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Tercera parte. El beneficio de Cristo » Venecia » Capítulo 9

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Capítulo 9 Venecia, 12 de junio de 1545

El escándalo de abajo me hace ponerme en pie de un salto. Gritos, sillas derribadas. Alguien que sube las escaleras a todo correr. Echo mano al puñal.

La puerta se abre de par en par, los ojos aterrorizados de Marco me miran fijamente.

—¿Qué ocurre?

—Una gran desgracia, señor, terrible… ¡Quiere matarla, estoy seguro de que quiere matarla!

La monserga continúa en veneciano.

—¡No entiendo ni jota! ¿Qué ocurre?

—El Mulo, señor mío. ¡Está abajo el Mulo, con dos de sus hombres, quiere darle un escarmiento a doña Demetra, Dios Santo, va a matarla!

Lo empujo fuera de la habitación.

—¿Quién es el Mulo?

—Tiene a las putas de la calle de’ Bottai y dice que doña Demetra le ha robado a las chicas…

El resto se vuelve algo incomprensible.

Bajo las escaleras. Por la taberna parecen haber pasado los lansquenetes: mesas derribadas, sillas rotas. Las muchachas se apretujan en un rincón aterrorizadas, tres hombres de pie, uno con un cuchillo en la garganta de doña Demetra.

Cinco pasos entre el más próximo y yo: treinta años como mucho, un bastón de punta acerada en la mano. El más gordo tiene agarrada a doña Demetra de los pelos, la hoja en la piel, el tercero está en la puerta.

Me ven. El gordo dice algo en veneciano. Cara de tonto matón. Es el cabecilla.

El del bastón se va por la pata abajo, un golpe inesperado, le bloqueo el brazo y le rompo la nariz de un cabezazo. Trastabillea hacia atrás sorprendido. Recojo el bastón, miro a los ojos del Mulo y escupo al suelo.

Sonríe forzadamente. Arroja a doña Demetra al suelo y le grita algo, apuntándola con el dedo índice.

Hace ademán de acercarse: le rompo el bastón en el hombro y con el trozo roto lo golpeo en el estómago. Se agacha, le he hecho daño.

Saco el puñal y se lo meto por una ventana de la nariz, la cabeza bloqueada por el pelo.

Una ojeada a los otros dos: las manos en la nariz chorreante, fuera de juego, el segundo está pensando ya en poner pies en polvorosa, lo dice su mirada.

—¡Marco!

El muchacho está detrás de mí:

—Santo Dios, señor, ¿es que queréis matarlo?

—Dile que si vuelvo a verle el pelo por aquí le parto la crisma.

El muchacho farfulla algo en veneciano.

—Dile que si toca a doña Demetra o a una de sus chicas, iré a buscarlo y le romperé la cabeza.

Marco se arma de valor y pone en ello la rabia que me falta a mí.

Empujo al Mulo hacia la salida, el último impulso se lo da una patada en el culo. Los dos compinches se largan tras él.

Doña Demetra se levanta, arreglándose la ropa y el peinado.

—Os doy las gracias, señor. Nunca podré pagaros lo que acabáis de hacer.

—Basta con que me digáis a quién he apalizado, doña Demetra, y estaremos en paz.

Recoge una silla, mientras las muchachas la rodean de atenciones y Marco le ofrece agua.

—El Mulo es quien explota los burdeles de la calle de’ Bottai.

—¿Y os odia mucho?

Se suelta el pelo:

—Algunas de las muchachas que trabajaban para él decidieron venirse conmigo. No estaban contentas con el trato que el Mulo les daba. Poca paga y a cintarazo limpio, no sé si comprendéis…

Asiento:

—Puedo imaginármelo, no tenía lo que se dice trazas de caballero.

Doña Demetra sonríe:

—Los caballeros pueden hacer cosas incluso peores, señor mío, y por eso vuestra intervención de hoy no basta para prevenir todos los riesgos del oficio.

—Comprendo. Mientras yo esté aquí, doña Demetra, espero que queráis aceptar mis servicios.

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