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Tercera parte. El beneficio de Cristo » Basilea (1545) » Capítulo 4

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Capítulo 4 Basilea, 28 de marzo de 1545

La casa de Johann Oporinus es lo bastante grande como para dar cabida a todos. La comunidad de los tránsfugas que han recalado en Suiza cuenta con una veintena de personas, protestantes más o menos ilustres, perros vagabundos que han conocido a las mejores mentes de la Reforma, amigos de Bucero, Capiton y Calvino, que precisamente en Basilea diera a la imprenta la primera edición de su Institutio Christianae Religionis.

Muchos de estos literatos no están de acuerdo con los padres de la Reforma sobre la constitución de una nueva organización eclesiástica. La elección de Bucero en Estrasburgo y de Calvino en Ginebra, la de transformar las capitales de la Reforma en ciudades-iglesia, no es compartida por todos. Muchos de los que huyeron allí se encontraron con el ostracismo de sus propios maestros, actualmente ocupados en reconstruir una nueva iglesia que sea capaz de reemplazar a la antigua: nuevos doctores que se encarguen de la enseñanza catequística, nuevos diáconos, nuevos pastores y ancianos que velen por la vida religiosa y moral de los fieles.

Disciplina es la palabra que hoy resuena desde un extremo a otro de las tierras reformadas. Una palabra que deja insatisfechos a estos librepensadores: gente incómoda para quien aspira al orden y a la jerarquía.

Oporinus nos ha convocado para hablar a todos, no ha querido decir respecto a qué, pero creo que se trata de los rumores que circulan sobre el hecho de que el Consejo ecuménico, varias veces anunciado por el Papa, esta vez se celebrará de veras, a finales de año.

La única cara conocida es David Joris, hasta hace pocos meses el cabeza del anabaptismo holandés, que ha llegado también hasta aquí, con unos pocos seguidores, huyendo de la mordaza de la Inquisición. Bocholt, agosto del 36: el concilio de los anabaptistas; Batenburg contra todos, contra Philips y Joris, lo recuerdo perfectamente, la espada contra la palabra. No creo que me reconozca, pues han pasado casi diez años.

Veo a Pietro Perna ir hacia una silla, con un par de libros en la mano, que ahora hojea aburrido, sacudiendo la cabeza para sí, como si viera confirmada una pésima expectativa.

Me siento también yo, un poco aparte. Yo no tengo ninguna expectativa en absoluto, sobre todo acerca de Oporinus y su círculo de amigos. Siento aprecio por la actividad de nuestro amigo impresor: Paracelso, Servet, Socini, son autores que pueden causar problemas, gente a la que Calvino está dispuesto a sacrificar con tal de alzarse como el nuevo Lutero. Pero este tipo de valentía no puede bastar, y aunque los tiempos que vivimos no permiten quizá otra cosa, he luchado demasiado como para seguir excitándome con una disputa teológica.

Nuestro huésped nos hace señas de que dejemos la charla, quiere tomar la palabra.

—Amigos míos —la voz es templada, el tono pacífico—, os he convocado aquí en el día de hoy porque creo que puede ser útil para todos nosotros un intercambio de ideas sobre el acontecimiento que va perfilándose en el horizonte. —Se aclara la voz—. Sin duda habrá llegado hasta vosotros la noticia de la convocatoria de un Concilio en el que tomará parte toda la cristiandad dividida, para buscar un punto de acuerdo y la posibilidad de una reconciliación entre todas las facciones.

Lee el asentimiento en los rostros de los presentes, Perna bosteza en un rincón, apoyando la barbilla sobre la silla demasiado alta, los pies bamboleantes.

Oporinus prosigue:

—Pues bien, no podemos asistir impasibles a un acontecimiento de semejante alcance, como espectadores silenciosos. Es muy probable que para facilitar la intervención de los mejores doctores de la protesta luterana el lugar elegido para este Concilio sea la ciudad neutral de Trento, entre Roma y las tierras alemanas, no muy lejos de nuestra Basilea.

—¿Querrías que os invitaran al Concilio? —El tono es entre irónico e incrédulo, la frase proviene de una de las sillas de enfrente de Oporinus.

El impresor sacude la cabeza:

—No digo esto. Pero tal vez resultaría oportuno escribir a Ginebra para hacerle saber a Calvino y a los suyos que no queremos ser dejados de lado, que también nosotros querríamos expresar nuestro parecer, incluso publicar algo, aunque solo fuera un documento que pueda ser leído en presencia de los cardenales católicos. Podríamos escribirle a Servet a París, procurar que componga algo para la ocasión…

De la segunda fila se alza un hombre pálido y flaco, de acento francés, debe de habérmelo presentado Oporinus, pero ya no recuerdo su nombre.

—¿No creeréis de veras que Lutero, Melanchthon y Calvino quieren participar en ese Concilio?

—¿Y por qué no? Si los cardenales se han decidido a convocar un Concilio, eso significa que temen la propagación de la Reforma y están dispuestos a un compromiso, incluso a aceptar algunas peticiones…

Leroux, que así se llama, excitado:

—Si Lutero va al Concilio, no se parará en barras. Y lo mismo ocurrirá con todos los demás. Si los papistas consiguen que se les pongan a tiro, no podrán resistirse a la tentación de apresarlos y quemarlos. Demasiado bien los conocemos…

Cabezas que asienten, algunos tuercen el gesto, Perna agita las piernas y hojea desganado los libros que tiene en el regazo.

A la espalda del francés se halla de pie Joris, alto y rubio, agitando una blanca mano:

—Yo os digo que si Calvino y Lutero consiguieran echarles el guante a algunos de los presentes, les reservarían un fin idéntico. ¿Qué nos importa a nosotros el Concilio? Admitiendo que de verdad se celebre, será una trampa para tontos y si alguno de los cuervos de Ginebra o de Wittenberg acaba en prisión, ¡no seré yo quien vaya a compadecerlo!

Oporinus interviene para aplacar los ánimos:

—No, Joris, no deberías decir esto. Las diferencias que puedan separar a algunos de nosotros de Lutero y de Calvino no deben llevarnos a medir a todos con el mismo rasero. Y tampoco sobre el Concilio comparto vuestra opinión.

El holandés se encoge de hombros y vuelve a sentarse:

—Haced que el Concilio ese se lleve a cabo y ya veréis que de opiniones os impondrán solo una.

—Lo que trato de decir —prosigue el impresor, imponiéndose al bullicio que la intervención del anabaptista ha provocado— es que Calvino y Lutero harán cualquier cosa con tal de dejarnos al margen de cualquier negociación y, si nunca llegan a un acuerdo con Roma, será en detrimento de cualquiera que no se reconozca plenamente en sus propuestas. ¿Qué será de los Miguel Servet, de los Lelio Socini, de los Sebastian Castellion? —La mirada de Oporinus recorre la serie de rostros—. ¿Qué será de nosotros, hermanos?

Desde la silla más exterior, al fondo de la fila, interviene el basiliense Serres:

—No habrá ningún acuerdo, Oporinus, porque los papistas no van a ceder jamás sobre la justificación por las obras, y Lutero y Calvino, por otro lado, no están dispuestos a dar un paso atrás en lo que a la justificación por la fe se refiere. Para ellos supondría dejar un nuevo espacio al poder anticristiano del Papa, a las indulgencias, a la compraventa de la fe…

—Esto no podemos saberlo con certeza absoluta, Serres. Existe más de un cardenal en Italia que ve con buenos ojos una pacificación con los protestantes y siente aprecio por la teología luterana. Existe ya una literatura al respecto, tal vez pequeñas cosas, pero se trata de señales importantes. Habéis leído todos El beneficio de Cristo. ¡Se dice que su autor es un fraile apoyado por importantes literatos italianos y hasta por un cardenal! Estos son hechos, hermanos míos, no podemos ignorarlos. Si existe la posibilidad de que en ese Concilio se abra un resquicio de esperanza de una nueva unión y de una reforma radical de la Iglesia romana, yo digo que no debemos dejar la iniciativa tan solo a Calvino y a Lutero. Nos va en ello la libertad. —Su mirada busca entre todo aquel hacinamiento de cabezas hasta que da con la pelada de Perna—. Me gustaría oír vuestro parecer, micer Perna, vos que más que ningún otro estáis al tanto de los asuntos italianos.

El pequeñajo estira sus cortísimos brazos, no se esperaba ser llamado a la lid, se rasca la frente y se pone en pie sin conseguir superar las cabezas de los presentes.

Un largo suspiro:

—Señores, he oído muy bonitas palabras, pero ninguna ha conseguido ir al meollo del problema. —Todos lo miran perplejos, inclinados para comprender la insólita pronunciación del italiano—. Ya podéis escribir o encargar las más hermosas obras teológicas del siglo, si esto os hace sentiros mejor, pero eso en nada cambiará la realidad de los hechos. Y la realidad, señores, es que no serán las cuestiones doctrinales las que marquen los destinos del Concilio, sino la política.

Se hace un silencio sepulcral, el pequeño Perna no conoce el término medio, me doy cuenta de que está a punto de verse dominado por la verborrea:

—Si este Concilio se celebra es por las presiones que el Emperador está ejerciendo sobre el Papa. Es el Habsburgo quien quiere reunir a católicos y protestantes, porque el Imperio se le está yendo de las manos y el turco Solimán, hombre que según se dice consigue satisfacer a veinte mujeres en una sola noche y que no en vano es conocido como el Magnífico, está poniéndolo en dificultades. A Carlos Quinto no le importa cómo y en qué los teólogos se pongan de acuerdo, lo que a él le interesa es reunificar a los cristianos bajo su bandera para resistir a los turcos y retomar el control de los propios confines. —Sacude la cabeza—. Ahora bien, escuchad lo que voy a deciros, en Roma hay un discreto número de cardenales a quienes las hogueras agradan una barbaridad. Pero no vayáis a creeros que estos santos varones se mueren de ganas de asar en ellas a Lutero, a Calvino, a Bucero, y a todos los presentes. Porque, mirad, mientras estos herejes, como ellos los califican, circulen, podrán lanzar a la Inquisición a la caza de los intelectos más incómodos, y en primer lugar de sus adversarios políticos dentro de la Iglesia romana. Desde que el mundo es mundo los enemigos exteriores se ponen de acuerdo para acabar con los interiores. Oporinus tiene razón cuando dice que existe un grupo de cardenales favorables al diálogo con los protestantes, y es precisamente con estos con quienes cuenta el Emperador para hacer realidad su proyecto. Pero veamos quién está alineado en el bando contrario. —Perna cuenta con sus dedos regordetes—. Tenemos, así pues, a los príncipes alemanes, que es como decir a Lutero y a Melanchthon. Esos, para conservar precisamente su autonomía respecto a Roma y al Imperio, no tienen el menor interés en que tomen parte sus teólogos en el Concilio. Más aún, si en el Concilio se llegara a la conclusión de que son todos unos apóstatas, el Emperador no podría seguir gritando que se trata de un acto de lesa majestad y tendría que resignarse a ver perdidos los principados alemanes. Luego está el rey de Francia, que significa todos los cardenales franceses: veinte años de guerra son una prueba de la enemistad de Francisco Primero con el Habsburgo. ¿Hace falta algo más para deducir de ello que los cardenales franceses votarán contra la hipótesis de una reconciliación? Por último, están los cardenales romanos de la Inquisición, los que quieren la línea dura y que ponen trabas al diálogo con los protestantes.

Perna toma aliento, los rostros de los presentes están atónitos, como si un oso amaestrado hubiera entrado en la estancia. Un instante y el italiano vuelve de nuevo a la carga:

—El Concilio, señores, será un arreglo de cuentas entre los potentados de Europa. Escribid, escribid si queréis, todos los tratados teológicos del mundo, pero no seréis vosotros, ni Calvino, ni Lutero quienes jueguen esta partida. Si queréis sobrevivir tendréis que pensar en algo distinto.

—¡Micer Pietro, esperad!

El pequeñajo deja de apretar el paso por el barro, se vuelve lo justo para verme y se para en medio de la calle.

—Ah, sois vos. Creía…

La distancia no me permite comprender el resto de la frase.

Me pongo a su lado:

—¿Qué intentabais decir? ¿Qué quiere decir que deben pensar en algo distinto?

El italiano sonríe y sacude la cabeza:

—Venid conmigo. —Me lleva de un brazo hasta el final de la calle, tomamos por un callejón, su modo ridículo de caminar, como si diera saltitos, hace asomar en mi rostro una sonrisa irreverente. Este hombre tiene el extraño poder de ponerme de buen humor—. Escuchad, compadre. Aquí no hay nada más que hacer. Todos vuestros amigos… —Se para delante de mi mano alzada—. Perdonadme: todos los amigos de micer Oporinus son personas muy queridas, ¿entendido?, pero no van a ningún lado. —Los ojillos negros escrutan entre las arrugas de mi rostro en busca de no sé qué—. Sus preocupaciones se agotan en las divergencias o en los puntos en común entre su pensamiento y el de Juan Calvino. Y gente como yo, y como vos, compadre, sabe muy bien que lo que mueve el mundo es algo muy distinto, ¿entendido?

—¿Adónde queréis llegar?

Aprieta de nuevo mi brazo:

—¡Vamos, micer! ¡Nada de tomarme el pelo: si ha de ser un librero italiano quien les diga cómo están las cosas, eso quiere decir que esas lindas cabezas no ven más allá de sus propias narices! Escriben tratados teológicos para otros doctores, ¿entendido?, y el día que vengan a cogerlos para atarlos a un palo con algún haz de leña debajo, ¡tal vez entonces abran los ojos! Solo que será ya demasiado tarde. Lo que quiero decir con ello, amigo mío, es que la suerte está echada. En Alemania armasteis ruido, y las hicisteis sonadas, y luego vinieron los holandeses, que menudos juerguistas están hechos, locos como chotas, y ahora los franceses y los suizos, y Calvino que se convierte en el paladín de la revuelta contra el papado. Todo patrañas, señor mío, el poder, el poder, por esto se matan unos a otros. Por el amor de Dios, no digo que el viejo Lutero no crea, no digo que el adusto Calvino no esté convencido, pero ellos no son sino peones. Si no les resultasen cómodos a los poderosos, esos cuervos negros no serían nadie, os lo digo yo, ¡nadie!

Me libero del apretón, ebrio de palabras. Perna se encoge de hombros y extiende los brazos increíblemente cortos:

—Yo me dedico a mi oficio, ¿comprendéis? Soy librero, voy de aquí para allá, veo a un montón de gente, vendo los libros, descubro talentos ocultos bajo montañas de papel… Yo propago ideas. El mío es el oficio más arriesgado del mundo, ¿entendido?, soy responsable de la difusión del pensamiento, incluso del más incómodo. —Señala en dirección a la casa de Oporinus—. Ellos escriben e imprimen, yo difundo. Ellos se creen que un libro vale por sí mismo, creen en la belleza de las ideas en cuanto tales.

—¿Vos no?

Una mirada de suficiencia:

—Una idea es válida en tanto que se difunde en el lugar y en el momento adecuados, amigo mío. Si Calvino hubiera impreso su Institutio hace tres años, el rey de Francia lo habría mandado a la hoguera en menos que cuesta decirlo.

—Sigo sin comprender adónde queréis llegar.

Da saltitos nervioso en el sitio:

—Diablos, escuchad, ¿no? —Saca de su inseparable bolsa un librito amarillento—. Tomad El beneficio de Cristo. Pequeño, ágil, claro, cabe en una faltriquera. Oporinus y sus amigos lo ven como una esperanza. ¿Sabéis qué veo yo, en cambio, en él? —Una pequeña pausa de efecto—. Guerra. Esto es un golpe bajo, esto es un arma poderosa. ¿Creéis que es una obra maestra? Es un libro mediocre, rebaja con agua y sintetiza la Institución de Calvino. Pero ¿en qué radica su fuerza? ¡En el hecho de que trata de hacer la justificación por la fe compatible con la doctrina católica! ¿Y qué significa eso? ¡Pues que si este libro se difunde y tiene éxito, incluso entre los cardenales y los doctores de la Iglesia, tal vez vos y Oporinus, y sus amigos, y todos los demás no tendríais a la Inquisición detrás de vosotros el resto de vuestros días! Si este libro encuentra el aplauso de la gente adecuada, los cardenales intransigentes corren el riesgo de encontrarse en minoría, ¿entendido? Los libros cambian el mundo solo si el mundo consigue digerirlos.

Resopla y me escruta un largo momento, luego con los ojos fruncidos:

—¿Y si el próximo Papa estuviera dispuesto a dialogar? ¿Y si fuera uno de esos contrarios a los métodos del Santo Oficio?

—Un Papa es siempre un Papa.

Un gesto de desaprobación:

—Pero vivir y poder continuar diciendo lo que uno piensa es algo muy distinto a morir abrasado.

Hace ademán de recoger la alforja e irse, pero esta vez soy yo quien lo retiene.

—Esperad.

Se detiene. Miro a este pequeño hombre que trasuda astucia y fuerza por todos los poros. Hay algo de Eloi en el guiño de sus ojos, algo de Gotz von Polnitz en la determinación de sus palabras.

—¿Qué diríais si os dijese que me importa un comino cambiar nada?

Sonríe:

—Diría que deberíais partir enseguida para Italia, antes de que el fango de esta ciudad os ahogue la mente.

—¿Putas, negocios, libros prohibidos e intrigas papales? ¿Es esto lo que prometéis?

Da un pequeño saltito, mientras se aleja ya tratando de alargar el paso:

—Pero ¿es que hay alguna otra cosa que dé sabor a la vida?

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