tanto hablaron y tan bien llegaron a entenderse que el coronel Luis Pilar López decidió unirse al alzamiento e inventó la excusa que tanto juego iba a dar a Queipo de Llano: justificar su presencia en Sevilla, y su estancia en Huelva aprovechando el acto previsto en Isla Cristina.

Avisado por Cuesta, emprendió el camino hacia Sevilla. El viaje sufrió una nueva interrupción: una pareja de la Guardia Civil detuvo el coche, y solicitó documentación y salvoconducto. Y una vez más, la sangre fría del general, que se mostró altanero y exigió el debido respeto al mando y a su persona, le dejó el paso libre, aunque atrás quedaron dos hombres no muy convencidos y un tanto extrañados.

Una vez en Sevilla, va directamente al hotel Simón; a los pocos momentos acude aquel hombre de bien, valiente y caballeroso como pocos, que fue José García Carranza, el torero conocido por Pepe el Algabeño, por el que Queipo sintió siempre un afecto y una amistad poco comunes. Se presentó éste con su proverbial buen ánimo y asegurando que cuenta con mil quinientos falangistas. Bien distinta es la realidad.

«¡Pobre Pepe el Algabeño!... ¿Parecía que me olía!

No habrían pasado diez minutos desde que había bajado del coche —volviendo de Huelva— cuando él entraba en el hotel Simón para ponerse a mis órdenes, lo mismo que había ocurrido todas las veces que, para preparar el alzamiento, había ido a Sevilla.

—¿Se ha enterado usted de lo de Marruecos? —me dijo lleno de ansiedad.

—Sí —le contesté— y aquí vengo yo a jugármelo todo.

—¿Debo avisar a mi gente?

—Desde luego; porque voy a tomar un bistec, por si vienen mal dadas y después me vestiré de uniforme y me iré a Capitanía.

—¿Irá usted solo?

—No; he mandado llamar a Álvarez Rementería y a Cuesta, y acordaremos la forma en que lo hemos de hacer.

Marchó el Algabeño a prevenir a los falangistas y a poco llegaron el comandante Rementería y el capitán aviador Carrillo. Cuesta estaba en una Junta que se celebraba en la División. Tras breve conferencia, marchó el primero, jefe de Milicias de Falange. El segundo se quedó a almorzar conmigo. Verdaderamente, la empresa en que nos comprometíamos era cosa de locos... No se contaba con ningún general, con ningún jefe, si se exceptúan los comandantes Rementería y Cuesta, algunos capitanes, con los que no había hablado, algún teniente, según me decían... Bien poca cosa tratándose de una población como Sevilla, en la que se calculaba existían de cincuenta mil a sesenta mil obreros sindicados y armados, por lo menos, con pistolas».

Al final, quedan sólo Cuesta y el capitán Alfonso Carrillo Durán con Queipo, mientras éste ultima sus planes y se pone el uniforme de general. Sale para sublevar Sevilla a las tres y cuarto de la tarde, junto al capitán Carrillo, que le conduce en su coche hasta Capitanía General, donde entra por una puerta trasera y queda a la espera en una de las oficinas de la primera planta: el despacho del jefe del Archivo General. No lleva más armas que una pistola en el bolsillo del pantalón, pero el corazón lleno de serenidad y decisión.

«Con Carrillo y Rementería habíamos convenido en trasladarme lo más rápidamente posible al edificio de la División para evitar que la policía, que estaba advertida, pudiera detenerme. Después de almorzar, me puse el uniforme, y en su cochecillo, me llevó Carrillo a la División. Me esperaba el capitán de Estado Mayor Escriban y con él subí a un despacho del piso principal, desocupado, puesto que el calor había obligado a trasladar los despachos a la planta baja.

En estas andanzas me acompañaba siempre mi ayudante, López Guerrero, hombre enérgico y decidido, que conmigo había recorrido la inmensa mayoría de las guarniciones de España, siendo un instrumento precioso para mí, que me ayudaba a apreciar el estado de los espíritus en cada una de aquéllas. Él solo —con objeto de no despertar recelos— visitó guarniciones y personalidades —como varias veces al general Mola— y desempeñó misiones importantes, relacionadas con el alzamiento entonces proyectado.

Nunca le vi preocupado, siempre decidido. Y en los momentos más críticos siempre estuvo a mi lado, sin que su espíritu decayese un momento. Antes al contrario, siempre estaba dispuesto a dar inyecciones de optimismo, hasta a los más decididos.

Con él quedé en el despacho, sin que de nuestros labios saliese una palabra que denotase la agitación de nuestros corazones».

Entretanto, en su despacho de Estado Mayor, el comandante Cuesta convoca a los oficiales conjurados, a los que va dando instrucciones. Este continuo trasiego llamó la atención de Villa Abrille, que increpa duramente a aquél por las molestias que le ocasionan tantas idas y venidas; el revuelo que se organiza hace que el capitán Gutiérrez Flores se apresure a llamar a Queipo. Es la hora.

«—Mi general, ha llegado el momento. El general está irreductible y es preciso vea usted si le convence.

—Vamos —contesté.

Y nos trasladamos al patio central de Capitanía, en uno de cuyos lados, enfrente de la puerta del despacho, se encontraba el general Villa Abrille hablando con el general López Viota y un grupo de jefes, entre los que se encontraban los ayudantes de ambos, los comandantes de Estado Mayor, Cuesta e Hidalgo y algún otro».

Queipo baja al patio sereno, casi sonriente. La sorpresa que experimenta el general Villa Abrille es mayúscula.

«Al verme acercar, en el patio y vestido de uniforme —siempre le visité vestido de paisano—, no pudo disimular su extrañeza y me dijo:

—¿Qué vienes a hacer aquí?

—A decirte que ha llegado el momento de que te decidas: o con tus compañeros del ejército o con ese gobierno que lleva a la Patria a la ruina.

—Yo estaré siempre de parte del Gobierno —replicó.

—Y yo, aunque tengo órdenes del Comité de terminar contigo, no lo voy a hacer en honor a nuestra vieja amistad, pero sí intentaré convencerte; créeme, es tu última oportunidad.

—Repito que siempre estaré a las órdenes del Gobierno».

Son muchos los razonamientos que Queipo intenta con Villa Abrille, pero éste permanece firme en su postura. Viendo que el tiempo se le escurre de las manos, Queipo presenta su ultimátum.

«—Tengo que matarte o encerrarte. Elijo encerrarte. Pasa a tu despacho».

Villa Abrille se dirigió al grupo que se había congregado: general López Viota, comandante de Estado Mayor Francisco Hidalgo Sánchez, y los comandantes Manuel Lizaur y Federico Hornillo.

«—Pasaré; pero conste, señores —dijo, volviéndose a todos—, que obedezco ante la violencia.

—Sí, ante la violencia, pero anda al despacho —dije, empujándole suavemente.

Y volviéndose hacia sus acompañantes, repitió varias veces que constase que obedecía ante la violencia».

Volviéndose Queipo de Llano al resto del grupo les dice:

«—Ustedes, señores, con él, adentro todos.

Confieso que hizo bien, pues mi resolución era tal que el menor síntoma de resistencia le hubiera sido funesto.

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