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Primera parte. El acuñador » Frankenhausen (1525) » Capítulo 2

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Capítulo 2 16 de mayo de 1525

Llega la claridad del alba. Me derrumbo, exhausto.

Al volver a abrir los ojos, en la completa oscuridad de la noche y de mi existencia, la primera sensación ha sido el total entumecimiento de los miembros.

¿Cuánto tiempo hace que se han ido?

Desde la calle subían juramentos de borrachos, ruidos de jarana, gritos de mujeres sometidas a las leyes de los mercenarios.

Para recordarme que estoy vivo, un picor infernal: en la piel una coraza de sudor, paja y polvo.

Vivo, libre de toser y de gemir.

El solo hecho de incorporarme y de trepar sobre el tejado con la alforja y la espada me ha supuesto un ímprobo esfuerzo. He esperado el tiempo necesario para acostumbrarme a la oscuridad escrutando la faz de la ciudad de la muerte.

Abajo, el resplandor de las hogueras diseminadas por todas partes iluminaba las jetas de los soldados en plena francachela, ocupados en beberse la paga por la más fácil de las victorias.

Enfrente, oscuridad. La oscuridad absoluta de los campos. A la izquierda, a unas pocas docenas de pasos, un tejado sobresalía más que los otros, soslayando el callejón de abajo, hasta el confín de la oscuridad absoluta. Reptando por los tejados, he arrastrado mi rota espalda hasta ese confín: las murallas. De la altura de tres hombres, nadie de guardia. Las he recorrido.

Al principio no he percibido el olor: la boca era una cloaca, la nariz impregnada de sudor y de porquería… Luego lo he notado: estiércol. Estiércol justo debajo. Me he dejado caer, así, en la oscuridad, qué importaba.

Un montón de estiércol.

A todo correr, vamos, sediento, a la carrera, luego he caminado, dado un traspié, vamos, y caminado, vamos, vamos, hambriento, más rápido que la muerte que me ha rozado o que el hedor a mierda que me perseguía, mientras las piernas me han respondido.

El amanecer.

Tumbado en una zanja, bebo agua fangosa. Me pierdo en la oscuridad mientras se levanta el sol.

El cielo arde por poniente. Cada magulladura del cuerpo me quema, incrustada de mierda y de barro: vivo.

Campos, gavillas, el lindero de un bosque algunas leguas al sur. Reanudar la escapada. Tengo que aguardar la oscuridad.

Solo. Mis compañeros, el maestro, Elias.

Solo. Los rostros de los hermanos, cadáveres extendidos por la llanura.

La alforja y la espada parecen pesar el doble. Estoy débil, tengo que comer algo. A unos pocos pasos, espigas verdes de trigo. Las arranco a puñados. Las trago con dificultad.

Me pregunto qué aspecto debo de tener, observo la sombra larguísima sobre el terreno. Levanta una mano y se la lleva al rostro: los ojos, la barba, no soy yo. No volveré a serlo.

Pensar.

Olvidar el horror y pensar. Luego moverse y olvidar el horror. Luego también, acabar con el horror y vivir.

Pensar, pues. Comida, dinero, ropas.

Un refugio, lejos de aquí, un lugar seguro, donde tener noticias y seguir el rastro de los hermanos dispersos.

Pensar.

Hans Hut, el librero. En la llanura, su fuga al ver las corazas del duque Jorge, antes de la matanza. Si alguien se ha salvado, ese es Hut.

Su imprenta está en Bibra, cerca de Nuremberg. Hace años era ya un pulular de hermanos. Un punto de encuentro para muchos.

A pie, de noche, sin recurrir a los caminos, por los bosques y las márgenes de los campos, me llevará al menos unos doce días.

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