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Tercera parte. El beneficio de Cristo » Venecia » Capítulo 17

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Capítulo 17 Venecia, 7 de octubre de 1546

Cuarenta y cinco ducados. Más treinta, ochenta y uno, dieciséis. Restar la paga de las muchachas, las bebidas y el vino.

—¡Demetra! ¡Se ha acabado la tinta!

La voz llega burlona e irreverente de la cocina:

—¡Pues entonces emplea la memoria, Ludovico, la memoria!

Cuarenta y cinco más treinta: setenta y cinco. Más ochenta y uno: setenta y cinco más ochenta y uno…

—… Esos hijos de su madre, querida mía, si te ponen en su punto de mira no te dejan ya. Y les gustaría meterse en todas partes, escucharlo todo…

Vocea como un condenado, y mientras tanto la mano no para de hurgar debajo de la falda. Setenta y cinco más ochenta y uno hacen ciento cincuenta y seis… sí, más dieciséis.

—… Ah, pero aquí en Venecia llevan una vida dura los esbirros de Carafa, no nos dejan pasar una… Vienen a meter la nariz en todas nuestras cosas. Ya les arreglaremos nosotros las cuentas a los herejes y blasfemos…

Más dieciséis, y basta, tonto, más dieciséis: ciento setenta y dos.

—… y luego, guapísima, ¿sabes tú quién es el cardenal Carafa? ¿No? Pues yo te lo diré, un carcamal arrugado y desdentado que si te lo encuentras por la noche en un callejón te cagas de miedo… Yo lo conocí, sí, pero no se deja ver mucho el pelo el viejo, no, no le gusta… prefiere la oscuridad, igual que los diablos, que los brujos.

Con el rabillo del ojo advierto un hurgar de manos por dentro de los vestidos y escotes. Sí, eso es, restar la paga de las muchachas, así pues…

—Un buen espía lo que quisiera es saberlo todo de todos, y yo, querida mía, sería el primero de la lista únicamente porque me gustan el vino y las putas.

Doce, más quince, más…

—Nadie tiene ni idea de cuántos años tiene, ese está ahí desde siempre, ese espiaba ya cuando tu madre y yo estábamos en la edad de la lactancia. Espiaba al Emperador, al rey de Inglaterra, espiaba a Lutero, espiaba a los príncipes y a los cardenales. Luego el Papa, para contentarlo, lo puso al cargo de la Inquisición, así sí que puede divertirse. Y se lo ha hecho agradecer, ya lo creo… Ha llamado de vuelta a todos sus espías repartidos aquí y allá por Europa, sí, para infiltrarse en la Iglesia. —La paga de las muchachas—. Ese ha nacido para espiar, te lo digo yo, es peligroso, si no fuera porque en Venecia estamos en guardia, ese vendría también aquí a ponernos a raya a todos… —Espiaba a Lutero, veintisiete escudos, espiaba a Lutero, ha llamado de vuelta a todos sus espías repartidos aquí y allá, veintisiete más cuarenta y dos, la Inquisición, está desde siempre, ya espiaba cuando tú y yo estábamos en la edad de la lactancia, espiaba a Lutero, veintisiete más cuarenta y dos hacen sesenta y nueve, queda todo el resto aún, ha llamado de vuelta a todos sus espías para infiltrarlos en la Iglesia, la Inquisición, prefiere la oscuridad, sesenta y nueve, ¿sabes tú quién es el cardenal Carafa? Añade quince del vino, no se sabe cuántos años tiene, ese está desde siempre, espiaba ya al Emperador, espiaba a Lutero.

Espiaba a Lutero.

Levanto los ojos, las cuentas se disuelven: solo las chicas, se acabó el remolinear de manos. La silla vacía. Opresión en la cabeza, detrás de los ojos y en la base del cuello, pesa como una piedra.

—¿Adónde se ha ido?

Un encogimiento de hombros, muestran las monedas entre los dedos.

Fuera. Es de noche, me deslizo por el empedrado resbaladizo, un parloteo lejano me dice que se encamina hacia Rialto. Corro, rápido o lo pierdo, corro. Una esquina, otra, un puentecillo, siguiendo la voz, es una canción mascullada, en veneciano, sumergido en la noche, al fondo de la calle una gruesa sombra hace eses a causa del vino.

Mis pasos pesados le hacen estremecerse, desenvaina un estilete de por lo menos dos palmos de largo.

—¡No temáis! Soy el dueño del Tonel.

—He pagado, micer…

—Lo sé. Pero no habéis probado el vino que tenemos reservado para los huéspedes importantes.

—¿Me estáis tomando el pelo?

Entorna los ojos enrojecidos, la cabeza debe de darle bastantes vueltas.

—En absoluto, invita la casa, no puedo permitir que os vayáis sin probar esa botella.

—Ah, bueno, siendo así, si queréis indicarme el camino, os seguiré con mucho gusto.

Lo cojo del bracete:

—Habéis conseguido no acabar en el canal, ¿eh?

—Estad tranquilo, Bartolomeo Busi las ha pasado peores…

—Bartolomeo Busi, en otro tiempo fraile teatino. Antes de que los negros cuervos de Carafa me expulsasen. Hace tan solo dos años de ello, sí, señor, siervo de Dios, y a mi manera sigo siéndolo aún, qué coño. Es cierto que voy de putas, y quizá empino un poco demasiado el codo, pero es algo que, para decir las cosas como son, al buen Dios no le crea demasiados problemas, no. Ahora me toca romperme el espinazo en el Arsenale, cosiendo velas todo el santo día, ¡mira las manos que tengo! ¡Bastardos! En el convento no era así, no estaba mal la vida allí: cuidábamos del huerto, estaba en la cocina, pasaba por allí un montón de gente, huéspedes importantes, cardenales, príncipes. ¿Creéis que un convento es un lugar de clausura? Pues estáis muy equivocado, hay un continuo ir y venir, incluso de mujeres. Allí estaba al comienzo, cerdos asquerosos, no tenía ningunas ganas de hacer carrera, pues siempre he sido un ignorante, ¡malditos espías! Sí, de acuerdo, de vez en cuando distraía alguna patata, un trozo de ternera, para revenderlo fuera, pero nada más. Y en cambio han salido con la historia de que si era yo un sodomita. ¡Un sodomita! Todos sabían que siempre me han gustado las mujeres, no los chiquillos ni todas esas marranadas de los abades. Todo pretextos. La verdad es que la cosa había tomado un feo cariz desde hacía ya tiempo, amigo mío. Se sabía que espías, delatores y esbirros estaban metidos en todo. Uno tenía ganas de hablar de voto de pobreza, de renovar la Iglesia, de liberarse de los ladrones de Roma. Todo a espaldas de ese santo varón de Gaetano de Thiene. Ah, sí, santo, un gran tonto del culo. ¿Y quién era? ¿Sabéis quién era, el que lo manejaba como un títere? Yo os lo diré, el padre de todos los espías: Giovanni Pietro Carafa. ¡Ese carcamal, sí, señor, siempre él! Ese, dentro de cien años, cuando nuestros esqueletos den asco a los mismos gusanos, aún lo tendréis allí espiando. Ese acabará saliendo Papa, os lo digo yo. Pero tú piensa, hace cuarenta años era ya obispo, cuarenta, amigo mío. Legado pontificio en la corte inglesa y española, hubierais tenido que oírlo, nos contaba que había tenido sobre sus rodillas al mismísimo Emperador, que contaba siete años, ¡el Emperador! Antes del veinte era arzobispo de Brindisi, ¿y luego qué hace?, pues se pone a oler la mierda: Lutero, las casas de lenocinio, y la Roma que va de putas. ¿Y qué hace él? Lo abandona todo, es un decir, renuncia a los cargos y pone a trabajar a sus espías por toda Europa. Mientras aquí se hace el santo al lado de ese pobre de Gaetano, ese tonto del culo, y funda nuestra orden. Y así, después del veintisiete, una vez que los alemanes se han cagado en san Pedro, se les cae a todos la baba por él, le suplican, le imploran que vuelva, que ponga las cosas en su sitio. ¿Y qué hace él? Ni que decir tiene que acepta; las cosas deben cambiar, hay que actuar en serio pues si no Lutero nos pone a todos de patitas en la calle. Y entonces empieza a perseguir a todo bicho viviente. En el treinta y siete lo nombran cardenal, dándole las directrices para limpiar la Iglesia de corruptos, sodomitas y herejes, que los hay por todas partes. Y así nunca se quita ya uno los espías de encima. Te los encuentras por todos lados. Y él no se cansa nunca, siempre tramando, como si no fuera a morirse jamás. Pero digo yo, ¿quién le manda hacerlo? En el cuarenta y dos el Papa, otro buen pájaro, lo obsequia con la Congregación del Santo Oficio, un bonito traje hecho a su medida. ¡Bastardos! Y él dice: ha llegado la hora de poner las cosas en su sitio. ¿Y qué hace? Pues manda llamar de vuelta a todos sus espías, a todos, incluidos los que se dedicaban a contar las meadas de Lutero. Yo los vi, eh, españoles, alemanes, holandeses, suizos, ingleses, franceses, todos al convento, todos pasaron por allí, para recibir las nuevas órdenes. Y él dice: señores, los tiempos han cambiado, hay un tiempo para sembrar y otro para recoger, y este es el tiempo de la cosecha. Y vuelta a espiar y a mí me joden porque esta mierda nunca me ha gustado, está bien limpiar los trapos sucios en la propia casa, pero no hasta el punto de meter la nariz en los calzones, esperar a que digas la palabra equivocada, para caer sobre ti y procesarte. Dios no es un tribunal, es amor, coño, lo dice el mismo Jesús, no yo, el mismo Jesucristo en persona. Este, en cambio, nada, tienes que cagarte encima de miedo y basta. Y entonces cargas con la acusación: fray Bartolomeo el sodomita, con un montón de testigos. ¡Asquerosos! Y eso que la cosa no me fue mal, ¿sabéis?, pues si llego a ser un pez gordo me arrancan el pescuezo. Y ahora me toca trabajar todo el santo día en el Arsenale por un mendrugo de pan. Viejo como soy, casi cincuentón. Por eso me gustan las putas y bebo vino. Ah, pero vos sois un gran señor, vuestro burdel parece el jardín de las delicias. ¡Qué mujeres! El problema es que no puedo permitírmelas, con la mísera paga que nos dan. Nada más que tocar, tocar nada más. Perdonadme, sabéis, cuando pienso en esos cerdos se me sube la sangre a la cabeza.

La tisana de Demetra lo ha espabilado un poco y lanza ya miradas de interés a la botella que he depositado sobre la mesa. La destapo.

—Alemanes. ¿Encontrasteis alemanes en el convento?

—¿Alemanes? Son sus preferidos, gente de fiar, cabezas cuadradas. Luego están los españoles, sí, pero esos porque si les dices que tienen que matar, van y matan. ¡Bastardos!

—Me interesan los alemanes.

Le lleno el vaso.

—Los alemanes, por supuesto, los he visto. Siempre hablando de Lutero… —Se toma el vino de un trago—. Nos lo decía él, Carafa, que los alemanes lo anotan todo, son precisos, en nada parecidos a nosotros que somos un desastre, que no hacemos más que hablar. Y más de fiar.

—¿Recuerdas algún nombre?

La panza tropieza contra la mesa:

—Eh, pides demasiado. Los nombres. En un convento no eres más que Bartolomeo, Juan, Martín… Los nombres no quieren decir nada.

—¿A cuántos viste?

Un eructo de vino tinto:

—A seis o siete por lo menos, tal vez diez, pero contando también a los suizos, que hablan la misma lengua. Alemanes… gente peligrosa.

La cabeza comienza a bambolearse. Le paso los dineros por encima de la mesa:

—Diles a mis chicas que te traten bien.

Se recobra:

—Señor mío, Dios os bendiga, ya os dije que erais un gran señor, si queréis os cuento también alguna cosa más, cuando necesitéis algún relato de Bartolomeo, basta con un silbido…

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