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Segunda parte. Un Dios, una Fe, un Bautismo » El Verbo se hizo carne (1534) » Capítulo 37

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Capítulo 37 Münster, lunes de Pascua de 1534

—¡No me llames loco!

El puñetazo me da en pleno pómulo, voy a parar al suelo.

Jan es una máscara roja y rubia de furor.

Me dejo caer en un asiento:

—Lo único que de veras has demostrado con eso es que eres un miserable saltimbanqui.

Contiene la respiración, da algún paso masajeándose los repelados nudillos, agacha la cabeza, se tambalea. El estallido de rabia queda empañado enseguida de desesperación.

—Ayúdame, Gert, yo no sé qué hacer.

Lo miro abatido: un sastrecillo lloriqueante e infeliz.

—Ayúdame. No soy más que un gusano, ayúdame. Dime lo que debo hacer. Porque yo no lo sé, Gert…

Toma asiento en el sitial que fue de Matthys, mira al suelo.

—Ya has hecho bastante.

Asiente:

—Soy un necio, sí, un jodido necio. Pero querían una esperanza, ya los viste, querían que les dijera lo que dije. Me querían así y lo he hecho, les he hecho felices, fuertes de nuevo.

Me quedo callado, inerte, la cabeza late, el duro golpe, la confusión de la hora presente.

Parece recuperarse un poco:

—¡Ayer estaban perdidos, y hoy le plantarían cara a Von Waldeck con las manos desnudas! —Busca mi mirada—. Yo no soy Matthys. Podemos volver a comenzar desde el principio, podemos ponernos a follar, ¿eh?, darnos unos buenos festines, hacer todo cuanto nos plazca. Somos libres, Gert, libres y dueños del mundo.

No tengo ganas de hablar, no tiene sentido, pero las palabras salen por sí solas, para mí y para el hermanastro loco con el que he compartido el hedor de los establos: el nuevo profeta de Münster.

—¡Qué mundo, Jan! Von Waldeck no es necio, los poderosos no lo son nunca. El poderoso ayuda al poderoso, el príncipe apoya al príncipe: papistas, luteranos… eso no tiene ninguna importancia, cuando los que están debajo se rebelan, te los encuentras a todos unidos, con sus jinetes y las armaduras relucientes, formados para cargar. Este es el mundo de allí fuera. Y estate seguro de que no ha cambiado solo porque hayas obsequiado a esta gente con el hermoso sueño de Sión.

Lloriquea como un cachorro, con los dedos hundidos en los rizos rubios.

—Dímelo tú. Tú sabes lo que hay que hacer. Haré lo que me digas, pero no me dejes, Gert…

Me levanto asombrado:

—Te equivocas. Tampoco yo lo sé. No lo sé ya.

Gano la puerta en medio de sus infantiles gimoteos.

Ella está ahí detrás. Lo ha escuchado todo.

Sus cabellos son tan claros y luminosos que diríanse de platino.

Divara: un vestido desceñido, que deja entrever un cuerpo perfecto. En el rostro la inocencia de una niña, blanca reina niña, hija de un cervecero de Haarlem.

Un leve toque me levanta la mano y me desliza dentro de ella una pequeña hoja.

—Mátalo —murmura apenas, indiferente, como si se refiriera a una araña en la pared, o a un viejo perro moribundo al que conceder el descanso eterno.

La bata abierta sobre el pecho turgente, revelando la recompensa. Los ojos de un azul intenso que infunden terror hasta los tuétanos, los pelos en punta como agujas, el corazón como un bombo. Un montón de cadáveres, visión de lo que puede suceder, el abismo abierto de par en par por una muchacha de quince años. Tengo que agarrarme al pasamanos de la escalera, mientras me tambaleo hacia abajo, lejos de la Venus Dispensadora de Muerte.

Münster, 22 de abril de 1534

Embotamiento. De los miembros, de la mente. No reconozco a nadie, ni a la propia gente que ha derrotado a los episcopales y a los luteranos en una sola noche. Mis hombres, sí, ellos, me seguirían hasta el mismísimo infierno, pero no podré llevarlos lejos: alguien debe quedarse sin embargo, vigilar al Juglar, a la Reina Blanca y a su Corte de los Milagros.

Solo. Irse inmediatamente, buscar la salida de la cloaca antes de que sea demasiado tarde.

Los acontecimientos de estos días causan espanto. Y sin embargo la moral está por todo lo alto. En una salida he capturado a un destacamento de jinetes que trataba de atacar la Judefeldertor y ahora están negociando un intercambio de prisioneros. Hemos hecho también que se les pasaran las ganas a los episcopales de acercarse hasta el pie de las murallas, fuera del alcance de los arcabuces, para enseñar sus pálidos culos al grito de «¡Padre, dame por aquí, ansío tu carne!», costumbre que habían adquirido en las veladas de borrachera y cuchipanda. Con un poco de buena balística ha bastado para darle a uno de ellos con un cañonazo entre las nalgas dejándolo reducido a pedazos para los perros.

Por espacio de una semana todos los hombres han meado y cagado en los bastiones dentro de una cuba, que luego se ha hecho rodar hasta el interior del campamento del obispo. Al abrirla, la fetidez ha llegado casi hasta aquí.

He organizado con Gresbeck ejercicios de tiro para todos, incluso para los chicos y las mujeres. Enseñamos a las muchachas a hervir la pez y a arrojar cal viva sobre la cabeza de los atacantes. Se hacen turnos de guardia en las murallas repartidos entre todos los ciudadanos, de ambos sexos, entre los dieciséis y los cincuenta años.

He hecho poner una campana en cada bastión, que deberá hacerse sonar en caso de incendio, para que se pueda saber adónde acudir con el agua.

Hemos descubierto que Matthys había inventariado los bienes secuestrados a los luteranos y a los papistas, aparte de las disponibilidades alimentarias de la ciudad. Lo había anotado todo, hasta la última gallina y el último huevo. Es posible resistir por lo menos un año. ¿Y luego? Mejor dicho: ¿y mientras tanto?

No basta, no puede bastar. Las fanfarronadas del Profeta Saltimbanqui no conducen a ningún lado.

Los Países Bajos, los hermanos. Contar qué sucede en Münster, organizarlos, escogerlos, tal vez también adiestrarlos para combatir. Buscar dinero, municiones.

No lo sé. No sé si es lo más adecuado que se debe hacer, nunca lo he sabido, siempre he elegido un camino distinto. Lo único que sientes es que no puedes continuar así, que las murallas, las paredes, comienzan a quedarse pequeñas y tu mente necesita aire fresco, tu cuerpo sentir que las leguas discurren bajo sus pies.

Sí. Todavía puedes hacer algo por esta ciudad, capitán Gert del Pozo.

Impedir que la libren solo a la locura de sus profetas.

Münster, 30 de abril de 1534

El equipaje es ligero. Dentro de la vieja alforja de cuero: galletas, queso y arenques, suficiente para algunos días: un mapa de los territorios desde aquí a los Países Bajos; el cuerno lleno de pólvora, para que no se moje; las dos pistolas que Gresbeck ha insistido en que me llevara conmigo; y tres viejas cartas descoloridas y pringosas, que traicionaron a Thomas Müntzer. Reliquias inseparables estas últimas, único recuerdo tangible de lo que está muerto y sepultado bajo los escombros del fallido Apocalipsis.

—¿Estás seguro de querer irte?

La voz ronca del ex mercenario apunta a la puerta. No es el tono de quien tiene objeciones que hacer, sino de quien se pregunta por qué no me lo llevo conmigo.

—Calculamos mal, Heinrich.

—¿Te refieres a Matthys?

—Me refiero a esta gente. —Una ojeada fugaz, mientras ato las últimas correas—. Les gusta creer que son santos. Quieren que alguien les cuente que todo ha ido como la seda, que Münster es la Nueva Sión y que no hay nada ya que temer. —Compruebo el peso de la alforja, excelente—. Cuando, en cambio, deberíamos estar cagados. ¿Has echado un vistazo fuera de las murallas? Von Waldeck está levantando fortificaciones, y estoy seguro de haber visto talar árboles al nordeste. ¿Sabes qué significa eso? Pues máquinas de guerra, Heinrich, se preparan para un asedio. Tienen toda la intención de quedarse clavados aquí el mayor tiempo posible, por lo menos hasta que las últimas fanfarronadas del último profeta besado en la boca por Dios nos hayan estupidizado definitivamente. Las naves que transportaban aquí a los hermanos baptistas desde Holanda fueron interceptadas en el Ems. Había en ellas armas y víveres. Cierran las fronteras, los caminos. Todo esto son señales, pero nadie quiere darse cuenta. No han tenido una mala idea.

Gresbeck me lanza una torva mirada:

—¿Qué quieres decir?

—Un cerco que va para largo. Encerrarnos aquí dentro, estrechar el cerco, y esperar: el hambre, el próximo invierno, rebeliones intestinas, qué coño sé yo. El tiempo juega a su favor. Si yo fuera Von Waldeck haría exactamente esto: apuntaría los cañones y me quedaría de brazos cruzados.

La alforja está ya sobre el hombro, Adrianson debe de haber ensillado el caballo abajo. Estoy casi sereno.

—Necesitamos nuevos contactos con los hermanos holandeses. Necesitamos dinero con que comprar a los mercenarios de Von Waldeck y volverlos en su contra. Necesitamos descubrir pasadizos seguros para forzar el bloqueo. Y sobre todo, necesitamos comprender si fuera de aquí alguien está pensando en tomar las armas y seguirnos, o si de veras, tal como decía Matthys, no hay más que desierto. Hay que hacerlo pronto: cada día que pasa es un regalo a los buitres de ahí fuera.

—Y con Beuckelssen, ¿qué piensas hacer?

Me dan ganas de reír. Bajamos las escaleras: las yeguas están listas. El herrero aprieta la cincha de mi silla.

—Ellos lo eligieron, ¿qué podemos hacerle?

Salto a la grupa y tiro de las riendas para frenar el ardor del animal.

—Jan es un débil, un majadero. Razón por la que no te llevo conmigo. Quiero que no lo pierdas de vista, eres el único que puede hacerlo. Knipperdolling y Kibbenbrock se han vuelto unos blandos, Rothmann está enfermo. Elige bien a los hombres con los que vayas a contar y mantén firmes las defensas de la ciudad. Y sobre todo una cosa: Von Waldeck tratará de aprovechar el menor fallo, la menor distracción. Responde golpe por golpe, bombardea a sus mercenarios con hojas volantes, valen más a veces que los mismos cañonazos, recuérdalo. Pronto volveré.

Un fuerte apretón de manos: destinos de nuevo que se eligen. Gresbeck no deja traslucir ninguna emoción, no es su estilo. Tampoco es el mío, lo descubro ahora.

—Buena suerte, capitán. Y que no te falte nunca una buena pistola al cinto.

—Hasta pronto, compadre.

Adrianson me precede. Los talones golpean los ijares del caballo: no miro las casas, ni la gente, estoy ya en la Unserfrauentor, estoy ya fuera de la ciudad, estoy a poco más de tres leguas, en el camino que lleva a Arnhem.

Estoy de nuevo vivo.

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