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Tercera parte. El beneficio de Cristo » Venecia » Capítulo 15

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Capítulo 15 Venecia, 28 de julio de 1546

El pequeñajo italiano me estrecha con fuerza en un abrazo fraternal.

—Amigo mío, he hecho unos negocios estupendos. Milán es una gran plaza, te lo aseguro, llena de comecoles como tú, pero también de un montón de españoles, suizos, franceses. Los milaneses son también buenos lectores, gente que sabe apreciar una obra, he vendido casi trescientos ejemplares de El beneficio y he dejado cien a un librero amigo mío, que me hará el balance de ventas lo más pronto posible.

El único modo de pararlo es cogerlo por los hombros y obligarlo a sentarse. Se interrumpe, escruta mi mirada elocuente, tuerce el gesto:

—¿Qué ha pasado?

El tono es el propio de quien se espera una desgracia.

Me siento enfrente de él y pido a una de las muchachas que nos traiga de beber.

Una tos:

—Atiende, Pietro, han pasado varias cosas. Y no todas ellas graves.

Levanta los ojos hacia el techo:

—Lo sabía, sabía que no tenía que irme…

—Déjame hablar. ¿Te has enterado de la excomunión del Concilio?

Asiente:

—Es verdad, deberíamos estar más atentos, pero entraba dentro de lo previsible, ¿no? ¿Qué problema hay? Lo vendemos al doble de su precio actual y vendemos más…

—¿Quieres estarte callado un momento?

Cruza los brazos sobre el pecho y entorna los ojos.

—Promete no interrumpirme.

—Está bien, pero habla.

—Bindoni se ha retirado de la operación.

Ninguna reacción inmediata, aparte del dispararse imperceptible de una ceja, se queda inmóvil, continúo:

—Dice que ahora que pende sobre el libro la excomunión tiene miedo de buscarse problemas y que le hagan cerrar la imprenta. —Levanto una mano para cortar su reacción—. ¡Un momento! Yo creo que en realidad estaba esperando un pretexto para rajarse, debido a… nuestro nuevo socio.

Se alza también la otra ceja, el rostro toma una coloración rojiza. No se contendrá mucho rato más.

—Lo sé. Los acuerdos eran que yo debía ir a Padua a difundir el libro entre los amigos de Donzellini y Strozzi. Y lo he hecho. Pero he hecho también otras muchas cosas.

El rojo desaparece, la mirada se apaga, la cabeza redonda de Perna se inclina sobre la mesa, la rabia se trueca en depresión.

Con voz rota:

—Cuéntamelo todo desde un principio y no te dejes nada.

Nos sirven aguardiente. Perna se manda al coleto la primera copa y se llena una segunda.

—Hay un gran, pero que gran banquero interesado en entrar en el negocio de El beneficio. Ofrece su red comercial para difundir el libro. —La mirada de Perna se reanima—. Podría hacerlo traducir al croata y al francés. —También las orejas parecen enderezársele—. Tiene contactos con grandes editores así como con imprentas clandestinas dentro y fuera de Venecia —los ojos le brillan—, y estaría dispuesto a aumentar la tirada en diez mil ejemplares por lo menos.

Perna da un salto en la silla.

—¿Y a qué esperas para presentármelo?

—Calma, calma. Bindoni no quiere saber nada, dice que es un pez demasiado gordo, que acabaremos aplastados…

—¡Él sí que acabará aplastado! ¡Por su ineptitud! ¿Quién es este banquero, cómo se llama?

—Es un marrano, un sefardita, portugués de origen, João Miquez: ha hecho negocios con el Emperador… Vive en un palacio de la Giudecca.

Perna se pone en pie:

—Que se vaya a la mierda Bindoni. Ya te dije que El beneficio era un gran negocio, si un pequeño impresor mediocre no es capaz de entenderlo, pues es problema suyo. —Da algunos pasos hablando para sí—. Hacer negocios con los judíos… hacer negocios con los más grandes negociantes del mundo…

Francesco Strozzi. Romano. Literato, muy culto, ha leído a Lutero.

Girolamo Donzellini. Romano. Literato criptoluterano. Conoce el griego antiguo. Estudia la nueva ciencia. Ha estado al servicio del cardenal Durante de’ Duranti. Se escapó de Roma porque un monje copista español cantó su nombre a la Inquisición.

Pietro Cocco. Literato paduano. Posee una de las bibliotecas más nutridas de toda la Serenísima. Ha adquirido El beneficio de Cristo con entusiasmo.

Edmund Harvel. Embajador inglés en la República de Venecia. Le daba vueltas al volumen entre las manos perplejo y entusiasmado al mismo tiempo. Me escrutaba atentamente más que los otros, tratando de comprender quién era yo.

Benedetto del Borgo, notario, Marcantonio del Bon, Giuseppe Sartori, Nicola d’Alessandria.

Literatos acomodados enamorados de Calvino y de sí mismos.

Tontos.

Tontos útiles.

Ignoran lo que es un enfrentamiento de verdad, les gusta llenarse la boca con determinadas ideas bonitas. Están destinados a ser los primeros en ser aplastados por la guerra espiritual.

Su aliento debe de adormecer la mente de las personas de calidad, los salones cultos. Está bien que no sepan de qué están hablando, lo importante es que sigan hablando.

Uno se mueve fácilmente en medio de la niebla de un desacuerdo amplio.

Se abren nuevas perspectivas, más amplias. Las noticias que llegan del Concilio de Trento confirman el poco temple de los honestos espirituales. No es gente de lucha, imagen refleja en la Iglesia de estos serenísimos literatos. Es preciso zarandearlos, pero ¿cómo? Ni siquiera preveía volver a jugar una partida de semejante importancia, como tampoco preveía que fuera a contar con un aliado poderoso como el judío Miquez, no menos interesado que yo en contener el avance de la Inquisición.

¿Cuál es mi papel? ¿Disimular para que otros puedan entrar en la lucha? ¿Incitar a los espirituales sin que ellos se den cuenta?

Mientras tanto observar mejor el bando enemigo: dividir sus fuerzas, identificar a los jefes, comprender su estrategia.

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